jueves, 29 de junio de 2017

Soy minero

Hay personas que son una mina. Y no precisamente una ganga, sino con mucha de ella, al ser el material propio de las bagatelas, y que no merecen la pena, o la mena (que es la parte buena de cualquier mineral), y sobre todo mucho grisú, que es lo que nos hace explotar a los que habitamos la puta galería, a la postre casi todos.
Unos, precoces ellos, explotan desde chicos, armando verraqueras a las puertas de una juguetería o tirándose al suelo para pedir chucherías y, como a esa edad aún constituyen minas unipersonales, sólo dejan minúsválida a la madre o similar, hiriéndola en la oreja, en el monedero o en la manga del abrigo.
Pero las minas crecen, van a la escuela y se socializan, queriendo esto decir que se hacen más perfectas y mortíferas, multiplicando sus efectos, y más difíciles de detectar. Así, minas educadas en colegios de pago o bajo los mejores preceptos eucarísticos, teóricamente desactivadas, un día se te casan de penalti, hacen una boda merdera y se cargan toda una estirpe familiar incluida la abuela, hecha ella a la novena de la Milagrosa. Otras, cuando menos te lo esperas te regalan una figurita de San Cristóbal, tras haberte vendido un coche sin frenos, para que te la pegues como dios manda.
En suma, lo aleatorio de las relaciones sociales hace imprevisibles a las minas humanas. De ahí que no haya ninguna ya, salvo Tarzán y Jane –y habría que preguntarle a Chita–, que aún sea unipersonal, pudiéndose afirmar categóricamente que todas son ya multipersonales.
Las personas tienen –bueno, tenemos– una autonomía explosiva que depende de su edad y su estatus social. Así, un viejo, como ser marginal y a pesar de la murga que dicen que dan, poco puede explotar ya, a no ser que tenga los muelles flojos o la lengua suelta,  cosa que, contra el tópico, no suele suceder, en habiendo fármacos e hijas. Y aun así hacen de las suyas, por ciertas manías al parecer inherentes a la edad, como pueda ser el votar, lo que posibilita a su vez la propagación de las peores minas pluripersonales más sofisticadas y peligrosas que existen, los políticos. Pues si bien un pobre es una mina de limitada capacidad expansiva, con espoleta de control remoto, precisamente por los susodichos, los susodichos alcanzan con su metralla a todo el mundo, haciendo de los países minas a cielo abierto donde lo único escondido son las ruinas que van dejando y que tratan de inhumar con sus enterradores a sueldo.
Y aunque el agua bajo los puentes nunca es la misma, siempre es revuelta y sucia, lo que no es bueno para un país turístico, con muchas playas que llenar y no menos telebasura camuflada de telediarios disparando sus productos tóxicos directamente al fuselaje de eso antes llamado siniestramente “el bien común”. Más minas en el planeta de los sueños. Éstas, con onda.
Decía Don Antonio Gramsci, otra mina desactivada por el batallon de zapadores (que no zapeadores, que esos son otros antiminas con mando, si no en plaza, sí en el sofá), que el Estado, para su hegemonía, se servía de la sociedad civil, con la cual se asimilaba perfectamente. O sea, que la tal sociedad civil tenía muy poco de idem. Y eso sin conocer la tele, catalizador holográfico que recoge los reflejos de algo que fue o parece ser, y lo emite como real, con permiso del Estado, con el cual se confunde, también.

Se puede concluir, por tanto, que, si la sociedad civil no existe o es la tele, el Estado, que es la tele misma, tampoco, y que la hegemonía real es de los electrodomésticos, que son el vehículo por el que la compañía de la luz (y otras aún más oscuras) nos sigue estallando en los bolsillos. Lo cual confirma de nuevo que somos una mina, lo que hace obsoletos, entre otras cosas, los ejércitos, a la vista de que las mejores minas son las andantes y como mejor funcionan es por lo civil. Aunque por la iglesia tampoco lo hacen tan mal.

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