jueves, 1 de junio de 2017

Abuelerías

Vivimos tiempos que me atrevería a calificar de Era Paradójica, en la que tanto monta lo uno como su contrario. Y no me refiero a que lo trivial, el relativismo y el todo vale del oportunismo a ultranza para sobrevivir se hayan adueñado de la vida (que también), sino a la convivencia de valores sociales en teoría contrarios y aparentemente incompatibles que dan lugar a una cotidianidad dominada por situaciones y paradigmas tan chuscos como trascendentes. 
Así los abuelos. Tan devaluados por un lado; tan sobrevalorados por otro. 
Devaluados por su gran número, esa agobiante inflación de ellos que nos invade, pues si antes uno no llegaba a conocer a la mitad de los suyos, hoy raro es el niño que no tiene 4, 5 o más titos, según la prisa dada en divorciarse. Y sobrevalorados por ser hoy los únicos con renta segura y patrimonio, y tiempo, lo cual aumenta y encarece su demanda como cereza en invierno. Y por tanto su apología, devoción y peloteo. Aunque también su resabio, inquina y hasta odio por esa dependencia de ellos. Ya se sabe, los favores cuestan caros a quien los hace.
De manera que este sector vintage, puesto en vigor junto con su culto históricamente ya en el XVIII, al ser ahora también el votante principal y dar forma a esa gerontocracia abdicatoria y claudicante en favor de los políticos de turno para que avasallen, es denigrado, elogiado y temido a la vez, pudiendo ser tan salvadores o peligrosos para náufragos como una recámara recauchutada con escapes. 
Así, más allá del folclore, y debido a su nuevo papel ampliado, polivalente y más polimórfico que un niño de siete años (y tal vez igual de perverso), no solo hacen croquetas, también planchan, psicoanalizan, celestinean, envuelven, tejen, tapan, embolan, inteletan, malmeten, remueven, manipulan, intrigan, enfrentan o friegan; una completa gestión de recursos humanos, gratis, y sobre todo impune, que es lo que comparten con los políticos. Por eso sé yo –que estoy deseando llegar para hacer de las mías, pues me creo bastante preparado; cualificado, diría yo– que Doña Marta Ferrusola se iba de rositas. 
Es, entre otras muchas cosas, por lo que se está poniendo el antiabuelismo como deporte en voga. Pero también el proabuelismo (y con lo joven como ideal, quizá nuestra gran paradoja), pues si antes había quien quería casarse con su madre, y hasta con la suegra, ahora hay quien desea hacerlo con su abuela. Y lo hace. Como Macron. Y seguro que esa experiencia hasta le ayuda y todo en sus chalaneos con la Merkel. Son los pros y contras propios de un mundo paradójico.


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