sábado, 16 de septiembre de 2017

Flashbacks. Camino de vuelta (y media).



Aun sabiendo que cualquier regreso al pasado es necia impostura, un empeño en suscribir 
el viejo apotegma cesarista, tan verosímil como inquietante, "vence quien permanece", y porque el que sigue aquí tiene algo que contar a los victoriosos, los que viven, sobre todo a los que se supone vivieron lo contado, para los cuales no deja nunca de ser una sorpresa esa vida en común pasada por las letras, a manos de otro, aquí va un esbozo, al modo naturista, de algunos pasajes deslavazados, jirones rehilados cual cuentas de un rosario roto, obscenos tal vez, o así lo espero, de unos años, entre 1973 y 1987, a fin de enturbiar esa agua cristalina que nos hemos forjado como origen de nuestro paraíso actual, y ello con un doble objeto, uno, para poner en solfa esa mitología de culto que se cierne divina y terrible como madre de todas las mentiras, tan beatificable como una puta; y dos, para camuflar indesvelado en esa trivilalización al mismo cefalópodo revisionista que todo escritor lleva dentro, pues la verdad es tanto más creíble cuanto más insondable parece. Apuntes contra el alzheimer propio, que siempre serán más baratos que otras medicinas para aquellos cuyo recuento les resulte molesto. 

O también podría valer lo dicho, mucho mejor que yo, por L.-F. Céline: 
"La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender hasta qué punto son hijoputas los hombres. Cuando estemos al borde del hoyo, no habrá que hacerse el listo, pero tampoco olvidar, habrá que contar todo sin cambiar una palabra, todas las cabronadas que hayamos visto en los hombres y después buscar el pico y bajar. Es trabajo de sobra para toda una vida."




Yo no soy muy consciente de haber traicionado a nadie en mi vida; eso sí, estoy absolutamente seguro de haber decepcionado a todo el mundo.




Preámbulo y dedicatoria

A estas alturas ya puedo decir que hay que tener cuidado en cómo se vive, para no acabar teniendo que olvidar para poder seguir viviendo. Vida y olvido. Veremos si es mi caso.
Hasta la fecha y para regocijo de la afición y dentera de enterradores de pasados, mi memoria resiste. Así pues ésta es una historia tomada como algo personal basada en unos hechos reales vividos por mí lo suficiente como para revis(it)arlos.
En este empeño, y lejos de seguir al pie o más bien a la pata la llana la letra del aviso para navegantes sobre lo nocivo de mezclar lo particular con la política, como hacen los mansos y los capitanes araña, yo, antes de ser un buen radical sobre el papel, desde que era un simple insurrecto trapero en bruto supe que si hay algo que motive en esta vida o en política es que te toquen los huevos, literal o retóricamente. Así llegué bien pronto a la conclusión de que mezclarlas adecuadamente es la mejor manera de hacer de la existencia, más que una tortilla, un buen gintonic.
Si además se da el caso de haber perseguido esa quimera desde la esquizofrenia del periodista que no renuncia a la política, o mejor dicho, que aun sabiendo esas dos cosas tan unidas, quiere sobrellevarlas, sería un fiasco imperdonable no acometer el acto de dar fe de tal empresa, siempre mortal de necesidad y un fracaso anunciado.
Sin embargo, por previsible que sea un periplo así, condenado a naufragar en el magma del ruido de los tambores políticos, los clarines mediáticos y la zozobra vital, aparte su ineludible viscosidad y hedor, y las profilaxis utilizadas para librarse de su asfixia, vale la pena mostrar que aquella mierda en que muchos nadamos hace tiempo, a ratos consiguió parecer(nos) una salsa sabrosa quizá por ser nosotros parte de la receta. O al revés: cómo partiendo de aquella salsa hemos llegado a la gran mierda. El huevo o la gallina. Lo mismo que pasa al repescar el pasado, que es como los subtítulos añadidos a una película. Para unos serán un estorbo y a otros les ayudará a leerla. O a releerla, si no hay nada mejor que hacer. Ahora también lo llaman “el montaje del director”, que es cada recordador, nunca de fiar y merecedor de cuantos ojos críticos sean menester.
Por eso, antes de ver qué tripa se le rompió al pasado y empezar a hablar de lo inexistente, de todo lo que iba a llenar el mundo de sentido, con la transfusión religiosa de los glóbulos rojos de nuestra sangre nueva, que la historia acabó por decolorar poniéndola en su sitio, quiero dejar claro que ni en este mundo hay nada inocente, ni me llamo a engaño sobre el embarque elegido para marear en esta vida, cuyo poder devorador era adivinable.
Todo el mundo es culpable de su propio Pacífico que cada cual ha de descubrir a su pesar. Todo lo más, achacarlo a un fallo de estilo, léase el carácter, a veces lastrado por esos principios de plomo de los que nunca consigues despegarte lo bastante; o por la ofuscación como ideal; o por pretender alcanzar esa utopía de gustar sin ofender, lograr sin pecar y reinar sin matar, unir la devoción con la vocación, el fin con los medios y otras lindezas ñoñas. 
Todo eso, y cierta impronta lenguaraz, me hicieron, primero convicto y después salir por peteneras para darme el alivio de las borrascas imprevistas al atracar en aquella Ítaca tan plácida a primera vista.
Perdón pues, por ese defectillo, y por no querer sobrevivir en los demás en forma de tópico. Es lo que persigue este texto, dirigido quizás a quien quiera recorrer desandando tal camino para reparar mejor en el propio.
No es una lección en ningún caso, no soy tan gilipollas, y además, ya lo dije, me es indiferente si se es ignorante del pasado o un memorando andante, si sacó nota en su juventud o convirtió el ideario en algo para hacer la declaración de la renta. Tres cojones me interesa. Lo interesante para mí es escarbar y tratar de explicarme como un hecho confuso entre otros tantos, y desde esa confesión reaccionaria alcanzar así la derrota definitiva de quedar listo para el paredón del olvido.
Al principio, pensé llamar a estos recuerdos Ascensión y caída de un iluso, pero ahora que caigo, sin querer decir esto que mi caída sea ahora, ya que no sé muy bien cuándo fue mi ascenso, considerando que lo más alto que he llegado ha sido al metro setenta y seis, y de esa cumbre hace ya mucho, finalmente me retranqueé hasta el título exhibido en un acto de humildad quizá excesiva, pues todos los caminos son de ida y lo único que se vuelve es la cabeza, cada vez más distante del principio y siempre que lo permita la tortícolis, siendo ese cerco que el tiempo forma sobre la luna de nuestro punto de partida lo que vuelve fascinante el retorno, y un reto para tratar de atisbar entre su bruma al leñador que somos cada uno de nosotros braceando en ella y soportando la gavilla de recuerdos en que nos convertimos y cuyo peso, antes o después insoportable, aspiramos a compartir, pues repartir tal carga no supone aumentar el sobrepeso de la ajena al tomador, sino volver, por ese azar glorioso de la ósmosis, más liviano el haz al que los presta, haciendo con esa cesión una sociedad de alivios mutuos cercana al intercambio de ese casi fluido que es la remembranza puesta en almoneda al módico precio de simplemente leerla. Que sea para bien. Disculpen las molestias, y salud para sufrirlo.





Política y periodismo, todo lo mismo

En pleno vórtice de la transición, el ambiente mediático local seguía siendo tan mefítico como en plena dictadura. Al socaire del continuismo que representaba el suarismo, las viejas fidelidades apenas maquilladas de los antes corifeos del azulete, reciclados en adalides reformistas de boquilla, seguían detentando el acceso a la profesión como si se tratase de un coto privado, al objeto de que ningún francotirador –ay, la semántica– profanase desde ella la sagrada intermediación reservada al periodismo entre una sociedad ávida de novedades y una política de ramal, bocado y palafrén, a la que servían tan ufanos, quizás por no saber hacer otra cosa, convencidos de que aquello a lo que se referían patéticos como sacerdocio no pasaba de ser un mero mamporrerismo de sacristanes travestidos con el que facilitaban lo que en su terminología llamaban reconciliación, reforma, recambio –siempre la clave de ‘re’–, la eterna reedición del adagio del chapero moral universal, “ni quito ni pongo rey…”, en que se habían especializado cual polichinelas mediáticos como hacedores de la agenda friki con que la opinión pública seguía desayunándose.
Página local de 1978, cuando Tico
          Medina se vino de director a provincias
         Empezaba "el cambio".
No bien acabado de arribar a puerto el buque socialista, o mejor tren, por ser la plaza más bien ferroviaria, el cotarro se puso aún más vil cuando todos los lamevelas de referencia, demócratas ya de toda una vida, se volvieron sociatas de toda otra vida, sin inmutarse lo más mínimo, calculando que les quedaban otras cinco.
Hubo quien se apresuró a exhumar antecedentes familiares de un intachable largocaballerismo, atreviéndose incluso a rescatar de entre una nada de cuarenta años un antiguo –y nunca visto– carné de la CNT, todo un detalle, y mucho más poético, qué duda cabe, que si hubiera sido de la UGT.
La penúltima conversión había llegado; la nueva guerra necesitaba viejos mercenarios. Pero la mayoría iba con retraso, al menos con respecto a mí. Con la suficiente antelación a esa generación de la perra gorda y su comedia bufa de la revelación y su consiguiente caída del burro –pues ninguno era caballero ni parecido a ningún San Pablo, ni al Iglesias ni al de Tarso–, algunos de los apestados de la cosecha periodística de los setenta, repudiados por tales cachicanes de portería, ya habíamos dado el paso para ponernos al servicio de los nuevos vincitori in pectore, valga la redundancia, antes de que los curtidos profesionales del chaqueterismo nos arrebatasen también de la boca aquel pequeño caramelo. Así fue como me hice mercenario.


Plumilla, se alquila

      Se podría decir pues que llegué a tal estadio o eslabón de la cadena alimenticia de la mano del repudio enconado hacia la nueva ola de los que manejaban la sartén laboral, enfrascados en agenciarse una nueva identidad a partir de los restos del naufragio con el blanqueo del patrimonio negro arromanado durante tantos años, obligando a los de la cola del paro de la historia a saciar nuestra hambre de libertad (y de la otra) y sed de justicia (y de la otra), optando por la salida menos indigna de la miseria pecuniaria, moral y política, que teníamos, no en ciernes sino completamente encima.
Para mí era como un préstamo, solo que mi juventud ignara me impedía ver en toda su magnitud la hipoteca envenenada que ello comportaba y que tanto me costaría levantar.
Una  "rueda de prensa" sui generis en los penúltimos tiempos del régimen franquista. Entre otros,
puede verse, de izquierda a derecha, a Sánchez de la Rosa, Francisco Fuster, González
Bermúdez y  León Cuenca. Incluso a Tita Martínez al fondo a la derecha.


Aun procurando siempre evitar la apostasía, caer en la impostura o mentirme demasiado para seguir conviviendo conmigo mismo, el estigma o el residuo social negativo tan propios de los ambientes polarizados estaba garantizado. Hay ciertos círculos que de joven crees de humo y luego son de fuego, y al traspasar sus límites estás tocado. No importa si aspiras a una vida sin dogmas o con la duda de quiénes sean los buenos. Sus efectos gravitan sobre ti para siempre, como una acusación que nunca prescribe. Es el precio a pagar. Es un precio abusivo. Aunque eso qué importa en realidad.
Por decirlo cínicamente, mi paso por el PSOE nunca produjo en mí una neurosis que no fuera capaz de conjurar con un par de lindos argumentos y una cerveza. El arrepentimiento es para los que no saben lo que hacen. Y yo lo sabía (más o menos). Los que no lo sabían eran ellos. Es el problema del ladrón y esa condición ­a la que algunos de ellos acabarían llegando, y que en aquellos días (hablo de 1980) el partido empezaba a convertirse.
Plantilla primera de la delegación local de Pueblo –aún faltaban Andrés Gómez Flores
y Ana Barceló–  en la que  yo velaría armas durante el intenso verano del 76. De izquierda
a derecha  puede verse, alrededor de un encamisado de azuleje Emilio Romero, entre otros,
a un adolescente Pedro Piqueras, al director León Cuenca, y abajo al cronista deportivo
Esteban Fideu junto al subdirector Eduardo Cantos.









El lobo abre la boquita

       En aquellos momentos el PSOE era lo que técnicamente se llama un cono de deyección (alguno trabucaba una eñe ofensiva) al que iban a parar todas las excrecencias que la historia comenzó a arrojar de sí por inservibles para lo que venía. Lo que vulgarmente se dice un coladero. Un sumidero de aspirantes a todo de las clases, castas y sectas emergentes que se habían lanzado al asalto de la nueva tierra prometida con la esperanza de ponerla a servir a sus propósitos. Cada cual disparando en la media veda que la dirección tenía abierta allí donde no se había organizado la suficiente red de fidelidades, intereses o pleitesías que una estructura política requiere para atraer sobre sí un apoyo social, que en aquel momento le volvía la espalda.
Una precariedad impotente que, en una plaza de provincias, de fayanca, estrecha y al pairo de los esfuerzos centrales por encarrilarla, era la ideal para la práctica de la escaramuza. Y cuanto más feroz mejor.
La deriva y el marasmo despendolado de la finca eran tales, que fue como si publicasen un bando para que todo tipo de bucaneros cazagangas desembarcasen en aquella playita de cocoteros y violasen a la princesa hasta entonces codiciada sólo por los intereses caciquiles de siempre, y aunque resultase tuerta y coja, que no.
Viejos y nuevos socialistas. De ida. a dcha. ,
          José Prat, Serapio Valiente, Esparcia, 

 Jorge de las Heras y Salvador Jiménez.
Tras el reparto de la primera tarta electoral, más de lo soñado por los jerarcas centrales, les tenía tan absortos, que las batallitas periféricas, cuyos botines consideraban ínfimos, no merecían la pena (algo que luego se daría en la derecha), dejando a la novia lista (y desguarnecida) para su asedio por los que, con hambre atrasada, la veían más que digna de batirse el cobre por su dote, por árida y remota que pareciera en Madrid.
Y como la moraleja de Don Juan Manuel siempre es cumplida, las huestes desheredadas dispuestas a comerse las migajas desdeñadas no tardaron en plantar en ella sus reales, jugándosela a los incautos que se habían proclamado con demasiada antelación sus herederos naturales –pero que llevaban siglos sin pagar su contribución–, argumentando que más bien estaba abintestato, y que si alguien quería un pulso, que vale, que por ellos no iba a faltar.
Así era cómo se había llegado al ‘tour de force’ de la guerra intestina por el control del PSOE en un lugar de La Mancha del que hasta entonces no se acordaba ni Dios, y me refiero al otro, ya que el auténtico acababa de hacerse hombre, habitar y tomar posiciones entre los socialistas históricos.
Algunos socialistas locales en el 79. En el centro
        Antonio Peinado, diputado entonces y uno de los principales
          damnificados de la anexión del PSP por el PSOE.
Desde el primer momento se supo que las hostilidades iban para largo. Las bajas se sucedían y enseguida se empezó a necesitar refuerzos. Lo supe el día que Juan de Dios Izquierdo dio el primer paso para alistarme en la contienda, y digo el primero porque lo suyo fue una cooptación en dos tiempos: la primera vez en forma de favor; la segunda, de trato.


        Se saca más lamiendo que mordiendo

       Creo que Juande no se atrevía a entrarme directamente, supongo que porque siempre he sido bastante imprevisible y coriáceo, y en aquellos momentos lo tenía desconcertado. Y que tampoco estaba en sus prioridades.
Yo me había casado aquel mismo año, nada más volver de la mili y sin terminar los estudios. Muchos dijeron que se trataba de un matrimonio desigual, como así era. De hecho, mi compañera, que entonces se decía, aportaba casi todo, excepto un anorac de antes de arruinarme totalmente sirviendo a la patria que mi madre había tenido que zurcir, en uno de los más preciosistas ejercicios de cosido sobre petróleo que jamás haya visto –si no el único–, por comérsele un malhadado día unos centímetros el líquido de una puta batería. Vamos, que, por no tener, no tenía ni miedo.

Más que el poder, cierta retórica 
era lo que volvía.
Pero esa desvalidez, que era lo más atractivo para Juan de Dios, era también lo que más le descolocaba a la hora de buscar argumentos con que llevarme al huerto, exponiéndome repetidamente mi fragilidad, la interinidad de nuestra felicidad en un mundo comanche pero que podía llenarse de promesas, que él casi gastaba de tanto adelanto como me hacía nombrándolas.
Bastaba con que me aproximase a su trinchera y mi rumbo vital infra modesto cambiaría. Aunque siempre hacía el artículo tratando de no quedar ante su mujer, Concha, mucho más radical, como el obsceno perversor de jóvenes revolucionarios puretas. Quizá fuese romanticismo. Y entre su corte y divagación al plantear la cosa abiertamente, y mi prurito por admitir la escasa honra que aún engarzaba mi escasez, lo dejamos para mejor ocasión.
En su cortejo, Juande, creyendo exhibir sus mejores dotes persuasivas, llegaba a la cumbre de lo patético, como cuando me quiso recluir en un convento.
Fue después de un interrogatorio previo acerca de mis estudios interruptus. Yo le dije que ya mismo terminaba. Él me dijo que magnífico, dramáticamente entusiasta, como hacía siempre que iba a lanzar un órdago, y tras exponer sus dudas sobre mi táctica a seguir con mi asignatura pendiente madrileña, como no se creía ni por el forro que yo pudiera cumplir mis amenazas con sólo asistir a algunas clases y exámenes, dicho todo de la forma menos clara posible, y sin desear otra cosa que no fuera mi éxito, me propuso ingresar en un monasterio capitalino para concentrarme para hacer frente a mis asechanzas universitarias.
Yo me quedé patidifuso. Pero sólo un instante. Luego, al ver que hablaba en serio –yo aún no lo conocía bien–, con su mirada inquisitiva sobre mí, me reí de lo lindo preguntándole si pensaba que me presentaba a notarías. Y se lo tomó a mal, reprochándome mi menosprecio por el periodismo como carrera de segunda, deslumbrado como él estaba ya por “la canallesca”.
Mi mujer diría luego, como en tantas ocasiones, que si se enfadó fue por mi risa irritante, una mezcla de Pulgoso, guasa, suficiencia y desesperanza. El caso es que dijo algo así como: “Bueno. Allá tú. Pero si te lo piensas, dímelo. Conozco el lugar perfecto para evitar inconvenientes”. Así, como si se tratase de un zulo en el que secuestrar sin rastro mi estulticia. Pero vaya si lo conocía.
Juan de Dios, hace unos años 
Meses después, cuando visité el sitio en cuestión, no necesité que nadie me dijera que aquel era el lugar señalado menos de un año atrás como el ideal para alejarme de mi esencia ontológica. 
Aunque se equivocaba, pues era en él mismo en quien pensaba. Era su problema: por más burras que vendiera en su vida –y serían muchas–, Juan de Dios Izquierdo jamás sería capaz de comprender que sus sueños no tenían porqué coincidir obligatoriamente con los de los demás, sino todo lo más con sus pesadillas.
De manera que cuando caía en la cuenta –nunca del todo–, se apoderaba de él una voluntad de empatía tan inviable, que al no poder materializarse, pasaba a otras artes de pesca digamos más espurias, que sustituían el afán cinegético por una persuasión truculenta pero trivial con que trataba de inocularte el complejo de culpa e inferioridad, mudando así la convicción en chantaje moral y pesadez argumental de medio pelo, pespunteado todo con fraseologías de corte escolástico y la promesa perenne de alguna distinción salarial como último argumento de venta, que era la pista a seguir para saber que no era una buena oferta.
A cada nueva adquisición, él intentaba transmitir (aunque más bien era transfusión), no que fuese un producto más de su poder de captación, su magnetismo personal y su incandescencia estelar, que como todo mal cura pensaría de sus acólitos como hijos suyos en vez de su iglesia, sino que tu conversión era otro fruto más, lógico y esperable, otro más del universo de dones de todo tipo que era el paraíso en la tierra, léase la socialdemocracia.
Tratantes de la famosa Cuerda de Albacete, muy
         rememorados por mí durante la época que se describe.
De ahí su política de no insistirme demasiado, lo que unido al fracaso que él barruntaba de mis planes y mi consiguiente batacazo, en cuestión de meses me iba a poner a huevo de los suyos, comiendo de su mano. Y me dejó hacer. Y ese fue su segundo error, el que le haría cambiar de táctica y de condiciones. En cambio del mío no pude echarle la culpa ni a Ogino. Fue porque sí, como es la progenie, lo que me iba a colocar, como suele la vida, en situación de no negarme a beber de ninguna agua, cuando la víspera de nuestro santo patrón, horas después de llegar de mi último examen, mi señora se puso de parto, y yo, a parir.




Yo iba para carabina

Veamos. Yo había asistido de oyente a varias asambleas de la agrupación local en La Pajarita. Conocía a muchos de sus congregados, y entonces la izquierda aún tenía algo de gran familia que todavía no ha partido la herencia, y ese tipo de fisgoneo y compadreo de rancho aparte y mojada y paso atrás aún no estaba mal visto.
Otra cosa es que esa estrategia de acercamiento al redil del lobo perdido no despertase desconfianza, visto lo heteróclito del mirón y las compañías en que andaba, nada del agrado de otras facciones en disputa. Y claro, un buen día alguien sacó a relucir qué coño hacía allí tanto oyente sin haber jurado los principios. Y que el que no tuviera carné se dieran el dos.
Yo me hice el sordo, a ver en qué quedaba la cosa. Pero el debate hosco que siguió, señalándonos a los intrusos, se puso desagradable. Entonces Juande, viendo el percal, le faltó tiempo para salir al quite. En eso sus reflejos eran los de una rapaz. Y se lanzó a hacer el verso de mi historial como compañero antifranquista, que me colocaba como simpatizante nato y me eximía de las sospechas y el exceso de celo esgrimido por algunos para darme puerta.
Un simbolismo de la transición. El alcalde 
         entonces, Abelardo Cantos, y  Tarradellas,
         en el Ayuntamiento.
Evidentemente, todo era tan discutible como yo dudoso. Pero eso, qué importaba. Simplemente se trataba de otra ocasión brindada tan calva como su coronilla, que no podía desperdiciar para tirarse uno de sus pegotes y batirse con el sector contrario.
Como buen perdedor de batallas, sabía cómo ganar algunas guerras. Y lo mismo que sabía perdida de antemano aquella escaramuza, también sabía que al ser expulsado de la asamblea por los malos, ya no tenía que volver a explicarme que, o mierda, o bicicleta. Que la suerte estaba echada y que, yo mismo.
Con todos sus recursos sofistas juntos no había logrado nada. Y ahora, un puñado de enterados me ponía en el disparadero. Sólo había que darme cuerda larga (que debió costarle horrores, pues también temía una espantada) y esperarme en alguna hora baja para soltarme el canto de sirenas definitivo para progresar moral y socialmente (o socialistamente, no sé), que se concretó en una oportunidad tan descaradamente chupada, que despreciarla hubiera sido no solo un ejercicio de soberbia, sino todo un síntoma de imbecilidad suprema. Aunque aún faltaba pescado por vender.
Si el Beibi, con su gusto por las fraternidades, primos incluidos, había cometido el error de ponerme un precio casi justo, Juande, más de grandes congregaciones, había cometido el de hacer como que me sobrevaloraba. Aunque algo había de cierto en su actitud.
Sopa de siglas del gran vertedero rojo que la izquierda
moderada, gran superviviente de la transición
convertiría en su mejor caladero.
A los procedentes de la izquierda radical nos reventaban a aquellos recién elegidos que querían instalarse y contratarnos de porras por un plato de lentejas. 
Y los dubitativos, quizás para elevarnos sobre nuestro propio cagaleo, los mirábamos con esa arrogancia despreciativa del hidalgo intelectual que ve su hacienda venida a menos y no tiene más modo de subsistir que subirse al carro, llevando como una causa impropia su nueva filiación más o menos forzosa, con rechazo contenido por su propia alienación (que en mi caso era peor por autoimpuesta), por mucho que, para desquitarnos de la soberbia revieja del perdedor, la pagásemos con los que nos cedían –a un buen interés– un asiento en su carruaje recién obtenido en la subasta de la historia.
Aún así, Juande seguía empeñado en adquirir todos los restos del naufragio de la izquierda que podía para llevarlos al huerto en construcción. Así que por y para algo sería. Y si yo respondía con la perfidia del apaleado también lo hacía con el regocijo del pródigo bienhallado al verme invitado a entrar en un club que empezaba a ser selecto, cual era su proyecto de cuerpo de pretorianos con que profundizar en el golpe de estado que su grupo minoritario había dado con la maniobra de la unificación socialista, hay que decir que gracias a la incompetencia e inoperancia más absolutas de la inmensa mayoría.
Concha, en una mani contra los Pactos de la Moncloa
Si además, como a veces expresaba, le repelía que el partido se llenara de maestros de escuela y capataces agrícolas, conmigo, y otros, parecía saciar su hambre de titulados aunque fuesen en periodismo, o mejor aún, pues su devoción con los medios en general era solo equiparable a la obsesión, delirio o simple vicio que sentía por lo que creía brazo de santo incorruptible de la democracia: la sociología electoral. La simbiosis de ambas disciplinas era para él la máxima encarnación de las esencias constituyentes de la postmodernidad instrumental.


       Diletantismo en serie

Por tanto, era lógico que alguien procedente de ese barrial, aunque fuera por el forro, fuese una buena pesca. Si además el pez venía del ahora páramo pero otrora rico vergel izquierdista, tan bien organizado y disciplinado, con sus doctrinas y prácticas asilvestradas que ejercían una atracción salvaje sobre los espíritus formados para la cetrería de palacio, lo suyo era hacerse con ellos, para compensar, quizás, cierta admiración estética y casi turbia, y también para exhibirlos y amedrentar así a otra competencia que le obsesionaba, léase el PCE.

Helos aquí, el trío La-la-la (o cuarteto, si contamos con D. Torcuato)
Hay que tener en cuenta que entonces el PSOE pretendía anclarse basculando sobre una socialdemocracia moderada de izquierdas. De ahí que sus “importaciones” vinieran, muy escogidas, del más allá de su principal contrincante, no siendo extraño además que uno de los principales “ojeadores” fuera Juan de Dios, por la doble razón de su relación con ese campo por vía marital, y también por la inclinación consustancial del socialdemócrata a tener siempre en la mirilla al rojo antes que al facha. Para lo cual estimaba claramente que no había mejor cuña (o bala) que la de la misma madera (o carabina). Aunque de haber conocido mis inicios como radical libre, quizás se lo hubiera pensado mejor antes de ficharme.

El adolescente diletante (otro más)
Fue unos días antes de lo de Carrero. Yo acababa de cumplir los diecinueve y andaba por Madrid de travesía, o de travesura entre mi fase poético-utópico-existencialista y la del (relativo) deslumbramiento, ya a las puertas, del cambio de la historia.
Me había dado de sopetón la fiebre del periodismo y a la sazón me había presentado en la capital con la Peugeot 125 del 49 para ver de matricularme aunque fuera de oyente allá en la vieja escuela de cine (aún no existía la facultad, en obras), y mientras me había colocado como dependiente en el Mercado de Maravillas en Cuatro Caminos, primero en unas mantequerías y luego en un puesto de plátanos, frente al cual había una pescadería atendida por un gordo buchón relativamente joven, leído, resuelto y enrollado, y su ayudante entrado en años, más bien torvo, remiso, cauto y largo como un día sin pan.
La opinión del entorno acerca de ellos, o sea mi encargado y alguno más, no era la mejor, o peor aún, no estaba clara. Algo no les cuadraba, especialmente del jefe, sacando yo la conclusión de que lo veían un tanto niñato vuelto al puesto, heredado, tras alguna otra experiencia. Entre eso y ser un tanto sobrado, le bastaba para ganarse las puyas del sectarismo de la clase obrera. Y cuando al poco empezamos a pegar la hebra de mostrador a mostrador, también me torcieron el morro a mí. Nada. Lo típico del recién llegado a la sapiencia de todo, por mi parte, y el poder salirse un poco del mercadeo por la suya, supuse. Por supuesto, muy mal.
Mi inexperiencia me impedía valorar cómo estaría el patio para tardar más de un mes de cháchara, sacacorchos y sondeos en quedar a charlar conmigo fuera de allí, a la salida, de aquellas mismas cosas que se quedaban en el tintero del pasillo que separaba las tiendas. Y un poco mosca pero encantado, pude ver cómo no íbamos a ningún bar cercano a comernos un bocadillo de calamares, que hubiera sido lo suyo, ni mucho menos cerca siquiera de allí. No. Nos subimos los tres (el ayudante también venía, para mi sorpresa) en un utilitario desastrado, y nos fuimos tranquilamente hacia Embajadores, entonces una zona más que discreta, solitaria. Demasiado, pensé suspicaz.
A principios de los 70 el mercado seguía ofreciendo este mismo aspecto.
Todavía tenía muy presente a un tutor de prácticas, tan solo meses atrás, de mi último año de Magisterio, y profesor de Psicología para más INRI. Un plasta bujarrón con el que había tenido que vérmelas en el colegio San Fulgencio, donde este individuo, un falangista venéreo de camisa vieja y muy mala follá, me había rondado una temporada, con el mismo argumento, supongo, que el del Mr. Humbert de Nabokov, de que todo adolescente, macho o hembra, es provocativo per se, y lejos de quedarse turbado e inactivo como el Mähler de Muerte en Venecia, había dejado hacerse ilusiones a su líbido, teniendo yo, tan jovencito, que desengañarle.
Sólo de prever una situación escabrosa así con los pescaderos, me aburría. Y daba ya por perdido otro buen conversador por causa del otro órgano unimuscular tan elocuento o más que el oral. Pero al ver que ambos estaban en los asientos de delante, pensé que lo mismo eran cosas mías, todavía con el míster en el recuerdo. Y cuando empezaron a hablar, con rodeos, tanteando, como quien no quiere la cosa para entrar en materia, del mundo, de la vida, del bien y del mal, todo eso, vi que la cita iba de otra cosa. Aunque no era menos tranquilizador.
Yo les replicaba con mi tontería idealista utópico-poética. Y para mi sorpresa, vi que el ayudante, metía baza, es decir apoyaba vehementemente los argumentos de su jefe con un afán de convencer que yo vi insólito. Parecía estar claro que aquella era una entrevista de captación para alguna causa contraria, respondiendo más a la ley de orden público que a la de de vagos y maleantes (que también podía ser), a la de orden público. Aunque conmigo, tocahuevos negador de evidencias, tenían trabajo. Y echaron más leña..
Entre sus modos crípticos, de los que iba a hacer gala yo mismo tiempo después, y mis respuestas pusilánimes, cada cual con sus propias taras, nos la pasamos en un diálogo de besugos, sin llegar a comunicarnos prácticamente nada durante la hora larga de nuestro encierro automovilístico, para volver apresuradamente al punto de partida, cada cual a su decepción, ellos más nerviosos e inquietos por las consecuencias siempre imprevistas (bien lo sabría yo más adelante) de los fiascos del proselitismo, con prisa por dejar primero al ayudante en una parada de autobús, y a mí después a las puertas del Mercado. Sus propias caras eran todo un poema de la desolación del fracaso tratando de captar nuevos miembros para la eterna causa perdida.
Ya estacionados, en la acera antes de despedirnos, en un último vapuleo, el de la honrilla, el último tiro a la vaga pieza con más pelaje que chicha del pescatero, consistió n reprocharme que estuviera más por la labor literaria (entonces iba de poeta y estaba a pique de publicar mis primeros engendros) que a la lucha por mis semejantes (como si la poesía no fuera un semejante). Y llevaban razón. Aunque yo también.
Y así, sin más, con una mezcla de lástima, decepción y desprecio, nos despedimos para casi siempre, aunque siguiéramos currando frente a frente, en barricadas separadas, sin jamás cruzar cuatro palabras. Un jamás que, por otra parte, iba a durar días, lo que tardase Carrero en meterse a hombre bala y establecerse el reino del silencio en nuestro mercado hasta llegar las navidades*, en cuyas postrimerías abandoné Madrid, vencido por varias circunstancias, entre otras la definitiva de no poder matricularme en la facultad, sin saber más qué sería de aquella célula pescatera de raptores que oficiaron mi bautismo de fuego en la clandestinidad, que yo siempre había esperado con la palpitación de una aventura, y, como dijo el poeta, resultó ser nada.

Al igual que ellos, Juan de Dios tampoco sabía de la misa la media, al concebir también su programa como un acto de gracia voraz más que de apostolado, esperando que a cambio fuese pagadero en elástica disponibilidad y lealtad inconmovible el día que había de llegar, por qué no, que ocupase la presidencia del gobierno, pues según él, y con muy buen criterio, cualquier político que no aspirase a eso no merecía ninguna confianza.
Su particular caza de brujas deconstructiva consistía en apartarte del mal camino para reinsertarte en otro, avisándote de que, a la menor demora, ibas a tener overbooking. Y si podía hacerlo de dos en dos, como los cazadores de futbolistas en el mercado de invierno, mucho mejor. No sé porqué, siempre buscaba la pareja; achaques del seminario, quizás. O natural tendencia del pobre al dos por uno. Pero desde que se había hecho con Maxi, mi colega de juventud, su interés por meterme en la jaula su síndrome de Noé parecía ir a más.
Era cierto que muchos nos reconocían ya como todo un equipo, y eso era un plus muy valorado por el adquiriente, lo cual evidenciaba que el descosido del socialismo provincial debía ser grande cuando pretendía que un roto como el nuestro ayudase a taparlo. De modo que, entre la desnudez, el morbo y el ansia y el prejuicio del broker, y también por cierta euforia compradora sobrevenida en una situación prevista como alcista, por pillar urgentemente un ejemplar de saldo, aunque no se supiera bien para qué serviría, estaba a punto de ser adquirido.
 Dos de los allegados más próximos al adquiriente, Eugenio Sánchez y Adolfo Ortega, se lo harían ver a menudo más que escépticos, incluso delante de mí, según el chozón se iba convirtiendo en casa del pueblo y la confianza daba asco. Y cuando defendía su adquisición arguyendo que se necesitaban buenos cuadros, Adolfo le contestaba guasón que sí que hacían falta, pero para colgarlos. Lo cual era todo un halago gratificante, no nos engañemos. 
Por algo Ortega se las había tenido que ver con todo tipo de renegados de tonsura, y gustaba de rebajarle la espuma de su verborrea y cortar sus ideas geniales que según él solían acometerle de madrugada, aconsejándole erradicarlas en el mismo instante en que se producían echándole un polvo a la parienta, por el bien del partido, naturalmente,
Ese aspecto humano de las entretelas iba a ser lo que acabaría por enredarme y no desairar una proposición que de tan indecente como me pareció al principio pasaría a ser de lo más transitable, y como al fin y al cabo lo único que podía perder eran las cadenas, pero de la bici, di al traste con mi postura de putita fina de la puntita nada más, pedí el carné, pero por la vía rápida, como por sorpresa y diciendo retruco, ahora os vais a enterar. Y Juan, que llevaba un año tomándose el asunto como una apuesta personal, sin tenerlas todas consigo, añadió otra muesca a su casillero, y yo juraría que respiró aliviado.

(*)Lo del silencio no es ninguna metáfora. Yo vendía manzanas esa mañana. Me habían destinado a ello al no saber todavía engañar en el peso metiendo el meñique en la balanza, pues había que vender los mismos kilos que se nos entregaban, para recuperar el peso de los pezotes de rabo que era obligado quitarles a los plátanos. Así que yo constituía una rémora para los demás, aunque todos estábamos allí, tan dicharacheros y a ratos voceones, como siempre, cuando de repente el encargado, un hombre vivaz y espabilado en mil faenas, con batín azul que le venía grande a su menudo cuerpo, pasó raudo por mi vera y casi con un suspiro me chistó: “Silencio. No deis voces. Callaos”. Cundiendo mi alarma al verlo hacer la ronda completa a todos los compañeros, unos seis o siete, todos ellos igual o más jóvenes que yo. Y más aún cuando todos se achantaron y se quedaron a verlas venir, alertas. Y lo mismo fue ocurriendo en los puestos de alrededor. E igual con la gente, que de pronto fue menguando, en número y movimiento. Luego, inmediatamente empezaron a desfilar jóvenes empleados del mercado, con prisa, cierto desasosiego, acompañados por otros que no trabajaban allí. Entonces el encargado se acercaba de hito en hito y decía: “Ese está en Cuatro Vientos…, aquel en la Motorizada”. Cuando no eran los propios compañeros los que informaban de los destinos de otros bien conocidos soldados que hacían la mili prácticamente en sus casas y trabajando muchos días en el mercado y a los que ahora la Policía Militar, de paisano e incluso alguno de uniforme, iban a buscar para restituirlos en sus destinos. Y así fue como Maravillas fue quedando despejado, tranquilo y bastante silencioso, mediante una discreta desbandada y cierta quieta inquietud de la que no nos atrevíamos a preguntar su causa; solo de mantener aquella vigilia un tanto infame sobre la que nadie soltaba prenda. Así hasta la salida de las tres, cuando, como si la liberación del batín incluyera también la de la mordaza de la autocensura y miedo, por aquí y por allí empezó a pronunciarse la palabra prohibida: atentado. Y el muerto: Carrero. Pero hay que decir que en ese momento a mí apenas me sonaba ni su desaparición me quitaba el hambre felina ni las prisas con que a esas horas salía follado con la moto cuesta abajo de Reina Victoria, derecho como una vela hasta los comedores del SEU donde me esperaba mi pitanza de pobre de veinte pesetas.


