A la llegada del sonoro, una gran preocupación embarga a la
industria del cine: cómo seguir manteniendo al público enganchado a las
pantallas.
De hecho, el capital cinematográfico –miedoso, como todos–
se mostraba reticente a la implantación definitiva del nuevo invento, siendo al
sentirse los efectos de la depresión cuando su adopción comenzó a acelerarse –y
no por casualidad, según los malvados–, empezando por el formato más
entertainment, como renovada forma de mantener al machacado y deprimido
personal con las pestañas (y ahora también la oreja) pegadas a cualquier
historieta, y no suelto por ahí.
Pero la necesidad de diluir en un nuevo
lenguaje y relato la vida cotidiana de la gente, y que eso a la vez diera
dinero suponía toda una novedad, así como un problema, no planteado nunca en la
industria, un tanto a la deriva por diferentes motivos.
El público, hasta ahí, estaba hecho a un tipo de relato, un
modo de narrar e incluso unas historias que se adaptaban al formato y las
técnicas creadas para ello, dirigidas a hacerlo más factible; todo muy bien
amalgamado. Y cuando llega el sonoro, todo eso cambia. Primero la técnica,
luego los lenguajes, y al final incluso las historias. Unas historias que, al
ser habladas y llevar la voz la parte más “cantante”, tienden a dejar en
segundo plano a los silencios que inevitablemente se han de producir en el
metraje.
Y surge la incertidumbre, y a los productores les entra el pánico,
temiendo que al más mínimo silencio sin resolver, el público salga escopeteado
de la sala. Y empiezan a probar fórmulas precautorias contra esa catástrofe
parecida a la marital del miedo a no tenerse nada que decir. Unas funcionarán;
otras no. Las que no, pasarán al olvido. Las que sí serán las que el cine siga
hasta hoy.
La otra opción para rellenar silencios será la más obvia y
tal vez más impensada, e incluso cutre, aunque de lo más efectiva: hacer
películas en las que no se pare de hablar. De donde las adaptaciones teatrales,
el trasplante de Broadway al set de rodaje, algo calificado de artificial y chapucero
por más de un crítico. Cosa que molesta muy poco a los estudios, mientras
funcione, dado que lo que más les molesta es que no funcione del carajo, o sea
inundando las taquillas. Y por eso se fijan en un Broadway que sí las inunda:
el dedicado al vodevil, ese invento francés decimonónico para públicos populares –en España conocido como café cantante o teatrillo (el Teatro Chino)–, que los
americanos encumbraron hasta apropiárselo (y dar pie a algunos estudiosos de su
cine a definirlo como hijo de él y el melodrama).
El vodevil es el espectáculo en el que los Hermanos Marx
destacan con éxitos clamorosos en una guerra muy reñida con competidores tan
dotados como ellos. Sólo que ellos poseen para Hollywood algunas dotes entonces
muy deseadas: son un grupo y hacen cosas distintas.
De modo que se los llevan para desviar así el río de billetes hacia las pantallas, algo sólo parcialmente conseguido en el primer intento, The Cocoanuts, la versión cinematográfica del propio éxito teatral de los Brothers, medio malograda por los defectos del sonoro en 1929 y lo poco afinado aún de la fórmula; algo que mejorará al año siguiente, de muy mala cosecha por los efectos del Crack, aunque no para ellos, pues los productores les montan todo un largometraje, algo un tanto insólito en tales fechas, para intentar repicar con El conflicto de los Marx, donde, siguiendo la línea de adaptación de su arte vodevilesco, logran dar ya casi con la clave. Y sus resultados económicos no desmoralizar a los productores, que vuelven a probar en 1931 con una tercera, Monkey Business, que será la vencida.
