Salgo y veo a Santiago, mi fotógrafo. Viene ya de vuelta con el carrito del bebé, y al ir a verlo me dice, sí, mira el niño, y me enseña la bolsa del pan en el nido, y nos reímos. Yo me acuerdo de que, a la primera que vi con tales estrategias ortopédicas, pero a la inversa, fue a una prima mía que iba siempre con el carro de la compra y nunca compraba nada, y es que la habían operado y lo llevaba para apoyarse, tan coqueta (y práctica) ella.
Naturalmente, no me informa, por pudor, respeto y modestia, que expone en La Asunción -esas cosas las deja para el guasap-, y, no sé cómo, llegamos al sueño, que es mi tema. Yo jamás he podido entender cómo hay gente que puede irse a dormir con la radio puesta. Y él me lo explica: pues no durmiendo, y esperando a las siete para ponerla de nuevo.
Y es que los insomnes, o los colgados radiofónicos están tocados por el 7. Sus ritmos circadianos, ajustados en función del verbo de Alsina o Federico, se empiezan a hacer carne en llegando esa hora, que es un decir, pues si la pareja les exige cualquier débito conyugal en tal horario boca-oreja, ni una rosca, ya te digo, pues el otre ya está en modo oral, a verlas oír, y no sabe, no contesta, pues ya está en línea (para bingo) con el más allá que supone esa voz que para cualquier radioyente tiene sabor a aurora, ya sea rasposa, cutre, engolfada o medio gangosa.
El oyente de las 7 se traga, no ruedas de molino, sino una noria entera con sus cangilones y el burro. Y además, hace proselitismo. Es el principal diseminador del fragor, el campo abonado por la noche en semi vela de la noticia al caer, el instrumento natural del orate, la fiel herramienta de su Savonarola de las ondas preferido, el trae y lleva ideal y vehemente de todo aquello que es asiento de fe a las 7 del día y que será humo al día siguiente.
Y todo eso lo emprende el sietehorino mientras dormimos los oyentes -muchos hasta videntes- del cuchicheo nocturno hasta esa hora mágica en que el alba se alía con el sueño. Y oídos sordos. O con la onda hecha voz, para otros más atentos. Y es que, otra cosa no, pero el alba siempre llueve a gusto de todos.
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