Clarín para años mozos

El harakiri que me aguardaba a la vuelta del verano estaba servido. Concha nos pasó un carrito para bebés que antes había sido de Eugenio Sánchez. Y yo, que tiendo, si no al fatalismo, sí a ver en el destino cierto recochineo malintencionado, vi que, por poético que fuese, era el caballo de Troya previo a mi claudicación.
En aquellos días los carritos de bebé todavía no eran exclusivos, y el usarlos de segunda mano o segunda meada, no se consideraba un acto deshonroso, sino todo lo contrario, un gesto ritual de lo más progre, por tratarse de un bien con vocación de clan que servía para estrechar lazos, y como muestra de comunión entre los que nos enfrentábamos al mundo con afanes de cambio. Si añadimos que lo más virulento de esa gripe ideológica vino a coincidir con mi pobreza de solemnidad, lo de acabar haciendo profesión de “probre” ejemplar estaba cantado.
Pero eso no alteraba mi estatus. Aquel carrito azul que había trasportado a las hijas de Sánchez antes que a la vástaga de Juande, no quitaba sino que le añadía pedigrí, lo que se dice un carro con solera, todo lo más me mantenía en un estilo de vida sostenible por obligación, como la cuna cedida por mi familia contraria, o la ropa de niño, inolvidable regalo de la Inma Porta de los días felices, o las banastas de fruta compradas (vacías) a cincuenta pesetas de entonces a mi prima Manola, la asentadora (cuyo epitafio podía haber sido perfectamente: “Aquí yace alguien buscando un duro”), recicladas como mueble de salón (y aún sobraron), o las mesas y sillas adquiridas en el Mercado del Aire (por no hablar de las requisadas en mi casa paterna), bolsín radiofónico en el que se vendían todo tipo de enseres y morralla del desarrollismo y de antes.
Retórica aparte, la escasez que con la crisis del petróleo había sucedido a los planes de desarrollo, especialmente a las capas de población más al relente, hizo volver a muchos durante una buena temporada a la probidad de las ayudas mutuas, la naturalidad del empréstito, la idoneidad del trueque y el compartimiento de bienes y servicios.
"PUES YA QUE LO SABES TE LO VOY A DECIR"
Viñeta de Castelao
Con menos liquidez que un chusco de tres días, la cooperación estaba a la orden del día, y el reciclaje no era aún seña de clase media correcta, sino el uso social general por mor de la necesidad en plena crisis del sistema, dándonos motivo para ser sus enemigos furibundos. 
Aunque cada vez menos, todo sea dicho, pues la gusa todo lo agota en los humanos, peregrinos siempre del futuro imperfecto, y como rezaba el pie de aquella lámina de Castelao, herencia de mi mili en Galicia: ”erguete, pellengrin, que o páxaro da morte está arriba de ti”, algo había que hacer, con tanto carroñero planeándome la crin, que me hicieron comprender que si allí había algún cadáver en ciernes, ese era yo.
Me ayudó también el provenir de una época en que los segundones habíamos de calzarnos y vestir con los zapatos y ropajes de los primogénitos, y llevarlos de equipaje en la bicicleta nada más manejarla –para eso nos dejaban usarla–. Eso me sirvió para prever que el brillante o nefasto porvenir dibujado por unos y otros ante mis ojos, en cualquier caso no serían más que los andrajos de lo disfrutado por otros.
Pero el que más me ayudó a comprenderlo fue Antonio Navarro, Navarrusco” por estirpe y “Beibi” por la actualización aniñada de las modas en los motes, y que con las canas y no sin cierta sorna añadida iba a ser “Antoñito”, una vez consolidado como eterna promesa política, pero al que yo llamaba cariñosamente, aunque no siempre fuera bien entendido, “Meriendas”, por su acendrada costumbre, adoptada desde bien mozalbete, de saquear cualquier despensa vespertina, aparte la que su padre le podía abrir en el Primitivo, o como arrimado a las de amigos como Pena, y después, ya arraigado su desarreglo alimenticio y bajo el modo de prontopago, las de los baruchos espurios donde abrevaba a horas en que ya era insólito y sobre todo aciago tratar de mantener su heroico ayuno, apuntando maneras de calavera, al menos vocativo, pues entonces el ya era funcionario, y tenía que madrugar. Era cuando aún no había descubierto que la política, esa buena señora, podía salvarlo, entre otras cosas de los madrugones, como le había cambiado las pintas el día en que, por amor suyo, se metió en una barbería para quitarse las vedijas de su pasado, aunque su apodo ganado en su vida anterior, siempre le sobreviviría.
He de hacer el inciso de que cabe en mis méritos (aunque ahora lo dude), el ser parte activa en la preparación para la vida pública –para la presentable, quiero decir, pues en la otra era ya medio experto– a este mediasangre nato, y el haberlo hecho en la forma más indolora, cuando el caimancito de ribera con conchas despuntaba de entre el alcantarillado social donde había sido arrojado al empezar a crecer y no caber en casa como mascota con colmillos.
Dirigentes nacionales del PTE. A la izquierda, y no necesaria-
         mente por ese orden, Blanca Manglano y Nazario Aguado

La cosa ahora es de risa, pero él se lo tomó muy en serio. El Peté, o Partido del Trabajo de España, que sería una de las pocas formaciones de izquierda que lograrían establecerse en la ciudad, vino acá por dos vías, aunque en realidad era una sola, la de siempre, la vía Madrid-Cartagena. 
Del norte vino el propio partido y del sur la Joven Guardia Roja, su organización juvenil aunque bastante autónoma, en la que primero empezó nuestro heteróclito a calentar motores, entre otras cosas, previo rodaje en otra organización juvenil, no diré que similar aunque me tiente, sino de distinta ralea, saltando casi en marcha de una a otra.
Ese continuismo en la militancia juvenil, desde el principio demostró no ser de su agrado, haciendo votos enseguida por integrarse con los adultos del partido, quiere decirse con los de la veintena. Y a fe que lo hacía con tal apego y ganas de agradar que no puso obstáculo a la hora de pagar la quintada de su integración en ese mundo (más maduro, iba a decir, pero me callo) tomando lo del nuevo look, supongo, como la ceremonia que estaba reclamando para salir definitivamente de la adolescencia. Un rito de paso en el que iba a donar gustoso las greñas guarras del desarrollismo y la indumentaria de pijín estragado, que lo delataban devaluándole sus pretensiones.
Así, cuando Juan Castellanos, el enviado especial del partido que venía a ejercer su mayordomía con derecho a pernada –tómese literalmente– en la finquita recién creada acá para la banda de los cuatro que la usufructuaban, le urgió que se pelase, que así no podía ni entregar un panfleto como Dios manda, lo hizo sin más, el muy cabrón, retrucando además con un cambio de gafas. Lo cual nos hizo temer algún órdago, como así fue, aseándose totalmente.
Pero todo el mundo ha de conservar algún signo de distinción que lo haga más o menos indeleble en el tiempo, y en el caso de Antonio eran los vaqueros, o qué se creían. Ahí no permitió. Y es que en mi puta vida he visto un narcisista más intransigente con la parte del cuerpo vista como más relevante para el galleo. Ahí demostró que iba para jefe: para poder ir siempre delante, marcando. Y, naturalmente, para vender alguna que otra liebre a los incautos del mundo unidos. Que fue lo que quiso hacer conmigo al mismo despuntar como baranda. Y me espabiló.

Cuéntame un cuento

El aún existente rincón del copón, del viejo Parque, entorno
 de tantos encuentros... y no menos desencuentros.
Habían pasado varios años ya de su reconversión (mientras yo sopesaba la mía), y ninguno de los dos nos creíamos el Libro Rojo. 
Así pues me mosqueó que, sabiendo lo de la espera que el aspirante a gran jefazo me hacía, me tomase por la lavativa del hospital aquella tarde de lluvia invernal en que fue a por mí, quiero decir que vino a sacarme de casa –algo que para él era un verdadero trabajazo–, y me llevó hasta el parque, paseando –el colmo, como corroborarán sus conocedores–, y allí me contó la película de que, en virtud de la nueva reorientación histórica del proletariado, la revolución y su ideología auténtica, la victoria segura e irrenunciable (eso sí, a largo plazo), en el dificilísimo periodo abierto ante nosotros, y el obligado repliegue de las fuerzas, etc, etc, había pensado en mí para un papel fundamental, ya que en la nueva formación con menos boina (y más chapela) adonde habían ido a parar los restos del naufragio, sí que se aceptaba plenamente a los intelectuales como valedores de la conciencia de las masas, y como tal no sólo era mi deber sino también un derecho el empujar el nuevo carro.
Yo, que había quedado de carros hasta el cipote allá en el campo, para aclararle que nuestras órbitas (y nuestras metáforas) no eran ya exactamente iguales, y antes de que me tomase definitivamente por idiota o que él se deslizase un poco más, y como me cuesta horrores hacerme pasar por otro, para no ser excesivamente sangrante, le dije que todo lo que argumentaba, que es un decir, pues más bien era un remedo de razonamiento, una sarta de tópicos, con la reforma triunfante en marcha estaba más perdido que un caramelo en una guardería, y que yo, pasaba.
Y entonces terminó de cometer el gran error gastando otro cartucho, ofreciéndome lo que yo consideré un segundo plato, dejándose caer con que a lo mejor había posibilidades de darme una oportunidad profesional, algo que estaban pergeñando –todo así, tan etéreo que se notaba desde la puerta de hierros que era pura mandanga– de un periódico, por supuesto ilegal y, para acabarle de dar a la cosa más enjundia patética, a multicopista, además.
Antonio Navarro, primero a la izquierda (con perdón).
Fue demasiado para mí. Para habernos matado. A pesar de todo mi candor para con los amigos y con mis propias fantasías, apenas si podía creérmelo: frente a mí tenía al hijo converso de un régimen cuyos corporativos cancerberos seguían negándose a explotarme como currante por non grato, tratando de embaucarme con la burra del sucedáneo de la vietnamita, ¿en desagravio quizás por aquella injusticia histórica caída entre otros sobre mí? (dado que él también se incluía ya en los desheredados).
Era una época en la que yo comía ligero y no vomité. O que, por prepotencia, no me lo tomé a pecho. Pero fue la primera vez que me di cuenta de que hay gente que, cuanto más se mimetiza con el paisaje más trata de vender crecepelo al paisanaje.
Pero no se lo dije. Ni tampoco el “¿Tan mal me ves?” que me rondaba desde el principio de la peripatética entrevista ¿de trabajo? Opté por callarme para seguir amigos, que lo éramos, o mejor dicho, yo de él, pues dudo que alguna vez él fuese amigo de alguien (aunque a mí me apreciase, fuese o no consciente de ello). Y ahí fue donde pensé que, si el que regala bien vende, y el que lo toma lo entiende, y viendo lo que daba de sí como mercancía a colocar, que lo mejor era buscar al mejor postor para venderme directamente, que era en lo que andaba en realidad. Lo cual no quita para que yo me sorprendiera el día que yo mismo pedí la entrada en el PSOE.





Genética de una mudanza

Así pues, la primera mitad del 80 iba a ser una especie de medio año sabático o de reflexión, deshojando la margarita y dejándome tentar, al estilo de una planta carnívora, poniendo como cebo mi delicada situación, que era infalible para los moscones del almíbar, dejándome querer, pues entonces nadie andaba sobrado de amor, hasta decantarme, al mismo terminar la carrera, por el bando ganador. Ya se sabe: después del título, la Champions. Estaba macoco y no hubo campanada sino todo un proceso de destilación. 
Básicamente, había decidido no alargar más aquel periodo de observador-simpatizante-que-marea-la-perdiz para no mostrar demasiado el plumero y quedar como un pedante y terminar de dejar claro que mis desbarres, suficiencia y remilgos a terminar de meter el pie (o la pata) no eran más que el teatro necesario para vencer la afrenta de rebajarme al nivel de socialdemócrata. 
Si el final de aquel chalaneo no hubiera sido el carné, habría sido mi execración como gran follapavas, algo no previsto por nadie, y perdón por la inmodestia. Y que ya estaba bien de teatro, pues yo siempre fui más de cine, que es el arte del proletariado.
Una vez dentro, avalado por Juan y por Maxi, ahí es nada, conversos avalando a otro y por tanto ¿reconverso?, lo primero que hice fue ofrecerme de vestal al comité local, en esos momentos dominado por la logia de los socioenseñantes, que bajo el amparo del grupo consistorial, trataban de encastillarse levantando el puente levadizo del socialismo auténtico a los sitiadores peseperos que trepaban a sus almenas.
El horno no estaba para muchos bollos, y menos sin mucha
         candela para echarle, como muestra esta imagen del 
        movimiento (siempre incipiente) vecinal.
Pese a mis credenciales, no fui mal recibido, especialmente por su secretario local, Faustino Martín, el único a quen medio conocía, de mis inicios como maestro cuando intentábamos crear el sindicato de enseñantes. Los demás eran nuevos para mí: un tal Roberto, hombre gris que no opinaba y que, a lo mejor por eso sería luego largos años secretario de la delegación de Educación; luego estaban Alfonso Romero y su aliado en el dadaísmo escolar, Venancio Pozuelo; Manolita Magán y Juanito el Malo, su señor marido, que como consorte andaba por allí como Perico por su casa dando por saco por doquier, con lo cual está dicho todo del talante reunionista de barullo imperante, que para mí era Jauja, dos pinceladas por aquí, una opinión por allá, una propuesta a voleo (con la impunidad e irresponsabilidad que dan saberlo todo inviable de antemano), y ya estaba dentro de aquella jaula de grillos, con personajes como Crispín, un camionero que nada tenía que ver con aquel gallinero de altas miras, y que en vez de irse a tomar cañas, se divertía más despotricando en plan naif contra los absurdos y las utopías de alcurnia; o Vicente López, que a pesar de ser del gremio, quiero decir maestro, no era del bando intelectual, que una cosa no obliga a la otra, y no entendía prácticamente nada de aquel guirigay tratando de incubar el gran huevo; o Llanos Rabadán (no Rabadilla, como decían algunos malignos), que ya se declaraba abiertamente como una chica de barrio agnóstica (aunque muy creyente) del temario allí tratado, con sus “vosotros veréis lo que hacéis, pero yo creo…”; por no hablar de Jorge de las Heras, cuya discreción, afán de servicio y equidistancia, tres presentables cualidades igual a cero, le anulaban para la política y hasta para lo público, llegando por ello a concejal suplente; sin olvidar a Paquito Delgado, representante de las JJ.SS., que no entraba ni salía (más bien esto último, porque siempre estaba a lo suyo) en las grandes cuestiones sesudas que inquietaban al gran revoltijo, y que se resolverían cuando a algunos de estos incansables de la nueva Némesis les fue otorgada una escuela en el barrio de San Pablo para ellos solos, para aplicar allí las interminables terapias de la Escuela de Verano, con sus programas de teatralización y expresión corporal con danzas de desinhibición (aún circula alguno/a ,peinando abundantes canas y zascandileando, por ahí que bailaba encima de los pupitres al más puro estilo antipsiquiatría), y otras excelencias de la escuela nueva, muchos de cuyos presupuestos acabarían por desgracia generalizándose. 
Y, oye, mano de santo: se acabaron las retrónicas, jaculatorias y debates atenienses, por supuesto en legítima defensa de un socialismo puro y emboquillado cuyos cimientos ahora tenían la oportunidad de levantar desde parvulitos.  
Calle de la Cruz de la época. Tan irreconocible hoy como 
        lo que de ella se puede contar.
El socialismo, pues, se hallaba en su más tierna niñez y a sus naturales sarpullidos, paperas y otras erupciones de la edad, había que añadir las calenturas, la rubeola o las simples ganas de realizarse, eso que después se llamaría crecimiento personal, u otros diletantismos, considerándose acaso una actividad extraescolar, un club o una asociación recreativa sin ánimo de lucro donde brillaba por su ausencia la ambición política, aunque esto, dicho hoy, deje atónito a más de uno. Y su déficit era tal, que comparado con el otro bando resultaba realmente indecoroso.


De perdidos...

Este espíritu amateur era compensado con mucho bullicio y baile de san vito en contra de los “asaltantes del poder”, para mayor rentabilidad (muy mal aprovechada) del grupo municipal, y otros que tal bailaban, erigidos en referente reverencial del socialismo de nueva planta, limpio y puro, que en plan sociedad limitada y nada valiente, pues toreaban mayoritariamente de salón y con jindama al arrime, ejercían de punta de lanza con ínfulas aglutinantes del descontento contra los arribistas, más minoritarios pero bastante más organizados y con unos objetivos más nítidos como de aquí a Lima.
Ya he dicho que el Juande más proclive a la meritocracia tenía un tic weberiano: el de considerar a los titulados medios cabezas a las que faltaba un hervor; dos, si eran maestros, y tres si iban contra él. De modo que, en pleno camino hacia su nube, los veía como un corpus contrario de líderes de opinión sin carisma ni estatuto. Lo cual era inaceptable para su elitismo venático calvinista, pues como todo buen conspicuo quería la exclusiva de metomentodo.
El caso es que, harto de sus vainas y medio pelo, y un tanto paranoico ya por sus enjuagues con el alcalde y la compaña, y aunque no dieran mucha guerra de verdad ni representasen gran peligro para su aspirantazgo, se fue a por ellos sentenciándolos a durar bastante menos que un bizcocho a la puerta de una escuela de las de antes. Y además, tenía el repuesto ideal para ellos: yo. Me había tocado.
Yo dije que no. Siempre lo digo: lo primero, negarlo. Pero no me valió. Juan podía ser muy persuasivo, y le bastó con unas pocas palabras para convencer a un buen entendedor de que cumplir aquel servicio era una oferta que yo no podía rechazar, aunque el pagano fuera también yo, sobre todo cuando los munícipes se desquitaron conmigo, tomándome como víctima propiciatoria por ocupar el reservado del chiringuito. 
Así que, antes de oírle decir lo de que me iban a echar todas las manos posibles, incluso al cuello, para sobrellevar el marrón, que tampoco era para tanto y que era provisional, y tal, yo ya sabía que ése era el precio de la entrada en el puticlub, y a lo peor sin derecho a consumición.
Yo estaba remiso con la cicuta. Y tragué de mala gana. Pero yo solo me autoconvencí de que lo peor era para mí lo mejor. El que haya visto El Conformista, sabrá de lo que hablo. Y aparte lo que contaré, avanzo ya que la enseñanza más preclara que saqué de ese episodio fue corroborar la tesis, todavía no desmentida, de que hasta los treinta no suelen formarse en el cerebro la capacidad de planificación ni la previsión.
El plan consistía en tirarme en paracaídas, ocupar la posición, aguantar para hacer ganar tiempos y alguna emboscada a mis lanzadores y esperar el mejor momento para sacarme de allí. Bastaba con que no la ocupase otro. Lo que se dice una operación comando de prueba. Sólo que podía quedarme en ella. Y como tampoco quería quedar mal con los agraviados, pues seguramente yo era otro, dado que no me caían tan mal, pues yo no distinguía muy bien entre el socialista bueno y el malo, traté de nadar y guardar la ropa. Y fracasé, como era de esperar, pues ni era lo mío ni me lo iban a permitir.


Y ya metidos en jardines...
El asunto iba de echar peonadas en el local de La Pajarita, en el que pululaban diez o doce vejetes que reverdecían más recuerdos (muchos imaginados) que laureles, entre batallitas y grandes consejos, y otros tantos chiquillos de las Juventudes que tenían aquello de taller de aprendizaje de picadero político.
El árbitro de ese trasiego con encontronazos era Moñino, una especie de bedel del cual desconfiaban ciegamente todos, unos por su predisposición “municipal”, y otros por írsele la pinza, el codo o cualquier otro chip, armando pajarracas en las que podía mandar a tomar por culo todo el estaribel, a los nenes, a los viejos y al comité, y no por ese orden. 
Quiero decir que la infraestructura al cargo era una especie de cruce entre un club de jubilados y un salón de juegos adolescentes, y todo controlado –es un decir– por un arreglaespañas que al menos se ocupaba de mantenerlo abierto y habitable.
La palabra agrupación era pura retórica. Aquello era un falso mosaico: lo ex (del franquismo, maoísmo, anarquismo, del sindicalismo vertical o verticato, o simples abuelos) se alineaba con las excrecencias de lo neo (liberales, demócratas de toda la vida, socialdemócratas, radicales, feministas, socialfascistoides, largocaballeristas, reformistas, y los que no sabían, no contestaban) para conformar un batiburrillo que acabaría funcionando como humus de la semilla más posibilista y más fácilmente germinable que iba a acaparar toda la maceta.
La agrupación real era ésta (bueno, y de las anteriores y posteriores). Partido a beneficio 
       de algo entre los toreros y los futboleros oficiales del momento. Los aficionados identifiquen.

O sea que, de agrupación, nada; más bien un compost cuya extrema efervescencia lo hacía tóxico, y el hecho era que cada poco tiempo sus responsables acababan siempre como la pipa de un indio, por la presión, pero también por la idealista concepción de la agrupación como una especie de turbo –o sería turba–, una guía o vanguardia de la gestión pública que en realidad acababa haciendo de chacha de los munícipes, pero sin la contrapartida del apoyo de éstos, entendidos como sus señoritos naturales. 
Un dislate que si partía de premisas razonables, al final solo servía para aplaudir, y para eso, lo mejor es que no fuese operativa, opinaban los otros.
Yo venía de un partido cuyo leit motiv era darse a conocer y procurar que los niños (y mayores) se acercasen a él. Y ahora estaba en otro cuyo mayor problema era ser demasiado conocido por todos, de forma que tenían que poner un guardia jurado con un fichero en la mano para que no se colase nadie sin pagar entrada. 
O en otras palabras, tenían un producto capaz de recolectar treinta mil votos y gobernar una ciudad de ciento y pico mil almas, y todo lo que hacían era guardarles el culo a un grupo de sosos que se pasaban el día preguntándose si hay vida después de la muerte. En resumen, que si ya eran un muermo, mis clientes aún querían más: convertirlo en una secuela de La noche de los muertos vivientes. Y por mis niños que la iban a tener.


Al servicio de su Majestad (el Ayuntamiento)

Como salvedad, decir que el primer ayuntamiento democrático llevaba apenas un año de rodaje y, para colmo, la situación en él de los socialistas era demencial, al haber irrumpido casi de chamba, y sin comerlo ni beberlo (aunque aprenderían) se habían encontrado con una administración de rebús, desconocida, atascada, llena de arenas movedizas y trampas, y misérrima en todos sus ámbitos, incluido el funcionarial, a merced de los más chaqueteros, trepas y volubles, que fueron los primeros en ofrecerse, obsequiosos, y ellos en favorecer.
Fco. Ruiz Risueño, hombre fuerte de 
la UCD Provincial.
De otro lado, igualados con UCD –que no disponía de malos elementos y estaba en mayoría en todo el resto de las instituciones–, para gobernar habían tenido que pactar con el PCE, mucho más organizado, numeroso y pertrechado, que si cedieron en lo que iba a revelarse como fundamental en una democracia presidencialista, se quedaron con toda la magra y los llevaban por la calle de la amargura, hasta el punto de no saber quién mandaba allí en realidad. 
Y con cinco concejales, con derecho a pernada y a veto, partían todo el bacalao de Islandia y el Labrador juntos, y lo mismo en la Diputación, conseguida por los socialistas con una argucia calibre 45, y aun así dos diputados comunistas manejaban más hilos y meterían más mojada en cuatro años que en toda la historia de la democracia. No siendo extraño pues, que fuera este un buen motivo de la demanda de ex rojos  que comento.
A toda esta percepción contribuía no poco la personalidad yudoca de Salvador Jiménez, un tipo suertudo aliado con la historia cuyos méritos fueron tener una flor en el culo y trabajar doce horas diarias, que les dejaba hacer mientras se comía los marrones con unas tragaderas de caballo (aunque entre bambalinas se lo llevasen los demonios y les recortase los vuelos). Lo cual no le costó la salud gracias a no presentarse a la reelección, y que dio sus frutos gracias al giro político copernicano que permitió recaudar para la bolsa socialista tanto lo apercollado por ellos como lo de su competencia.
Fuerzas vivas del momento, socialistas, conversos y
        comunistas, tanto de nueva como de vieja planta (además
         de los zascandiles), en un acto previo a la época comentada,
            en la sede social roja que era la Librería Popular.
Esta situación un tanto neurótica constituía el fondo de las relaciones de los munícipes socialistas con el partido, así como su concepción aficionada del mismo como un híbrido confuso de masas y vanguardia a la vez, de centralismo democrático antojadizo, cual si fuera comunista (sin serlo, evidentemente), y con una democracia interna cuya falta de autoridad y organización amenazaban con reventarlo en un asambleísmo entrópico autodestructivo, llevándoles a renegar de su propio engendro y dejarlo en la estacada, bajo la excusa de que los juegos de mus de la política interna eran mucho más prescindibles que su labor, heroica y guapa, a la que todos se debían y para la que todo apoyo era poco, siempre tan desbordados e impotentes. 

Si el de la Ejecutiva Provincial era el clásico chantaje del “o conmigo o contra mí”, los sociomunícipes simplemente reclamaban el culto general de rodilla en tierra cercana al éxtasis a su inconmesurable sacrificio por el pueblo. Y sin ninguna contraprestación.
Por ejemplo, pretendían que la agrupación, o el comité más bien, que era la parte que sustituía al todo, se hiciera cargo de todas aquellas iniciativas que no podían o no se atrevían a llevar a cabo, ni tan siquiera a proponer desde la poltrona consistorial, tales como el activismo en barrios, asociaciones, medios de comunicación, o inmiscuirse en la educación o presentar alternativas de urbanismo, del tráfico o sugerir quién debería actuar en la Caseta, entre otros despropósitos más antiguos que el mear.
Y ellos, a hacer de sacerdotes del templo de Minerva, a rechazar todo aquello que no les viniera bien o pudiera ensuciar aquella praxis virginal, prístina e incolora sacada de la manga a que aspiraban en plan divino. Más dos huevos duros. Y el comité, que en este caso era su mujer del César, a pringar. Pero sin facilitarle, no ya la varita mágica, sino sin tan siquiera concretarle sus peticiones.
Reunión en la sede provincial en los 80. Pepe Bono ya se 
        sentaba"entre el pueblo". Nótese que  Juan de Dios 
       todavía gastaba look  de reminiscencias quinquis.
Como suele decirse, querían follar y seguir siendo vírgenes. Y por fuerza los comités tenían que ser mendicantes y poseer el don de la adivinación, cayendo uno tras otro víctimas de la incongruencia cuando no de la esquizofrenia, con los plomos fundidos y tan para el arrastre que el que probaba la medicina no volvía a levantar cabeza. Y yo era el próximo.
Todo el que rondaba por la caverna lo sabíamos, y yo más. Faustino se había pasado meses trasladándome la surrealista súplica municipal de “ocuparnos” de apoyarles con labores de prensa (de sobra sabían que yo andaba por allí), así, como una indirecta, para que me pusiera manos a la Olivetti a contrarrestar desde la gruta unos medios de comunicación hechos y derechos, refractarios y hostiles.
En efecto, ellos sabían de sobra ya de mi presencia, sospechando, no sin alguna razón, que esta no era nada extraña a la idea que les reinaba de crear un gabinete de prensa profesional, siendo así como practicaban su política del palo y la zanahoria, como pidiendo que empezase ya, pero gratis y desde las catacumbas. Teniendo todos los medios para hacerlo bien y por su sitio, con otro o conmigo, si era yo tenía que ser de forma semiclandestina y sin cobrar. Ese era el punto de descerebre.
El sector renovado, por decir algo, mantenía apuntadas sus baterías desde la Provincial y de vez en cuando pegaba sus pepinazos de desgaste a esta cosa inane, aprensiva y tiquismiquis, dejándoles cantado que con tanta colocación de carros delante de los caballos, tanto sí es no es y tanta maniobra orquestal en la oscuridad, no había comité que aguantase. 
Y una tarde, sin más trámite, el de los maestros se dio por vencido, algo que todos vimos como de cajón, aunque sería Juanito el Malo, en un garbeo de los suyos, el que iba a dar en el asa de la situación, cuando preguntó “¿Qué pasa?”, y Faustino le respondió un simple “Nada, que hemos dimitido”. Y echándose mano a la cartera, sacó un billete de mil y dijo: “Tomad, para que os convidéis”. Dos semanas más tarde, y cuando a algunos no se nos había ido aún la risa, se celebró la asamblea que iba a acabar al menos con la mía.
La asamblea, a la que asistieron unos ochenta afiliados, más de la mitad de los cuales era la primera vez que los veía por allí, fue una especie de encuentro amistoso con juego duro y raso en que, contra lo que se pensaba, no se dirimía ningún futuro del socialismo local, sino otra oportunidad más para que ambos bandos en liza midieran su capacidad de manipulación y dominio, y estudiarse para rifirrafes más importantes que ya menudeaban o estaban por venir.
Chicho Bleda, en una imagen de hace unos años.
El gato que unos y otros se llevaron al agua no iba a ser más que un triste trofeo de escayola, y la victoria resultante poco más que pírrica. Y nada, sin grandes disensiones, tan pocas como las alternativas, fui elegido secretario local del ilustre partido, junto con algunos desechos de tienta del comité anterior y alguna incorporación notoria, a destacar la de Antonio Marrón, coetáneo mío de incorporación a filas, proveniente, con José María Bleda, Chicho, del anarquismo a la pàge, y que desde el primer momento trató de ponerme las pilas, inquieto y con una verbalización difusa pero militantista, nervioso pero confiado, como quien lleva cartas en el ajo, que me tuvo en vilo hasta que salieron a relucir.
 Su ambrosía y mi irreverencia me iban a ser útiles para desprenderme de cierto pelo de la dehesa y el complejo de ilegal, al ver que yo no era el único raro, sino otro más entre los heterodoxos y demás jirones con que se trataba de confeccionar un traje a la medida del país.
Ángel Orozco, cuando senador


Los mentados iban a engrosar el sector “sanitario”, antibonistas obligatorios (por pura supervivencia) y junto con los Ángeles (¿del Infierno?), Galán y Orozco, y con neutrales saduceos como Virginio Sánchez Barberán, alcalde de Almansa, o aliados como Juan Francisco Fernández, que tan bien se sirvió de todo el remolino para la especie de virreinato aforado e infranqueable que se estaba fabricando (el Juanfranquismo), y que eran los que iban a sacar los pies del tiesto empezando a dar guerra a los oficiales.
Sabiéndome próximo a Juan, aunque también resbaladizo con sus tejemanejes, así como terco, vehemente y a lo mío, mi tocayo y yo hicimos buenas migas de inmediato, sellando prima visu un pacto tácito, en un plano de mutua condescendencia fundada en la complicidad cínica que cultivábamos sobre nuestra militancia, el ayuntamiento –en este punto éramos de una unanimidad biánime, compitiendo en la risa que a nuestro tic anarco le daban los munícipes– y el partido en general, en tanto llegaban nuestras oportunidades, la mía en pos de una mera hipótesis de trabajo estrictamente laboral, válgame la redundancia, y él, por tenerla ya en su consulta médica, en aquellos días en Ibi o por ahí, con otras ambiciones que acabarían cavando distanciadas nuestras trincheras definitivas.
    
José A. Almendros, 1º dcha., firmando un convenio
como secretario del Consejo de la Univeersidad CL-M
El motivo de que Marrón me pintase de su color fue la visita veraniega de un cargo federal que José Antonio Almendros, a la sazón encargado provincial de Organización, “organizacionó”, para mostrar nuestra escasez de disidencias y que todo estaba bajo control y tal, y ponerse una medalla con nuestro aseo (se las ponía con cualquier cosa, pareciendo tener más que Albacete Religioso). Pero la cosa no iba a salirle como pensaba.
Antonio Marrón, en su época de director general
De primeras, tuvimos la reunión en la gran sala que nada más entrar servía como local para asambleas, de modo que todos los impertinentes del lugar pudieron pasearse por allí olismeando para sacar de quicio a los invitados, y al resto, que parapetados en una mesa rectangular y a instancias mías trataban desordenadamente de la manera más abierta, descaradamente democrática y por tanto improcedente, de hacer ver a los jefes todas las rémoras, carencias y extravíos que nos afligían. Una puesta en común que evidenciaba nuestra anomia e inoperancia (¿no era para eso para lo que me habían elegido?), que el hombre capeó de la manera menos incómoda alabando, eso sí, nuestro aperturismo y claridad, y se largó.
A renglón seguido, Marrón fue dándome ávido la murga desde La Pajarita hasta la plaza de Gabriel Lodares, aleccionándome enfebrecido, con que si era consciente o no de que a partir de aquella tarde y después del informe que ambos secretarios iban a dar de nosotros y especialmente sobre mí como un bandarra sin parangón, mi futuro político se había acabado y, lo que era peor, también el suyo. Una barrila impresionante de la que yo me reía tanto como de mi carrera política que no veía por ningún lado.
Él, entre afligido y tocado, trataba aún de que volviera grupas sobre mis deslices y paliase de alguna manera la malandanza que yo no veía por ninguna parte, y sí que le habían estropeado el traje de primera comunión de converso recién estrenado que pretendía lucir impecable en la toma de posesión que sin duda le esperaba en algún lugar del futuro y a la que no iba a renunciar por un adán como el que suscribe.
A partir de entonces mantendríamos mutuamente una precaución tópica de mulas de pocos tábanos, aunque primasen la buenas relaciones, a pesar o a causa de la mirada torva con que Juan las veía. Ambas cosas gozosas para mí, por el morbo que la mala baba entre ellos producía, y porque al fin y al cabo me sentía más cercano al anarco, por proceder de una promoción que había andado (y ahora desandaba) parecido camino, y la prueba era la forma en que íbamos a colaborar poco después en la primera campaña de salud de la Diputación, que para mí fue oxígeno, económico, pero también profesional, al tener que afrontar un caso práctico multidisciplinar (prensa, radio, publicidad, relaciones públicas) de periodismo moderno que hasta ahí sólo había practicado de forma sesgada, discontinua y aficionada.
Pero no todo mi mandato iba a ser un buen pasar de una nada a otra rascándomelos. Demasiado irrelevante ni para engrosar la historia negra ‘depuis Suresnnes’. La Olimpiada, o su boicot (me refiero a la deportiva, sí, la de 1980, mucho más interesante para mis detractores que el intruso que les acababa de caer en suerte, y de la que estábamos más pendientes), se acabó en un pispás y enseguida vino la Feria, que fue cuando al fin hicimos algo útil.