De modo que se los llevan para desviar así el río de billetes hacia las pantallas, algo sólo parcialmente conseguido en el primer intento, The Cocoanuts, la versión cinematográfica del propio éxito teatral de los Brothers, medio malograda por los defectos del sonoro en 1929 y lo poco afinado aún de la fórmula; algo que mejorará al año siguiente, de muy mala cosecha por los efectos del Crack, aunque no para ellos, pues los productores les montan todo un largometraje, algo un tanto insólito en tales fechas, para intentar repicar con El conflicto de los Marx, donde, siguiendo la línea de adaptación de su arte vodevilesco, logran dar ya casi con la clave. Y sus resultados económicos no desmoralizar a los productores, que vuelven a probar en 1931 con una tercera, Monkey Business, que será la vencida.
Con una trama menor que un show de marionetas, un guión
trufado y pillado con pinzas, se les deja hacer en una serie de situaciones,
perseguidos por la cámara y, con un montaje de tres al cuarto, la película es
un hallazgo. Y más de uno exclama: “¡Esto era!”. Y con razón.
La película funciona como uno de aquellos cortos de policías
de la Keystone, como a cámara rápida, solo que a velocidad normal, hablada y en
largometraje. Y con un agregado que todavía le da aún más apresto de leyenda
(no por su calidad sino por premonitoria), cual es que, por la propia
naturaleza de los actores, funciona como un lenguaje perfecto de transición
entre el mudo y el sonoro, en todos los sentidos: técnica, interpretativa y
lungüísticamente. Es decir, como combinación perfecta entre lo visual y lo hablado,
gracias a la natural alternancia en el espectáculo de los Marx más charlatanes
y acaparadores de atención (Groucho debía de odiar el silencio tanto como los
productores), pero con uno de ellos, y esto es muy importante, que es mudo.
Además, al simplificarse la trama a varias situaciones a
resolver por la acción actoral, los Marx encuentran, pienso que de chiripa,
aunque lo llevasen buscando toda la vida, un nuevo género de cine: la sit
comedy moderna, de tanta aceptación hasta hoy, sobre todo en televisión. Así
pues, de modo no muy consciente, y desde una actuación mucho menos pensada que
un Hitch, por ejemplo –o los cineastas europeos, que aguantarán durante
muchísimos años el tirón de lo visual, lo mudo, en sus películas–, encuentran
la panacea que la industria buscaba, el nexo entre lo nuevo y lo viejo, el cine
total, ideal y nuevo para el gran público, mezcla de
géneros viejos y nuevo género a la vez que da con una de las claves
fundamentales cinematográficas que persisten hasta hoy, que es el ritmo.
Cuando decimos preferir el cine americano a otros, poniendo
irónicamente como ejemplo nefasto cierto cine francés en el que se puede ver
crecer la hierba, nos estamos refiriendo a ese ritmo trepidante que nació
precisamente en esa época y de unas determinadas películas, tan bien
ejemplarizado por Monkey Business, que hace de este tipo de cine un prototipo a seguir y que será
desarrollado de una forma más consciente y elaborada por el melodrama, dando
lugar entre ambos al carácter bípedo definitivo del nuevo lenguaje videosonoro
que tanto caracteriza al Hollywood más clásico.
Con el tiempo, ese ritmo y lenguaje tan característicos
serán suplantados a partir de la utilización de los planos rápidos importados
de la publicidad, desvirtuando y estigmatizando un cine en cuyo origen está ese
ritmo cinematográfico por excelencia, que se adoptó como norma hasta casi
arrumbar al teatral, su hermano gemelo parido para lo mismo que él, al darse
cuenta la industria de que ésa era la vía de hacer el nuevo cine, la que
resolvía sus incertidumbres de mercado, sus problemas técnicos y sus complejos
ideológicos. La que los Hermanos Marx, subidos como jokeys, quizá accidentales,
al caballo de Troya metido en la ciudad del cine como de rondón, iban a abrir,
y a la que todos, todos, se iban a subir hasta hacerle andar, y galopar
como caballo ganador hacia la meta a toda mecha. No es de extrañar que después
de eso se hicieran de oro.
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