miércoles, 7 de junio de 2017

La fregona

Últimamente veo la tele con una fregona a mano. Prometo, como ahora se dice, que no es nada sexual. Ni obrero. Solamente es una fregona. Lo mismo que otros la ven comiendo pipas, un yogur o un plato de forro, yo lo hago con una fregona, ¿pasa algo? Y lo hago por necesidad, como ahora mismo les participo. Pues resulta que a mí lo que me va es el zapin, y como cualquiera que tenga este pasatiempo puede suponer, echo un minuto aquí, medio allí, paso fugaz por allá y me detengo un instante acullá. Pero no puedo evitar sintonizar prácticamente toda la parrilla –de ahí lo del forro–. Resultado: todas las emisoras tienen un trocito de mi atención. Pluralista que es uno. Pero cuando llevo media hora en ese plan, ocurre. La tele evacúa por detrás.
Entiéndanme, no se trata de salir afuera, que eso ya lo hace por delante, no. Simplemente, destila. Se va por la pata abajo de la mesita donde posa y poco a poco va haciendo un charquito a sus pies. Chorrea, que es lo suyo.
Yo, al principio, creí que era normal en una tele vieja, pues si era una tele macho, es lógico que padeciera ya de próstata, y si era fémina, a su edad quién no tiene escapes. Y se trata de una tele de una generación tecnológica que no traía el salvaeslip de fábrica. Y ya está. Vamos, que yo veía normal que la tele hiciera sus necesidades en casa, como todas. Y limpiaba el charco, compelido por lo de ‘el que contamina paga’, invadido por la culpabilidad de telespectador, y a otra cosa.
El caso es que, con el tiempo, se empezó a hacer un rodal en el terrazo y llevé a analizar la sustancia, temiéndome lo peor, alguna bilis mutante o líquido amniótico televisivo, restos radioactivos de la gestación de algún programa especialmente repulsivo o con mal PH o vaya usted a saber. Llegaron a decirme que eso sería un residuo de Gran Hermano o Supervivientes, como castigo divino a la visión de tales programas en esa tele, siempre a mis espaldas. Y casi lo creí. Pero todos andábamos errados.
Cuando al fin fui a recoger la analítica, los del laboratorio me preguntaron si es que había sido abuelo o qué. Como lo oyen. O sea, como lo leen. Pues aquel líguido apestoso era nada menos que saliva. Babas. Y sin más trámite me pasaron a aconsejar que si tenía algún otro fluido corporal que emitir, que lo hiciera con cuidado y lejos de allí.
Yo les juré que no, que se trataba de la tele, y entonces la coña pasó a “cuidado con el sida”, “ponle un bacín”  y tal. Lo que me dio la idea de la fregona. ¿Pero a cuento de qué a la tele se le caía la baba en mi casa? ¿Por qué precisamente en ella un fenómeno paranormal? ¿No había bastante contigo ya?, me decían cuando lo contaba por ahí. De manera que, por increíble que parezca, hube de llevar a cabo en persona la prueba empírica, que tampoco es nada sexual, de a ver por qué todo aquello. Y en efecto.

La baba aumentaba desde las cadenas estatales a las locales; en los horarios de mediodía y punta. En las noticias, las entrevistas, con los locutores pelotas, y especialmente en los programas con amiguetes –de esos en que se dicen de usted después de haberse hartado de nécoras y percebes– y, sobre todo, cuando los políticos y famosos de diversa laña hacían esos papeles –de locutores o de amiguetes–  en programas de corte humano o del corazón, tan inhumano.

Pero lo que resultó definitivo y que dio la puntilla a mi hipótesis, fue el apreciar que, conforme se acercaban la selecciones, el charco iba en aumento. O sea que no había remedio, porque yo soy un demócrata. Así es que pasé de soluciones, resignándome a seguir con lo mío y a pasar la fregona cada noche. Y más, cuando, no para mi sorpresa ya, pues estoy hecho a los palos, he empezado a sentir cierta humedad, cada vez más, en las páginas de los periódicos que hojeo. Lo cual no deja de ser una papeleta, y mojada (y mira que la prensa empapa), ya que el síntoma de lo que sea parece extenderse. Ahora que le había cogido el tranquillo a la fregona.

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