Los anzuelos
El stand de la Casa del Pueblo estaba sin explotar. Una de las movidas interesantes de la nueva corporación había sido la de reasignar los espacios feriales: la explotación gratuita de un bien público que produce millones de beneficios en 10 días, cedido gratuitamente para su explotación con fines sociales (como el de enriquecerse, se supone) por entidades supuestamente filantrópicas. 
Algo que los comunistas, al mando prácticamente de la operación, hicieron casi a su antojo, repartiendo prebendas y chollos a tutti quanti de la cuerda progre acudiera al buitreo, adobándoles o no la peana, a pillar con la excusa del deber ineludible de financiar la causa de la hermandad proletaria, la justicia social histórica, el bien de la humanidad y todo eso. 
(Un negocio que, por cierto, sigue vigente, si bien debidamente adulterado con el paso del tiempo, por las herencias, usufructos, rentos y realquileres y las conveniente conversiones ideológicas –sobre todo la económica por la política­- con que se ha corrompido, para dar lugar a un simple gran business perpetrado por verdaderas empresas con ánimo de lucro, bajo la máscara de la finalidad social y el amparo de unos políticos con excesiva vista gorda hacia la explotación particular de un bien de todos.)
El PSOE se había quedado al menos con uno de los mejores sitios, pero no sabía qué hacer con él, siendo más un coñazo ruinoso que un dulce, y en esa segunda feria, para desaturdirnos de él y no complicarnos la vida, se lo entregamos a José Jiménez Bueno, alias Casiano, dando así el banderazo de salida a todo un carrerón de la hostelería (y otras hierbas) al servicio de las instituciones rosas. Y allí que me iba por las mañanas, como supuesto supervisor, a despachar y hacer como que controlaba, a escaquearme con el vástago en mantillas en su carro, porque allí dormía mejor (y con esto no quiero decir nada).
Por esas fechas yo ya sabía que mi papelón estaba cumpliendo las expectativas. En realidad lo había sabido el día en que Juande se personó en mi humilde morada por primera y única vez, con dos padrinos como introductores de su embajada, y me ofreció la prueba de fuego de mi salvación definitiva. Bueno, otra más.
Uno de los embajadores era Adolfo Ortega, que a su profesión gestora y a sus antecedentes de recadero del colectivo Sagato, aquella segunda brigada político social de la ciudad que los cristianos de base habían promovido para intervenir en el cotarro, había añadido, como era previsible con tal currículo, el oficio de secretario de prensa del flamante socialismo renovado, y con el que supongo que Juan supondría que daba a su destellante oferta visos de una seriedad a la que el ínclito de Adolfo sumaba, por si era poco, su trenca color cagueta y su vespa. Algo que el propio Juan no podía ni igualar por ser peatón. Su presencia, por lo absolutamente impensable, me puso en guardia.
Pero como por anestesia llevaban también a Maxi, que en su calidad de  adelantado y amigo, disiparía el más que seguro mosqueo que suscitaba en mí el nuevo embolado, para limar desconfianzas y presentar la cosa con visos familiares, como si yo fuera ya uno de los suyos, cuando en realidad ya no sabía si era uno de los nuestros.
El (nuevo) gesto definitivo por mi parte debía ser echarles una mano en las primeras elecciones sindicales que iban a tener lugar pero que ya, y necesitaban a alguien curtido en los medios, taurinamente hablando. Y como la brega iba a ser más bien dura, y tampoco querían abusar, habría una compensación económica, a concretar.
 El tinglado incluía integrarme en una tramoya de cursos, recogida de información, gestiones y demás labores que el partido (que estaba en bolas, en lo sindical) había puesto en marcha para darle la batalla a Comisiones Obreras, por entonces monopolizadora del sector, y que no los barriese a la primera, cosa que ponía histéricos y a caer de un burro a todos, pero especialmente a los peseperos, que habían jurado y perjurado a la gran patronal socialista reconducir aquella situación que obstaculizaba que el voto de izquierdas se decantase definitivamente por el PSOE, y para solventar de paso así las dudas que Madrid mantenía de si aquellos paracas sabían lo que se llevaban entre manos o no con la finca.
Caricacura de García Salve.
No sé si mi colaboración en aquella empresa fue o no contraproducente para frenar la temida ascensión de los “cocos”, que no sólo nos pasaron por la piedra sacando el doble de los delegados sindicales dirimidos, sino que los viejos camaradas como El Pena, se cachondearon de mi nueva empresa, terriblemente irritados, bajo cuerda, eso sí, en cada tajo en que coincidimos en las elecciones.
En cierto modo y aunque yo nunca llegué a pertenecer a CC.OO., yo era uno de los suyos desde que años atrás vendiera bonos para sufragar su fundación, e hiciera mis pinitos en el mitin de presentación del sindicato, todavía clandestino, en La Marmota, tratando desde el diario Pueblo, donde yo trabajaba ese verano, de que una dirigente obrera del Peté, Marta Manglano, “despedida de Standard (Electric)”, así se la presentaba, a la manera circense, compartiera protagonismo social con el cura García Salve, al que yo había entrevistado de la mano de Manolo Vergara, alias Vergarilla, Vergareta y otros diminutivos, en una reunión organizada por los Sagatos, cómo no en el Seminario; además de participar, como activista, periodista, zascandil u oyente, en todo tipo de zorongollos incluido el acto bautismal del merendero La Rana.
Toda una relación más que sentimental, que incluso me acarrearía el ser acusado de disidencia por considerar una cagada la escisión de la CESUT sólo para tener un sindicatillo propio. Y todo un bagaje que Juande, fríamente, a contrapelo y por el morro me reclamaba que trasladase sin más a UGT, patio de monipodio por el que pululaban los reformistas del PSOE, porque no se podía permitir aquel enseñoramiento que los ‘peceros’ ejercían desde CC.OO.
Lo peor era que, de nuevo –qué obsesión, oiga–, me mandaba a internarme en un convento para versarme en las mañas electorales, Y yo, como el que hace incesto hace ciento, ya metidos en harina, así, como para celebrar el inicio de lo que amenazaba con ser una amistad mejor que la de Casablanca, dije hale, sí, pues venga, vale, a tomar por culo, y se acabó. Y al lunes siguiente estaba en el convento de los dominicos al norte de Madrid, si mal no recuerdo, aquel al que no había querido ir nueve meses antes, quien me lo iba a decir.

El (no tan) extraño viaje
Tal y como esperaba, el monasterio estaba mejor amueblado que mi casa. Yo, el primero que había visto era un piso doble que tenían unos franciscanos murcianos en los altos de Francos Rodríguez, dominando la Complutense, adonde enviaban a los hermanos a estudiar la segunda o tercera carrera, y donde yo caí junto a Antonio Abril, un antiguo asilado suyo y compañero de viaje hacia el periodismo madrileño, en septiembre de 1973, en busca de una plaza en vano en los recién creados estudios de ciencias de la información, y a la semana de estar pegando la gorra, asomó por la sucursal franciscana una especie de prior, que iba de civil, como todos, y dijo que yo no podía seguir bajo sagrado, llamándome aldana y metiendo mano al abundante refrigerio de la nevera, y convirtió a ésta y la cama en infraestructuras culturales vedadas para mí. 
Pues con estos conocimientos de la vida monacal me zampé en el convento de los dominicos, que ejemplarmente cedían su morada a una causa tan buena o más que la suya propia.
La Plaza de Legazpi en los 70's.
Lejos de servirme de incentivo, el viaje me daba por culo lo indecible. Yo había quedado de Madrid hasta el cipote, después de seis años yendo y viniendo en los MAN de morro largo de la agencia Carrión, a paso de burra, para allá toda la noche sin dormir, parando a descargar bultos en los pueblos de la ruta y dando cabezadas rotas a perchones y tumbos producidos por una carretera que te dejaba el cuerpo como un vibrador, y al bajarte en Legazpi de aquel asiento muelespaldas te duraban los temblores hasta la Ciudad Universitaria, y toda la jornada restante quedaba presidida por el sueño, el frío, el asco del fumeque de Celtas corto con que tratabas de paliarlo y la sensación extraña de no saber qué hacías allí, escuchando la perorata de un profesor de derecho de la información que, ante la amenaza de asalto a la clase de los Guerrilleros de Cristo Rey, nos tranquilizaba amenazando con sacar la pipa que llevaba en el costado, dándose unos golpes allí con sonrisa de matón protector de menores; o las explicaciones impertérritas día tras día de una profesora de literatura sobre los valores de un tal Varela –importantísimos, como se sabe, para un periodista–, mientras día tras día aquellos mismos guerrilleros que usaban el nombre de Dios en vano asaltaban de verdad las aulas porque acababa de aparecer El País.
De modo que solo el surrealismo podía explicar qué hacía yo allí con el cuerpo roto y los calcetines sudados y fríos, con la que estaba cayendo, esperando entre asamblea y asamblea comidas vomitivas en el SEU y las películas que los Trueba, Ladoire y compañía nos ponían para entretener los paros, plantes y huelgas para, al cabo de unos días, volver a coger el camión de vuelta para recuperarme a medio en casa, ya que el otro la pasaba amargado pensando en la vuelta como ganado al matadero, y a todo esto, con la responsabilidad añadida de haber sido nombrado, sin yo querer, por la familia como primogénito suplente, tras la emancipación de mi hermano mayor, lo cual me suponía cierta carga de culpabilidad por lo que podía ser interpretado, y de hecho lo era (mis andanzas madrileñas), como una fuga a la que me había dado para no ejercer mis responsabilidades como báculo familiar en la reserva.
Vista de la vieja clase de impresión de la E. N. de A.G
Esta situación, abocada a un tedio de miseria enervante, me empezó a abrumar antes ya de empezar el segundo curso. 
De manera que me vino bien una segunda actividad estudiantil vespertina (ya lo hacían muchos compañeros de facultad), a poder ser complementaria de la que llevábamos en ristre mi colega Maxi y yo, y la Escuela Nacional de Artes Gráficas fue un auténtico salvavidas, el suplemento ideal para una carrera que básicamente queríamos encauzar hacia la prensa escrita. 
Y así la pasamos ese año, entre la ociosa escarcha teñida por conflictos y grises a caballo de las mañanas y las estimulantes tardes de prácticas en las máquinas offsset de las tardes, junto a gentes, tanto profesores (los mejores que podían sacarse de la Fábrica de la Moneda) como alumnos, una mezcla de románticos de la letra impresa, soñadores de la divulgación a lo Recabarren y sencillos aprendices del oficio-arte tenido como más elevado por excelencia de la clase obrera, que sin duda paliaron hasta final de curso aquella molicie estéril y viciada de unos estudios cuyo único cometido satisfactorio iba a ser el titulo.
Patio de la vetusta Academía Albacetense.
Con esa perspectiva y tal hartazgo, al pasar el verano, decidí rechazar un tercer año de vía crucis, de viajar solo en fechas clave y exámenes, y con los apuntes que los compañeros de clase me iban proporcionando, hice mis cuentas y me empleé como maestro de EGB en una academia clásica, la Albacetense, a la que yo mismo había asistido de alumno hasta el Preparatorio, y que estaba peor que yo, atendida por el director, administrador y único enseñante que allí quedaba, José Gaude, un resto de la gloria de una saga familiar local, dedicado a un surtido no muy selecto de cursos superiores, siendo la clase de retales de los inferiores lo que dejó para mí, para entretener el diente, digamos. 
Todo, en unas condiciones tales que, por hablar de emolumentos, el último mes hube de cobrarlo en mobiliario, pues la escuela cerró, el maestro se quedó al pairo y los enseres, como bancos, mesas, un tablón de anuncios, algún armario y demás, venían muy bien para amueblar el local que el partido acababa de alquilar en el paseo de la Feria, adonde fueron a parar como donación militante para seguir sirviendo de utillaje en la cosa del adoctrinamiento, ahora de peor estofa. 
Siendo así que los viajes al foro se volvieron de ida y vuelta, y mi destino pasajero, deambulando a lo zombi las horas que permanecía en él, fijándoseme para siempre esa sensación de vapuleo y el complejo de sparring pringado que el solo nombre de la capital me produce.
Hay que decir también que cuando salí hacia el dichoso cursillo espiritusindical madrileño, aunque depauperado, yo había encontrado esa dulce laxitud pasota del dejarse llevar por la pobreza franciscana del recién casado sin un duro, y quería disfrutar de lo que para algunos de nosotros (que yo entonces creía más numerosos) era la quintaesencia de la virtud, y que a otros parecía simple delectación autocompasiva de la propia miseria.
Así pues, el convento dominico era para mí un corte cercenante de esa felicidad de faquir, la excusa perfecta para no movilizarme por una guerra en la que no creía. Pero siempre hay algo que te ayuda a salir del embeleso –coma, lo llaman otros–, y te recuerda que el mundo se mueve como un bus, y a lo peor en la próxima vuelta ya no estás en la parada para cogerlo. Y eso era aquel viaje.
 
Lo conventual no me va
Como era de esperar, el convento era de lo más confortable. Pero como ya había advertido a mis captores, con excusas de si el niño, mi mujer, etc, yo, al tercer día me abrí de allí con la documentación y los contactos, y aun así creo que duré demasiado. No digo que no fuera interesante. 
El PSOE de entonces se preparaba a conciencia para una oposición de larga distancia y Maravall, secretario de Formación, estaba montando un tinglado considerable dirigido a cooptar los cuadros con que urdir lo del tejido social que iba a ser tan famoso y que ya empezaba a sonar como definición de una estrategia que con el verbo imbricar iba a cobrar su más feliz (y duradero) significado.
Por lo que podía verse, el perfil de los asistentes era de menos de treinta años, estudios medios o incluso superiores, con la esperanza laboral difusa y más simpatizantes o no hostiles, que fieles o cerriles a la causa. Los emergentes descolocados, en varios sentidos, del momento, dispuestos a reciclarse, también en varios sentidos, con unos contenidos que, excusatio non petita de las elecciones sindicales, acusaba el pecado manifiesto de amasar una primera gran hornada útil en el corto plazo y fértil en el largo. 
La prueba es que iban en serio. Quiero decir que no se trataba del típico cursillo a matacaballo para cumplir y tente mientras cobro. No.
Juan Maravall, unos años después, con 
         algo menos de pelo ya, y antes de "tocar"
     ídem como ministrable socialista.
Tanto la organización como las clases denotaban profesionalidad y una altura que llamaban la atención y, lo más importante: convicción, casi fe; algo que chocó con mi prejuicio de verlos como un partido meramente electoralista de masas (que también), empezando a comprender que los socialistas eran algo más que oportunismo histórico.
El propio Maravall me buscó para conocerme –avisado por Juan, claro– y si entonces, o en algún otro rato compartido con él, escuchándole más que nada, y de buena gana, me llegan a decir que aquel hombre comedido y con aspecto de limpieza moral, decidido y competente era el que iba a meternos en la LOGSE, no me lo hubiera creído.
Desde entonces, cada vez que salía a relucir me preguntaba cómo alguien cercano a la clarividencia, meditado y coherente había podido perpetrar tal cagada. 
Aunque también suele pasar que el devenir político juega esas pasadas a los elegidos para colocarlos en el poder y jugar su deporte favorito: descuartizarlos y echarlos a las fieras precisamente por aquello que creen su mayor logro, como es el caso de este hombre cuyo lema era “al que se ayuda, le ayudan”, muy propio del estilo ya perdido de la necesidad de convencerse de que para conseguir algo hay que dar más de lo dispuesto a obtener. 
Una consigna por otra parte olvidada hace mucho, especialmente por los suyos.


De pillo a pillo

Mi regreso al hogar, no por esperado dejó de irritar a Juan, aunque bien que lo disimuló, pues nada podía contra mi actitud despectiva en el informe sobrado que le di del cursillo (“nada, que querían contarme las ventajas del emboquillado”), ni mucho menos contra la necesidad acuciante de disponer de alguien dedicado en exclusiva a facilitarle la supervisión política que, en vistas de la nulidad de UGT para llevarlo a puerto, el partido se había propuesto respecto de las elecciones sindicales, responsabilidad que estaba claro había asumido Juan de Dios para hacer patria y puntos.
Obsérvense las cifras entre 1977 y 1985. Fue la otra gran crisis anterior, la industrial.

De esta manera, y con un sindicato en formación, no tuvo más remedio que conceder al que se metía en el berenjenal una autonomía, bien que casi clandestina, pero obligada dada la inviabilidad tanto suya como del resto del personal disponible para cuestiones de calle y mugre, y confiarme aquel comisariado que era de hecho mi papel en las primeras elecciones sindicales y su control y manejo de resultados, tanto propios como ajenos, o eso entendí al entrevistarme, con la campaña encima, con Almunia en Santa Engracia, sede entonces del Psoe.
La verdad es que, en aquellos días, el PSOE esperaba tan poco del sindicato, que se conformaban con casi nada, aunque fuera caro. Y yo, que nunca me he andado por las ramas a la hora de presentar negativamente cualquier cosa, vi que eso era lo previsto, por la cara torcida que Almunia puso de bascosa contrición (luego me enteré que era la suya, domingos incluidos) durante los diez minutos que estuve contándole el tortazo que nos esperaba, para curarme en salud, claro, pues yo estaba igual de estreñido con la misión. 
Así que le juré allí mismo dar mi vida por dejar el pabellón lo más alto posible, cosa que él ni se creyó ni se dejó de creer, no en vano habría recibido ya decenas de compromisarios (algunos seguro que menos desarrapados que yo), notándosele la rutina un tanto indiferente en su rictus medio amargo medio irónico. 
Y me despachó deseándome lo mejor, cosa que me traduje a mí mismo como que me fueran dando, ya que no esperaban gran cosa ni de mí ni de un lugar perdido con menos obrerismo que las Galápagos.
Lo suyo era resignación, y con razón. Supongo que a él también le habrían metido el embolado: “Joaquín, tú que eres economista, hazte cargo de la cosa sindical y tal”. 
La política funciona así. En el PTE ya habíamos pasado por eso, poniéndonos de jefe a un psiquiatra (ojo clínico), cuya esposa también lo era, de suerte que estábamos asistidos por ambos, aunque con ella al mando, como superego, claro. Pero ni aun así. Yo creo que siempre faltó un pediatra en el staff. O al menos un puericultor que sacara aquello adelante.
Pues con estos, pizcas pajas. Conclusión: se trataba de salir del paso y no dejar mal ni al caporal ni a los barandas, trampeando o como fuera. Y así fue.
Visto que por su sitio no iba a conseguir gran cosa y puesto que íbamos a perder de todas maneras, al amparo de mi total impunidad como comando ilegal, entre col y col de las muchas actas que recopilaba aquí y allá, entremetía una lechuga ficticia de mi propia cosecha, que luego amañaba maquillando los memorandos que tenía que enviar a los burócratas madrileños, pues con papel de por medio y por escrito no se me da mal. 
De forma que, entre los pocos delegados que me apuntaba en elecciones facilitadas por los alegres colaboradores alertados para echarme una mano donde no debían, y los que lograba atribuirme sacados de las actas –que yo debía coordinar– que se iban depositando en el Instituto de Mediación, Arbitraje y Conciliación (qué nombre, Dios mío), donde teníamos un enlace avisado del extinto régimen con ganas de agradar (que con el tiempo llegaría al empleo lógico de profesor de universidad), engordándolo todo con la contabilidad en un balance-milonga cuyo resultado abultado, risible y más falso que una moneda de tres euros a ojos vista para cualquier lugareño, obtuve los suficientes números como para dar el pego a los locales y a los capitalinos, a los que el gato les pareció liebre, dándose con un canto en los dientes, pues en su vida habían visto una de verdad, sirviéndoles los resultados además, seguro, para alardear en su propio favor, haciéndolos pasar por logro suyo en el avance a toda mecha de la causa en la estepa. Y todos tan contentos, pues nadie los iba a contrastar. 
Asamblea algo anterior a las primeras elecciones.
De hecho, cuando se publicaron los resultados generales la confusión fue tan grande, que era imposible dar unos números fiables. La UGT dijo haber obtenido en todos los sitios muchos más delegados de los reales. 
Y lo mismo harían los demás. Y todo el mundo tragó. Al fin y a la postre solo se trataba de otra gran operación de lavado de cara y episodio obligado de la implantación de la democracia, una de cuyas pruebas más incontrovertibles era, sin duda, la normalización sindical. Así se escribe la historia.
De resultas, la operación de marketing y asentamiento del partido como referencia obrera, también, había sido todo un éxito y de la nada empezaba a alcanzar las más altas cotas del sindicalismo. 
Y aunque Juan de Dios hizo un pequeño análisis nada complaciente en apariencia, adusto, criticando las muchas cosas a mejorar, y poniendo cara de apaleado cada vez que le recordaban el palizón de CC.OO., que era ciertamente lo que más le jodía, en el fondo de su alma de estraperlista estaba casi rebosante de satisfacción, pues en ningún momento había soñado, y eso que era profesional de ello, con un resultado que daba carta de naturaleza oficial (electoral) a un sindicato casi marginal o peor aún, inexistente.



El otoño caliente que no fue

Y ahí seguía yo, en mi gloriosa agrupación local. Aunque lo mismo me hubiera dado no estar.
Uno de los grandes ganadores de
        las elecciones... sindicales.
Si alguien está pensando, desde parámetros más actuales, en el peso político de la agrupación local y la trascendencia de ser su jefe, que deseche tal opilación. No era más que la cancha, el cuadrilátero, el gallero. Y su comité correspondiente, a mucho meter, hacía las labores propias de los segundos del boxeo. 
Con decir que en seis meses sólo emitimos un comunicado de prensa, y nadie lo publicó, está todo dicho.
Así que, aparte de promocionar cantineros, joder currículos de aspirantes al título y quedar como un trapo con las diversas jerarquías, el balance, cuando llegó el otoño, era auténticamente de pena. Eso sí, la paz reinaba brutal en el estanque, y más de uno se hacía cruces de los tres meses sin líos. Naturalmente era una tregua.
Así había empezado el año. Un vistazo a los temas
          de este número de Interviu habla de lo que copaba
      la atención del personal esos días.
Con la caída de la hoja, los munícipes y su entorno volvieron a la carga. Me echaron en cara mi poco espíritu de sacrificio (en el PTE había sido el revolucionario) y de no echarles una mano, sobre todo en lo mediático. Agitaban el caramelo a la vez que mandaban el recado a mis avalistas de “veis como es”.
Para ser ecuánimes, se trataba de una actitud con fundamento. Lo suyo era pura basura, pero cuando decían que mi estancia era para buscarme la vida, no era pura difamación. 
En sentido estricto, el 99 por ciento de los afiliados iba a eso. Pero claro, estaban mis orígenes, que hacían poco creíble mi conversión. Y más, sabiendo que yo creía en aquel socialismo tanto como en la Navidad.
Sin embargo y aunque llame a risa viéndolo en perspectiva, en esos días la política aún no era el pozo moura que llegaría a ser y tampoco daba los dividendos de después. Aunque parezca mentira, había gente en todas partes tratando de hacer de esto un país normal e incluso ejemplar. Pero también ganapanes de sopa boba, chusco y cuchara. Sólo que mis marcadores no acababan de decidir dónde incluirme. Y tiraban chinitas. De modo que no les hice caso, sin mover un esparto, esperando a que vinieran por derecho.
Pero eso tampoco pareció gustarles. Les descolocaba. Si ellos eran los salvadores naturales del mundo, y yo, un pobre de solemnidad, sesteaba arrimado a otro árbol cuya sombra de poco me servía pero que tampoco les gustaba, sin suplicarles por mi redención, sin pedirles nada (y sin darles nada, tampoco), eso era que, más que un empleo lo que quería era algo mucho peor, un cargo o así. Situación esta risueña por lo histérico, que daría paso a otra francamente hilarante.
Los oficiantes de esta iglesia verdadera de los santos de los últimos días estaban tan empeñados en desenmascararme –y eso que yo jamás había encubierto mis intenciones–, que si otro que no fuera ellos, al parecer los únicos legitimados para favorecerme, me ofrecía algo y lo tomaba, decían: “ves como lo que quiere es aprovecharse de nosotros”, afeándome el servir a otros patronos. Como pasó con la Campaña de Salud de la Diputación a principios de 1981, en la que yo participé de currante.


Y el invierno, al caer

Era grotesco. Hasta tal punto se la cogían con papel de fumar con su maniqueísmo timorato, sus fantasmas y sus pajillas mentales, que, viéndome como agresivo cazador de chollos, como mi subsidio de paro de escayolista –algo que yo tapaba, no fueran a acusarme de demagogia obrerista, o lo que es peor, que les tuviera que poner alguna moldura en el piso–, había que desbancarme pero ya de un futuro que ellos mismos aún no estaban dispuestos a regalarme. ¿Alguien da más?
Pues sí: peor aún: se sentían solos en su gran guerra contra el intruso, pues nadie les daba bola, y parecían estar a punto de gritar: ¿Pero es que nadie va a hacer nada con este tío? Y nada, no había modo de que alguien les contestara algo para poder darse la razón de lo que fuera. Estaba claro: era la batalla perdida de antemano contra los propios fantasmas.
Y aquí, celebrándolo con el otro.
Su merdé era tan supina y su necesidad de chivos expiatorios tan elocuente, que pasé de ellos, al darme cuenta de lo imposible de convencer a quien sólo está empeñado en ser vencido. Y a cambio de recibir hasta en el carné de identidad, me lo pasé en grande haciendo de forastero que amenaza la homeostasis y el bienpensantismo. 
Y casi me encasillo en el papel de samurai al que más le vale no dejarse ver demasiado. Que no me gustaba demasiado. Por no cuadrar ni a mi propia imagen ni a la medida de mis sueños, y porque, una vez encasillado, las propias capacidades son las que incapacitan excluyéndote para otros menesteres. Había que espabilarse.
Cuando la operación Primeras Elecciones Sindicales acabó, la confianza de mi cliente en mi mercadería había mejorado tanto que, libre ya de diversas ataduras, me instó, poco antes del traslado general a Pedro Coca, a dar el tercer gran paso que me armaría como elemento de calidad: ayudarle a poner en marcha la oficina de estudios, la sucursal del tinglado que Maravall quería tener en la región.
Jamás, ni antes en el PTE cuando era tesorero, ni después, tendría mejor ocasión para demostrar mis dotes para el gitaneo, mi vena de tratante de mulas al parecer heredada de mi abuelo materno, que muy de tarde en tarde, en los momentos más críticos, se me pone.
Yo no podía dejarme liar como un zompo en tantos frentes y no saber ya ni por dónde iba la hebra. Tenía de sobra con mi “cargo” de secretario de la agrupación local, que ahora suena orondo y sabrosón, pero entonces no significaba mucho más que ser un títere de referencia para las balas en las luchas intestinas, que en cinco meses me dejaron como un colador y con serias dudas sobre si valía la pena permanecer en el avispero.
Así que, cuando surgió ese trabajillo, mucho más descansado, amable y hasta rentable, aquella especie de beca con asignación mensual, vi la ocasión de huir de la agrupación con achaques de que me absorbía y no podía con ambas cosas y tal.
Mientras los ediles dictaminaban si eran churras o merinas, los barrios menos favorecidos 
–la imagen corresponde a una manifestación en las 500 viviendas– 
seguían movilizándose por lo que ya estaba tardando en llegar.

Juan me miró a su modo y luego soltó una risita irónica, que en él equivalía al descojono padre, pues si había alguien capaz de ocuparme de tener la agrupación según las exigencias del guión, o sea más parada que el caballo de un fotógrafo, de la ayudantía que me ofrecía, de hacer un panfleto, una campaña de algo, de ir a la compra y hacer una fideuá a la vez, ése era yo, experto en llevar cuarenta cosas en rueda, y treinta y nueve mal.
Por eso me la pelaba el rechazo, la insidia o lo que fuera con lo que me estigmatizarían esta vez. El que ha pasado por un largo túnel sabe que lo único garantizado es la oscuridad y que la luz a su final puede cegarte como un espejismo. Y ni una ni otra salen gratis. 
Y yo llevaba demasiado tiempo a oscuras como para no saber que el ensañamiento no era más que el modo en que los que acababan de pisar la moqueta del poder se reafirmaban contra los que creían su competencia, y estaban dispuestos a abrirse las venas con un peine antes que ceder un palmo de él a cualquiera que no fuera besando sus pisadas. 
Un discurso lo bastante descabellado como para decidir ir a lo mío y no tomarlo más en cuenta de la ídem. 
Aunque siempre aluciné con el hecho de que tanto desdén, ladeo y otras muestras de cariño, hubieran empezado incluso antes de mi elección como secretario local. Lo que se dice un proscrito del socialismo avant la lettre.
Años más tarde, luego de colaborar con algunos de mis críticos, diluidos los avatares y algo menos ofuscado por mis propios rigores, pude comprender que el mal pie del enconado desencuentro a primera vista –y lo recalco por haber sido el mayor que yo tuvo jamás–, pudo haber sido mi oscura carta de presentación, tan intemperante y taimada, que cuadraba con mi imagen de entonces (y todavía hoy explotada por algunos), de inaprensible tocahuevos, crudo, montaraz, deslenguado y borde, que sin ser necesariamente ni incierta ni negativa, sí inspiró mi atravesamiento en sus laringes, esa inquietud propia de los espíritus propensos a fustigarse con los temores más interesados. 
Una empenta vergonzante que yo no tenía ningún interés en capear, y menos de asumirla como culpable. De eso había quedado arregostado para siempre tres años antes al montar aquel numerito chinesco en casa de los Boira.




Los años góticos

Los Boira, o Beira, o Beria, eran los responsables políticos del PTE. Osease los dos comecocos chupópteros sorbecerebros, instigadores y polizontes por profesión, e inquisidores, verdugos, zizañantes y gualdrapas neoestalinistas de la línea Mao por vocación, pero uniformados con pantalón de pana, jerséis de lana gorda y gafita trotskista, que con unos conocimientos de cursillo de mediasnoches a base de lecturas muy escogidas, pero mal, supongo que de Marta Hanneker et alter, pretendían instaurar un nuevo orden mesteño-polpotista (en principio sólo retóricamente), arrasando con un segón de cabezas la patulea del viejo mundo estepario, empezando por las nuestras, las más a mano, al tomarnos por una especie de inclusa de cocos y chochos locos, tal vez porque el mayor de nosotros no llegaría a los 24, a la que había que ajustarle las tuercas y meter en el redil, espero que sólo como ejercicio restañador de una desgraciada deformación profesional, algún trauma psíquico de la infancia o una ligera (o no) desviación sexual solventada con la receta de jodernos como pudieran.
Concentración en el exterior de la Plaza de Toros.
Por preparación, no estaban mejor que algunos de nosotros. Pero ellos tenían algo insuperable: eran gente bien, no sólo de extracción, lo cual cantaba más que la tarara cuando trataban de rebajarse a nuestro nivel, y la condescendencia fácil que usaban con los más proletarizados; pero también por su posición de profesionales asentados como funcionarios, en su caso como psiquiatras, algo tan congruente con el diagnóstico de la situación y el nuevo proceso en marcha de reinstalación en la misma de las clases medias en alza.
  
El estalinismo era esto
Esto que, visto así y referido a militantes de un partido presuntamente revolucionario o al menos rompedor, resulta de lo más patético, era coherente si pensamos que, inmersos en el más absoluto descoyunte social del movimiento democrático, del rupturismo y del propio partido como escisión “pecera” afiliada a la última sensación de la revolución mundial, con ese punto verdiamarillo del maoísmo, divergente por divergir y disidente por hacerse valer, con su calidoscopio de recetas oportunistas cogidas por los pelos y tantas veces contradictorias, léase reforma agraria, gestión económica, instituciones o el mismo sexo, sin una línea clara y total, con más parches que una recámara de bicicleta, nos colocaba en una búsqueda inquieta que a cada fuga o fallo detectados en las cañerías de tamaña chapuza nos cuestionábamos si los niños vendrían de París, como se empeñaban en decirnos los padrecitos que hacían de popes, que lo primero que hicieron para mantener su montaje fue negarlo una vez más y exigir a los más dubitativos un acto de fe por el cual nos arrepintiéramos de la duda, conminándonos a mostrar a los demás el itinerario que sin alteración y sin demora, la cigüeña de la revolución tenía previsto llevar a cabo para advenir a nuestro pueblo, y eligiéndome a mí, por bocazas, listo y temerario, para pagar conmigo todas nuestras dudas y toda la falta de espíritu revolucionario, que era el diagnóstico de los médicos aquellos sobre nuestro mal.
Nuestro querido gobernador civil en esos años, 
        el periodista Federico Gallo. A Dios rogando, 
y con el mazo dando. Poco antes del 
referéndum
para la Reforma Política fue trasladado a Murcia.
La terapia ideal para ello, el exorcismo por el cual se extraía el demonio de un cuerpo o grupo social, dejándolo como nuevo, era aquella patochada asquerosa de la autocrítica a que tan aficionados eran los malditos chinos y los psiquiatras, y por partida triple si eran chinos, psiquiatras y malditos. 
Un remedo de la vieja confesión, autoinculpación, expiación y propósito de enmienda cristianos que el maoísmo había reinventado, injertando en la más estricta tradición intimista china el psicologismo inherente al proceso de subjetivización occidental (aunque el estalinismo soviético ya había puesto sus cimientos desde los procesos de Moscú), para demostrar y aceptar el poder que la instaba y, con el arrepentimiento del atrevimiento de la duda y la demanda de readmisión del sujeto sacrificado en el grupo, transmitir así al resto su efecto de dominio.
Como se ve, se trataba de una misa progre con final de comunión, muy poco simbólica. Y cuando pienso que yo había renegado de la católica para acabar autoacusándome ante aquellos farsantes como figuras paternas, ante un coro de iguales, por la simple catarsis de obtener el perdón de pecados no cometidos –o cometidos a gusto–, sólo para sentirme arropado, no tengo más remedio que concluir que el maoísmo lavaba más blanco. Además de ser un gilipollas.
Hay que decir que aquella primera época de absorción por la hidra, nos comportábamos con esa luminosidad que da al recién casado (¿con Dios?) la ceguera deslumbrante de la libertad encadenada.  Y con tanto tajo, dejábamos arrumbado o postergado el encaje de bolillos de reagrupar ideologías y abordar las tareas con la huida hacia delante que siempre es remontar la exclusión y el recelo de la sociedad de quien la cuestiona, listón que más que obstáculo, suponía un reto a superar.
Dio la vida que, gracias a mi muy variopinta, aunque no abundante, formación, y a un descreimiento casi genético por el cual sólo aquellos en los que más he confiado han sido capaces de engañarme plenamente (como a todos, creo yo), mis convicciones no eran tan ciegas para garantizar el efecto detergente de aquel par de aprendices de brujos. 
KautskLenin. Montaje.
Y el remedio fue peor que la enfermedad, y después de mi autocrítica a lo renegado Kautsky (que era un socialdemócrata austriaco, enfermo de intelectualismo que al final no apoyó a Lenin, lo cual ahora no me parece mal como garantía de lucidez) por mi intelectualismo sin fe en la clase obrera (ni en los intelectuales), y mi falta real de espíritu revolucionario, mi desconfianza hacia los promotores del akelarre lo que hizo fue subir más enteros.
Bonal ya nos lo había advertido un año antes en aquella reunión céltica (quiero decir antes de poder comprar Ducados) nocturna bajo el rebrote de olmo que le estaba creciendo al culo del nuevo edificio de Cultura que no terminaba de ser ocupado, cuando el amigo se dio de baja (y eso que aún no nos habíamos dado de alta) en el grupúsculo de cinco que fue la célula fundacional del engendro: “estos son unos revisionistas, y además yo por volver al campo no paso”.
Que se abran cien flores y florezcan cien escuelas. 
Eso decían. Pero igual se referían a otra cosa.
Era cuando aquí llegaban los ecos de la Revolución Permanente que mandaba a los estudiantes a plantar cebollino. Y Bonal, que ya no era estudiante, y sin mucha vocación currante, por lo cual en las discotecas no tenía nada que hacer, pues ni estudiaba ni trabajaba, pero por si acaso y mostrando ya sus grandes dotes de hombre-profecía, se autoexcluyó de la posibilidad, remota, de sembrar ni tan siquiera un geranio en el balcón, renegando por anticipado de las cien flores, las cien escuelas y otras tantas gilipolleces que la revolución cultural traería aparejadas, y de las que se libró como se había librado de la mili. 


El engendro

Poco tiempo antes habíamos iniciado conversaciones con los enviados Pteneros, que vinieron de La Mancha dando un rodeo desde Murcia, en una carambola muy típica del misterio y oscurantismo que acompañan a la conspiración, embarullada no sé ya si por las gestiones músico-vocales de Manolo Luna en la ciudad pimentonera o gracias a la perpetrada por Maxi y yo mismo cerca de algunos agitadores universitarios madrileños de esa tendencia. En cualquier caso fue a través de la Joven Guardia Roja que nos dijeron que nuestro enlace sería alguien que un domingo de invierno se iba a pasear de buena mañana con un periódico bajo el brazo por el Altozano.

