viernes, 3 de marzo de 2017

Morrifinos


La burbuja gastro española lleva camino de convertirnos, si no en omnívoros en cuchiflitívoros, catadores de culinicaprichos, probadores errantes de genialidades ociosas del gusto, retorcidas delicatessen y pijotás varias para desganados; decadencias propias de esta nueva belle èpoque granhermanista de barba impostada y vintage forzado para maridar el no tener un duro con la aventura de tener que vivir a la moda que impone el sálvese quién pueda de la crisis final, y paleto el último. 
Lo cual arroja, temporada tras temporada, a las playas del comistrajerío de esta nueva gran subclase mendicante general, tal cosecha de enteraos de la comida, paladares cursis, tontos de pituitaria y probadores de fiascos, que, digámoslo pronto, han formado tal témpura de gilis gustativos, o lo que se dice morrifinos sobrevenidos, que no hay abuelas para dar abasto a tanto abanto de cocina como brota. 
Son tantos los programas, libros, concursos, reportajes, videos, horas dedicadas a la ilustración del cocinicas, tantos los consejistas, tal el sinnúmero de listos de papila, científicos de la ingesta, dietistas y pensadores dedicados a ocupar al aspirante a empaparse bien de su alimentación no menos de varias horas al día –muchas más de las que emplea en tragar y cocinar–, que el asunto, más que una fenomenología del gusto, raya más bien en la del mal gusto. 
Y aunque en realidad se trate, como diría un castizo, de probarlo todo con tal de no hacer de comer, hoy día, si no estás un poco al tanto de las últimas tendencias, si no dejas caer que eres un comidista, al menos de afición, que es como ser rojo en los setenta, y tan imprescindible como saber algo de fútbol en aquella época para hacer autostop, es que no te comes nada, pero nada. Bueno, si acaso algún cuchiflito sin fuste ni fundamento. 
Así es que lo mejor es declararse foodie cuanto antes, esa democratización fervorosa avant la léttre (o sea antes de haber comido) del gourmand más elitista, puesto, diletante y bonvivant. Y mejor antes de saber el menú. Si no, ni en los entrantes podrás desplegar con credibilidad los finos análisis de fenomenología del hambre –y de la saciedad (dicho en anglosajón)– propios de tu encomienda. Que de eso se trata. Aunque yo sea más del Eclesiastés: que sí, aquí hemos venido a comer, pero también para beber y lo otro. Que te hinchas, y luego el dios que te menea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario