jueves, 9 de marzo de 2017

Cinematontunas: El espectro


Hedy Lamarr no era muy dada a los besos. Sus razones tendría (una quizá fuera Victor Mature, con quien hizo de Dalila en la mejor “peor pareja” de actores de la historia del cine, según cuentan).
Pero una noche tuvo que dar casi 300, uno por cada 25.000 dólares en bonos de guerra vendidos, que era el premio carnaza que el gobierno prometía a los compradores del  crewfounding más viejo del mundo: la muerte. 
El gobierno la tenía para eso, como reclamo sexual, mientras se pasaba por el mismísimo forro su patente del Espectro Ensanchado, una técnica para modular frecuencias (la FM, sí) que se le ocurrió para guiar a voluntad los torpedos antisubmarinos –el arma más letal empleada por los nazis contra los aliados–, y diseñada junto con el pianista G. Antheil, y que consistía, como es lógico, en el desarrollo de hasta 88 frecuencias, una por cada tecla del piano, que impidieran su captación por el enemigo, y que ya en los años cincuenta –una vez caducada la patente, seguramente para no pagarle un centavo– sería empleada en la defensa antimisiles, dando lugar consiguientemente a toda la tecnología inalámbrica y el wifi posteriores. Luego, poco antes de diñarla, como una compensación un tanto capciosa, le darían el Premio Pionero por su invento, pero ella, ni se inmutó. 
Y es que Hedy fue siempre toda una virtuosa de la banda ancha. 
Judía, primera en desnudarse a los 19 en Extasis, una de las pelis pioneras en hablar de la infidelidad femenina, un bombazo que acabó obsesionando a más de uno, entre otros a las Ligas de la Decencia y al propio papa Pío XI, que la condenaron por mostrar nada menos que su propio rostro (el de ella, no el del Papa) en pleno orgasmo, por cierto, el primero fingido en el cine, aunque el más famoso sea el de Meg Ryan.
Uno de los muchos a quien llegó a descocar su vistosidad fue un potentado proveedor mayorista de armas del fascismo (judío, ojo), que prácticamente, más que pedirla en matrimonio, que igual era más caro, más bien la compró a sus padres, para recluirla a reglón seguido como una esclava, lo cual la obligó, como era menester, a tener que salir por pies, sin divorciarse ni nada, en una huida de cine, y tras ligarse a su asistenta-carcelera lesbiana (tal vez su actuación más creíble), dar esquinazo a sus guardaespaldas, y, tras vender sus joyas y conocer a Mayer, el de la Metro, irse con él en barco, para ser contratada in situ, en alta mar, fundar todo un canon de belleza y pasar a ostentar desde entonces el glorioso título de “la mujer más bella”, así como el extraoficial de una de las peores actrices, aunque buenísima en hacer de mala malísima. 
Ella misma decía que “Cualquier chica puede ser glamurosa. Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida”. Todo un coco, como se ve. Que en el cine le serviría de poco, y la prueba es que rechazo hacer Luz de gas y Casablanca. Nadie es perfecto. 
Con todo ello, y pese a ser el mayor paradigma de esa demostración sumun de la tontería masculina que consiste en tomar como norma a las bellezas por tontas, jamás se le llegó a dedicar a su vida y obras ni una miserable película (¿por lista?) ni mucho menos figura para nada en el santoral feminista (¿por guapa?). 
Eso sí, en su honor el 9 de noviembre se celebra el Día del Inventor. Pero no el de la Inventora, que sería lo suyo.

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