La mala suerte fue que, como no había contraseña y para colmo se nos olvidó qué periódico era el del santo y seña (Rosa Yeste, que era a quien se la habían comunicado a última hora, se trabucó de cabecera), y echamos la mañana escudriñándole el sobaco a todo el que pasaba, que menos mal que no eran tantos, hasta que vimos a un individuo que de forma somera y sin mucha prosopopeya, como quien no quiere la cosa, llevaba algo liado bajo el brazo, que sería una revista.
Pero como la llevaba doblada y abrazada, nos desojábamos para adivinarle el título; y el tío, poco más de metro y medio de saltaacequias garbancero al que Fernando el Cocina no tardaría en apodarle Pumby, se hacía el longuis sin una mirada siquiera que pudiera darnos una pista de su conchabamiento. 
 En el partidor de La calle de los Olmos
         (hoy Huerta del Rey), cuando pasarlo
          bien era lo primero (y para algunos
              pecado, como ahora).
Hasta que alguien de vista aguda vio que el panfleto del sobaquillo era el Don Balón. Y lo dijo. Entonces, Maxi se recordó el muy cabrón de lo acordado:”¡Ah, claro, coño, don Balón! Ése es”. Y fuimos a por él. Y ellos a por nosotros. Quiero decir la rastra de aventureros que aquel Colón de medio pelo estepario traería tras de sí.
El hecho de recurrir al PTE fue un caso de meditación trascendental intrascendente, en el sentido de que, tras un año largo de observación de todo quisque que se movía en política, de documentarnos como para un doctorado, desde las octavillas que se tiraban en la facultad a los periódicos y revistas que íbamos a pedir a las embajadas de Cuba, China o Corea del Norte, y las consiguientes discusiones peripatéticas de café, mezcla de todo un poco y sobras completas de lo vivido con escasez y la abundancia de lo por suceder, entre admiraciones de los logros que aquellos papeles mostraban, y no poco cachondeo también por el estilo, el lenguaje y el mucho paternalismo que la propaganda destilaba y que alguno achacaba a la traducción y a los rasgos culturales de esos países –“y si no, fijaos en los colores que usan, tan pigmentados”–.
En realidad se trataba de lo de siempre, de formar otra miriada de infantes cretinos para dirigirnos sonrientes con flores en las manos hacia el nuevo paraíso señalado por algún nuevo líder encarnado en estatua de sal. Y algo de eso sospechábamos. 
Pero lo pasábamos por alto, pues tal percepción no alteraba el hecho de que la situación iba a pegar el gran giro y nosotros no podíamos presentarnos a la fiesta por sí mismos sin el arropamiento de alguna sigla tenida por seria, en cuyo caso no nos iban a ofrecer ni una gaseosa de El Vesubio.
En todo ese tiempo de divagación en el que lo único que teníamos claro es que íbamos mayormente por lo marxista, clásico o moderno, habíamos desestimado, para empezar, al PCE, como los grandes traidores a la causa, a un paso del compadreo con el enemigo, cosa que estaba al caer. 
Una opinión sustentada en la realidad pero también en el desprecio de tribu juvenil o, si queremos, ‘de clase’ con que mirábamos los escarceos de sus juventudes, burguesetes de medio pelo alejados de nuestra menesterosa vida pequeño burguesa, que solo por lo pequeña extrapolábamos como proletaria en la búsqueda forzada de nuestra identidad.
Una vez descartado el eurocomunismo, y con la proliferación de opciones de su deflagración, el problema era precisamente el exceso de oferta nada consistente, pasándonos un año completo tomándonos cafés en el Rex, para seleccionar un socio fiable a quien entregar nuestra virginidad revolucionaria. 
Porque si unos nos parecían excesivamente campesinos (ORT), otros demasiado exaltados, cuando no descerebrados (PCE-ML), algunos un tanto evanescentes y sin chicha (LCR) o con muy buena propaganda pero sin visibilidad (MC), siendo lo demás auténtica farfolla desechable, por descarte nos empezó a gustar el modo de actuar de la Joven Guardia Roja en la guarida de ese color que era la facultad de CC.II., quizá por ser una especie tan de ciudad que no parecían maoístas, aunque lo fueran a nuestro pesar, como lo demostró el tener que desarbolar su desconfianzas, entre otras cosas porque, con mi bigote, me creían de “la social” o de la Guardia Civil, tan habitual entonces en las facultades progres. 
     Y esto era  lo que había en la calle (bueno, en barrera). 
              Lo que el otro llamó "las condiciones objetivas 
             de la revolución". Lo que se dice un embolao.
Y hasta que no acompañé a uno de ellos a la Audiencia Nacional, un tal Javier, compañero de clase de los que detenían un día sí y otro también (esa vez fue el famoso Billy el Niño en la boca del Metro), a testificar en su favor en un caso instruido contra él, no empezaron a mirarme con soltura.
Así estaba el patio. Pero como el roce hace el cariño (y las ganas, más) y por aquello de las relaciones personales, que eran algo mejores que con otros exponentes, y a la postre igual daba, por ese cúmulo de circunstancias tan ocasionales como fortuitas, en las que lo fatuo entra tanto o más que el discernimiento, fuera por afinidad personal o de otro tipo, dejamos las embajadas como proveedoras de material de lectura, cambiándolas por el nacional que empezamos a transportar para hacer en casa una a modo de precampaña de lanzamiento, en lo que era una encuesta de un producto para establecer su nivel de aceptación lejos, lejísimos, de la capital.
De momento no pareció ir mal. Bien es verdad que aquellos a quienes nos dirigíamos eran, o desangelados del revisionismo o buscadores a ciegas de alguna luz. Y que ya éramos un poco líderes de opinión suyos. Y fuimos haciendo trocha, con Franco muriéndose despacito –en la muerte y el amor, cuanto más lento, mejor–, y el ambiente, caldeándose. 
Ya no bastaba con unas decenas de ejemplares, siendo preciso el sistema de bolsas, recién puestas en boga, al que me acogí desde sus inicios como una salvación para mi menudeo de estudiante pobre con más bultos que un ordinario –“el Bolsas”, me llamaba aquel otro palentino de la JGR–.


Bautismo en gris
Los crecientes fardos se ajustaban perfectamente a las de los supermercados Merkal, que por resistir resistieron quintales de propaganda subversiva. Y el transporte era fácil, aprovechando que íbamos y veníamos todas las semanas en los camiones de la agencia Carrión, y podíamos dosificarlo sin llamar la atención. Y en una de esas estábamos, a las puertas de esa agencia  en Legazpi, con el barrio completamente alborotado en plena campaña de desestabilización del cinturón industrial, con carreras y sirenas por todas partes, cuando de repente, se nos echa encima una ventisca de pitos, coches y gente llevada por el diablo.
Con las mismas, nos despegamos de la pared en que nos apoyábamos y, como el que teme algo debe, corrimos a la acera de enfrente a meternos en la agencia, con la mala fortuna de tropezarnos en su misma puerta con parte de la turbamulta que, para nuestra desgracia, eran de la parte perseguidora. Y en una de esas carambolas cómicas, y como sus perseguidos se habían esfumado, van y nos entran, miran en las bolsas y, mira por dónde, aciertan. Bingo.
Fue visto y no visto. Antes que los empleados de la agencia se atrevieran a algo, que lo dudo, nos habían trincado y echado para delante, a meternos hechos un buruño en la trasera de una ranchera de paisano que paró a unos metros. Ya habían pescado algo. Por equivocación, pero ya no volvían de vacío. Y ahí nos tuvieron, dando vueltecitas por el circo que había montado en el sector, con la huelga en la Hauser y Menet y otras de fondo, viendo el ir y venir de los grises (¿cómo es posible que corrieran tanto con aquellos gabanes?), en lo que fue uno de los diciembres más moviditos de la pretransición, con paros, movilizaciones, tiros, muertos, gritos, hostias, huelgas, manifestaciones, de todo un poco. Y la poli, algo cabreada, especialmente con aquel matrimonio para ellos antinatura de obreros y estudiantes, de los que ahora tenían dos capturas de que jactarse.
Era como esos cazadores de fieras para los zoos. En una de las paradas levantaron el capó y nos mostraron a un poli de paisano que dijo: “Ah, el del bigotito”. Y es que, no es por dármelas, pero yo tenía entonces un bigote que llamaba la atención.
Finalmente, el coche arrancó en alguna dirección lejana, que resultaron ser las cuadras de un céntrico edificio, que era la entrada de servicio de la DGS.
Por respeto a quienes de verdad padecieron verdadero cautiverio, no voy a relatar aquí mi experiencia carcelaria de apenas un día. Sólo diré que, aparte la celda de dos metros cuadrados con una esponja asquerosa como jergón y una luz de más de cien vatios deslumbrándote sin cesar, el rumor del griterío demencial, y el sonar de cerrojos y puertas tan sólidas como la eternidad, que te dejan el alma para el arrastre, lo que más me llamó la atención fue el descarado desprecio burlón de los guardias de la mazmorra, declarándote menos indigno que una mierda. Lo que hace la mitología.
Pensé en esos personajes de La ciudad y los perros, esos catetos serranos que habían desertado del arado y otras herramientas que en otro tiempo habían honrado con sus manos, y ahora su iniquidad se había vuelto absoluta en la sotanera de la que absorbían su tenebrosidad. Y me dejé llevar durante horas por lo lúgubre.
Supe la hora que sería por la cena, un plato de bazofia guisada, por supuesto intragable, pero a lo que pegué varias mojadas, pues nunca he dicho no ni a la más siniestra invitación. Y pasaron las horas.
De vez en cuando hacían ruidos sobresaltados en la puerta, o abrían la mirilla y decían algo, o se reían a voces, para alterarte, como si hiciera falta. Más tarde, me sacaron y me llevaron de paseo por las galerías hasta donde fichaban, sesión fotográfica, piano, etc, y me di cuenta de que la tarde había dado todo un cosechón. 
La casi extinta Fundición Marset (aquí con Uriel y su hijo Guillermo), 
            donde hacíamos nuestros pinitos como buenos creyentes en la sociedad
           industrial futura, lejos del dichoso campo. Otro sueño infundado
            a la vista de en lo que iba a quedar el llamado sector secundario.
Algo se había desmadrado y había cola para el fabricante de caretos, con un trasiego memorable en medio de un escándalo de lleno total, en las celdas de donde salían gritos, lamentos, imprecaciones, que por su contenido y lengua espesa no creo que fueran todas de detenidos políticos, y en revoltijos y corrillos hechos  espontáneamente con guardias y presos, de los que salía un barullo que daba compañía y a la vez malestar.
Al parecer, se había desatado algo importante, y mira por dónde a mí me habían trincado a la primera. Hay que ver qué cosas se piensan bajo tierra. Y así, sin pegar ojo, supe que había llegado la mañana cuando me llevaron un potingue de cacao, o caca, solo, con unas galletas, que tragué con dificultad, pues si por el culo no me cabía un cañamón, por la boca menos, preocupado por un confinamiento, ahora sí, que, según pasaban las horas, me comía el coco hasta el punto que ni ganas de mear tenía, seco como una tuera por la vigilia, que bien podía decirse me habían dado en la clave de mi organismo. Y seguí esperando.
No sabía qué ruina imprecisa pero segura me esperaba, y en un momento dado, en la mañana, me sacaron y me llevaron arriba, a las oficinas, a declarar ante un funcionario, como a ellos les gustaba (y les gusta) proclamarse para sacudirse la felpa de cierta tiña culposa.
El que me tocó en suerte era especialmente bueno –no había policía malo; se ve que no me hacía falta–, de una ascendencia hacia mí como oveja descarriada por accidente, y un buenismo tan paternal que parecía ir a darme el pelargón de un momento a otro, el cual me interrogó rutinaria y burocráticamente, casi con modorra, sobre los tipos de propaganda ilegal de la facultad, qué grupos eran los más activos y toda una serie de cuestiones de puro trámite que, sin perseverar ni alargarse un renglón, casi con más prisa que yo, me largó, sin entrar en el origen de mi colección de folletos ni plantearme cuestiones comprometedoras. Yo le contesté con las cuatro cosas de que era capaz mi cabeza en ese instante, sin mentir, que consideré la mejor manera de salir ileso del trance, ni dar nombres, que ni me preguntaron ni sabía.
Así es que, una vez acabado el trámite, porque era eso, me dio unos cuantos consejos y tal y tal, ya digo, con una confianza que daba asco, y me despidió con la misma eufonía con que me recibió. Lo único que me molestó de él fue que, al rebufo del recuento de mi filiación y al explicarle a lo que nos dedicábamos en casa, remachase, así, como para su coleto, con un “campesinos acomodados”, que anotó en un papel en el que escribía de vez en cuando. 
Y aquello me llegó al alma. No tanto por lo esquemático de una catalogación de manual que me confirmaba en lo poco que para los cancerberos del régimen habíamos quedado la gente de provecho, sino por lo despectivo que la afirmación encerraba y que me despachaba de forma tan sectaria como aburrida como un niñato más de los que, provenientes de la bucólica arcadia ubérrima descrita por el tópico, renegaban de ella buscando una felicidad que podíamos obtener sólo con mirarnos al ombligo.
 “Campesinos acomodados”. Había que joderse. La definición todavía resonaba en mí cuando siete y ocho horas después llegué a mi hogar, en la huerta donde vivíamos, después de soltarme sin más –dándole a la libertad un poco de coba, eso sí– e irme directo a la estación.


El Pena. Apuntes para un retrato

En aquel otoño especialmente escarchado, el cuarto ya de la primera gran sequía que agotara la ubre del canal dejando en una hambruna de agua a los pozos adyacentes, el viejo regadío, ahora un secano inquietante, ese que nos había hecho ricos, según el poli y otros simples, me pareció todavía más frío y estéril. Y con él las lágrimas de mi madre, más ásperas, y el silencio de mi padre más desesperanzado.
Por eso me reventaba que aquel poli resumiera todo lo sonsacado –esto lo digo con dignidad impostada, pues yo le habría confesado haber matado a Kennedy– definiéndome con aquella frase tirada al aire, casi como un improperio, que hoy pienso fue otra hija de la frustración propia de tanta gente de entonces y de ahora por negarse a luchar por ser felices y purgar ese pecado tratando de abortar en los demás el empeño en querer serlo, llamando al conformismo o al deber. 
Y es que es mucho más fácil impedir la vida de otra persona que ponerse a vivir uno mismo. Que es lo que, más o menos, intentaba uno hacer.
Además del bajón de encontrarme de nuevo en casa, me enteré de cómo habían sucedido los acontecimientos, que no era exactamente como yo había imaginado. El camionero de la agencia que tenía que devolvernos al pueblo, desatascado donde los haya, y tío de Maxi para más señas, al ver la movida se puso en contacto con mi familia, que le facilitaron el teléfono de mi hermano Juan, a la sazón en Madrid, haciendo el curso de academia del Cuerpo Superior de Policía. Y resuelto. De ahí aquella familiaridad retorcida del policía con dotes beatificas, después de dejarnos pernoctar a cuenta del Estado. Y eso fue todo.
Digo todo porque es curioso cómo aquello jamás salió más a relucir, quedando como un hecho que, aparte de la humillación por el poder que supuso, y de ahí el manto de silencio, como reacción siempre me ha parecido más vergonzosa de lo que fue, al menos para mí, y sí más trascendente al ver claro que, una vez fichado no tenía mayor objeto aquella clandestinidad casi infantil.
El Pena, en una movida de los 80 y muy propia,
        de la Asamblea de Parados. Obsérvese el grupo
        de observadores de detrás, parados, obviamente.
De modo que a partir de ahí, ya desvirgado, traíamos los zupos de carteles y fajos del “Servir al pueblo” casi abiertamente y en autobús. Bien es verdad que en cuanto Pumby y sus adláteres se hicieron cargo de nosotros, decayó mucho el transporte, pasándonos al sector de la distribución, que fue la actividad a través de la cual el partido iba a ensancharse, no tanto por los prosélitos puestos a tiro, sino por la red de repartidores de la Joven Guardia Roja que con ese curso-filtro de adaptación tomaban escuela como educandos. 
Lo cual les sirvió, entre otras cosas, para deshacerse del grupo primitivo, que a pesar de haberles dado la vez, aún les era renuente a su neoestalinismo de partido, una mala copia rediviva del peor comunismo revisionista de izquierdas, cuya confusión teórica y práctica resolvían con una disciplina y métodos policiacos tan recrudecidos como los del  régimen que combatíamos.
A este respecto, hay que recordar que el gobierno de Arias Navarro, la secuela de escuela franquista de sus apologetas o postfranquismo propiamente dicho, era mucho peor que el auténtico, por el miedo precisamente y la poca confianza en sus planteamientos y en su futuro, que les hacía parecer una cuadrilla de podadores haciendo leña, lo cual, en pleno 1976, con una nueva generación de menores de sangre caliente y fácil en la calle, con una herencia cerebral mixta de Led Zeppelín, Che Guevara y los campamentos de la Oje, facilitaba el ojeo y alistamiento para la proeza adolescente como rito de paso de lo salvaje a la civilización en plena reforma por traspaso del negocio.
Así que no fue extraño que la Joven Guardia Roja, con un modelo de actuación directa y escasas letras (salvo alguna de Paco Ibáñez), mucha foto y poco pie, aspirantes a la revolución cuché, o al menos en cuatricromía, concitase por sí sola el ánimo encendido de una pluralidad quizá excesiva de jóvenes rebeldes, en su mayoría consigo mismos, para desgrasar y poner en práctica a toro pasado lo del imposible categórico sesentayochista, y que los iba a hacer convertirse en el vivero de pesca del partido, a pesar, o gracias a que eran una organización autónoma –de hecho funcionaban ya, con dirección murciana, cuando el Peté echó a andar ese año–, a la que habían dado suelta casi por libre como una ganadería cimarrona y a su aire hasta engordar lo suficiente, para después echarle el lazo y ponerla a servir, al pueblo, naturalmente.
Inmediatamente después de la formalización del partido, empezamos a colaborar con los miembros más activos (de la Joven Guardia Roja), a alguno de los cuales, como el Beibi o Pena, ya conocía de vista cuando apenas tenían diecisiete años.
1973. Juan Miguel, Maxi y el bloguero, antes de salir a emular
al Che, pero sin salir de la provincia, entonces igual de remota.
Maxi, Chacón (Juan Miguel Velasco) y yo hacíamos una de nuestras rutas Por la sierra en moto, como así titulara La Verdad los reportajes de estas excursiones patrocinadas por la delegación de la delegación de Información y Turismo, en tiempos de Pío Cabanillas y García Carbonell, quien, cada vez que íbamos a verlo a repasar algún detalle, siempre nos decía, con su mano sobre alguno de nuestros hombros y con cara de circunstancias aquello de “ya veréis cuando vosotros cojáis la antorcha…”, que no sé si quería decir que hasta que no la lleváramos no veríamos un pimiento, o que cuando al fin viéramos nos íbamos a enterar de lo lindo, o las dos cosas.
El caso es que estábamos acampados al pie de los Chorros cuando se presentaron el Beibi y algún otro vestidos de montañeros con los restos de serie de la planta de oportunidades de la Organización Juvenil, recién bajados de la cueva que trataban de sondear.
Maxi y el Beibi habían sido condiscípulos de COU, lo que dio pie a que los visitantes se quedasen a curiosear el espectáculo de Chacón cantando siguiriyas desencajadas, un nuevo palo del flamenco que no llegó a cuajar, conmigo de guitarrista farragoso.
Aquello les chocó, claro, y a cualquiera, nos ha jodido. Pero el Beibi, que se dio a conocer, nada más verle, como culo de mal asiento, al momento ya le estaba picando –o sería la llamada lobezna de la luna, que tanto le iba a chulear el hipotálamo–, y bastó que apareciera El Pena de entre lo oscuro, reclamándolos con su eterna vocación espeleológica hacia la caverna, sin pararse apenas a alternar, avisando así del jinete en ciernes del Pony Express que ya era, para que salieran cortando trocha arriba hacia la boca de los Chorros donde pensaban pernoctar, detrás de su ser hecho de prisa sin el menor sosiego para pararse a pensar dos minutos seguidos en un mismo asunto.
 
Imagen muy identificativa de la época, aunque decadente, de 
esplendor de la transgresión, ante el Gobierno Civil y la mirada 
atenta y divertida de policías y autores de la performance.
Treinta años, conversiones, reconversiones, regomeyo y dosis inducidas de forzada y dubitativa autoestima después, la leyenda urbana que acabó siendo le iba a absorber su propio ser infundiéndole en cambio un personaje en el que al principio a duras penas lograba habitar, pero al que finalmente se agarró integrándose en él, como héroe del radicalismo más trasnochador que trasnochado, de palmadita, piropo, jaleo y sublimación insatisfecha, que en él depositaba sus marchitos sueños, y tal vez como mito portátil para los más inocentes, hasta el extremo de acabar creyendo en su propia leyenda más que en sí mismo, de quien fue gradualmente desprendiéndose según la enfermedad se le apoderaba y más tenía que demostrar, en funciones de tarde, noche y madrugada frente a propios y hasta extraños, que él podía, primero vencer, después soportar y a la postre afrontar su destino oprobioso con una valentía como si nada, como un actor del método, como bien pondría de manifiesto en la planificación de sus propias exequias, la escenificación de su extinción, y hasta la dirección artística del montaje funerario, con la música, los textos y el decorado deseados, incluida la compañía.
Eso se llama asumir un personaje hasta desaparecer en él y transfigurarse –para lo cual primero hay que convertirse en transido de uno mismo– dejando así atrás la propia vida como la camisa una serpiente metamorfoseada –y utilizo este símil a conciencia, por considerarlo mejor, aunque francamente menos lírico que el de la crisálida, y contra el maniqueísmo con que nuestra tradición nos ha afligido con el mito negativo sin causa de la sierpe–, para integrarse en ese universo maya de los no creyentes mitad ecologistas, mitad cienciológos, budistas, naturalizantes, transmigracionistas y yo qué sé cuantas cosas más que en la mente de un ser tan acelerado podían darse cita.
Así es como desapareció como persona hacia el reino de las cosas, siendo la única que yo haya conocido que, aprovechando la muerte social que sucede y precede a la más auténtica todavía, al enrolarse en la propia leyenda en vida generada de sí mismo como un producto de consumo espiritual, se apuntó a la tarea, les echó tres manos, como siempre, y se automitificó, pienso yo que sin llegar a cerrar de forma positivista el ciclo que Kübler-Ross estableció para cualquier moribundo ya sea del montón o con pedigrí, por el cual al final de la vida, un paso antes de cruzar la meta, todo el mundo se reconoce como animal humano, pasa de todo y se entrega al cosmos importándole tres cojones que después de hacerte plop el cerebro te canten el Oh, Susana o Els Segadors.
Y si bien dicen que al final toda tu vida te pasa por la mente, la suya llegó a representarse como una sucesión tal de proezas para un público ávido, que sustituyó definitivamente por una realidad que creo siempre le fue muy poco gratificante, en un esperpento ciertamente embrujador para hacernos el obsequio de una existencia entre la fantasía, el virtualismo y la crudeza, en que se mimetizó desidentificándose de otras posibles lecturas tal vez más auténticas, pero no tan plausibles, quizás su más buscado regocijo, de cuyas mejores muestras no disfrutó por estar ya bien muerto, reencarnado ya como un paliativo social, algo –lo de paliar– que El Pena no sé si habría aceptado, pues si hay algo anterior a los mitos y por lo tanto permanece con nosotros tras la muerte, son los males que aliviamos con ellos para seguir juntos. Aunque eso en realidad a quién le importa ya, cuando muchos se dan todavía con un canto en los dientes sólo con su recuerdo, para ellos el mejor placebo y bastante para su rememoria.

Coda bene
Como coda de esta aproximación a aquella intrahistoria, tengo que rescatar el toque contrapuesto al Pena, encarnado en la diatriba que un Francisco Bonal oficialmente fuera, intransitivo, ortodoxo (y protestante a la vez) mantenía con Tomás Cuevas, otro recién lavado y planchado –metafóricamente– ex hijo de la patria por parte de padre, y miembro pintoresco y gran coñazo de la JGR hasta extremos inimaginables, capaz de aburrir a un eremita al ritmo de su desmadejado dedo índice, que le servía de batuta chaplinesca para dirigir su tartajeo argumental dodecafónico, tan insufrible para un desquiciado Bonal, que tenía que aguantarle la tortura-penitencia en castigo por haberlo elegido como pieza débil del rebaño a capturar para apartarlo del partido y extraviarlo (si es que no lo estábamos todos), en venganza por haberle llevado todos la contraria y habernos apuntado todos (menos él). Algo que no pudo ser. Lo del reniego de Tomás. No se puede tener todo.
 Fue una pena que Bonal se excomulgara a sí mismo de nuestra iglesia, porque eran una pareja impagable que podían haber deparado momentos de gloria a la comedia política universal.
Cavilantes natos de temas épicos, discutían horas y horas y todas las noches acababan por montarla en alguna esquina equidistante de sus casas donde se despedían, casi siempre malamente, con un Bonal excitado por la pejiguera de su insaciable compadre, poniéndole faltas a sus planteamientos, terminando éste por irse a gritos de “¡Maldito revisionista! ¡Anda y tira a que te reeduquen! ¡Pero qué falta de seriedad!”, quedando el otro como un Stan desmigajado por esquinazo tan escozoso de Oli. Pero ahí no quedaba la cosa.
Al rato de esa despedida más propia del rosario de la aurora que del crepúsculo, y cuando Bonal estaba cenando, o descenando, que es peor, Tomás tocaba en su portero automático y con su estilo de mofeta indecisa empezaba: “oye…, Paco, que, hum, que…, bueno, que si eso del, ejem, proletariado, que oye, no sé si su dictadura también, pues eso, que tiene, hum, ya sabes, que ejercerse sobre los campesinos, y tal…”, a lo que el otro tronaba por el telefonillo: “¡Nada, nada, dictadura, dictadura! ¡Campesinos, reeducación! ¡¡Y déjame cenar, diantres!!”. Y colgaba, con lo cual seguro que le daba la noche al otro cansino.


Rompiendo el cascarón

Juan Castellanos, miembro 
manchego de Podemos.
El año 1976 lo pasamos entre las idas y venidas con instrucciones y material de Pumby y luego que éste se apercibiera de que su rigidez contrastaba mucho con lo libertino de nuestro comportamiento, no en vano la mayoría de nosotros estábamos en aquello también para divertirnos, algo más bien proscrito por la adustez de los mediocres, como por ejemplo de Juan Castellanos, su relevo, otro universitario pensado más acorde con nosotros, más cordial y bastante menos irrelevante –y por ello más peligroso, al ser lo mismo de doble y falaz e ir "con la pata echada"–, que se aficionó a nuestra ciudad por motivos extra políticos relacionados con el pisito de soltera de una camarada que le servía de fonda de buen abrigo en sus multiplicadas venidas, algunas de las cuales con el efecto cómico de tener que justificarlas convocando, precisamente en esa residencia, reuniones sin ningún contenido, pies ni cabeza, siendo en Pena en quien desataba más demonios, y no precisamente por su recién adquirida fiebre  revolucionaria, sino por lo mal que llevaba la cuaresma que el citado hospedaje le acarreaba.
Así, de entre las varias polvaredas abiertas, además de la esteparia natural, íbamos levantando un estaribel con cierta presencia social en diversos ámbitos, más aparente y generosa en su aceptación que acorde con nuestras capacidades, tal era la insolvencia del medio en que nos movíamos, pero que daba el pego tan bien que hasta nuestros jefezotes de importación, tan descreídos de nuestras posibilidades, pasaron a creer que aquel crecimiento, fuera o no burbuja, era la mejor prueba de una implantación que con unos mimbres tan enclenques como los que les había provisto la providencia en esta tierra, habían llegado a conseguir.
 La pupa, pues, de las contradicciones internas, engordaba a buen ritmo, progresando tan adecuadamente que llegó el momento de necesitar una sangría que ya estaba tardando. Se hacía preciso abandonar la mascarada de la democracia interna, la congratulación de qué bien todo y demás paparruchas y pamplinas, y pasar a la purga, algo que ya habían previsto a escondidas nuestros arrieros. 
La ocasión fue la terapia de grupo y el análisis –porque hay que joderse lo mucho que se analizaba– exhaustivo de nuestra campaña de movilización contra el referéndum de reforma política.
Frente al referéndum hubo dos posturas en una, y una en dos, una especie de yin y yan que era como las dos caras de la verdad, una más verdad que otra y viceversa. 
Con este trabalenguas me refiero a que los opuestos al citado referéndum lo eran o por razones de poder, ya fuera por no querer perderlo, léase los privilegiados del régimen, o porque lo pretendían, que era el motivo último de los dirigentes subversivos cuando decían que había que agudizar las contradicciones del régimen, para que cayera con todo el equipo y poder construir otra garita con sus escombros, o por razones estrictamente ideológicas, que era lo que nos movía honestamente a la mayoría de la gente de a pie de aquella oposición, al considerar que el régimen debía acabarse por una ruptura que supusiera una catarsis y un nuevo comienzo con luz y taquígrafos, como se decía, y no hacerlo a base de componendas que curasen la herida en falso dejando una fístula que se comiese la carne por dentro hasta generar una crisis de futuro que pusiera en duda la validez del proceso y sobre todo la viabilidad de un buen proyecto general, como más adelante sucedería.
Como tan seguros estábamos de llevar razón y aun sin servir eso de nada, pues estaba claro que esa iba a ser nuestra derrota y el punto de inflexión a partir del cual se iba a acabar un tipo de política que nos daba alas, la motivación era muy grande por representar la primera gran oportunidad para demostrar nuestra fuerza, organización y la respuesta que podía suscitar.
De modo que nos pusimos a empapelar la ciudad con ahínco de pintores de los de antes de llevarse el gotelé, buzoneamos media ciudad e inundamos de consignas las bocacalles, con la poli en los talones sin pasarnos una. Hasta yo me dejé llevar por el entusiasmo, y con Maxi fabricamos un sello de goma con un panfleto en verso combativo, para hacer octavillas a mano, mojándolo en tinta, de los que imprimimos yo no sé las miles durante toda una tarde en La Pulgosa.
Y así, con las pilas puestas, recias, marciales y con las neuronas al límite, tras hacer lo que considerábamos una hombrada y demostrarnos a nosotros mismos que podíamos seguir adelante con los faroles, nos llamaron a capítulo, que aunque creímos era para felicitarnos, era que necesitábamos un manager, por artistas, o mejor dos, uno por si se nos perdía el otro. Y se descolgaron por sorpresa con los psiquiatras para poner orden en un desmierde, el nuestro.
Estaba claro, aunque en ese momento no nos diéramos cuenta, que ellos también se habían percatado de que la cuadra formada aquí podía pasar de mular a caballar y tener la suficiente entidad como para aprovecharla y servirle a aquellos corregidores que estaban colonizando para su provecho la demarcación, para subirse a cualquier carro que surgiera. Es más, tan satisfechos estaban que hasta creyeron que podían prescindir de algunos ejemplares, caso de no poder meternos en cintura. Detrás de aquel querer poner en solfa a los zagaluchos lo que asomaba el hocico era la ambición del poder. Y, como todos los que han carecido de él, empezaban a repartírselo antes de hacerse con él.
La complicidad, reparto de tareas y sincronización de los diferentes aspirantes a ocuparlo, apalancándose con tanta antelación las mejores acciones de la empresa, delataba el contubernio. Al igual que su manera de actuar con nosotros, especialmente con algunos, ponía de manifiesto la agonía del dominio y el miedo a perderlo que suele dar esa lucha.






La visión del cíclope

Los predadores del poder no se temen entre sí, sino que más bien son carroñeros que se lo reparten a costa del colectivo pastueño, aturdido siempre por el miedo. Contra quien no lo está, y por ello es considerado peligroso, van de dos maneras: una, eliminándolo; otra, tratando de unirlo a sus fines. Del primer grupo salen los genocidas; del segundo los megalómanos. 
Yo supe a cuál de los dos pertenecían mis primeros jefes cuando conocí a los segundos, es decir bastante después, y pude apreciar que la megalomanía es grave en tanto se la deje actuar, pero al menos te ríes. En cambio con el instinto excluyente no caben bromas.
Después de conocerlos, y casi olvidarlos, comparado con ellos Juan era, maquiavelismo de libro aparte, una ilustrísima persona, que lo fue oficialmente. Lo cual, naturalmente, podía llevarte a la perdición, como sucede con todas ellas. Así pues, esquivarlo en lo posible se convirtió en mi táctica. Algo relativamente fácil después de haber sobrevivido a los primeros.
Su mayor fallo es que ovulaba. Constantemente. Y si te descuidabas te zampaba encima sus ideas-huevo. Huevos fritos, pasados por agua, escalfados, revueltos –sus preferidos–, con chorizo (cada vez más) y hasta crudos.
Prat, Valiente, Esparcia y De las Heras, 
         respaldando al alcalde Salvador Jiménez, 
      su intocable particular,
        en una alocución en la Casa del Pueblo.
Y hasta ellos estaba yo de llevar todo el conreo
de la agrupación local sobre la que arreciaban los embates, por más impávido que me mostrase llevando por toda protección la loriga de sus buenas palabras y que al menos contaba con el pelotón de veteranos, ja, ja, una palabra ésta comodín en el PSOE, pues era pronunciada por todos con tal variedad de soniquetes, desde lo mayestático, ampuloso y venerable con que ellos mismos, los Esparcia, Román, Gómez Tomás, Moñino o Serapio Valiente, presidente de honor durante años con una solemnidad de teleñeco, erigiéndose a la más mínima como valores algo más que icónicos del pasado y vínculo entre lo clásico y lo postmoderno…, hasta lo irónico o sarcástico con que todo el mundo ponía naturalmente en duda todo ese orgullo sentencioso de auto sacramental, invocador de una autoridad digna de veneración y unos privilegios tan ganados a pulso y presupuestos que poco faltaba para instaurar internamente un Día del Orgullo Veterano (no confundir con Soberano), basado más que en la honradez que la propia historia pondría en entredicho, en una modestia a prueba de encumbramiento, pues mayormente, para lo que se les quería era para hacer con ellos la agridulce parodia de la historia. Puta evolución. O mejor, puta vejez.
Eugenio Sánchez con uno de sus
         diarios de cabecera. El otro era
       La Verdad.
Quiero decir que la dignidad es lenta. Era pues cuestión de apurar el paso y empezar a pedir, más que la hora, el relevo como depositario de marrones (metafórica, literal y realmente). 
Y para eso estaba Eugenio Sánchez, que por su parecida situación de guardia de corps y su plástica pachorra podía entender lo acuciante de la mía, además de pertenecer a esos tipos dúctiles que van por la vida mostrando sus prioridades, bien asaeteado por los descabalgados del pedestal, Paco Delgado, Andrés Picazo, Antonio Peinado, pero que te indicaba desde el principio qué y qué no era negociable, prescindible o invendible.
Si además digo que procedía del gremio de la higiene –algo que demostró cum laude– y sabía perfectamente la diferencia entre un quemado y un chuscarrado, era la pieza de la maquinaria a tocar.
Por entonces estaba instalado en los locales que había a la espalda del Molino de La Feria, encima del taller de ciclería de Moreno, con Mari Carmen, su mini factotum, que acabaría de facto siendo mucho más totum suyo todavía. 
Y empecé a frecuentarlo, tanto para pedirle recetas fitosanitarias contra la molestia de los chinches, como para que intercediera en mi cambio de guardia, iniciando así con ambos una relación controvertida.
Que nadie se equivoque: me trataron muy bien. A ello ayudó que todo discurriese sobre la base de la franqueza y de poner en la mesa casi todas las cartas (todas, le hubieran quitado morbo a la película).
Una vez dentro, las cosas no se veían como desde la orilla izquierda, entre otras cosas porque en las entrañas de la bestia siempre se está más calentito que al raso. Pero también porque allí había gente que había abandonado como yo (o no) el programa máximo para negociar con Mefisto un plato de lentejas, pero tratando a la vez de seguir defendiéndolo para todos. Lo que se llama posibilismo, o en lenguaje desairado, traición. 
Y como Eugenio y Mari Carmen, con sus pequeños sueldos y sus utilitarios de segunda mano eran de esos, me llevé muy bien desde el primer día que aparecí por su portería para curiosear, chafardear, matar el ocio obligado y recibir algunos consejos, pocos, ya que Eugenio, como todos, estaba seguro de que yo sabía más que él cómo arreglármelas. Un error, éste de suponerme más listo de lo que soy en realidad, que no sé si me ha dado más berrinches que alegrías.
Imagen de una época movidita. Manifestación en uno
de los barrios, por motivos vecinales.
Al poco tiempo de dejarme caer, una tarde, de pasada, Juan me presentó a José Bono. Fue uno de los tres breves intercambios de palabras que tendría con él, y he de decir que me llamó la atención aquel aire bífido suyo y su alerta condescendiente indisimulada, chocantemente en guardia frente a un mindundi de tan poco rango; aunque al instante pareció querer edulcorarlo con su deje de impostación campechana, abierto y confianzudo, que tantos éxitos le iba a reportar distendiendo a sus presas antes de ensartarlas.
Fue un conocimiento mutuo a primera vista: ambos sabíamos reconocer a la primera en un extraño a quien no nos conviene y punto. Nos quedamos con nuestras mutuas coplas, él con la opinión escrita en sus ojos de “otro furtivo que viene a cazar en mi coto”, que espero fuera contestada por la mía de “con que éste es el monstruo de las galletas, el que se come los pájaros sin pelar”, jijí, jajá, y a otra cosa.
Sobre este particular, y su equiparación con Juan de Dios, mucha gente anduvo siempre equivocada, pues si Bono era un doberman conventual con una razón instrumental de tipo jesuítico, Juan de Dios era un bullterrier utópico (y atípico) enrazado en político escolástico hasta lo nietzschiano, aunque, en fin, siempre ha habido gente que dado su poco caletre no tiene que pagar mucha factura de la luz.
Sus características se iban a poner de relevancia en sus trayectorias, aunque ‘Juande’ acabase caricaturizado como simplemente ‘Dios’, y el otro acabase por ser tomado por el espíritu santo, en forma o no de palomo.
El problema para su exacta percepción era el tipo de complementariedad que los confundía de forma dilusoria en el tándem que formaban, pues si uno era un socialdemócrata fidedigno, el otro era básicamente un derechista nato, antropológico. Lo cual, en unos tiempos de monserga, era harto indistinguible.
Pero había otra diferencia fundamental entre ellos, y era que uno tenía visiones, soñaba, y el otro, que comería más soletillas y chocolate de pequeño, no. Uno tenía las visiones y el otro ejecutaba lo que le parecía. Visiones con un ojo solo, podríamos decir; visiones pues, de cíclope, dejadas al cargo de un conseguidor que, en cuanto dispuso del poder para llevarlas a puerto, las desbarató llevándolas a otro.
El caso definitivo, y el más tópico y hasta toponímico de descarrilamiento de este equipo de amigos rivales distanciados en el poder, fue el padecido por nuestra ciudad, una dama en deuda con el Gran Líder Fraternal por no haberlo alzado a diputado a Cortes en el 77. Por lo cual y le debería pleitesía de por vida, y con la que se desquitaría miserablemente a su debido tiempo con el escamoteo del AVE como venganza rastrera.
Juan de Dios Izquierdo, con un concejal de UCD, 
en 1981, en el viejo ayuntamiento.
Juan de Dios, sin embargo, se quedó a vivir en ella haciéndola su nodriza, y a su calor su máquina de sueños incubó sus mejores fantasías, imaginándola, con esa visión calenturienta de los desheredados, como foco comercial, cultural, tecnológico e investigador, poco menos que la nueva Alejandría, puente del siglo XXI entre un Madrid inasequible y un levante inaccesible. 
Un esplendor venidero estimado a débito por haberlo acogido en su regazo. Aunque su primera muestra de ese cariño fuese hacer lo imposible por sacarla de Murcia para incluirla en Castilla-La Mancha, todo, para asegurarse muy egoístamente un terreno de barbecho para sus planes como cabeza de ratón dentro del nuevo mapa socialista.
Para empezar a materializar su idea –pues al contrario de lo que se piensa, Juan nunca fue un raudal de ellas, sino de una, pero exprimida hasta la saciedad,  hizo aquel librito sobre la Universidad y la Región, en el que me conté como colaborador, pues nadie en su sano juicio con veintipocos años y en los setenta podía sustraerse al gozo, aunque fuese mentira, de hacer algo de patria que pudiera salpicarle adecuadamente, se basase en la economía, la política o el estraperlo, si no es lo mismo.
 
Empieza la vuelta del calcetín
Con este libro, la camarilla con más futuro se decantaba, por fin, por esa cosa que se llamaría Castilla-La Mancha en lo referente a la integración regional. Todo un sarcasmo histórico, y que también acabaría siéndolo para Juan y otros muchos, pues al predecir, tan voluntarista y demagógicamente que la región iba a ser el deus ex maquina de todo, jamás pensó que a él también lo arrollaría, y mucho menos que su jifero sería aquella cuña de su misma madera llamada compañero Pepe, al que él mismo, en su precariedad (y el exceso de confianza típico de las sociedades en comandita), de forma suicida había dejado la batuta, al convertirlo en sátrapa regional, como aspirante ideal a todo y por tanto de sacrificarlo todo a eso, ideas y amigos incluidos. 
Lo cual demuestra que, a ciertas alturas, nadie se acuerda de la idea original y menos de su autor. Así funciona la historia.
No quiero decir con esto que mi pueblo se debiera a un sueño suyo a lo Luther King. Pero tampoco es menos cierto que ésta era en esos años una ciudad postrada, en el andén y sin un destino decidido, en exceso mitificada como encrucijada pero con la perspectiva limitada, renqueante, en crisis y sin fe, y que, como en otras épocas, estaba necesitando de referentes que, equivocados o no, megalómanos o por interés, apuntasen en alguna dirección en la que tirar y sacudirse la galvana.
El gran mérito de este arreador de patos sería precisamente estar tan varado como sus fustigados, pero con un hambre y una decisión de huir hacia adelante tan claras, que prometía una tierra de leche y miel a los que lo acompañasen, sin saber siquiera si habría ni agua. La inercia y la necesidad le procurarían la tropa.

Mercadillo de "Los Invasores" en 1978,
toda una premonición de lo que
estaba a punto de llegar.
Como es privilegio de quien no tiene donde caerse muerto no tener más remedio que seguir de pie, Juan de Dios era la persona con menos necesidad de manuales de autoayuda que he visto nunca. 
Cuando en el horizonte destellaba la hojalata de algún bote (vacío) de tomate, exclamaba “¿no os decía yo que esta era tierra de diamantes”; y cuando encontraba un atajo en el camino inexplorado y elegido casi al tuntún, sin inmutarse minimizaba despreciativo su hallazgo, como si lo hubiese previsto, insistiendo en que la autovía de verdad hacia el futuro estaba a la vuelta de la esquina, con una determinación de presbítero protestante calé que asustaba al miedo.
Con este optimismo que podríamos llamar savonaroliano pero al revés, casi desquiciado e inmutable en su defensa unicósica, este hombre, que quizás por aterrizar aquí con una mano detrás y otra delante, consciente de que no tenía nada que perder salvo la hipoteca, y que nadie le iba a construir un porvenir si no era él mismo y otros cuantos descamisados, se lanzó a una campaña unicéjica de proselitismo quasi irracional, dando la paliza y buscando aliados en un desierto cada vez más dispuesto a salir del erial, convirtiéndose en el iniciador más inveterado de esa tradición socialista de triunfalismo y fe sin límites hasta negar el abismo, que sería la tónica en ese rincón del pugilismo político.
Estas promesas de hartazgo y maravillosas perspectivas hasta lo aborrecible que preveía con toda claridad e impune convicción al oscuro, gris y descreído personal que se le unía, y que quizás sólo eran para embellecer su propio oscuro exilio, un día, al calor de los resultados de las municipales, como sin querer, se vieron convertidas en auténticas trompetas de Jericó y de repente empezaron a ganar crédito y color.
Miembros del PSOE local en 1979
Oteada la nueva perspectiva electoral, pasó a “tensionar” (por utilizar su terminología) el ambiente, embaucando, embarcando, engañando, tergiversando, chantajeando, involucrando a ciegas, implicando sin querer, vendiendo más papeletas de las que podía respaldar, un verdadero overbooking de puestos a repartir, pero convencido de ser más que posible, y no como redención sino como lanzamiento al infinito. Y fue calando.
El punto de inflexión en que los pesimistas más que escépticos, tibios o simplemente recalcitrantes a empujar el carro se desmoronaron, fue el 23-F, que entre otras, despejó la duda de que si había una alternativa decidida a desatascar el atolladero reformista, esa era el PSOE, y él su interlocutor incontestable, pues otra cosa no, pero sus varios años ya de perorata lo habían dotado finalmente del don de la adherencia, puro velcro, primero para los más arriesgados, después para los oportunistas. 
Así, hasta volver incondicionales incluso a los que desde dentro habían calificado la cosa de locura inabordable, en una moción de confianza por despegarse de unos años aciagos, que lo encumbró.
La euforia había llegado. Daba la vara en las instituciones, viejas o nuevas; convocaba a “tomar café” –y luego tomaba otra cosa, lo que debería de habernos servido de aviso a más de uno– a todo el que pintaba algo, según él; se reunía con los que luego serían los famosos agentes sociales; concitaba, metía baza y daba la brasa con su plan revitalizador en torno a lo regional –la universidad, el estatuto, el agua, las comunicaciones–, ofreciendo más cuanto más imposible la meta, supliendo su falta de carisma con pesada obsesión y planteamiento fijo, llevando a todos la buena nueva que, más que objetivo, era una frontera, el New Deal manchego, pues para mí tengo que él estaba encandilado por ese mito del pionerismo moderno del siglo veinte, que él resumía en una frase: ”si estás en política, lo suyo es aspirar a Presidente del Gobierno”.
Su movilización no fue sólo por la Universidad; también el IEA, el Ateneo, Adeca, la Cámara, los sindicatos, las instituciones, las asociaciones de padres, los cristianos de base (y los de la altura), los periódicos, y hasta las Cámaras Agrarias, que ya es decir, iban a sufrir su tormento y su éxtasis. 
Cualquier fuerza que él considerase viva o revivible, y mejor si estaba desorganizada, se convertía en lomo para su vara. Así fue cómo, fiel a su mecanicismo académico de aplicar la teoría de los líderes de opinión, fijó una serie de objetivos humanos con que arroparse, dando vela en el entierro del viejo mundo a los elementos que él consideraba aprovechables para articular el nuevo.
Juan de Dios Izquierdo, J. F. Fernández
y Jesús Alemán
A este respecto, su idea dialéctica de la sociedad era de lo más limitada y pobre –aunque a lo mejor coincidente con la sociedad misma–, pues de una forma sectaria y muy clasista, concebía de forma muy esquemática y con prejuicios de pequeño burgués acomplejado, que cualquier gran renovación pasaba por el reciclaje de parte de los estratos superiores en un nuevo orden que les permitiera seguir arriba (y a él la posibilidad de encaramarse), mientras los inferiores se adaptaban, aceptando el plan y arrimando el hombro como simples ladrillos, que era el papel reservado a muchos de nosotros como mano de obra barata del “vuelco”, como calificaba aquel reformismo nauseabundo, por otra parte en plena línea socialdemócrata clásica del progreso social. Vomitivo, pero era lo que había.
Por esas fechas empezó a agenciarse lotes completos de familias, elegidas unas por el nombre, que le sonaba; otras, por las referencias, o simplemente porque las encontraba en el camino, haciéndoles un hueco, apuntándolas para un roto o dejándolas en lista de espera de un descosido (como los Belmonte; los otros, digo).
Era su táctica de promete y vencerás, con la que se hacía con el pater (o mater) familias, hijos, cuñados de bragueta, primos o hermanos putativos, como células completas (y unidas), más orgánicas si cabía que las típicas de los comunistas, para anudar la urdimbre de lo que él llamaba entonces con aquella denominación que iba a hacer fortuna, el tejido social, y que él pensaba le había reportado sus buenos dividendos desde lo de ADA.
ADA (Asociación Democrática de Albacete) había sido el caballo de Troya dentro del cual el PSP sector aherrojado, había querido hacer su entrada arropada y de puntillas en Albacete en 1977. La causa oficial de acordarse de este lugar para desarrollar tal ramal de metástasis es sabido que fue, además de que no habría tajada para todos en Madrid, la relación de Raúl Morodo con esta tierra de su extrañamiento por el régimen franquista, y, se supone, el recuerdo lejano de Bono de algo parecido a unas raíces. Pero de hecho, ninguno de los dos paraba por aquí.
El factor aglutinante o tercer hombre, fue Juan de Dios, miniocupado precario como profesor de la UNED, a cuya mujer, Concha, le salió un empleo de profesora de francés en un instituto local, cuando, si no me equivoco, los idiomas se generalizaron en la secundaria y hubo que echar mano de un profesorado que accedió a tal condición, como pasara también con los de Educación Física, con cursillos, diplomas y currículos más variados que el carromato de un quincallero, entre otras cosas por no haber entonces dónde cursar tales estudios y obtener la titulación.
Tierno (y tras él José Bono), en su primera
visita a Albacete, con el alcalde Salvador
Jiménez, y a su espalda, J. F. Fernández, 

presidente de la Diputación Provincial.
El caso es que el rebote les vino de perlas a los nómadas peseperos, que vieron cómo uno de sus puntos se establecía en el lugar y empezaba a tomar contacto con la pomada, o pasta dentífrica, según.
Lo del partido de Tierno era como para salir corriendo, a tenor de lo que después se sabría y que Juan ilustró una vez con la siguiente anécdota. 
Cercana la perspectiva de las primeras elecciones democráticas, el querido profesor recibió un presente de la socialdemocracia alemana, que a pesar de Suresnnes, todavía ponía huevos en las diversas cestas socialistas españolas.
La cosa era importante, y como los alemanes son así, o eran, se formó toda una comisión oficial para darle el tinte serio que la ocasión requería –o porque no se fíaban–, y cuando después de los parabienes, los análisis y los buenos deseos para Willy Brandt, el emisario depositó un maletín como expresión de buenos deseos (socialistas, por supuesto), el profesor empezó a hacer ascos y remilgos de ofendido por el vil metal y la bajeza de toda regalía de este mundo, de tal manera que el mensajero por poco se echa a llorar conmovido por la pureza de los sentimientos filantrópicos que animaban a aquel hombre y, por supuesto, a toda su clac –y porque no les conocía al completo, aunque en la comitiva irían casi todos–, diciendo que pasaría buena nota de su magnífica impresión cuando se iba, momento que los presentes aprovecharon para echar un vistazo al maletín. 
Pero su gozo en un pozo, porque revolviéndose desde la puerta, donde despedía al correo con sus mejores deseos para Willy, el querido profesor, nada más cerrar la puerta pegó una voz: “¡Quietos!”, y se lanzó raudo como un puma sobre el maletín, lo agarró bien con las dos manos, lo abrazó contra su pecho y no permitió que nadie lo tocase, preguntándose más de uno si es que habría en él otra cosa más espiritual que el dinero.
Tierno, en su primera visita
a Albacete, como alcalde.
Tras esta lección de puro socialismo español, lo suyo era hacer las maletas en busca de una lista en la que ir primero, y la ocasión se presentó con ADA (o el ardor, que diría Nabokov), ardiente en ganas de escaño pueblerino desde los aledaños del régimen en un sí es no es propio de la indefinición de la gente recién acogida a la ley de asociaciones, que se movía en la pusilanimidad viscosa del reformismo –a reseñar el tortillerismo político de Íñiguez, la perfecta irrelevancia de Fernández Llamas o el todo-menos-la-escuela de Juan Ramírez–, lo cual les parecería perfecto para insertar su moderación consustancial que no obstante les llevaba a pensar que ellos, los oriundos, eran la pimienta izquierdista aportada a un matrimonio con autóctonos demasiado tibios incluso para ellos. 
Y naturalmente todo se fue a la mierda, excepción hecha de una relación que permaneció (otra familia añadida) y de la cual casi todos se lucrarían cuando las vacas engordasen.
El esportazo fue tal, que pasaron meses hasta volver a ver al candidato paraca, y el mismo Juan se pasó lunas preguntándose qué habían hecho mal, cuando, si se hubiera preguntado lo hecho bien habría dejado zanjada la cuestión en minutos.
Después del desastre, que fue general, vino la obligada unificación y bajada de calzones, y su suelta por la pradera para buscarse la vida entre los demás aspirantes a socialistas de la estepa, para hacerse unos hombres, siendo ése el momento preciso en el que Juan de Dios se convirtió en paladín, lanzarote, utillero, militante de causas perdidas, redentor, corresponsal del más allá, peón de brega, estratega, capitán general, ordenanza y chica para todo de la causa, por la simple razón de que estaba más solo que la una.
No había más remedio que dar la murga para despertar el interés. Por eso, cuando se metió a cargo público, aun sabiendo que era un premio (¿) merecido a sus arriscados estezones por las tapias de lo imposible, por mucho que enardeciese su retórica subiendo los decibelios, sabíamos que eran ladridos de perro contento: el fin de la política y el inicio del corte del cupón.
Con todo, su etapa de parlamentario sería la más febril de un activismo bucal más propio de un agente artístico neoyorquino o de uno de esos compradores de votos de lobis.
Literalmente desparramado, con una vehemencia insoportable por el poco respaldo que podía aportar desde su partido, y por tanto, jeta hasta lo exasperante, consiguió que todo el mundo le siguiera el rollo, no tanto por estar vigentes las reivindicaciones y lo que su retórica subida de tono representaba ahora con el valor añadido de su posición, sino porque todo el mundo se iba situando y bastaban dos pases para echarlo para otro lado y que siguiera su camino, ya sin vuelta, consistente en un itinerario predicativo sin chicha ni limoná del que todo el mundo tomaba nota para hacer lo que le daba la gana, que solía ser lo contrario.
Carmina Belmonte, la apuesta municipal del cíclope,
(Carmina o revienta, que ahora se diría),
        flanqueada por José Bono y Baltasar Garzón.
Ésta sería la causa de que de vez en cuando se sacaba la vena dirigente y se mostraba ejecutivo poniendo en marcha medidas en teoría encaminadas a enderezar la trocha de errantes concitados, que iba haciendo a su bola, como fue el caso de colocar de alcaldesa a Carmina Belmonte, pesepera de la primera época en quien confiaba para atajar el camino y recuperar lo perdido sobre todo en el segundo mandato de José Jerez, que, o se había desviado de la línea o no la seguía todo lo recta que el geómetra indicaba…, para luego dejar a la candidata más vendida que una banasta de pescadilla en una lonja, en medio de una serie de lamentables compañeros de recorrido que definitivamente darían al traste con la operación, mal gestionada, según él (que era el muñidor), siempre incólume desde el acomodado y lejano refugio bruselense que se había buscado, aparentando con ese posicionamiento seguir al tanto de todo y ojo avizor de un proceso irrenunciable. 
Aunque, a la vista estaba, lo suyo era ya pura tramoya y zarandaja, y prueba de ello eran los muchos que ya se habían dado de baja en la película, llevándole la corriente por el bajo coste de hacerlo.
Concentración  "antipsiquiátrica", Una época, un estilo.
Siempre había abarcado más que podía. Pero ahora lo suyo era demasiado. 
Su argumento para largarse había sido que desde el corazón de Europa, y con los mercaderes a braga quitada, daría más brío aún a todo el programa pendiente, y que todo podía llevarse a distancia con heraldos, adelantados y bienpagaos del mundo de la universidad, la empresa o las instituciones, que defenderían la plaza y movilizarían a las amplias masas al más mínimo peligro de descarrile.
Estaba claro que había dejado de soñar despierto para empezar a dormirse en sus laureles, pues a la primera o la segunda andanada de las fuerzas ominosas todo se iría a los pies del caballo toledano, que no iba a tener piedad en despacharlo para regocijo de enemigos y viejos compinches que habían postpuesto el viejo proyecto de armar este nudo gordiano del sureste, mezcla de la Atenas de Pericles, la Constantinopla de Saladino y el Boston de Nigroponte, y que sólo volverían al demostrarse real la alternativa del PP, que les sirvió tanto de liebre para su lucha fratricida como para retomar el poder socialista, convenientemente desvirtuado y modificado para beneficio de unos pocos y a costa de una más depurada explotación de la estulticia, la desinformación y la manipulación más vil de la mayoría.
Su jubilación política iba a ser la última página del sueño del librito de ruta, cuya andadura, imprecisa, se había ido alterando sobre la marcha, según lo sinuoso del proceso y las traiciones más propias que extrañas –tan características de la sociedad del futuro por él preconizada–.
Manifestación tras el 23-F
Y así, hasta los noventa, en que los virus inmobiliarios y especulativos pasaron a sustituir a los motores más idealistas, gaseosos y visionarios del principio, inaugurando otro lo bastante apetitoso para un poder ya apalancado que no concebía lo puro como inocuo y rentable, sino como peligro ruinoso.
Un cambio que, atisbado o no por el personaje, no le iba a hacer modificar un ápice su esforzada retórica fronteriza cuya capacidad de contagio estaba bajo mínimos hacía tiempo, pero que a él parecía darle alas todavía para seguir clamando, tan terco y testimonial como siempre, por el paraíso perdido, como si su periclitar definitivo no estuviese cantado.
Y mientras la nueva dirección retomaba el proceso dando gato por liebre, y entrada a todo lo espurio que pudiera engordar las alforjas y desnaturalizar su esencia original, él, desde el carro mismo del poder adonde seguía subido, arengaba asombrosamente de forma cínica, patética y hasta siniestra contra la traición, dispuesto a que la escoba que lo barrería hacia la alcantarilla le buscase una buena porción de acompañantes, como sucedió con la movida del AVE, con la que los diferentes agentes sociales en liza pusieron sus nuevas cartas, tratos, posiciones y compromisos, dando la cara de lo que ya era otra ciudad y otro paisaje, y que iba a ser el canto del cisne del gran maquinador y de todos aquellos que pensaron que algo así era posible. Aunque, dicho sea de paso, no al mismo precio.
Los noventa, la década de la impostura beatificadora, segregaban ahora la decepción que alimentó el escopeteo sobre el pianista que durante tanto tiempo había detentado el monopolio de la partitura política, relegándolo en la mitología lugareña, como todo derrotado, a personaje boticario, oscuro y negativo que desde la trastienda, y mientras se asegura el futuro sacando lo suyo –pues con el rédito todo el mundo actúa como hacienda, sin perdón–, defrauda el de los demás manejando unos hilos que al final sólo se traducen en entuertos y desencuentros.
Imagen aérea del Parque Lineal, en 1981, 
en que la ciudad empezaba a parecerse a la actual.
Todo un final agrio, nada feliz y rencoroso por la frustración, para un cuento pueblerino al fin y al cabo, pero cuestionable en la medida en que el personaje fue el gran animador durante una década de los cenáculos del posibilismo, cuando ya éste se había constituido en vía casi única de conseguir cosas, incorporando su pertinaz picoteo hartizo, errático e irregular pero permanente sobre asuntos de toda índole, generando opinión, exigiendo actitud y pidiendo soluciones, independientemente de que unos fueran dejados pudrirse, otros mal resueltos y otros ladeados.
En definitiva, uno de esos personajes a la altura, comparativamente odiosa, de otros de que hemos tenido que echar mano por aquí en otros momentos críticos de nuestra historia para dar esos tirones, quizá irrelevantes per se pero necesarios para ayudar a despertar de los largos sesteos, para poner sobre la mesa la desidia de sus carencias y la necesidad de hacer algo al respecto. Aunque fuese mal.
Los que lo tacharon de estrambótico oportunista por haberse arrojado a la pira levantada por el caballo ganador, como un martirio para limpiar una trayectoria culposa, deberían reflexionar sobre el hecho de que su misma apuesta ruinosa era indisociable de su preocupación por la ciudad que le había devuelto la vida. Y nadie arriesga todo eso gratuitamente; quiero decir si no está seguro de que vale la pena perderla.





El oficinista en la sucursal

En el diciembre de 1980 aún faltaba mucho para casi todo, cuando yo solía ir a echar un “Fortuna” con la nada extraña pareja de porteros de la Provincial, como se denominaba a la oficina provincial del Psoe, que a partir de establecerse en su nueva sede sería referida simplemente como Pedro Coca. Un paso este no solo retórico, sino que indicaría mucho de su propia evolución política, que iba a pasar, de venir definido por la elipsis a estarlo directamente por la metonimia.
Al pasar las navidades, próximo ya el traslado de todo el tinglado a los nuevos locales, Eugenio era de mi opinión de que, visto que las hostilidades se relajaban, bien podía renovarse la secretaría local. 
Y no bien instalado aún en aquel despachito que daba al patio de luces donde Juan había domiciliado su flamante oficina de estudios sociológicos (léase electorales), remansados los ánimos por esa tranquilidad de tenerse todos más a mano, en plan gran familia (mal) unida en caserón, se dio el pláceme, y con un comité de circunstancias, se puso fin al disparate de que aquel club, no contento con admitirme como socio, me hubiera puesto además a su cabeza, supongo que esperando que algunos aprendieran así la lección básica de que, o hay un mínimo de entendimiento, o cualquier tercero puede ponértelo todavía peor.
Y la prueba es que a partir de entonces, las cosas, con sus altibajos, funcionaron mal que bien en la agrupación, mientras yo quedaba a la sombra, no en vano es en enero cuando la toma el perro, en mi caso en el despachito del patio de luces, como ayudante del aprendiz de brujo (o como dije una vez, como testigo particular de Jehová) en su nueva franquicia de la cartera de formación federal que esperaba le sirviera de refugio, de olla a presión para sus calenturas, de botiquín para lamerse las heridas y hasta de celda donde repensar los intríngulis de la gran reforma humanística socialdemócrata urbi et orbi.
Yo había sido elegido no sabía si como pasante, sumiller o pepito grillo, pero aun temiéndome que fuera como chico para todo, no podía estar descontento.
Por hacer de muro de lamentaciones, apoyo logístico, contrastador, archivero, investigador de segunda, confabulador agregado y hasta crítico constructivo (que por cierto yo nunca he sabido), además de echar una mano en el día a día de la planta noble, en arduas tareas como tomar café, rajar, meter baza, armar ruido, opinar autorizadamente, coger recados, zascandilear escaleras, entretener prisas y otras artes y oficios del menudeo parasitario del funcionariado de partido, recibía un dinero para poder sobrevivir y seguir soñando en otra vida ¿mejor?, y sobre todo a gusto con la compañía y la diversión que representaban los vecinos y todo el rosario de visitas (guiadas o no), personajes, personajillos y piedras de mechero que desglosaba el día, las reuniones, novedades, acontecimientos y vicisitudes del bullicio en que a ratos y con mucho cachondeo, incontinencia y no poca frivolidad se despachaba el lugar en alza, y que, digámoslo ya, iba que ni pintado con mi idiosincrasia gansa y vivalavirgen.
Pepe Bono en esa época. Con su primer pelo.
¿Qué mejor vitamina que el ajetreo a todas luces teatral que se montaba cuando José Bono hacía su advenimiento semanal para pasar consultas? O sea, a recibir a individuos que buscaban un chollete, un empleíllo o un favor, y que él, en calidad de secretario tercero de la Mesa del Congreso, prometía satisfacer a toda costa (bueno, a toda tampoco; sólo a cambio de vasallaje y servidumbre), que parecía aquello las bodas de Canaan, o la mesa petitoria de Bienvenido Mr. Marshall, todo envuelto en una confianza impostada de “Pepe” por aquí, “Pepe” por allí, y una rimbombancia y un boato que ni que hubiera aterrizado en aeroplano el Hijo del Hombre, como cuando éste, quiero decir su padre, murió, y, aprovechando el Pisuerga de la parca, a su pairo se formó tal cabalgata para rendir al recién huérfano todo tipo de homenaje y cumplimiento, que me pidieron que permaneciera toda la tarde al mando de la nave, léase del teléfono, pues allí no quedó nadie, pues todos los tripulantes y más de un polizón habían salido en procesión más allá de Cortes, con lo cual me demostraban esa confianza que las familias depositan en los primos segundos cuando los meten de guardas jurados del negocio. 
Y acepté sobrecogido de emoción, pues lo último que yo hubiera deseado era acompañarles en el cortejo, y menos a un pueblo. O lo mismo dudaban si atentaría contra la comitiva tirando el féretro al río. La historia siempre mantiene una sombra de duda.
En resumidas, me lo pasaba bien, marujeaba y cotilleaba lo mío, me echaba al bolsillo un tentempié, y como había mucha sintonía con los inquilinos de al lado y además la cosa prometía, o eso es lo que siempre decía Juande, inmediatamente empecé a tomarle cariño a mi situación: un día merendábamos a cuenta de no sé qué, otro nos pasábamos con una cinta de Quintín Cabrera que le gustaba mucho a Eugenio –“en el tiempo los apostoles, los hombres eran barbaros, se subían a los arboles y se comían los pajaros”; o sea, igualico que ahora–, cuando no me llevaba a mi hijo en el carrito, que era suyo, quiero decir de Eugenio, o de sus hijas, para que viera que su legado no había sido echado en saco roto, y si coincidía con el hijo de Juan, Maricarmen les hacía fotos con aquella cara húmeda de madre postpuesta.
También, si se terciaba, bajaba a la planta de UGT, que siempre le pasó como a los hijos de ahora, que nunca acabó de independizarse, tal era su precariedad, viviendo de prestado del partido en el mismo edificio. La entidad de los sindicatos entonces, era tal, que, por ejemplo, se quedaron hasta sin stand en el ferial.
Aun así ya eran vistos por no pocos aventapajas y vendedores de peines como magníficas lanzaderas políticas. Y eso incrementaba el ansia de tutela del partido, preocupado, yo creía que en exceso, de que alguna “lagarta” se llevara lo que tanto había costado criar. Y las movidas de control eran verdaderamente risodantescas.
Para ilustrarlo diré que, una tarde que bajé a pasar el rato, alguien me cogió al vuelo en un pasillo y me metieron de relleno en el penúltimo enjuague que Juande, nada menos que en la nueva ejecutiva provincial que en un periquete habían montado con José Elías a la cabeza, por ser economista, y Cabezuelo de lo de siempre, de pez gordo del régimen, con perdón.
 Poco importó que yo no fuera afiliado (“ya se te dará el carné”, obtuve por respuesta, aunque no recuerdo que llegaran a dármelo). Y tras el intento de primera reunión de presentación con menos de la mitad de los componentes, sin quitarnos ni las cazadoras, casi en un pasillo, nunca más se supo.
Deduje que Elías era mi clon pero en lo sindical, y sólo se trataba de ocluir algún frente abierto por algún presunto que amenazaba (también en los bajos) la línea correcta, y de acudir al socorro del ulular de las sirenas hechas sonar tal vez por Olmos, Belda, el inefable RicardoFargandán”, alguno de los despedidos de La Voz, o cualquier otro de los muchos que acampaban entonces como vigías de la edificación del sindicato (que no haría falta, pues les dieron parte del patrimonio sindical), que habrían visto algún indio desarmado en aquella corte de los milagros, en tan inestable ebullición que no se sabía nunca si los de la despedida y cierre serían los mismos que de la carta de ajuste.
Rafa López Cabezuelo, uno de los bonistas profesionales 
del partido, en plena actuación en su otra afición favorita, 
en este caso junto a la torera Maribel Atienzar.
Así estaba el tajo. Y a mí, que las cosas de comer me causan un respeto imponente, por si acaso, procuré en adelante mantenerme lo más lejos posible, no fuera que me dieran también un mono y me jodieran.
Y así, entre el mamoneo típico de un familiaje de repuesto y circunstancias, entre mandados y carantoñas, me adocené, discretamente feliz, hecho un petit bourgois en la corte de Pablo Iglesias, en un tiempo récord de apenas un mes me adocené, esperando que el futuro entrase sin llamar, y a la espera de que los proyectos a medio y largo plazo, las grandes obras de envergadura aún en esbozo, que Juande tenía que ir madurando, se pusieran en marcha, yo empecé, casi nada más llegar, a entretener el diente con la campaña de salud de la Diputación, fabricada por el bullebulle Marrón y el hiperactivo Chicho, y a la que me uní con ilusión de machaca en la parte literaria.


Juan F. Fernández, años después, asentado ya 
          como gran cacique político provincial.
El dulce bienpasar

A Juan, que empezaba a calarme como anarcopasota existencial, le molestaba aquella colaboración no porque yo utilizase el despacho para trabajar, pues poco le daba que en mi mucho tiempo libre hiciera de mi capa una campaña, y más siendo para quien era. 
O tal vez fuese por eso, ya que a dos años de haber colocado con una muy buena y golfa jugada a Juan Francisco Fernández como Presidente de la Dipu, tras el efímero y falsario paso como presidente por accidente, del célebre viejo concejal de La Recueja, metido con calzador con un ardid con el reglamento como diputado más viejo, que luego renunciaría en favor del más joven y prometedor Juanfra, y luego de darle el dos pagándole en abalorios, quincalla y otras indiadas que fue como compraron aquel Manhattan del Paseo de José Antonio (luego de la Libertad), el nuevo inquilino, procedente también de las ligas inferiores peseperas tardó lo que le llevó inspeccionar la finca para sacar los pies del tiesto, echar mano a la faltriquera y con el trabuco naranjero a la espalda mostrar la pluma de gallo diciendo aquí estoy yo, estos son mis poderes y mi feudo, algo que contravenía frontalmente las gachasmigas que la banda ya se relamía, abriendo así un tercer frente, éste más peligroso que el del sector autóctono, aún en vías de sofoco, amenazando con ello ser un mogollón de gentes de aluvión mucho más complicado que los asilvestrados numantinos, y que junto con algunos elementos propios, Angel Orozco, Angel Galán, Virginio Sánchez, Francisco Segovia, o el ubicuo y dudoso lazarillo Manolo Vergara, por citar la parte más visible del iceberg en posición todavía de descansen, podían pegar un susto pero que muy potente a la hora del reparto a la banda de los cuatro de Bono, lo cual obligaría a los aspirantes a cónsules perpetuos a esmerarse en administrar sonrisas y lágrimas a destajo, si no querían derramar sólo las suyas.
Antonio Marrón, en 1994, un año antes de dimitir
como gerente del hospital.
Marrón y el Chicho eran de ese ala precisamente, o socios del ala, y llegaron a hacerse tan fuertes en el sector de la salud –no sin intentar Juan de Dios dejarles en minoría con miles de reuniones con otros elementos–, que hasta que el PP no llegó al poder no soltaron el timón, cosa que vendría muy bien a Bono para tomar posteriormente todo el control desde la Junta y erradicarlos con motivo de las transferencias. 
Y ahí estaba yo, echando el hormigón de los cimientos del búnker sanitario, en un cuarto semi oscuro bajo la atenta, inquisitiva y desacorde mirada de quien se la estaba jugando para impedirlo. Con dos cojones.
 O sería que a Juande le gustaba verme activo. Yo soy de esos apáticos que a base de no verle estímulo al devenir acaba por hacer barbaridades absolutas por puro aburrimiento. Y obviamente era mejor tenerme entretenido que pensándola. Y si estaba feliz, mejor que mejor.
Tan sólo había que prestarle cierta atención psicológica cuando se metía en el cubil a compartir en forma de requilorio todas las dudas que le asaltaban sobre sus proyectos, no pequeños y grandes, sino grandes o enormes, incluso homéricos. Y ya está. Hasta la siguiente debacle cartesiana, me dejaba ese otro tiempo para concretar un minimalismo operativo que si no pasaría a la historia, al menos serviría para mantenerme vivo para verla pasar. 
Un gesto musulmán que para él tal vez fuese simple embrutecimiento, por la inapetencia que procura el simple pasar de los días afables sin un compromiso, y que por supuesto le sacaba de quicio.
Y esto era la que había. Cociendo a fuego lento el guisado.
Sin embargo, él también necesitaba aquel refugio en el mundo despiadado de la presión, pues rodeado de la bronca, el espadachineo y las bombas lapa que eran su menú diario, yo sabía que valoraba mucho el desenfado, recochineo y desfachatez de quien no tiene nada que perder ni a las quinielas.
La pareja del Ford Fiesta de al lado y yo nos reímos lo nuestro de su impostada desautorización, mamándole gallo con jocundia y tontorronería para que desenfatizase algo su discurso, y caldearle algo la fría severidad a que se sentía obligado formalmente. Un pequeño secreto que le guardábamos para no desprestigiarlo como halcón. 
Y en esa complacencia asquerosa en medio de la marejadilla (pues en peores plazas habíamos toreado todos), entre cafés, tertulia y politiqueo de rebotica propia sin demasiadas pretensiones (pues la estancia del Psoe en la oposición iba para largo), empezamos 1981. Y todo iba de cine. Hasta que enseguida, como suele suceder, vino alguien y lo jodió.


Sic transit

A mis veintiséis años, yo estaba contento con mi signo astral, mi ducados, mi mujer, mi hijo, que empezaba a echar los dientes (como yo), mi cadena hi-fi (mi único lujo de pobre), donde podía al fin escuchar comme il faut a Bob Dylan o a Menese, mi tele BN de segunda mano (un atraco) y mi seiscientos de cuarta, aunque necesitase un luchador de sumo para arrancarlo. 
Todo en mí refulgía de dicha y oropel dentro de mi jersey de cremallera comprado en las rebajas de Saldos Arias, sin poder entender a cuantos me reprochaban cómo podía estar tan ahíto de haber caído tan bajo. Pero lo estaba. Ea.
Entonces, una tarde, apenas un mes de iniciado mi crucero por la dicha, en plena julandronería mamporrera, ombliguista y mentecata, cuando estaba en medio de aquella hemorragia de satisfacción en plena digestión del puchero, repantigado tan a gusto en la silla de escai terminando de saborear el café del bar de abajo, se presentó Juan, con sus malas noticias de siempre con tal de llevar razón, pero está vez acompañado de una cara atrabiliaria que lograba mantener encajada de milagro, y con voz que no acabó de salirle del todo redonda del galillo y un gesto presuroso y esquivo, me soltó, así, sin más: “La Guardia Civil ha entrado en el Congreso”. Y empezó a recoger papeles. Cuan transitorio es todo.
Esa tarde en que sobrevivió al doctor Tejero yo supe que su corazón no estaba tan mal como decían, y con lo que explicaban su vida profundamente ascética, siempre a pie y a cuerpo, todo lo más con una gabardina, o una chupa muy de domine (que lo delataba), cuando arreciaba nuestro biruji, para vigorizarse y protegerse el sistema coronario.
Una vez le pregunté de coña si es que no tenía ningún abrigo o pelliza, y naturalmente me miró irónico y algo triste y no me contestó. Concha decía que sí, que estaba delicado, sin especificar, y quizás para engordar la leyenda, o para que le evitáramos disgustos, añadía que al final lo tendrían que operar, pero así, en abstracto. Pero, ¿y a quién no? Bien pensado, todos estamos en este mundo para que nos operen.
Como se ve, hasta ahora llegan las consecuencias del golpe.
Pero, aparte que diéramos por lógico que no se atreviera a meterse en cirujanos, algo no aclarado había en su exceso de profilaxis. 
Muchos años después supe de soslayo que por fin le había entregado su corazón a algún cardiólogo, y lo habían tuneado, por lo que aún iba a cuerpo con más razón. 
Pero aquel día 23, después de verle llegar al despacho como una aparición de las parcas con cara de cejilla y voz enjuta, anunciando aquel suceso de terrorismo verde con la frialdad y brevedad de una sentencia, y sobrevivir a ello, yo supe que su corazón no era el órgano llamado a ejecutarlo. Aunque no era precisamente en eso en lo que tenía mi mente aquella tarde.
De hecho, salí de la habitación y pude ver a los vecinos, entregados a una pesquisa telefónica bastante infructuosa, tan encogidos por la misma emoción que me columpiaba a mí también en el vacío más atenazante.
Las noticias eran crecientemente inciertas, contrapuestas y tan confusas como ensombrecedoras, siendo las caras puro mercurio especular unas de otras. Y sin más trámite y viendo que no mejoraría, poco después de abandonar la sede mi jefe con cuatro papeles, dado que nosotros no custodiábamos nada comprometedor, me fui a buscar a la familia cuando la noche doblemente tempranera de febrero se cernía.
Mi nombre es Bond, Pepe Bond

Mi crónica personal del 23-F es de lo más anodino, aunque a otros niveles fuese determinante. Encontré a mi mujer y la rastra en casa, esperándome, pues no habían querido ir a por mí, por si nos despistábamos mutuamente. En casa guardábamos varias pilas de publicaciones peligrosas, ilegales incluso entonces, que habíamos ido coleccionando tan romántica como perversamente. 
Apartamos tontamente las de peor catadura, sin pensar ni un instante que si aquello triunfaba no se iban a conformar con valorarme sólo por los méritos de mi última afiliación conocida, y las bajé al coche, aparcado en la calle, como si aquel vehículo fuera lo último que un golpista podía revisar, por ser un seiscientos. Una de las mayores ignominias de un golpe de estado es la ratonera mental que produce.
Hecho esto, nos fuimos al almacén de los padres de Maxi, a distancia de una manzana, a comentar la jugada en territorio amigo. Y visto, por la radio, gran vidente, que aquello seguía sin dar de sí nada claro, me dirigí a casa de mis padres, no muy lejos, con el objeto de conocer la opinión de mi hermano Juan, destinado en el País Vasco, que precisamente en esos momentos, fiel a su estilo sobrado, tranquilizaba a los presentes, quienes, naturalmente, por quien más estaban preocupados era por él como inspector de policía; una tranquilización tan intranquilizante que me disipó las ganas de volverlo a llamar, no fuera que reincidiera en seguir dando ánimos quitando hierro a la cuestión. 
Así es que, con las mismas, volví grupas al almacén, donde ya Maxi padre estaba aparejando la furgoneta para dar una batida por la ciudad, que fue lo que hicimos.
Es lo que había en los telediarios. Y cómo no podía ser 
de otro modo el golpe caló.
La ciudad estaba en calma, como se sabe. Nada denotaba la incidencia producida. Era como hacer una ruta turística por un pueblo dormitorio. 
Un completo chasco, ilustrado con las consiguientes sentencias típicas maximinas (que el hijo haría suyas con la edad) de “ná, esto ná”, así como decepcionado.
Total, que regresamos, nos subimos a su casa, y allí, entre la charleta, la tele, la radio y la juguesca con el niño, que con sus ocho meses estaba en todo lo suyo para el resobeo y la zambra encima de la mesa, el rey del mambo (más que el de la tele y la Zarzuela de aquella noche), se hizo hora de cenar y allí que nos asilamos, tan calentitos y a gusto a ver qué pasaba, que no pasaba nada, comentando la jugada de aquel fiasco, entreteniendo la neurona hasta que no sé si el monarca o su majestad el sueño nos mandó a la cama sin más.


El enseñante, enseñado

Al día siguiente todo estaba en ese mismo viejo orden con los típicos arrugones de una mala noche, que una buena capa de maquillaje y de rutina enseguida ayudarían a camuflar. Arranqué el coche de la escarcha y acompañé a mi padre a la Residencia a revisarse los achaques.
Muestra de algunos de los chistes que se publicaron en la prensa a día siguiente del golpe.

Las consultas estaban repletas, y la gente, mucho más pendiente de sus averías que de las del país. Se palpaba el comportamiento indiferente y resignado, la misma tragedia cretina cotidiana que en pleno franquismo. 
Por mucho que unos días después tuviese lugar aquella manifestación con sus frases grandilocuentes, la cabeza de Jano de las masas patrias seguía fiel a sí misma, contrita en medio del olor a carne de cañón inapetente. De su propio olor. Y fui consciente de que el golpe hubiera triunfado sin ninguna dificultad, respaldado por el tedio. Y eso que los déspotas llaman pueblo, y los más listos de ellos conjunto social.
Fue esa mañana cuando pensé, en aquella consulta de la vieja Residencia, que por mi parte, les podían ir dando a todos por donde amargan los pepinos. Si me quedaba alguna capacidad de sacrificio universal, esa noche había consumido el último gramo. 
Y desde entonces pienso que todos los que lo hacen sin cobrar, es porque o llevan liebre, principalmente de recuperar con creces lo invertido, o por puro romanticismo, que aún es más peligroso, aunque por suerte estos son mucho menos numerosos.
Portada del disco aparecido en 1975, cuyo título 
debería haber sido visto aún premonitorio 
cuando se reeditó en el 81.
Otra conclusión fue, que es muy difícil escapar al propio destino, que es el compendio de circunstancias, modo de ser, comportamiento y fantasías que te impiden hacer de otro que no seas tú, haciéndote ver que no hay dónde huir si no es fuera de uno, y aun así siempre recalarás en otro tan parecido a ti y tan dependiente de la suma de todos que es el estado, como otra parte alícuota tan insignificante y sujeta por el engrudo que a todos nos hace únicos y víctimas del todo, que no merece la pena sino quedarse.
Por ejemplo, Juan y Concha, se habían instalado con los niños en casa de Maxi junior, que aún no los tenía, y que con su bien ensayada pose de serenidad y temple, podía levantar el ánimo a quien no lo conociera, aunque supongo que todo se reduciría a darse compañía mutua, como todos, en noche de relámpagos. 

Inciso: la verdad es que, de haber pasado algo realmente, la policía no habría tenido que hacer grandes movidas, pues salvo algún enaltecido por la aventura, en la locura de la huida, todos habíamos acabado más juntitos que las ladillas, atrapados por esa suspensión de la falsa línea pasado-futuro, pues la voluntad y capacidad de huir de situaciones límite se ve anulada por la de la búsqueda fatalista de un entorno favorable a la mejor gestión del duelo, aceptado de antemano, que supone en realidad la cercanía de la amenaza de la propia integridad. 
Por eso los depredadores lo tienen tan fácil, pues raramente sus víctimas no colaboran con ellos como última posibilidad, si no de salvarse, sí para pasar los últimos instantes con quien te procure el postrero bienestar atávico que no sé si será libertad, de elegir perderte para siempre pero en comunidad, junto a quienes prefieras, como último deseo satisfecho de cualquier condenado. Y además, como era martes, sin poder embarcarse y ya casado, ¿dónde ibas?

Dichas todas estas sandeces, por la tarde me di un garbeo por la sede, pero sin ánimo de estacionarme. Y al verla tan gris y fantasmal, sin ninguno de los habituales, apenas los cuatro abuelos contritos de fascismo (aún en vigor, por lo visto y vivido), decidí posponer mi vuelta al día siguiente jueves, que otro que tal, pues todo había quedado suspendido, supeditado a la manifestación del sábado, la gran demostración de masas que iba a ser el lifting que la transición venía necesitando después de años de meros avíos, apaños y lavados de cara para evitar, con la excusa de los ineludibles efectos traumáticos de toda operación quirúrgica, la ruptura con el viejo régimen inconcluso preconizada por un sector importante de la sociedad, y evitada precisamente por los mismos que ahora invocaban la voluntad finiquitadora de las masas.
Febrero, el Pluvioso del calendario revolucionario 
–lo (poco) que habrá llovido desde entonces–, 
fue el punto final de lo que hasta el día antes
dábamos por sentado que acababa de empezar. 
Teoría de la relatividad en estado puro.
 El 23-F como escena de última hora empastada en la muy morcillera obra de la transición, iba a dar definitivamente el espaldarazo a la democracia concertada, zanjando de una vez tanto las aspiraciones de la reacción como de la vanguardia democrática, equiparándolas de hecho, estigmatizadas y censuradas por igual por el diabólico efecto de la catarsis y otras manipulaciones, sellando indefinidamente el paso de cualquier intento de poner en marcha una democracia decente.
Estaba claro. Aquello era el telón. Y aunque algunos ya sabíamos que la historia es un banquete de sapos, no dejaba de ser asqueroso y encima había que estar contentos. Pero, si tenía oportunidad, a mí no me iban a pillar, ni en la manifestación ni en sus postrimerías.
Yo estaba iracundo, por un lado contra mí por haberme autoengañado al elegir aquel partido como la mejor opción para conciliar egoísmo y cambio social, sin querer ver su incompatibilidad; y por otro por la condena a la pena capital de un cambio real que iba a andar errante durante años por el corredor de la muerte hasta ser ejecutada a plazos por los gobiernos de González. Con él, la democracia, como en esos matrimonios amañados, no perdía una hija sino que ganaba un hijo, y, de paso, un tendero para llevarle el chiringuito. 
Faltaba pues muy poco para el despido (¿improcedente?) de los que se habían descornado en llevarla hasta allí, darles las gracias por los servicios prestados y dejarlos en la estacada. De modo que, ya metido en el berenjenal, y como desandar la senda era un suicidio tonto, decidí tomar nota de aquel anuncio de certificado de defunción y arrostrar la situación tan consecuente, cínica y descreídamente como las musas me dieran a entender, para salir de tángana de todo aquello a la mínima oportunidad, pues si una cosa tenía absolutamente diáfana era que no podría soportarlo a largo plazo. Y eso, al mes de instalarme de aparatchik y a apenas ocho de tener el carné.
Pero si yo era consciente de estar indignado, aún ignoraba que además era estúpido, soberbio e imprudente.




El estirón del enano

Si yo hubiera sabido todo eso, me hubiera evitado en lo posible lo que años después, cuando pensaba haberme desaturdido de la manera más cívica, indolora y honesta que yo creí para todos, de las ataduras políticas, se me vino encima como si en mi despedida a la parisién me hubiese llevado el brazo incorrupto de Pablo Iglesias para venderlo a un anticuario calé, en una atención a mi persona que yo siempre he visto excesiva e ininteligible por considerarme un don nadie, sin darme cuenta de que el sectarismo es lo que más magnifica, a través de la tiña, la fobia y la inquina irracional, a cualquier enano que por el hecho de no estar con ellos está contra ellos. 
Y ése era yo. Un enano crecido. O mejor dicho, que iba a ser, porque en aquel momento no era más que un pringado dispuesto a no seguir siéndolo, ni mozo de cuerda, ni engrosar las filas de tanto sobrado como se congregó ese sábado para pedir por fin una democracia no en condiciones sino de cualquier manera. Que fue lo que se consiguió, y a la que le podían dar mucho por el culo. Así es que decidí echarle cara al asunto, ir a lo mío, y mientras, dar la razón a todo listo viviente.


La (sospechosa) calma chicha tras la tormenta

El 23-F fue un seísmo que cambió el curso de las aguas políticas, y cuando pasó, los socialistas no tardaron en percatarse de que el secarral que regentaban no tardaría en convertirse en regadío. Y todos empezaron a estar en otro baile. Como yo.
Los tiempos que siguieron a aquella zalagarda fueron de un nervioso optimismo, un alborozo contenido que hacía picarle a muchos la curcusilla.
Se les veía movidos, en albur, como una cerda en amor, encapillados. Se notaba a la legua (y en la lengua) que la mayoría de los que pintaban algo o aspiraban se comunicaban en cascada, o en pirámide, tanto montaba, una emoción silenciosa, mesiánica y hormigueante propia de cursillo espiritual con buenos augurios, visible sobre todo por lo bien avenidos y la confraternización con socios, oposición o extraparlamentarios.
Todo marchaba al compás de Amigos para siempre, lalala lalalá, que por cierto aún no se había escrito. Y sobre todo, lo bien que pacían juntos los verdes prados de la esperanza, sin trifulcas, aparcando los grandes temas, las facturas pendientes. 
Les bullía el culo con tanta buena vibración que parecían eso tan manido de una gran familia. Tenían buenas sensaciones –vaya un pijo, como que se olían la tostada– y se mantenían en una vigilia agazapada, relamiéndose por anticipado tragando más con los ojos que con la boca (de momento), sin dejar de exteriorizar hacia abajo lo que sólo en ciertas esferas se iba tramitando.
Los subalternos, digamos que nos olíamos la carnaza –como antes el incertidumbre–, pero sin acertar a ver si la chulla que ya excitaba las glándulas a los espadas dejaría o no un buen hueso que roer a los escuderos. Y entre que no soltaban prenda y el fluir de la vida apachorrada, nos metimos de lleno en primavera.
Yo empecé a reinar sobre mi papel en el sainete. En enero porque nos estábamos instalando. En febrero porque teníamos que madurar bien el plan de trabajo. En marzo porque las cosas habían cambiado. Y en abril porque había otras cosas, y yo andaba en mi campaña de salud.
Aunque eso no me quitaba tiempo para lo “otro” (en realidad nunca supe qué era, pues no pegábamos clavo), es curioso cómo Juan me animaba a ello incluso en horas de oficina, en una especie de reedición del licenciado Cabra holgado de verme currar, huidizo de entrar en materia, dejando, él, el jefe, para mañana lo que se podía haber hecho anteayer, gastando la mierda en pedos, en idas, venidas, reuniones, angustias, cambios de opinión, silencios y cavilaciones al margen cada vez que extraía del armario donde se había ido acumulando documentación varia, sobre todo electoral y algún que otro archivo requisado, de asuntos desclasificados y por tanto bastante secundarios, tal había sido la desidia del régimen anterior, que al eternizarse, apenas si echaba la llave a asuntos merecedores de siete.
Esa capacidad, la de perdurar del anterior régimen –si es que no andaba aún vigente–, Juan la envidiaba de veras. Así lo declaraba con solemnidad, sin venir a cuento, desde su mesa. A continuación, de súbito, pasaba a otra cosa. O se iba con cualquier achaque a sabe Dios qué nadería: comprar el pan, hacer una gestión relativa a su UNED madrileña, o a entrevistarse con cualquier cantamañanas sobre el que el más allá le daba las mejores premoniciones. 
Yo le preguntaba si es que había sacrificado una cabra a los dioses para leer en sus entrañas, o algo así, y se iba con una sonrisa distante por tomar a chiste lo que lo era.
Siempre las mismas y manoseadas palabras bonitas.Pero,
¿de qué pais estábamos hablando?
En la práctica, la oficina era una satisfacción dada por Maravall con tal de terminar de asentar la normalización del partido; un apéndice, un fleco de las negociaciones más que un dispositivo práctico, justificado en la retórica de lo mucho que podía ayudar a implantar el socialismo. 
Aunque todo el mundo sabe que, una vez que un partido se sube en la ola del voto, ni encuestas, ni investigaciones ni leches: no hay quien lo desbanque y sobran todos los centros de investigación.
De modo que allá por mayo, maduró en mí la idea de que aquella linterna desde la que íbamos a iluminar la cuestión electoral provincial, o incluso regional (aunque no se supiera cuál), como rezaba su nombre, no era más que un burladero de capea, el agujero en el que arrumbar las dudas para arrinconarlas y donde recobrar el resuello para afilar el diente el uno en su carrera por el poder, y poder achantar los días tontos, el otro, el ayuda de cámara cuyo cometido era eso: estar. Y punto. 
Así acabé de convencerme del carácter de juguete del invento, para tapar la boca del que se iba configurando como definitivo segundo de a bordo. La piruleta que la federal le daba para calmar posibles pataletas o ambiciones. La infraestructura que el dinerito fresco permitía para tener apalancados a los inquietos, que así al menos no estábamos con la competencia, y sobre todo nos tenía recogidos, pues no olvidemos nunca su espíritu de dogo conventual y su concepción monástica de la vida, siempre empeñado en salvar almas.
Lo que ocurre es que a mí los almarios, como que no.
Por el cenáculo empezaba a ir gente de muy diversa catadura. Claro, ¿qué se podía esperar si hasta yo estaba allí?
Por ejemplo, Pepe Ramírez, el de la perenne barba en flor que hubiera dicho Pablo Guerrero, que, avalado por su condición de coleccionista de armas de fuego, se postulaba como brazo armado del partido, siempre que fuera menester, claro. El caso era colaborar.
Siro Torres, de delegado provincial perpetuo de Bono.
También los había menos estrambóticos, que, al contrario, más que empujar, querían un cierto impulso, aunque fuera en la Caja, como José María Alcalá, afiliado en su penúltimo (y no sé si definitivo) año de derecho. O el otro hijo del tendero, Siro Torres, con aquella pinta de haber sido monaguillo hasta la semana anterior, que había colgado el babero y vendía una victoria segura en su pueblo en las próximas, garantizada por él (más sociólogos), y a cuenta de ello iba pidiendo un crédito. Ea.
O José Antonio Escribano, viejo condiscípulo del magisterio, siempre tan dispuesto, positivo y funcional, siempre tan joseantoniano, o sea pro sí mismo, con el que me topé en el bar –un poco embarazado diría yo– el día que fue a presentar sus respetos a los encargados de la finca en pleno cambio de moda primavera-verano.
Por no hablar de la sempiterna y variopinta fauna del famoso tejido social, una procesionaria más tupida que el camino de Santiago, entre creyentes y gentiles, que de continuo nos invadía. Como Desiderio (y con éste doy fin a la exempla), un funcionario de agricultura recién recolectado como militante, cansino, agónico, preguntón y desconfiado a más no poder, que se pasaba las horas muertas dando la murga con sus muchas dudas y recelos (propios de su condición campesina, aunque fuese funcionaria) sobre cómo el partido, tal y como era gobernado, iba a poder salvar a la estepa y a sus pecadores como él.
 Era evidente que los malmetedores de otros bandos hablaban por boca de aquel ganso al que Eugenio, en su calidad de ex representante de champús anticaspa, no quería pararle los pies ni tan siquiera cortarle. Pero yo no vendía ni parafarmacia, y aquel sisón cagón me rebordecía. Así es que le dije que de ninguna forma, que él no tenía salvación ni aun pagando doble cuota.
Al pobre le sucedió tal confusión que creo que se le nubló la vista, porque dirigió su mirada a la ventana más próxima y tras mirar al exterior, al ver el polen que salía de los árboles, dijo: “Está nevando”. Lo cual confirmó que ni como funcionario de agricultura tenía futuro. En lo que fui respaldado por la compaña, no sin acusarme hipócritamente de una brutalidad incompasiva. Propia de campesino, también.


Buscando la gatera

Y es que los peregrinos de la timba se las traían.
A mi visión de la política se incorporó así esta imagen de cadena alimentaria en la que el PSOE representaba el biotipo ideal de jungla de asfalto donde anidar cualquiera que se postulase para comer, independientemente de si llegaban a hacerlo o a convertirse en alimento. O que yo era muy faltón entonces.
En el 79, la derecha había sacado 
        a su nuevo icono ante lo que parecía
      iba a ser otro paseo electoral
Y naturalmente acabó haciendo el 
          paseíllo. Pero perdió las elecciones, 
y la izquierda se instaló 
en los municipios
Quizá fuese la frustración que suponía el saberme títere de los hilos que enhebran la escasez y el miedo a ser zampado por los muchos carroñeros que se iban congregando a saciarse con el cadáver de la aún en pañales democracia. Lo cual, dicho por mí ya sé que suena nauseabundo, pues mi precocidad e incluso tablas, bien podían conferirme un aura de vividor necrófago.
Pero, para contradecir esta imagen, mi vida consistía (y seguiría, para desgracia mía) en tocar pelo sin pasar a mayores, perdiendo (o renunciando) en el último momento por esa falta de empuje que nos falta a los que no vemos demasiado sentido (o salir demasiado caro) el subirnos al séptimo cielo, quedándonos más bien en un laisser faire, laisser passer de planta baja, un poco demasiado laxo. O, como decía Juan, diletante.
Exagerado como peligroso por mis contrarios, yo me había hecho con una buena mala leyenda, que no está mal. Pero también me apocaron para triunfar en más empresas de las deseadas, pues, lejos de una ambición comme il faut, la animadversión prejuiciosa y las dichosas liendres rebajaban mi espíritu obstinado, contumaz y terco hasta la pasividad suicida de no querer más campos de minas ni enemigos de los precisos.
Tarde de fútbol. Mejor sitio, quizás, al que merecía la pena
           ir más. Aunque, sin duda, más aburrido entonces.
Y en vez de encaramarme en cualquier enlucido, me echaba a un lado y rehuía el salto por detrás a la nuca. 
He de decir que por suerte para todos, porque muchos, y yo el primero, lo habríamos sentido de verdad si me hubiera movido la carrera política. 
O en otras palabras, que si por un lado tenía claro salir de mi atolladero de adocenamiento y alienación, no hallaba la manera, estancado en aquel pozo de complacencia fácil. Pero una tibia tarde de finales de primavera la diosa Fortuna echó un cable.
Yo pastaba alegre, sereno y lánguido con mi hijo en el césped trasero del depósito de agua de la Fiesta del Árbol, adonde solía llevarlo a dar sus primeros pasos, cuando Maxi se presentó con aquella Ducati castañera en aquel rincón del paraíso, tan mío por diversos motivos, y soltó lo último que yo quería oír, engalgado como estaba en mis diversas servidumbres: que los munícipes habían dado rienda suelta y el parabién al viejo proyecto de crear un ente de prensa, y en breve se iba a dilucidar cómo ponerlo en marcha.
Maxi parecía más empeñado que yo en aquel embolado. Pero tenía su lógica. Siendo un pescador nato de cualquier planta de oportunidades, la transición era para él como hacerlo en una piscifactoría. 
Y como no se podía comer la nueva tajada por tener ya otra en la boca, y odiando por su formación del espíritu comercial, que cualquier captura cayera en otras redes, yo era el socio ideal para avanzar posiciones, apalancar territorio y tomarse merecido desquite de aquella falsa aristocracia desdeñosa socialistilla, que las piaba escandalizada cada vez que alguien quería tocar en su templete, que ni que se lo hubieran echado de reyes. Era su modo personal de demostrar a los cuatro vientos que les daba sopas con onda.

La cosa fue más o menos así
Hacía tiempo que el consistorio le daba vueltas a lo de contratar alguien que les llevase las relaciones con la prensa, y limar así sus asperezas con unos medios cuyas líneas editoriales con el ayuntamiento iban desde lo crítico a tirar directamente a degüello. 
Una situación indeseable a la que no acababan de hacer frente por no haber un consenso en el “who”, o quinto toro en este caso (nunca malo, dicen) de la información, dado que los comunistas, que con cinco concejales se habían apropiado de la bodega, la sentina y hasta el puente de mando cuando les dejaban (que eran muchas veces), tenían su propio apadrinado, uno de los pocos apoyos relativos en los medios, el cual, pese a sus poses denostadoras o sobradas como encargado de los primeros y precarios informativos de la SER, sintonizaba suficientemente con todos y era lo bastante servicial como para aspirar a premio. 
Pero algunos socialistas no se decidían, sobre todo de cara a su galería y por aquello de no dar siempre la imagen de decir sí, padre, a sus socios; aunque en el fondo estuvieran igual de acuerdo con la propuesta. Y un día, de improviso, hubo fumata blanca.
Jesús Alemán, entonces pieza fundamental 
         de loscomunistas en el Ayuntamiento, 
         años después, instalado ya como 
        renacido bastión neosocialista.
Era lo que Maxi me había venido a decir, tomándose la molestia de buscarme en el quinto pino para comerme el coco, como siempre.
Yo estaba dispuesto a tomármelo de la manera menos cruda posible, y me puse a mi estilo, refractario, escéptico y lamentón, un “milpegas”, sentido o forzado, dando la guerra por perdida de antemano, y por ver qué decía, también, visto lo poliédrico de sus miras: “¿Y qué pasa con Juan?¿No voy a quedar como un ablandabrevas? ¿Y voy a hacer yo de pinche sparring para que el paripé tenga una jeta democrática, y luego aire y a pringar?”. 
Todo, para que entendiera que ésa también podía ser mi gran oportunidad de acabar hecho picadillo, y él, de rositas y tan bien o mejor que antes.
Él sabía todo aquello y más. No en vano llevaba años como fichaje fulgurante en las cocinas, desde donde había cogido vuelos hasta egrupirse en los saraos, mojes y movidas del nuevo circo. Y también recibía lo suyo por ello. Nada es gratis para los procedentes de las ligas inferiores. 
Y allí estaba, dispuesto a dar otra vuelta de tuerca desde su promontorio, listo para el dos por uno: ayudar y marcarse otra muesca en el currículo, servirse un buen plato de ego, frío o como fuera, aumentar el acumulado, y dar en los morros a más de uno demostrando por enésima vez su hábil espadachineo. 
Por eso me espoleaba. Y porque sabía que yo estaba hasta el duodeno del potreo y de perder el tiempo, que era de agradecer. Pero también que yo no iba a tragar a la primera, porque yo estaba escaldado y no sabía ya dónde poner el huevo, yendo de la sartén al fuego. Por eso se ofreció a involucrarse apostando en una carrera que si no podía correr solo, podía ganar acompañado.
Y a partir de ahí me fue descartando dudas, dando mis argumentos por improcedentes, a su estilo empoderado con sus “ya se verá”, “bah, cagaleos”, y tal, que era su pose preferida cuando no tenía salida o no quería derrotarse dando su cerebelo a torcer, especialmente si era yo el contendiente.
Yo le dejé explayarse, que me dorase la píldora, que me hiciera el artículo de que no iría de burro para leones y todo eso. Necesitaba ánimos, ver luz. Era nuestro modo de entendernos: el negativo y el positivo, el yin y el yan, el blanco y el negro. 
Así, hasta llegar a un acuerdo en el que yo aceptaba de mala gana, algo que ya sabía que ocurriría inexorablemente, y más si, como era evidente, él seguía teniendo razón en que lo último era enterrarme como servilleta del partido y no probar fortuna en otros viveros. Que eso era para perdedores. Que no había más cojones. Yo, otra cosa no tendré, pero cuando me dicen lo que hay, sé reconocerlo. Y lo agradecía.
Aun así, me quedaba, como de costumbre ya, ese poso de levedad de no saber si el nuevo envite se resolvería en el terreno de la inercia amistosa o del interés compuesto cada vez más evidente en él, intuyendo que negocios y amistad, agua y aceite, y que lo mercantil, más que un nexo podía acabar siendo un arrecife.
Y así quedó la cosa. Sin esperanza y sin pena, morituri perdido. Pero entonces, un milagro vino en mi auxilio, demostrando ser cierto eso que decía Marx de que la casualidad era tan importante como la causalidad.
Eduardo Cantos, cuando entonces (a la derecha, claro).
Eduardo Cantos, a la sazón presidente (quasi vitalicio) de la Asociación de la Prensa, y a cuyas órdenes yo había trabajado durante el verano del 76 en la delegación de Pueblo, periódico del cual el susodicho era subdirector (el director era León Cuenca), queriendo acaso (no se me ocurre otra cosa) recuperar algo del prestigio, o mejor, para evitar desprestigiarse todavía más, y una vez que se le había pasado el susto del cambio político y el riesgo de perder las tres o cuatro sinecuras que había conseguido apercollar, creyendo poder reverdecer laureles, en un ataque de dignidad ignota y para demostrar que él podía ser más demócrata que ellos –cosa entonces chocante, pero tan factible luego–, introdujo una cuestión de orden institucional y dijo que la Asociación –o sea, él, que si mal no recuerdo me había retenido el carné procedente de Madrid, entregándomelo como si de una gracia suya se tratase– de ninguna manera iba a permitir que aquello se hiciese a dedo, proponiendo que se abriera un concurso en condiciones para que todo el mundo tuviera una oportunidad. Increíble, pero cierto. O lo mismo es que pensaba que el previsto era yo.
Al enterarme de este arranque de Romance de valentía a lo Piquer a mí me dio la risa. Y más de un concejal tuvo que ir al Avión, que era la segunda sede municipal, a tomarse algo.
Allí estaba, todo un ex comisario de prensa de los sindicatos franquistas y otras hierbas, dando lecciones de pluralismo. Con un par. Y los de UCD, viendo en este asunto tan simbólico como táctico la ocasión perfecta para no ser pasados por la piedra, y la oportunidad de lucirse adoptando una posición liberal, lo apoyaron, no teniendo el resto más remedio que promover un concursillo, eso sí, muy plegado, aunque ya no tan descaradamente, a las prerrogativas de la primera idea.
Nosotros, entonces, nos hicimos el longuis. Para mí nada difícil, considerando que me encontraba inmovilizado y fuera de juego. Sin embargo acordamos algo mucho más importante: a Juan, ni media. Por dos motivos: uno, podría intervenir en contra, por no convenirle mi marcha, lo cual les vendría de guachileré a los munícipes deseosos de segar la incursión; dos, podía intervenir a favor, y eso era todavía peor. Y como en caso de fracaso, la cosa se me iba a afear, ¿a qué pedir un trailer del castigo final? 
Así es que dejamos caer la arena silenciosa en el reloj y nos preparamos para una guerrilla de corta duración, pero de lo más interesante porque iba a ser mi oportunidad de empezar a conocer la urdimbre de esas miserias humanas que los expertos denominan entresijos de palacio.
Que Maxi anduviera pasado de sí mismo y sobrado para dar y vender, una pose muy suya y no muy reprochable, como vulgaridad predecible en cualquiera que arrastra sus rémoras desde la calle hacia el principal, no quiere decir que no estuviera en forma y fuera muy capaz de hacer pasar por artesanía una macana de segunda, y venderla como peine de coral. Más bien era su especialidad.

Antonio Ballesteros, en 2010, promocionando, como siempre,
a Miguel Hernández.
Preparamos así un proyectito muy bien maqueado, con su logotipo de empresa y todo (ECO, Equipo de Comunicación), en el que exponíamos las maravillas que estábamos dispuestos a proporcionar al municipio (que era lo que nos quedaba, ya que con la familia y el sindicato ya lo habíamos hecho hasta aburrir); todo, seriamente pensado, racionalizado y presupuestado, que pareciera que nos lo habíamos currado. 
Una propuesta que nadie en su insano juicio podía rechazar, y que contaba, además, con colaboradores estables (y esto no lo hicimos para engordar el chisme, sino que iba de veras), como JAD el Temible, o sea José Antonio Domingo, un incondicional mío entonces y redactor en La Voz; Ricardo Avendaño al diseño, éste con reparos, pues su lealtad y gratitud tenía que repartirlas a partes iguales con Maxi pero también con José María López Ariza, concejal y diputado supremo de Cultura y amiguete suyo, y siempre ha habido clases; por lo que tocábamos madera; y Antonio Ballesteros, otro “pecero” a las órdenes en Publicidad Cóndor de un padre político peladillero por un puñado de rublos, y que vio en el proyecto magra suficiente para sacar si no parné, si algo de pecho. El cuarto elemento estaba en Almansa, y era Juan Luis Hernández Piqueras, que esperaba su oportunidad en una emisora asociada a Radio Nacional o algo así, e iba de figurante como nuestro hombre en las ondas –y nos prestaría un único pero muy buen servicio, como veremos–.
Así pues éramos un holding mediático y teníamos de todo. Y al poner el punto y final me empecé a preocupar. El reparto era tan bueno que podíamos perder perfectamente.
Presentamos la papela y esperamos, sin dejarme ver yo, por si les daba alguna ventolera. Y no íbamos descaminados. Aunque había concejales que nos eran equidistantes y hasta casi neutrales, como Gil Calero, Vergara o Gómez Tomás, la mayoría se alineaba en el sector pro competencia, mientras los puntales que podían partir el bacalao (Salvador Jiménez y su lugarteniente Florián Godes) se mantenían en el funambulismo diplomático de a ver qué pasa para apoyar al ganador.
Y cuando vieron nuestra documentación, que para resumir diremos que estaba confeccionada en una máquina eléctrica, mientras la de los otros era un verdadero muñón a boli y de cualquier manera (tal era la confianza en su propia inminencia), hubo quien se enrocó, con algún sonrojo, y no pudieron otorgar el encargo en primera vista. 
Así que, para darnos a todos otra oportunidad, porque la cosa no estaba clara (por lo amanuense o la caligrafía, sería), sin ningún empacho los munícipes lo dejaron sobre la mesa y se sacaron de la manga una prueba suplementaria y definitiva, consistente en hacer una maqueta de un programa de radio tipo, y para ayer, como quien dice.
Para entender la vesania de la requisitoria, decir solo que la mayoría del otro equipo trabajaba en la radio. Pero la ignorancia es un grado, casi más que la experiencia, y como ya nos esperábamos una gran jugarreta, viendo que era la última, pues con algo así esperaban dejarnos en el sitio, con las mismas, nos fuimos a Almansa.
La dichosa y servidor, fecha más o menos.
Yo había estado una sola vez allí. Cinco años antes, cuando andábamos relacionándonos para ponernos en marcha políticamente, y nos informaron de un grupo que se reunía en un local anexo a una iglesia, y que estaban como nosotros, saliendo del cascarón. Cristianos de base o algo así. Quedamos con ellos y fuimos a verlos un sábado a la tarde no recuerdo quiénes, salvo a Chacón, que iba conmigo de paquete en la dichosa Peugeot.
Era mediado marzo, y el viaje se nos dio tan liviano y cordial como cabía esperar. No sacamos nada en claro, nos pasamos panfletos, alguna información, los arengamos y ni siquiera ligamos (que siempre era un objetivo en cualquier negociación, y no el último), echamos la tarde y partimos de vuelta. 
Pero la noche había caído ya y las condiciones objetivas habían cambiado de cojones. Y las subjetivas ni te cuento, pues nuestro atalaje dejaba mucho que desear para enfrentarnos a la situación.
Ni mi jersey, mi anorac zurcido, mis guantes elementales de lana, mis botas de serraje con grasa de caballo por mi parte; ni el abrigo ni la barba de Chacón, podían nada frente al frío de cristal marceño de la tierra. Y por poco pelechamos. 
Yo, bragado en mil batallas como repartidor de leche por las calles en el hielo y la nieve, en bici, moto y hasta carro de caballerías, jamás pasé tanto frío como aquella noche. 
Baste decir que hubimos de parar varias veces a recuperar el resuello y que en una ocasión la tiritera o el agarrotamiento, no sé, me hicieron perder el control de la moto y nos fuimos a un bancal. Menos mal que entonces las carreteras estaban al nivel del terreno y, ligero, torcí el manillar y nos metimos otra vez en la ruta. Pero fue espantoso.
Llegué a la huerta donde vivíamos arrecido, con signos de hipotermia, sin notar bien algunas partes de mi cuerpo, envarado y medio tieso, hasta el punto de que me metí bajo la enorme mesa camilla, la misma donde mi madre destetaba los pollos prematuros de temporada, y tapado con las sayas me encorvé sobre la estufa de butano que dentro de ella funcionaba a tope, y así estuve hasta que el cuerpo empezó a espabilar, con mi madre subiendo de vez en cuando el telón para ver si me había dado un telele o si salía ardiendo.
Juan Luis Hernández, periodista de Radio 
Nacional, muchos años después
Pues con esos recuerdos volvía yo esa tarde a Almansa, con un guión de urgencias y sin saber por dónde iba a salir el sol, a pegar el sablazo a un desconocido más subempleado que yo, cuya buena predisposición para causas como la nuestra (y suya por un día) a hacernos de técnico, locutor y director, aún no he agradecido por no haberlo vuelto a ver, de tan deprisa y corriendo que fue todo, porque, entregado el dichoso casete, que dudo alguien del tribunal escuchara, a los pocos días se nos notificó que habíamos ganado –miento, fue oral, y a Maxi, que no era el titular del proyecto, pues conmigo no querían cuentas–.
Yo le mostré mi sorpresa. Pero aún me sorprendió más su lapidaria explicación: ”Como que ellos no han presentado nada”.
Claro. Si no, de qué. Lo cual dejaba tan en evidencia al rival que ya nunca jamás me sería perdonado aquel tour de force, con cargo al cual iba a pagar muchas más facturas de las que me correspondían.
Pero mi mayor preocupación no era esa, sino cómo decirle a Juan que me largaba, porque, y esa era otra, los munícipes, que para eso eran políticos, no contentos con haber perdido un tiempo precioso, querían que me incorporase a la voz de ya, según me mandaron recado por mi vicario (cosa que no presagiaba nada bueno), porque si antes no me querían de ninguna manera, ahora mucho más hervían de ansiedad por tenerme a su merced.
Con las mismas, les mandé decir –a la recíproca– que eso sería en cuanto quedasen zanjados asuntillos de trámite pendientes. Pero era para ganar tiempo. Y a eso de ultimísimos de junio, en medio del calor infernal de la sobremesa, empecé a ir a la vieja casa consistorial a tomar el pulso al embolado y auscultar lo que se me venía encima. Pero antes, me despedí de Juan.
Él ya lo sabía. Lo único que deseaba era verme hacerlo, para lo cual me tenía preparados una cara a cincel, un gesto adusto y la palabra seca, y con cuatro frases me pasaporteó, naturalmente dentro de su talante comedido, prometedor y cordial. Y lo mismo Eugenio y Mari Carmen, que con cierta ironía me desearon que no me pasase nada.
Hasta ahí, normal. Nadie acepta de buena gana ver al pichón dejar el palomar. Volar sería también su sueño, supongo. Y todos me echaron esa penúltima mirada propia de “una mata que no ha echado”, y a otra cosa. 
Pero el verdadero epitafio lo custodiaba Concha, la ex camarada valedora comprensiva que, enfamiliada con muchos de nosotros, nos alentaba a descerrajar argollas, con su predilección  sentimental, tan harta de tanta postura aguada y pusilánime como debía de conocer de primera mano, aunque siempre esa justificación para su buen socialdemócrata marido, por al menos haberlo sido desde siempre. En fin, lo típico de dormir en el mismo colchón. 
Pero un día, de paso por su casa, y aprovechando que Juan no estaba, se me reveló diáfana, dándome de improviso tal bronca, tratándome de desagradecido, echándome en cara mi deserción y cómo dejaba de tirado a su pobre marido, que me dieron ganas de preguntarle si es que en francés no existía la palabra coherencia.
Me parecía increíble oír aquello de una mujer de raciocinio peculiar pero cualitativamente cálida y comprensiva, al menos con otros. Pero lo oí. 
Y me quedé pínfano, bloqueado como cuando alguien te suelta una bofetada sin más trámite, que también me ha pasado. Pero esta vez confundía la velocidad con el tocino. Y no volví a pisar aquella casa. Yo soy así, sólo discuto las cuestiones secundarias; las esenciales las hago y punto.
Aun así, la entendía. A su través se expresaban las frustradas expectativas puestas en mí por el caballero sin corcel en su nada gratificante segundía, siempre al rebufo del mayorazgo del señorito al que todo le cuesta la mitad (léase Pepe Bono). O sería simple despecho por no poder sacar derecho de mí como precoz y eterna promesa que trataba de pulir para echarle una mano en agenciarse su buena propia hidalguía situación. Y mira por dónde, cuando más cerca veía su tan esperada conjunción astral, iba yo y me declaraba en fuga por los imponderables del mercado.
De una tacada pues, había conseguido figurar en el debe de más libros de cuentas de los apetecidos. Y aunque pronto se le pasaría la rabieta, y metería a otro en mi lugar declarándome prescindible, debía estar atento, pues, como buen depredador, nunca abría el cepo del todo, y lo mismo que antes había tratado de desviarme de mis anhelos profesionales, sabiendo que en mi incursión en territorio comanche podía perder la caballera, y luego a mendigar, él estaría aguardando en plan buitre. Así que tenía que ponerme las pilas porque volver era lo último.

Con el rabo entre las piernas
Dicen que cuando uno se va de una familia lo mejor es no regresar nunca. Y algo así me barruntaba yo, siendo por ello mi entrada en el Ayuntamiento más bien triste y pesimista, por saber –es de las pocas cosas que aprendí de la dialéctica– que una vez que se toma una bifurcación nada será ya como antes.
Yo llevaba ya tiempo tratando de ajustarme las tuercas mentales. De reciclarme en una especie de autoterapia psicosocial, a sabiendas de que los años pasados habían causado en mí cierto desequilibrio. Y por ejemplo, había vuelto a Clint Eastwood tras cinco años de abandono. Tenía que recuperar el tiempo perdido en loqueras, buscar enemigos, cazar fantasmas, etc y ponerme en solfa. Por pura ecología de la razón instrumental, prácticamente repudiada por mí al cumplir los veinte con aquel ejercicio de espiritismo cultural estéril con el que muchos de mi generación nos autolimitamos y automutilamos, apartando de nosotros todo aquello que no reuniera los requisitos prescritos por nuestra propia ofuscación.
A veces pienso que las grandes empresas mundiales de electrodomésticos de línea blanca nos tomaron de ejemplo para perfeccionar sus lavadoras, fijándose en la manera en que nos autoprogramamos, nos prelavamos, en seco, en caliente, en frío, logrando un secado y centrifugado de lo más apañaditos, que hasta parecíamos hechos así de natural. Y he de decir que a mí me dio fuerte, quizá porque yo era, desde mi más tierna infancia, todo un avanzado en los productos de eso que Gramsci llamó hegemonía cultural del capitalismo. Lo que se dice un verdadero alienado.
 Con seis o siete años, yo ya tenía las orejas pegadas a  Ama Rosa, Matilde, Perico y Periquín, las dedicatorias y hasta el “parte”, quizá por el silencio reverencial con que mi padre demandaba escucharlo con reclinatorio, sin dejar de lado las seis o siete películas semanales, cromos, coleccionismo vario de iconografía imperialista, por no hablar de tebeos, y la prensa, azul, rosa, roja, lila, beis, marrón y todo el arco del triunfo. 
Un sometimiento que al llegar la tele se exacerbó hasta límites insospechados, y porque sólo había una cadena, que si no…, con la guinda añadida de todo tipo de novelística y lecturas espurias de tercera, en cuanto vi que aquello de leer se me daba. Un buen comienzo para lo que ya despuntaba como prototipo consumista pulp. Un pozo de detritus, vamos.
Yo me apercibí enseguida de mi enfangamiento cuando a los dieciocho empecé a frecuentar desde mi Escuela Normal a los chicos de COU, mucho más adecuado que el PREU para la rebelión en marcha. Yo les decía: qué le voy a hacer, si soy un tipo de barrio (ellos me decían fiestarbolero, que era un epíteto sinónimo de arrabalerismo cultural). O quizá fuese un problema de autoestima.
Pero por aquello de la promiscuidad social de esa edad en la que o haces lo que te haga sentirte integrado con tus iguales o te vas directo al arroyo de la soledad, que en la pre juventud no deja de ser enfermedad grave, me dejé exorcizar por la superioridad de lo novedoso, renuncié al satanás de la subcultura que me tenía aherrojado en la felicidad, y empecé a trasegar de la inmunda tinaja de mis saberes, para volverla a rellenar con el nuevo maná de lo más in, chic, underground, etc, que era lo que nos iba a salvar del peor vacío, el de quien se cree repleto.
Y como los conversos somos más exagerados que una madre, y dado que mis dotes daban para pasarme tres pueblos, en un ajuste de cuentas con el pasado y ayudado por una capacidad de autocrítica sólo comparable a la imbecilidad de pensarme retrasado respecto a otros, eché por el camino del esnobismo radical, que tantos disgustos me depararía.
Para ilustrar el cerrilismo ilustrado de esa época de ceguera por efecto de una luz deslumbrante, diré que rechacé ir a ver (para qué, si estaba ciego), cuando la estrenaron, Tiburón, como un acto de protesta. Pero eso, siendo mucho, no era nada. 
La estulticia no tiene límites, y lo que jamás pensé que hiciera, hasta ahí fue dónde llegué: durante una larga temporada dejé de ir a ver las películas de Clint Eastwood, el Jesucristo irrenunciable de mi religión fraguada en horas, días, meses, años de esperar cumplir dieciséis, para ver aquel mito prohibido de la infancia de La muerte tenía un precio, una tarde de verano infernal, en un cine Carretas de pasillos atestados de sudor y testosterona, y a los catorce, porque ya aparentaba más, y yo, tan orgulloso.
Yo, en las tertulias y cafés, me fajaba bastante bien con todos los detractores modernotes del icono, que hasta anteayer mismo fueron legión, porque entre otras cosas hablaban de boquilla, y yo, que había visto miles de películas podía rebatir a aquellos pobres analfabetos cinematográficos que apenas si podían mencionar en su haber To be or not to be o El acorazado Potemkin. Pero la propaganda siempre cala, y al final me cansé y me uní al coro de piantes, y empecé a negar al Maestro como un vulgar san Pedro.
Ha sido de las peores cosas que he hecho en mi vida, aunque he de decir que sólo fue en los estrenos, pues a hurtadillas, en pases televisivos o sesiones dobles, seguí cultivando ésta y otras facetas tan clandestinamente como degradantes. Y es que yo fui muy gilipollas mientras creí. Que no se puede intelectualizar tanto nada. Así que, gracias al cielo que aquello duró lo que duró, y en pocos años, volvió a instalarse en mí el descreimiento como formulario personal de andar por casa marca de la ídem.
Algunos decían que la culpa la tenía el PSOE, otros el haberme casado, y otros que en realidad yo nunca había creído de veras, y que mi aventura juvenil había cristalizado en aquella trayectoria, la más a mano, y ya está. Y tal vez fuera cierto.
Pero he de decir que sí creí. Con esas crisis de fe renovable que tenía Teresa de Calcuta (lo cual no implica que desee la beatificación), pero fe al fin y al cabo. Y cuando dejaron de darse las condiciones para su renovación, y con cierta melancolía por su pérdida, creí poder volver a lo bueno de mí, por ese camino imposible, ingrato en tantas cosas y cicuta obligada de los pasos perdidos, que aun así probé a intentar reverdecer, pensando reversible lo desaparecido.
Así es como hice mi propia parodia desde el apartheid moral a que me había llevado el relativismo fácil a que me había afiliado. Y en homenaje a mí mismo, descollando sobre la impostura, fiel a mis carencias, bataneado y limado de (algunas) soberbias impurezas, desde esas fechas en que también empezó a no gustarme la tele en ByN de segunda mano que, como un sacrilegio, me había atrevido a adquirir un año antes, cuando la falta de liquidez y la crianza follonera me obligaban a estar en casa hasta la hora 25, desde entonces y a modo de venganza a lo Joe Kid y para reciclar mi reconfortante corte de mangas a todos los que un día u otro quisieron afearme ser como era, he visto tantas veces como he podido todas las películas de Clint (y Tiburón).
Todas, menos esa que permanece secuestrada al público por él mismo, por supuesta falta de calidad, y que aún hoy es imposible ver, aunque esperemos que con los años, el Maestro cobre toda su lucidez y en un acto de generosidad nos lo permita. No importa que sea la peor película de la historia (que lo será), pero eso hará que al fin, todos estemos en nuestro sitio.





La venta de Mal Abrigo

En el verano de 1981, cuando me puse los manguitos, el periodismo era de otra galaxia. –Siempre lo es en realidad–. Las instituciones iban por detrás de la agenda informativa y no la creaban y gobernaban: la sufrían. 
Era tal la intemperie mediática de ayuntamientos, diputaciones (incluso la Junta viviría de prestado y hasta itinerante), que me las veía y deseaba para colocar en los periódicos o emisoras locales (¿alguien piensa que si hubiera sido fácil, me habrían contratado?) algo del Ayuntamiento que no fueran las comidillas resabidas, o peor, algo que los concejales no hubieran colocado ya por su cuenta. Lo cual, por increíble que parezca ahora, tenía su explicación, siempre trufada de elementos profesionales, políticos y personales.
Primero, por el ambiente periodístico, pues, al estar saliendo (o no) de un régimen de información y propaganda domesticados, que pese a las reformas, las conversiones, las novedades y los cambios sinceros, seguía tan viciado y podrido –vamos, que seguía–, que hacía impracticable una normalización informativa en condiciones. Que tampoco iba a ser para tanto, visto lo visto después, pues salvo extraños episodios de acomodamiento de las piezas del puzle, siempre ha sido así, y nuestra provincia (o capital, porque el periodismo es un fenómeno urbano) tampoco diferiría de las demás, aunque sí con unas peculiaridades que me gustaría destacar.
En esos momentos ningún medio estaba por la labor de apostar por las instituciones en que no gobernaba UCD. Radio Juventud, emisora del Movimiento apenas reciclada en todos los planos, con Mujeriego a los micros, y Radio Popular, con sus obispos, ya se sabe; o La Voz, el periódico local, que ya hacía aguas y cuya única línea editorial perceptible consistía en buscar un asidero (de billetes) en el oleaje, sin desdeñar ninguno, pero arrimándose a quien entonces asaba las sardinas.
Si la SER, que pasaba por cadena liberal (los Garrigues y todo ese rollo) logró parecer más proclive que tibia a lo nuevo, fue por su marketing en ese sentido, y porque eran los únicos que tenían informativos propiamente dichos, que acabaron siendo el último refugio de la divulgación política, y por tanto su negocio.
Ramón Ferrando en el Pregón de Feria del 97
Y La Verdad, que acababa de perder a su director y hacedor, Ferrando, impulsor y amigo personal de muchos de los nuevos inquilinos del poder local, sucedido por Sánchez de la Rosa, muy ligado al régimen anterior, con cargos (como concejal, no sé por qué tercio, y con mesa reservada durante años después en la Caseta de los Jardinillos), mantenía ese tono hasta cierto punto plural dentro de un orden (eclesial), pero equívoco y taimado, sin acabar de decantarse, escudado en una objetividad profesional muy discutible.
En definitiva, la actitud mantenida en general por sus responsables era borrosa, de manta a la cabeza y madriguera, so pretexto del agobio de las presiones propias de la mucha responsabilidad de la etapa que transitaban, manejándose en una farragosa y unánime equidistancia a lo Bertrand du Guesclin, debido a que sus reflejos condicionados, bien amaestrados para servir a los regímenes fuertes, no acababan de hallarse cómodos en medio de la mudanza, esmerándose en un juego de confusión con el que se hacían valer hasta ver despejadas sus incertidumbres.


Las habichuelas, con sangre entran

Mientras eso llegaba y para cubrir su expediente, se sacaban la espina castigando de vez en cuando, para lo cual solían elegir para machacar (criticar, se dice en eufemismo) a los mensajeros, esto es, a los machacas que íbamos emergiendo en las instituciones para batirnos el cobre con los chicos de la prensa, practicantes expertos de ese doble juego tan característico de enseñarle los dientes al mandado (y eso que se decía que perro no come perro), para llegar con ellos intactos a los postres que los nuevos amos les echaban, tan complacientes ellos, desquitándose de la mala sangre que criaban al tener que soportar la mano en su lomo de sus nuevos señores, con mordiscos a la yugular del personal de servicio.
Esa fue la tónica general entre los que movían los hilos, y (algo) menos de su soldadesca. Hasta que vieron que sus temores a no ser invitados a los toros eran infundados (ése ha sido uno de los miedos atávicos recurrentes de la profesión, y no sólo metafóricamente). Entonces pasaron a alternar sabiamente dentelladas y lengüetazos para, con ese juego preliminar erótico alimentario, conseguir por un precio módico los laureles para las lentejas que suelen acompañar a quien permanece puenteando cacicatos y satrapías. 
Y con aquel su gran olfato adquirido y bien engrasado para detectar regímenes fuertes y duraderos, en cuanto se olieron que éste podía durar tanto como el anterior, no dudaron en apuntarse mayormente como sus nuevos mentores avant la léttre. Y viendo que podían meter mojada impunemente, se empezaron a abrir de capote. 
Núcleo socialista de la 1ª Corporación Democrática, en su 
         presentación electoral: Ma. Ángeles López Fuster, Carlos 
        Sempere, J.Luis Gil, Manuel Vergara, Salvador Jiménez, 
Juan Gómez y Florián Godes.
Cuando yo llegué al negociado, la situación descrita pasaba el ecuador y ya se vencía del lado del relevo de amos. Y mi percepción personal era que un desastre así, en vez de enderezarlo, lo que iba a hacer era masacrarme.
Pero erraba en todo. 
Ni era tal desastre, ni aquel era un trabajo hercúleo, ni mucho menos un matadero, ni a mis jefes los trataban tan mal. 
Otra cosa es que se creyeran los reyes del mambo. Es más, pienso que sin mí les habría ido igual que les fue, si no mejor. Y si dieron el paso de mi contratación fue por estar iniciado el proceso desde principio de año y era mucho peor anular algo en lo que habían estado reticentes, que seguir con los faroles.
Aún así, los munícipes nos estaban esperando como agua de julio (después de haber estado mareando la perdiz durante meses, que ya les valía) para ver de sacar algún producto de su inversión, porque había una serie de cosas a las que, sencillamente, no llegaban.
Por ejemplo, tenían encima los Festivales y la Feria. Y ahína si nos vimos para salir de aquel atolladero, poniéndose de manifiesto que cualquier cosa servía para avivar la suspicacia, el ya te lo decía yo o la actitud refractaria pura y simple, por parte de ellos, como si hubiéramos llegado tarde aposta. (Y todo, en medio de la citada doblez mediática de dar cera al príncipe y leña al heraldo).
El caso de los Festivales es que fue casi cómico, pues hubo periodistas de pro, con asiento gratis, sin redaños para cuestionar el programa –Pawlosky y Dagoll Dagom, entre otros, tan rompedores de lo que se estilaba en el Parque de los Mártires, que aún se llamaba–, se pusieron a criticar el cartel. Y al enterarse de que era de Turégano, les faltó tiempo para ensalzarlo. Pero con el programa de Feria fue aún peor.

Perro come perro, y lo que sea
Queriendo introducir ciertas innovaciones (que años después serían pan del día), aceptadas solo a última hora, el alcalde, un político que con un poker en la mano jamás se hubiera jugado ni una caja de Ducados (¿o era Rex lo que fumaba?), al fijarse en los costes le pegó tales recortes que más que en la estacada lo dejó en matascagadas, evidenciando el cutrerío del querer y no poder, y una modestia que aspiraba a ser franciscana y era más propia del tendero de Dickens. Y hubo un conato de escandalera, con puyas contra el papel, indigno del evento, una cosa tan emblemática y cosas así.
Pero la injerencia que más me chocó fue la de Sánchez de la Rosa, que sin presagiarlo beligerante, se alzó en lápices asaeteándonos con algún churlitazo de tinta sin demasiado fundamento. Porque tocaba. O para ganarse, a su estilo habitual, una nominación como “crítico” muy especial. Cuando con haberle dicho que, de todos los conversos, él era el mejor y el más auténtico, se hubiera derretido de gusto. Como hizo después Juanfra (Fernández), que le dijo ven y lo dejó todo.
Sánchez, tomando (buena) nota, ante J. F. Fernández 
Pobre e inconsciente de mí, párvulo aún en tramas, no podía comprender esa fustigación, aparte del antedicho jueguecito plumilla del navajeo/connivencia, como no fuera que entre tribus, lobis y francotiradores le habíamos quitado de la boca y casi sin querer (¿cómo nos atrevíamos?) el caramelo a su apadrinado pupilo preferido. 
Algo que si le honraba, luego, cuando le conocí mejor y casi alcanzo ese mismo grado en su catálogo, lo llegué a dudar muy mucho, pues en cuestión ya no de amistad, o lealtad, que sería demasiado pedir a un periodista, dejémoslo pues en simple afinidad, no llegaría nunca a destacar ni mucho menos.
Así que nos bautizamos con aguas más que residuales y una marea de morros levantiscos y mucha mohína alrededor.
No pintaba bien. Pero ya se sabía: de no ser eso, hubiera sido otra cosa. Había demasiadas baterías instaladas para que no dieran en la diana al descargar. Y es que nadie, de fuera ni de dentro, esperaba que aquello fuese a durar. Y los medios, los primeros. De modo que su indiferencia y luz de gas eran totales. O mejor dicho, su mezcla de siega de hierba bajo nuestros pies y política de tierra quemada para que no me comiera una rosca y dejarnos, sobre todo a mí, a la altura del betún. E iban por buen camino.
Los periódicos pasaban de mí como de la mierda. Te podías llevar bien con Ángel (Cuevas), Rosa (Villada) o Cándido (Dacosta). Pero al final el mando correspondiente te la piafaba. Y pizcaspajas las radios, pese a haber ideado un proyecto de comunicación basado en hacer publicidad en las mismas. Podías plantearte toda la indulgencia plenaria que quisieras. A la menor flaqueza, hueco en la loriga que veían, estocada al hígado sin compasión que te lanzaban. Pero lo peores eran los de casa, los del “propio bando”.
Desde el primer momento, los ediles, con el alcalde a la cabeza, no lo tuvieron claro. De acuerdo, era el primer gabinete de comunicación de la historia de Albacete. Pero estaba el miedo a lo desconocido, había nacido de penalti, de padres mal avenidos en una familia desestructurada. Y parido a hostias, ahora se lo tenían que comer con patatas. Y conmigo al frente, que según ellos era una especie de caballo de Troya introducido por ni se sabe (los comunistas señalaban al PSOE; los socialistas a una especie de contubernio socialdemócrata-extraparlamentarios; y los de UCD a la conspiración judeo masónica), constituía un plato indigesto que necesitaba de una urgente prueba de ADN para ingerirlo sin el antídoto a mano.
Por si al engendro le faltaba algo, la fórmula de relación contractual era la de ‘contrato de servicios’, o sea la contratación de una empresa privada (yo) para dar el servicio durante un año. Algo que, buscando la asepsia y no mancharse demasiado, les suponía más impedimento aún, pringándoles más al no depender yo orgánicamente de la corporación.
Gracias al cielo, la vida fuera de la política seguía. Así
         en lo taurino. En la imagen dos toreros que no acabaron
         de cuajar (¿como todo?): J.L. Rodríguez y Poveda.
Todo, pues, ayudaba a los munícipes a desmarcarse del hijo ilegítimo con la postura del padre ausente, viéndose todos como padres putativos y a mí no me mires, en medio de un mar de dudas y críticas soterradas que sólo podían empeorar el funcionamiento de algo que debía basarse obligatoriamente en la comunicación. Un disparate. 
Lo que se dice un buen ambiente. Y la actitud con que afrontaron el hecho de haberles salido rana, fue la de que un año pasa pronto, una mata que no ha echado, qué le vamos a hacer, ya se irá, y así.
Así pues, si de entrada había ya cierta aprensión, lo siguiente fue el rechazo estentóreo del juguete, poco o nada satisfechos de sus prestaciones. Lo cual era letal para el único objeto de mi contrato: tratar de poner al cabo de la calle al Ayuntamiento, hasta entonces parapetado a la defensiva como una plaza fuerte mal tomada; dar balumbo a lo suyo con anuncios, boletines, programas de radio, notas de prensa, y colocarles a ellos en el centro, no de la política, que ya lo eran, muchas veces para su desgracia, sino de la actualidad que debía pasar por la Casa Consistorial como enclave natural de una sociedad que se pretendía nueva.
No es que se negasen. Pero lo ponían todo en práctica para que no ocurriese, por estar todos convencidos que ya lo hacían de sobra ellos solos, cada uno por su lado. Y por supuesto mucho mejor que conmigo. Así, confiando más en las relaciones personales que cada uno había podido fraguar con los profesionales –a mí aún no me tenían por tal–, se las iban arreglando para ir a su bola, al pairo, cuando no a la deriva, mendigando migajas de unos y otros, que luego se cucaban con los compañeros, como si aquello fuera una competición infantil de cada uno con su pellica, de a ver quién salía más en la foto, ante la sonrisa perpleja tanto de la oposición (que hacía lo mismo) como de los medios.
Visto en perspectiva, la cosa puede explicarse por el maremagnum conceptual transitivo y contra natura, a medio camino entre el corporativismo fascista y la ficción democrática, propio de los recién estrenados políticos, que veían en el cuarto poder el ojo temible del gran vigía aún enfurecido, al que conferían esas cualidades míticas democráticas que negaban con su ductilidad a las instituciones que ellos mismos representaban.
Procesión de llevada de la Virgen a la Feria. Algo entonces no
era muy del gusto de la izquierda...
Sus perfiles, filosofía de la vida y actuación partiendo del pasado, sin mucho convencimiento de que el cambio no fuera pasajero (en esto coincidían con los medios), se veían a sí mismos como los que tenían que estar a su servicio y no al revés, que era lo propio del anterior o posterior régimen. Una actitud humillada y sodomita asentada en el falso presupuesto pseudo democrático de aceptación como demócrata de quien no lo es, que encubría una mentalidad estrecha y muy poco plural.
Y así les iba. Siempre a los pies de los caballos. Aunque, claro está, en privado echasen pestes de la situación tildando aquel status quo como inaceptable. Como mucha otra gente, hacían la transición, que era una larga marcha de un rebaño de acémilas perdido y aturdido, que una vez que se acaba la linde, sigue, sigue y sigue… siempre al son del cencerro lejano de los medios, que se descojonaban viéndolos a su merced, aunque también sobrecogidos por el miedo a no tenerlas todas consigo que da no fiarse de en lo que pueda acabar una situación nueva dada.
...Aunque acabasen cargando con la cruz.
Todo por el socialismo.
Un bonito panorama del cual, un mejor aventurero que yo podría haber sacado beneficio. Pero no era ese mi destino. Por el contrario, esas actitudes (y mi credulidad relativa en el nuevo mundo mejor) eran las que me hacía andar como puta por rastrojo en busca de información que transmitir (¡) a los medios sobre las cosas relevantes del Ayuntamiento, enterándome por algún colega de que el concejal fulano o zutano ya se había dejado caer con el tema, pero que no lo iban a publicar, porque no tocaba. 
O simplemente, y ante una información importante, se habían puesto de acuerdo para tapármela antes de dar ellos la exclusiva a cambio de un cuarto de página de publicidad que a ellos les parecía digno de saltárseles las lágrimas y de agradecimiento infinito, persistiendo en aquella red de favores y mercedes que mantenían con mentalidad vernácula. Eso, los socialistas.
Los comunistas, que la tenían, la información, y hasta más importante, no se sentían obligados conmigo en absoluto, y cuando se la pedía, a los típicos regates sociatas añadían la espalda o la callada por respuesta, con zancadilla marca de la casa incluida.
Un clima perfecto para la insidia, que no tardó en cristalizar en frases y consejos varios de Florián Godes y algún otro, que, queriendo hacer de mí un periodista de Pulitzer, me alentaban a que fuera yo el que, como un reportero de la calle, buscase, indagase, inquiriese, y en definitiva jugase a aquel escondite subnormal, para ver dónde se encontraba esa información que tanto deseaba como premio. Y que eso era lo que haría cualquier buen periodista. Como si yo hubiera ido allí de invitado a algún concurso, un reality o algo, y tenía que ganarme la nominación o algo así. 
Y lo peor es que, como yo tenía asumida desde hacía tiempo esa demencia, y ninguneado como estaba, entraba al trapo y buscaba entre los funcionarios, los periodistas de los medios y otras fuentes, los materiales negados por quien suponía debía dármelos, ya que yo estaba empeñado en dar la talla y que no se dijera. Y en esas, nos adentramos en temporada baja.


Camarero en temporada baja

Pasados ya los eventos de más curro del verano, enseguida se vio que si no podía llevar adelante mi compromiso de editar un boletín escrito mensual, hacer un noticiario de diez minutos matinal con información municipal y otro de media hora a la manera de magazine, para desarrollar unas necesidades de imagen y comunicación más allá del trabajo publicitario ordinario y de artes gráficas, perdería la partida y mi presencia se volvería intolerable.
Bono, a la derecha –el siguiente es Antonio Avendaño, periodista
entonces en  La Voz; a su lado Calderón, concejal comunista de Aguas;
el alcalde y técnicos de la administración, en el aforo del nuevo pozo de
 Los Llanos, que lo fue por gentileza y cesión de los Marqueses de Larios.
Mi misma provisionalidad me hizo de aliado, y al no disponer de un espacio propio, Ángel Alfaro, secretario del alcalde (y que iba a ser el último sacado de entre los funcionarios de carrera), me había cedido una habitación de retirar que tenía adjunta, o sea una azotea de auténtico privilegio pues, como suele ser habitual en las instituciones en reforma, aquello era el reino de la improvisación y todo pasaba por allí.
El alcalde, siempre quebradizo, desesperado hasta dar ganas de limosnearlo, y por tanto tendente a endilgarle cualquier muerto a alguien, asomaba compungido por allí a darle las quejas de, un suponer, que eran las once y aún no había asomado el ingeniero Bono –primo del ínclito y heredero del paraíso local de Pikolín (por no hablar del que haría por su cuenta), y quizá por eso tan retrechero a la hora del abandono matinal del colchón–, y que tenían una reunión con asuntos vitales y mire usted.
Y ya tenías al otro buscando con dedicación maternal al técnico, haciéndole de teléfono despertador hasta lograr que se levantase y acudiera a la media hora a aquel despacho, medio antesala, medio pasillo, insultantemente indiferente y despierto, dispuesto a oír con una relajación cortés lo que no llegaban a reproches de pobre que el pobre alcalde tenía que hacerle obligado por el cargo, pero ya sin la voz alterada, casi excusándose, como una rogativa con la mirada desviada de la más altanera y risueña en su madrugón del otro. Lo que había que ver.
O las diatribas contra otro tocahuevos descomunal, Ginés Ortuño (nunca presente en tales ocasiones), encargado de festejos (un clásico de la Feria), experto driblador, una especie de trilero de postín, doctorado en la inmensa escuela de subastas y gitaneo sin fin del ferial, que daba largas, cortas y medias verónicas, sin saber nunca los políticos por dónde iba la hebra, salvo él, y a cuya ilusión respondía con su pose de ‘el que quiera saber, mentiras en él’, con que sacaba de quicio a quien no se plegase a su hoja de ruta, haciendo despotricar al alcalde con plañidos como: “¡este tío, que gana más que un capitán general!” (entonces los alcaldes eran pobres todavía), picado de ver cómo los funcionarios avispados jugaban a las bandas que les daba la gana (como en su caso con el grupo comunista, que era el fiel de la balanza) para proteger su pequeño o gran poder, generando así las típicas contradicciones desequilibradoras, de las que beneficiarse. 
[La misma baza que yo, viendo el percal, también traté de jugar, todo sea dicho. Solo que me dieron con la puerta en las narices, por sentir mi presencia como impuesta.]
De los tres hombres fijos que el PCE tenía en el Ayuntamiento (Collado y Mata, entonces en pleno sindicalismo heroico, sólo aportaban por allí to serve and protect, como reza el lema policial gringo, especialmente Mata, concejal de Policía, hay que joderse), el que más alegremente pasaba de mi era Jesús Alemán
Conducta muy propia de su blandura sinuosa (provenía de Bandera Blanca, una tendencia de aquellas del eurocomunismo que daría lugar a Nueva Izquierda, un semillero de acólitos del PSOE), negándome el pan y la sal con un trato cordial y mucho Chester, sin soltar prenda de nada de lo que llevaba entre manos, y mucho menos del PGOU, entonces en preparación, y del que sin embargo Juan de Dios sí sabría incluso más de la cuenta, no en vano Yébenes era entonces el alfil colocado por él en la checa urbanística del ex agente de seguros “pecero”. Pero a mí, que era un peón de pronóstico reservado, ni los epígrafes.
Jesús Alemán, impartiendo lección al alcalde y a otros interesados en su magisterio.

Alemán, como buen clasemedista provinciano con ínfulas de universitario frustrado, era de esos que siempre sabe más que el titulado, pero que luego, en su camino a ser alguien, sabiendo sus carencias, se pliega ante quien puede suplirlas para desquitarse de esa humillación despreciando olímpicamente a otros. Y yo se la sudaba, entre otras cosas por haberme conocido, de soslayo, en su casa, como maestrillo cuando, con su mujer, Pilar, que también trabajaba en la escuela privada, andábamos de reivindicaciones laborales.
Recuerdo la suficiencia con la que opinaba y nos aconsejaba, dejando entrever ya al experto que iba a ser, no sólo en educación, sino en economía, urbanismo, el fisco, la gestión, y lo que hiciera falta, sobre todo cuando se pasó al socialismo, que era el campo ideal para los versátiles. Y la atención de pobre joven con que yo le escuché, fiel al encargo de mi partido de explorar las posibilidades de un sindicato de enseñantes (entonces nos decantábamos por el SITRE, una cosa de aquellas de entonces) que añadir a aquella lamentable, artificiosa y atrevida escisión de CC.OO que era la CSUT, el engendro construido (a medio) a partir de los jornaleros del campo y otros colectivos de lo más irredento e irredimible.

Inciso de un trastorno bipolar
Tengo que decir que yo ya tenía cierta experiencia como mandadero de cafiolos, desde mi integración en el PTE y desde que el año anterior, coincidiendo con mis prácticas en Pueblo, los personajes aquellos que venían de comisarios, al no saber ni papa de lo que aquí se cocía, nos soltaban la patata y decían, por ejemplo, que había que formar la Platajunta, ¡ele! (con dos cojones), la cual, dicho sea para interesados, era una versión colegiada de la unificación de las fuerzas reformistas en la que nuestra presencia rupturista iba a servir de revulsivo dinamizador para una salida progresista a aquel atascadero postmortem del régimen, según los analistas del partido, o Pekín, o Dios sepa.
Paco Delgado, en su etapa de presidente de las APAS 
           muchos años después de ser parlamentario, y más
             aún de representar al PSOE en aquella reunión de  
           rebotica previa a la formación local de la Platajunta 
        tan pírrica como intrascendente, hay que decir.
¿Y qué zascandil había moviéndose por ahí en menesteres correveidiles semi cualificados? Pues Antoñito, que para eso estaba todo el día viendo gente para sus reportajes y entrevistas. Y aprovechando que iba a ver a Joaquín Íñiguez para alguna chorrada del momento, me mandaban tantearlo de cara a ir con nosotros en el hipotético ente; o como conocía a Fulgencio Lozano (Ful, le decían, y con razón)de algún artículo sobre el gasto social en recetas (malgasto, según otros, algún juez incluido), quién mejor que yo para ir a una reunión de rebotica con él y un tal Francisco Delgado, paisano recién llegado del Mediterráneo, en cuya solana había descubierto el socialismo (que rima con espejismo). O bien a contactar con García Salve, aprovechando su charla en el Seminario, que debía cubrir para el periódico, para ver si podíamos dar el sorpasso al PCE en la presentación de Comisiones en la provincia. Y cosas así.
De hecho, lo de La Marmota fue el primer bocata histórico (de mortadela, eso sí) que nos comimos.
Aprovechando que Comisiones iba a presentarse oficialmente en un acto ilegal y ¿clandestino?, pero lo suficientemente de masas como para dar el cante, el partido se quiso tirar el moco apoyando el acto a muerte porque había conseguido colocar de telonera de García Salve y otro abuelete histórico venerable, a una tal Blanca Manglano, “represaliada de la Standard”, tal era el nombre artístico de esta luchadora (casi de catch, a juzgar por cómo se la presentó) cuyo principal aval publicitario era haber sido despedida de esa empresa.
Desde entonces era una profesional de la agitación, acabando como supuesta líder del sindicato paralelo que nuestras lumbreras tenían en mente (y al final se presentaría como parlamentaria por León). Y durante semanas alimentaron la incertidumbre de si al final actuaría, como si fuera Madonna, por temor a las represalias o a romper el programa. Todo muy propio de aquel peliculeo basado en manías persecutorias fundadas o no. Total, que me mandaron filtrarlo a la prensa, empezando por la mía, que naturalmente no hicieron ni caso, pues me tenían más fichado que al Lute. Tan sólo llegó a salir alguna reseña, creo que posterior al acto, en La Verdad, hecha por Ángel Cuevas, quizá porque también estaba en prácticas; y que era más cercano a los organizadores. 
El acto pasaría a los anales locales por simbólico y testimonial, y nuestros dirigentes, con su sentido de la oportunidad teatral, lo vendieron (sobre todo a nosotros mismos) como el nuestro fundacional, tal que si hubiera sido la llegada del tren de Lenin a la estación; cuando no fue sino una demostración más de las aún enclenques fuerzas rupturistas, con algunos de sus miembros más recurrentes y abatanados de la margen izquierda del Júcar, que hicieron lo mismo que si fueran a comerse unas chuletas o a coger piñas tiernas, con espectáculo mitinero incluido, aunque muy emocionante entonces, todo hay que decirlo, sobre todo para nosotros, la chiquillería que hizo todo el trabajo de grouppies, voceo y trote, para dar color al cotarro y provocar las guacheras de los viejos que, entre lágrima y sorbitón, confirmaban que había futuro, desatando con ello el orgullo de nuestros jefes, alguno de los cuales nos acompañó en el picnic, después del cual no hacían más que decirnos aquello tan paternal de:”Veis como vosotros también podéis hacerlo”, como si acabáramos de aprender a montar en bicicleta. Era tan tierno.
Imagen referente al grupo de católicos inquietos
          que en los setenta trataban de influir en 
el cambio político local.
Pero mi elección como mandadero no respondía a otra razón que la de no quedar otra, y además de improcedente, era del todo inoperante y contraproducente, pues no creo que mi imagen de entonces, con mis camisas de tergal sudadas de andar de un lado para otro haciendo el tribulete como un pedigüeño zarrapastroso, por otra parte tan normal (en especial en el periodismo), diera los frutos apetecidos, sino más bien los contrarios. Prueba de ello es que en todos aquellos envites se perdió, por mucho que las bazas fueran presentadas con los afeites propios del triunfalismo congénito de los mini partidos.
Aunque también debieron tener algo que ver en ello nuestros mandarras, los que me enviaban a hacer el cabrón de lo lindo a los mentideros, para después transmitir a la central la información de que aquí por fin se había conectado con las fuerzas de progreso a las que íbamos a prestar nuestra levadura (y otros hongos), para abrir un frente común de pronta materialización en una mesa que representaría a la Platajunta, con el apoyo explícito de una parte importante del sindicato CC.OO, que se estaba pasando en masa al recién creado Csut. Todo ello liderado por el glorioso partido como depositario auténtico de la verdad y el espíritu revolucionarios.


Almuerzos, café y batallitas

Aparte de eso, el verano del 76 lo recuerdo como pleno y hermoso.
Se celebraban las Olimpiadas. Era el 76.
      Y si allá corrían...
La “célula” tenía la oficina en el Rex, la estafeta por la que históricamente había entrado todo lo bueno y lo malo a la capital. Gente de las juventudes comunistas y un par de anarcos también andaban por allí. 
Y allí hacíamos las reuniones disfrutando, todo hay que decirlo, entre plan y plan, de la manera más escéptica y criticona en cafés interminables donde comentábamos el Cambio 16, el Triunfo (menos) y la Revolución de los Claveles, que iba como mierda cuesta abajo; o las últimas y descerebradas tácticas y operaciones de nuestros manchegos guardias de la revolución.
Por entonces, teníamos haciendo la instrucción al Pena y al Beibi, a los que, para homologarse y redimirse, los pusimos a colocar a diestro y siniestro bonos de Comisiones. Y eso, tan sólo meses antes de renegar todos de ellas para formar el verdadero sindicato, al que tampoco llegaría yo a pertenecer.
No sé de cierto cómo el par de dos accedió al tinglado a través nuestro, y no como los demás de su generación, por la vía de la Joven Guardia Roja. Condiscípulos de instituto de Maxi, enseguida nos cogieron apego. 
El Pena, siempre en busca de familiaridad, pronto empezó incluso a frecuentar el almacén de Maxi senior, donde teníamos nuestro particular taller de (de)formación, o sea la tertulia de mesa camilla-taller, y la otra, la de ping pong de Pepe, el hijo menor, que, tan pronto se dedicó al vicio congénito de sacarle los cuartos a los indígenas con la bisutería, fue bautizado por Pena como Pepe Plusvalía.
...acá también.
El caso es que en seguida congeniamos (El Pena más con Maxi que conmigo, y el Beibi conmigo más que con Maxi), poniéndose de manifiesto la diferencia de caracteres, pues si éste ya avisaba como manipulador, el otro se advirtió rápidamente manipulable. 
Lo cual, unido a lo emotivo, sería enseguida utilizado por nuestros comisarios como arma arrojadiza (que iba a ser uno de sus sinos) contra los malos revolucionarios, nómina en la que pronto fui incluido, para no desmerecer aquellas otras de mal hijo, mal hermano, mal español, mal amigo y otras malvasías que la vida te va endilgando. Ea.
Siempre he pensado que el par de dos buscaban lo mismo que habían perdido: una fratria, pero algo más lucida que la recién dejada (pues eran espabilados e intuían que aquélla estaba acabada), un espejo donde mirarse… aunque fuera para afeitarse. 
Y allí estábamos nosotros. Y viniendo como venían de los complejos de aquellas clases pequeño burguesas del franquismo más torticero, espero fuese para ellos el refugio más acogedor donde reposar su parón biológico o punto y seguido, antes de dar el salto definitivo a la juventud que les esperaba y nosotros ya habíamos comenzado a pisar, señalándoles la trocha.
Portada característica de aquel verano de
          una emblemática revista satírica.
Años después, cuando me juntaba algunas mañanas durante mi estancia en  el Ayuntamiento, con el Beibi, Vicentico Tébar o Juanito Valverde, a tomar café en el Mercantil, mientras ellos desayunaban su bocata (yo siempre he salido almorzado de casa, lo cual en algo habrá incidido en pillarme a contrapié con tanta gente), coincidíamos en comentar que menos mal que todo aquello se había ido a hacer leches.
“¿Tú te imaginas al Castellanos o al otro mandando?”, me decía. Y eso que aún no sabía lo peor: que todos lo íbamos a ver a él a los mandos (aunque camuflado). Así es el futuro: inmundo. O sea, en el mundo. Como el famoso pasodoble. Pero ocupémonos aquí sólo de la mierda del pasado.
El Beibi, caminando siempre con zancos dentro de su estrategia supervivencialista, y su táctica de la desconfianza de antena, su camino llevaba. Por esos días, no había delegados sindicales, pero por cortesía municipal de la casa fucsia, los patronos permitían, y necesitaban, unos representantes para negociar, y allí estaba ya él (y Galo, y Ginés, para compensar), tratando de dejar de madrugar para atender el registro de carcasa de madera del registro. Un imposible biológico éste, que pude comprobar el día que fui a buscarlo y la madre me usó de despertador, al ángelus ya, en aquella habitación para felinos que hasta a mí me daba vergüenza.
El concejal de personal era Florián, al que yo había conocido cuando fui a verle en plan reclamante a la academia aquella de “permanencias” que tenía montada con varios profesores para sacarse un dinero extra con los mismos alumnos a los que suspendían en el instituto, con uno bastante crónico, hay que decirlo, y amiguete, Bernabé Briones para más señas, cuyo magín, bastante considerable, no había sido elegido por el camino del estudio. Pero jodiéndole ya aquel sacacuartos sin garantías ni de recuperar ni de aprobar, un día me llevó consigo como maestro que yo era, ya ves tú, para abogar por él ante aquel impostor impenitente. Y yo, pues le zampé el rollo tal cual, como me vino, teniendo así nuestro primer rifirrafe, en el que me dejó claro para los restos lo triquiñuelero y farfullas que podía llegar a ser.
Florián Godes, concejal de personal del
         ayuntamiento 1979-1983.
Pues en el Ayuntamiento, años después, daba largas y lecciones de ética a diestro y siniestro, según cayera, conjugando el verbo decir con Diego y algún que otro sustantivo, para echar flores o endiñar marrones, yendo de bienhechor moral mientras llevaba en la cartera una apuesta hípica múltiple con varios caballos ganadores, cosa por la que más de uno lo tenía calado ya en su propio grupeto, además de por los celos típicos que provocaba su lugartenientía del jefe de filas, bajo cuyo paraguas de secano se amiesaban todos, operando bajo esa supuesta tutela de garantía socialista de bien. En resumen, que meaba agua bendita, sin saber muy bien lo que se pescaba, lo cual podía ser hasta benéfico.
Yo nunca supe, ni quise saber, of course, bajo qué figura administrativa me había hecho el contrato, pues por críptica o insana que fuera, merecía toda mi gratitud, pues, de necesitado, había pasado del paro con una ayuda complementaria de trece mil pesetas a hacer la declaración de la renta, y pagar. Pero el Beibi decía que no tenía ni puta idea y que, por muy cuentaguijas que fuera, ellos se le colaban en el área (o sea en las arcas) que daba gusto. 
Aunque el Beibi también era un bravatero. Y yo un ignorante. Cinco lustros después supe que lo mío había sido bajo la fórmula de contrato administrativo. O sea, reservándose la muy borde prerrogativa de poder romper a la mínima una relación que pendía de un hilo sujeto más a los vaivenes de la neurona sociata que a los caprichos del destino.  Esos eran mis interlocutores de relaciones laborales. Y aún estábamos en las preliminares.


La agudización de las contradicciones o la mata que no echó

Desde el principio se vio que aquello no iba a funcionar como gabinete de prensa, con tanto concejal como había dispuesto a quitarme el puesto, y con todos los reporteros de la pluma metidos a corresponsales fijos en el recinto. Yo era como el marido de la información municipal: el último en saberla. Y hasta de lo que llevaba entre manos Juan de la Encarnación, que tenía una concejalía muy a pie de calle, me tenía que enterar oyendo Vivir en Albacete, un programa de radio de la Cope, hecho por Paco Aguilar y Faustino López, en el que se solía fiscalizar a políticos y otras hierbas del municipio. 
Así que hube de ponerme las pilas en otros apartados de mi contrata, como la publicidad y la divulgación, por cierto más gratificantes, aunque más laboriosos. Y me centré en los programas de radio y en el periódico mensual Altozano.
Portada de Altozano, el único (hasta hoy) 
          periódico editado por el municipio, que salió
          mensual en Albacete entre el 81 y el 82.
Meses de andadura después llegaría a la conclusión de que si aquellas vías habían sido posibles y lo que me dio finalmente cuartelillo para aguantar como gato panza arriba el acoso y derribo de todo el plantel, fue sencillamente porque desde el principio nadie se esperaba que aquello diera de sí lo que dio ni que yo fuera capaz de desarrollarlo. El factor sorpresa.
La impresión circulante y de lo cual todos andaban convencidos, era de que me regalaban (en la mentalidad subdesarrollada, la comunicación era una especie de bufonada graciosa) un año para rascarme los huevos, mandar alguna cuña a la radio y asesorarles en alguna campañita de buenas intenciones. 
Ninguno pensaba que yo fuera allí a trabajar. Y antes de que se dieran cuenta, llevaba varios meses editando el boletín, con información municipal de interés, que elaboraba con todas las sobras que la prensa “normal” dejaba fuera, que era (como ha sido siempre) mucho. Con todo lo cual hacía un traje a la medida de lo más aparente, y viva la inmodestia.
Y lo mismo pasó con el programa de radio Radiociudad, un noticiario de diez minutos grabado con Antonio Ballesteros en Publicidad Cóndor, la empresa donde su suegro lo tenía arrecogido, y que se emitía a continuación por las tres emisoras, Radio Popular, Radio Juventud y Radio Albacete, siempre sobre asuntos municipales, que, dicho sea de paso, era casi imposible de llenar a diario, y esto hay que aclararlo.
La actividad municipal entonces no era para la galería, como ahora, sino de puertas adentro, concentrada, casi enclaustrada en busca de la eficacia, solo entreabierta y más bien silenciosa. Predominaba aún pues el estilo de trabajo “cuanto menos se sepa, mejor”, propio de donde veníamos, y que sería el imperante en los primeros años de la transición.


Adelanto de un fiasco

Incluso Florián Godes, que era, si no el más rompedor de esos moldes primitivos sí bastante iconoclasta, verbalizaba mucho a favor de las aperturas, pero luego sucumbía a esa dinámica asumida como un collarín. Y todos trabajaban mucho sin apenas trascendencia. 
Los comunistas, como siempre, a lo suyo: filtrar, en plan topo, meterlas de sobaquillo, por las gateras del entramado, utilizando sus contactos, en fin, la típica y tópica permeabilidad tenebrosa de la tela de araña. Y los de UCD, en fin, se paseaban como en casa por los medios. Pero cada vez pintaban menos y estaban más reñidos entre ellos. Lo que les anulaba su acción.
De modo que no era sólo el abuso de un oscurantismo sectario para conmigo, ya que cuando querían sí que buscaban al pregonero para explayarse. También había mucho celo en que lo poco que saliera de fábrica tuviera la mejor aceptación (cosa que evidentemente yo no garantizaba). 
Pero si los medios lo aceptaban gustosos (al fin y al cabo tenían más carnaza que nunca), yo no podía por menos que disentir abiertamente con el método, y practicar otro, que no tenía más remedio que ser mío particular y en confrontación con el establecido. Lo cual, como es de suponer, no ayudaba a limar asperezas.   
Así pues, para complementar el noticiario, idee un suplemento de media hora de tertulias, entrevistas, reportajes, tipo magacín, que funcionó mucho mejor y que se emitía los viernes por la tarde. Naturalmente, los munícipes hacían como que no oían los programas ni veían el periódico, pero lo que rajaban entrelíneas de la semana los desmentía a mi favor.
El otro caballo de batalla en que me apoyé fue la publicidad, la imagen, la cartelería, la octavilla, el díptico y el programa, la propaganda en suma, que los confundió por los dividendos, que, sin ser muchos, ya iba dando, como se dice, para pipas, caramelos y bolicas; y como nunca antes los habían tenido, pues muy bien.
Ariza, en su época de director de escena.
Quienes primero se dieron cuenta de que el negocio no era tan malo, fueron, como siempre, los comunistas, que quisieron exprimirme la pringue. Y ahí vino la primera crisis, cuando José María López Ariza empezó a encargar casi un trabajo de diseño a la semana, algunos personalmente al diseñador, sin yo saberlo. Luego, éste venía y me pasaba la minuta. Y la tuvimos.
La amistad no deja de ser, para mí, lo más grande que el hombre puede construir por sí mismo en esta tierra, aunque a veces se caiga en el amiguismo que es algo así como una prostitución de la cosa. Y yo me alegraba de que se llevasen tan bien. Pero cuando te tocan la moral, por decirlo así, se rompe la guitarra.
El problema de tales encargos, además de vestirme de torero cornudo, era también alimenticio para mí, y más aún que para el diseñador, que disponía de un sueldo fijo como funcionario, y a base de encargos exprés podía acumular en un mes un sobresueldo triple del estimado, que, oh, casualidad, salía del mío, debido al presupuesto único e inamovible y personalizado en mí, del que salían todas las retribuciones. Lo cual, en otras palabras, suponía, sin yo saberlo, que, de seguir con los  trabajos imprevistos y extras, yo me quedaba sin cobrar. Y viva el comunismo. 
Y como el artista argüía precisamente esa condición para justificar sus estipendios extraordinarios, declaré por real decreto el grado de artista para todo el equipo, y a cobrar por tarifa de dedicación, como manda el socialismo utópico, comunicando a Ariza y al diseñador la nueva igualdad del café para todos, para que lo tuvieran en cuenta a la hora de definir sus necesidades, y tan amigos.
Pero yo sabía que aquello no era sino un simple torpedo en una línea de flotación que hacía aguas permanentemente. Jugarretas retorcidas del más vil corte estalinista, para joder la marrana, oprobiar, presionar, someter y controlar. De modo que, aprovechando una de las muchas ausencias del artista, Maxi y yo mismo optamos por hacer los diseños, con fotomontajes, letraset, tramas o lo que fuera (estamos en el 82), para frenar el naufragio y no tener que salir a pedir a la puerta del ayuntamiento. Así es que dos salidas tenían: o lentejas, o lentejas.
Catálogo de promoción turística de Albacete. El primero 
         de este tipo hecho por el Ayuntamiento. La concejal y
         principal promotora era la ucedista Concha Barceló.
Los protectores del arte estajanovista intentaron sacar alguna tajada de mi culo llevándoles las quejas a los socialistas, que en público consideraban los míos, aunque supieran de sobra que más bien eran contrarios, que mire usted el feo que nos ha hecho y tal y tal, para que me castigasen. Y la cosa seguía encabronándose.
El juego era ya, el del hijoputa, y entretenido, además. Solo que los sociatas, viendo la jugada, y hartos de tanto tejemaneje totalizante (pues serían socialistas, y algunos hasta anticomunistas, pero no tontos), se escandalizaron en falso con mucha solidaridad con el concejal de cultura, y le dieron la razón. Pero con eso se quedó.
Curiosamente, el resultado fue que el uno suavizó su demanda y los otros la incrementaron, lo cual parecía casi un atisbo de cambio de actitud positivo. Mera ilusión, porque mis vigilantes de la condicional seguían descolocados dejándome con mis boletines y mi parafernalia hasta ver dónde podía llegar, o ellos pillarme, no teniendo más remedio (el roce hace el cariño) que entrar al trapo, sobre todo cuando los concejales de UCD se fueron apuntando al espacio que muy democráticamente yo les abría, más que nada en la radio.
Concha Barceló, Tomás Mancebo y Jaime Almazán,  bienintencionados metidos a políticos incautos en un tiempo de cepo y presa, podían explayarse a voluntad con sus turismos, tráficos y deportes; e igual la concejala de cementerios, cartera que le venía, dado su aspecto y maneras etéreas, casi evanescentes, que ni que se la hubiera hecho un modisto. 
Y, así, picándoles el billete para que vieran que no había trampa ni cartón, casi explicándoles el truco como a los chiquillos, o a primitivos desconfiados de un vehículo a motor, empezaron a tomar confianza y a animarse.
Lógicamente, los que más tenían que decir se empezaron a prodigar, y hasta el alcalde participó en aquellos programas, ¡en dos ocasiones! Y pasada la mitad de la travesía la cosa pareció normalizarse.
No es que desaparecieran las putadas. Tú quedabas para entrevistar a Carlos Sempere –uno de los grandes clásicos socialistas– y no acudía. O lo típico, cuando no estabas, entonces eras imprescindible, con un Florián diciéndote que ellos lo que necesitaban era gente “full time”, como si les faltasen cocineros o amas de llaves. Cuando no tirando chinitas sobre mi doble función allí, de periodista espía del otro lado del telón de acero socialista, tan dividido, pendientes como estaban de su asechanza acuartelados en su garita del lado bueno, se comprende, aislados de todos los malos (menos de uno; adivinen).
Cuando salían por esos palos se les veía el plumón. Pero yo, a oír llover, bobamente empeñado en hacerles ver que lo que a mí me interesaba era currármelo, dicho en castizo. Así, hasta la crisis de verdad.
Tierno saludando a Florián Godes. A su 
         derecha, Carlos Sempere, concejal de 
       Festejos (a su lado, semioculta, 
         Ma. López Fuster)
El periódico, a pesar de sus modestos mil ejemplares de difusión, no por ser medio underground, lo cual era lógico por ser el órgano oficial municipal, ofrecía la oportunidad no obstante de sacar a relucir personas y cosas que pugnaban por emerger y la sociedad oficial por tapar. 
Siendo así que, ante la necesidad planteada por el alcalde de plantar cara al proyecto demagógico y subdesarrollista, indigno para la ciudad, de las Seiscientas Viviendas perpetrado por el MOPU –no olvidemos que él mismo procedía de la asesoría jurídica de esa delegación, habiendo tenido algo que ver en el proyecto; además de que un ingeniero compañero suyo era el delegado; vamos, que había ropa tendida–, le propuse hacer un número en profundidad con el asunto, cosa que le plujo, alentándome a ello, pero pidiéndome cuidado.
Y así se hizo, sin cargar demasiado las tintas, tildándolo más de uno de flojo y lubricante. Y en eso estaba yo cuando salió la papel a, calibrando si se me había ablandado la mano, y me había vendido al fin al pesebrismo más barato, cuando con un atrevimiento que por su rareza daba ya mal fario, entró el alcalde, y bien encabronado me echó tal chorreo a costa del periódico, que no lo secuestraba de los puntos de distribución porque ya estaba la cosa hecha y tal y tal, y que aquello era una provocación, un atentado a los compromisos y la buena armonía reinante con el grupo de UCD y que ahora qué hacía él, que si iban a denunciarles, y por ese camino lo mejor era rescindir mi contrato y bla, bla, bla. 
Así se las gastaba el amigo. Siempre entre el arre y el so, el chocolate y la tajada, el vámonos y para, el atrevimiento y el susto. Y ahí estaba yo para pagarlo.
Todos, uno tras otro me empezaron a mirar, aún más quiero decir, como a un condenado al que quedan dos pitillos, con una cara además de condena, “si es que hay que joderse, hay que ver cómo eres…”, dándome por imposible de convencer de lo que era evidente para todos, excepto para mí, que no quería ver... que lo mejor era el puro mamones, claro. Y yo, empeñado.
A todo esto, los de UCD, los agraviados (que un año después se irían casi todos al PSOE y el resto al PP), apenas si me saludaban,  dejaron de atenderme. Y los comunistas, tan contentos, claro. Me tenían donde querían, y además podían tratarme de revisionista, por no haber dado más caña. Total, ya que te (ex)ponías, venían a decir. Hasta que, a los pocos días, ya me hinché. Y vino a pagarlo precisamente quizá el menos indicado, por bocazas.
Bajando la escalinata esa que ahora enseñorea el museo municipal, me encontré que subía, a Mancebo, portavoz centrista que andaba ya a pescozones con su propia formación, entonces comenzando a descomponerse, y al hacerme un comentario sobre el asunto, le propongo hablarlo, a lo que me sale muy airado, iracundo y un tanto animalote, con palabras tajantes, incluso ofensivas, pasando de mí descortés, aldeanamente, diciendo hosco que él no tenía nada que hablar conmigo y además que para qué, si dentro de poco ya no iba a estar allí. A lo cual no me cupo otra cosa que contestarle que a lo mejor el que no estaba allí al mes siguiente era él. Y salió tirando, igual o más de ofuscado. Y en efecto, un mes después de aquel encuentro, él había dimitido y yo, aunque tuviera ganas de hacerlo, seguía donde mismo, con la cabeza más caliente y los pies más fríos.




Para poca salud…

Tomás Mancebo, en sus tiempos de 
         Portavoz Municipal de UCD
Y ahí estaba yo, deshojando la margarita, pensando que el concejal aquel centrista de mi rifirrafe, Tomás Mancebo, en realidad había salido ganando al dimitir –o ser expulsado y hacer como que te vas, y que yo no me podía permitir–, al evitarse la debacle de un partido cuyo desmantelamiento traería bajo el brazo el más asqueroso bipartidismo. 
Y ello, en plena crisis y ebullición social, con parados por doquier (aquella Asamblea de Parados encerrados en la catedral, liderados por un Pena encaramado a las grúas), necesidad, carencias, subdesarrollo y miseria, que sólo el consenso propiciado por el trípode político suavizaba.
Así, los Pactos de la Moncloa, que procuraron un New Deal a la española, insuflando por ejemplo a los ayuntamientos la vida que hasta ahí les había faltado, abriendo la espita del crédito, una teta que iba a definir lo local a partir de entonces, y transformando lo que hasta entonces habían sido municipios decimonónicos de las cuatro perras, en los postmodernos de la deuda inagotable, que facilitó el trasvase de energías a las ciudades, erigiéndose, antes de construirse las autonomías, en el motor de desarrollo complejo, asumiendo competencias, funciones y capacidades siempre al alza.
Gracias a la ubre y pajera abierta del endeudamiento infinito, se empezaron a hacer cosas antes impensables, bien que por necesidad más que por virtud, como las aceras de la ciudad, una operación en la que estuvieron contratados más de doscientos currelas, muchos de ellos sin nada que ver antes con la construcción (ni con otras cosas). Y ahí siguen desde entonces (las aceras), para que, cuando llueve, la gente pueda lavarse los pies con los surtidores que los terrazos tienen debajo. Pero eso es lo que había como alternativa al desportillado general cuando no al mísero polvo. 
O las nuevas líneas de autobús que desde el Piojo Verde no conocían renovación, y cuya señalización un Juan de la Encarnación un tanto confianzudo acabó encargándonos un diseño que duraría veinte años; o la segunda histórica dotación de aguas desde la traída de los Ojos de San Jorge, de las nuevas del Hondo de la Morena y los Llanos (ahí, Calderón, el concejal comunista de Aguas y comandante del ejército republicano que había sido, siempre tuvo buenas palabras para su predecesor, el franquista Antolín Tendero; un detalle); o el primer catálogo de turismo, la primera piedra municipal de esa actividad como tal, que la ucedista doña Concha Barceló se empeñó en hacer más allá se supone de los relejes cotidianos que como señas de identidad todavía prodigaba la ciudad, y que imprimió la imprenta Cervantes, de Villarrobledo, notoria por ser la de confianza de AP, cuyos impresos hacía casi en exclusiva  por ser su dueño amigo personal de don Manuel Fraga; y así.
Era lo que daba la vaca ordeñada por manos ahorrativas (aún no había llegado la amnesia de los cien años de honradez), en una gestión si bien de cortas miras, cinturón de castidad y miedo de gato escaldado, carburante en lo esencial como para hacer renacer en sus autores el orgullo que su presteza merecía. Aunque al precio del tarquín de una prepotencia naciente que para mí era amargura al ver que, pese a lo que hiciera para colaborar en los trabajos y los días, para ellos seguía estando de más.
Fraga, en una de sus venidas (electorales) a Albacete, rodeado
         por alguno de sus fieles de entonces (como el ex Presidente 
         de la Diputación Provincial Gómez Picazo)
La prueba era el interés que de vez en cuando manifestaban que lo que de verdad necesitaban era que la Diputación se hiciera cargo, por la cara, de todo aquello en lo que se habían embarcado conmigo, sin que ello supusiera, naturalmente, ja, ja, prescindir de mis servicios. 
Un acto que, más allá del desideratum, o ganica, no era sino la expresión de una concepción delirante por infantil y de libro (socialistilla) de las instituciones, intercambiables y permeables, como si no fueran ámbitos de poder estancos y en liza; cuando no envidia clara del centralismo democrático de los comunistas (tal era la zozobra mental e ideológica), convencidos absolutamente como estaban de que éstos ya disfrutaban por debajo cuerda de tales favores, desde que Ariza, diputado de cultura, reorganizase (con Maxi) la Imprenta ­Provincial –donde trabajaba nuestro diseñador– de la que, según ellos, se lograban por la patilla, según ellos.
Ya Vergara, concejal y diputado de Hacienda, que les había salido algo rana, como ex barberillo que pisa al fin moqueta, les daba largas sin parar como intermediario conseguidor de estos caramelicos del deseo. Pero las relaciones a nivel de cabezas de serie (con un Juan Francisco, que bastante tenía con defenderse de todos, incluida la misma banda de municipales) no eran como para pedir peras al olmo. 
De ahí que tirasen sin cesar las cangrejeras a Maxi para que por su cuenta les suministrase el maná, aunque fuese de forma clandestina, y segregándose de mi sociedad si hacía falta. A lo que él contestaba con largas cambiadas, vaya usted a saber por qué, aunque supongo que porque en pago sólo prometían el eterno cielo socialista, me temo que sin walkirias, ni hurís siquiera (y además ab aeternam).
En definitiva, mi incompatibilidad con aquel gremio era mental, ideológica, laboral y hasta horaria. Yo empezaba a las ocho y hacía jornada partida, y también querían que permaneciera after hours, ya lo he dicho (por otra parte lo esperable de un periodista militante y comprometido), al pie del cañón hasta casi entrada la madrugada, que era cuando al parecer se inspiraban en largas charlas en la sala de reuniones, o en El Avión. Con el vértigo que yo tengo.
Lo que a mí me quedaba, pues, era el juego de patada a seguir, y así hasta que decidí inclinarme por lo último que yo quería, y echar toda la carne a la parrilla, en la llamada oposición de técnico de publicaciones provincial, en un acto de obligación pura y dura, a sabiendas, o más bien intuyendo, sus posibles consecuencias, de poder ser un fiasco y peor aún: de por vida. Como así sería.
Y es que mi actitud por el envite era más que escéptica desde que Maxi iniciase los preparativos para salir de la provisionalidad.
Yo lo consideraba una apuesta suya y nada más, estimando mi papel en la función como de reparto (aunque acabase con el Oscar al mejor actor secundario). Y cuando me martilleaba con el asunto como plato exquisito en el que meter el pico, yo ponía cara de empachado; y a cada virguería planteada, que fueran dos plazas de técnicos superiores, que el temario fuera en serio o el rechazo de la interinidad previa, yo veía siempre el lado negativo, como es mi sana costumbre, aduciendo que era un traje de sastre para él en el que a lo mejor yo no cabía.
Virginio Sánchez, alcalde de Almansa, uno de los
        escasos socialistas que defendería el NO a la Otan
          acabando enfrentado (y en el Grupo Mixto) con 
        la dirección socialista. 
Bien es verdad que éramos colegas y el hoy por ti mañana por mí se mantenía en vigor, y yo tenía asumido que unas veces se pierde y otras se gana; que le había costado Dios y ayuda convencer a tirios y troyanos de su necesidad: sobre todo a Virginio Sánchez, diputado de Personal y nada crédulo en lo neutro del asunto, que había dado luz verde contra la opinión de funcionarios que debían tramitar la cosa y pondrían más de un palo a la rueda; y cómo no, al mismo Presidente, que (como Juan en mi caso) no veía clara su salida por la banda, además de dudar (con muy buen olfato) de la efectividad de la jugada; y por supuesto de otros implicados, a los que cualquier cosa con aspecto de zapador no controlado por ellos les daba yuyu. Todo eso, según él, estaba superado, y no solo eso: estábamos ya en ese punto en que le tocaba apencar era a mi menda.


Haciendo las maletas

Aun sin conocer de la misa la media, yo no me fiaba del paraíso que me aguardaba. Mis pudores, falsos o no, se basaban en las trampas y emboscadas que surgían por doquier, y eso que aún no me había echado todavía p’alante. Y andaba retrechero, sin ganas.
Ariza, al que, como socio con voto y veto en la Diputación, le dejaban hacer y hacía, ya lo creo, tenía ya su propia opción, su tapado: otro ilustre local que andaba hacía tiempo de meritorio literario a la caza y captura de un puesto a su nivel, y que al final conseguiría en el Cultural Albacete. Yo lo supe cuando él mismo se destapó solito ante mí (y se resfrió), abriendo esa boca que tantas pulmonías le iba a causar, hablándome, a lo mejor para amedrentarme y disuadirme, de “su oposición”, como si fuera a notarías y la tuviera apalabrada y embanastada. Y un buen día la mitad del temario dejó de ser de artes gráficas para pasar a ser de literatura. El punto fuerte que se le presuponía –hasta hoy– al postulante. 
El pegador de carteles de Albacete
que muchos de aquellos años recordarán. 
               Todo un clásico anónimo,  imprescindible

 en aquella época gráfica.
Fue entonces que me sacudió la incertidumbre de que, entre las posibilidades de la parte contratante de la primera parte y las del de la segunda parte, yo iba a hacer un pan como unas hostias. Y claro, no tenía maldita la gana de embarcarme en un crucero para que me vistieran de luces de prestado y en plan guarro.
Para agravarlo, mi socio seguía con su tabarra aturdidora, como si me hubiera sacado ya el pasaje y no pudiera dejarlo solo en tierra. Cada día con más premura de penitente.
Yo, no es que quisiera hacerme de rogar. Ya había tenido bastante con lo del Ayuntamiento. Simplemente era que quería quedarme en él. Como suena. Ya se sabe, palos a gusto no duelen. O que me iba la marcha, aunque he de decir que, exceptuando a los políticos (que ya es exceptuar), estaba en mi salsa, humana y profesional, habiendo conseguido integrarme en una maquinaria que, desde ordenanzas como Cazaña, Osorio, Celio o Candel, hasta el interventor, el conocido cariñosamente como Huevos de Oro, pasando por (no ‘de’) los amigos que allí tenía, me había ayudado a salir ileso de aquella ratonera.
En definitiva, había logrado urdir tamaña lista de gentes de lo que podría llamar entorno de apoyo, entonces más legal y decente (o será la percepción falsa de los años), con el consistorio como su corazón, que lo último que se me ocurría era salir de aquella pequeña manzana, quizá podrida pero con gusanos de confianza. Masoquista que es uno.
Pero la virulenta realidad me hacía bajar los humos, chocando frontalmente con mis deseos. Y andaba medio bloqueado, desilusionado a diario de mi pretensión y sin llegar a ilusionarme por tan bien pintado plan alternativo. La puta vida se repetía ofreciéndome en bandeja de plata el sapo a tragar esta vez, hacer otro papelón y embregarme en otra historia quizá ajena que hacer mía (¿y la mía de verdad, dónde quedaba?).
Así es como lo veía, a saber si fielmente, a razón de cómo sucedió todo, y así es cómo me metí de nuevo a ciegas en el siguiente toro, el de la Diputación, sin haber salido siquiera del de la Casa Consistorial. Un puro desatino.
Además de todo esto, algunas tardes tenía que atender obligación y devoción a la vez, con mi hijo para arriba y abajo en el carro (hasta que se fugaba de él), hecho una madre, que decía Pena, pingueando, haciendo gestiones, a los actos culturales, las diversas movidas políticas, reuniones, concentraciones, “manis”, tomando cafés o incluso labores de oficina, elaborar los noticiarios, recoger información, y preparar los temas de la oposición, encargo que me había tocado a mí, mientras Maxi preparaba un proyecto que pudiera servirnos a los dos, aunque menos a mí, por camuflarlo a la baja para no dar mucho el cante.
De manera que estaba más liado que un zompo y no me extrañaba que Florián me espolease por mi falta de dedicación, aunque estaba la cosa como para contarle lo de la conciliación de familia y trabajo.


Despedida y cierre

Pero estábamos con lo de mi condena previa a la expulsión por paria, a manos del edilismo sociata, y aun así mantenía la esperanza, desesperada, ilusa y traspellada de que me renovarían, cosa que, aun sabiendo la estacacina a recibir en el lomo, lo prefería a irme de secundario a la casa grande, que era lo último, el postrero confín de la estulticia: trabajar con un amigo. Cuarenta veces no. Pero todo iba ya muy rodado, y la promesa de que me fuera por mi pie les liberaba del feo de no prorrogarme, y tal vez esa promesa de mi salida les desencrespaba, haciéndoles más soportable mi presencia.
A ratos, hasta se les veía relajados, colaborando en buen plan con el amigo que se va (o enemigo que huye, puente de plata), algo se muere en el alma, tralalalaralalá, y alguno que otro de los menos contaminados por aquella náusea prefabricada, o que menos prejuicio tenían por mis suplidos, incluso alguno de lo que yo llamaba Banda de los Cuatro, el meollo del Gran Hermano, como Sempere, cuyo desprecio cordial y a primera vista, que diría Billy Wilder, y su eterna deflagración sardónica o simplemente vejatoria contra mí, siempre fueron correspondidos, se apeó del engatillamiento para iniciar una colaboración más distendida, animándose a tratarme aunque no fuera más que para rentabilizar su inversión (el partido siempre fue de madres de la patria muy posesivas), muy de agradecer y que algunos días me hacía aparecer casi normal en el espejo.
Y asimismo Meneses, que desde el camión de la cocacola controlaba, en una gestión exprés inaudita, el basureado de los céspedes y la reposición de las flores en las zonas verdes; o Calderón; o Pepi Alfaro, la indese3ada recién llegada esposa de Francisco Delgado Segundo, puesto que había un Primero, el camionero y primerizo militante, padre del Tercero, Paquito Delgado, que por cierto acabaría sabiendo mucho también de aguas de todo tipo. 
La famosa trinidad de Pacos Delgados, el padre, el hijo y aquél, el espíritu santo, y esto no va con segundas; pues esa que sería su primera mujer había entrado de segundas nupcias, como quien dice, sustituyendo a alguien de la lista, y dado que el matrimonio, políticamente, claro, mantenía una equidistancia de enfrentamiento soterrado o a tumba y cielo abiertos con los diversos frentes populares y algo menos, que se disputaban el poder socialista, pues como que no había sido muy bien recibida, y tampoco podía prescindir mucho de mí, bien que con cierta prevención por su parte; o Juan de la Encarnación, el concejal peón, que tal vez mortificado y alacraneado en exceso por la floritura, tontería y doblez de quienes en sus propias filas no acababan de considerarlo digno de sentarse a la mesa del padre donde gozaban de silla mullidita, y por lo mucho que necesitaba de managers, me tomó finalmente esa mezcla de aprecio y detestación con que más de uno ha respondido a mi buena inclinación a la tratabilidad que sin dar mi brazo a torcer y siguiendo siendo yo, he solido ofrecer.
Lo que quiero decir con este requilorio enumerando una nómina, es que sólo los que iban para perdedores acabaron admitiéndome sin alborozo pero sin demasiados tiquismiquis.
Y uno por uno se diluirían más pronto que tarde en la batidora política.
Juan de la Encarnación, desclasado por obrero, o al menos fabril, volvió a su taller de carpintería funcionarial y fue ninguneado hasta la extenuación por los “compañeros”.
Concha Barceló, madame sin complejos del centrismo, tan ufana y motivada como oficiaba de primera dama del ayuntamiento –sin rivales–, que le hizo tilín a Tierno cuando nos visitó y ella iba de ama anfitriona levantando sonrisas irónicas, daría carpetazo a sus opciones, con el cuatrienio.
Jaime Almazán cometería el error bisoño de apegarse a los socialistas, para no comerse ni una rosca, engrosando un vilipendio que también, como todo, ya valía.
En cuanto a Calderón, el “pecero”, se disolvería definitivamente al grito de la edad deslomojubilado por sus ochenta tacos. La peripecia del resto de sus camaradas es bien conocida.
José Luis Gil Ccalero, un cruce entre 
          Banesto y  la iglesia, era el gris 
           y eficaz  encargado  de las
             finanzas tanto del Ayuntamiento 
              como del Partido.
Pepi Alfaro desaparecería arrinconada por la avalancha de profesionales del éxito que estaba al caer.
Meneses, que creo no era ni del PSOE (aunque lo fuera más que otros), seguiría ampliando el mito de la chispa de la vida.
José Luis Gil volvería a su militancia gris pero productiva, de esas que siempre dejan algo de herencia –y herederos, ya saben (su hijo Alejandro haría, y aún sigue, haciendo carrera como político o alto cargo exprés en lo regional–.
De las Heras, éter político, desapareció en el éter físico.
José Gómez Tomás se murió al poco de terminar aquella función de vuelta a la escena, aunque espero que no fuera por eso.
Y Vergara, empezó una subida al Olimpo financiero local que terminó igual de fulminante como un Via Crucis vulgar de puesto en puesto de favor, y gracias.
Y del resto de UCD nunca más se supo.
Y poco más. Bueno, y yo, que acabaría de funcionario, aunque no quisiera pero lo estuviera deseando por los motivos expuestos. Uno tiene al fin como castigo lo que ansía: en mi caso la estabilidad en el empleo de la manzana de al lado. Una manzana con bicho. También.


Ayer al montón

Juventud con canas (y calvas)
Visto en perspectiva, en una cosa estábamos de acuerdo mis vituperarios y yo: en vez de cobrar yo debía haber pagado por mi año consistorial.
Desde sus puntos de vista de maneken pis de agua bendita, era un pecado de lesa patria que cualquiera no quisiera aportar a la causa de un modo absolutamente altruista. Como ellos mismos hacían, no te jode.
Pero sí, fue como hacer un master profesional, un módulo efepero sobre la jungla humana y un curso acelerado de ars vivendi descarnado, enrevesado y demiúrgico, como buen forúnculo de lo que se estaba cociendo bajo la piel de los días, que, para mi enojo, les iban a dar la razón.
Los dos próceres resultantes de las municipales del 83, 
José Jerez, a la izquierda, y J. Fco. Fernández, a la derecha, 
entregando la navaja, pues se supone que ya no 
la necesitaban, al menos para comer.
Cuando la ola de la historia dice allá va, el inútil más grande que esté durmiendo en ese momento panza arriba sobre ella, es transportado a su dulce playa con palmeras y cocoteros para ser despertado por el arrullo de los pájaros y beber su dulce néctar. 
Y como para colmo no lo habían hecho mal, habiendo transmitido esa fiabilidad que da el aficionado menesteroso y pasablemente honesto, por más que te deje rebabas para aburrir, pues se acabó el análisis. Así es que, tres cojones necesitaban de mi aportación para revalidarse. Ni de ningún otro comunista, o ex, como éramos ya casi todos.
Los de título, o sea los del PCE, que lo habían hecho para nota, no se comieron una rosca, se hundieron y se fueron a hacer leches. La historia, esa puta olvidadiza, había elegido como sus nuevos chulos a los socialistas, y no había tu tía. 
Y para ella quedó el enigma de saber qué hubieran obtenido de presentarse Salvador Jiménez, cuando sin presentarlo sacaron lo que sacaron. 
Así surgió ese mito de la democracia restaurada, gracias a la simple y llana (y plausible) decisión de salir por piernas al grito de “una y na más, Santo Tomás”, aduciendo motivos personales y de salud (creíbles por mi parte, tras haberlo visto in situ), logrando con esa retirada a tiempo la gran victoria de su vida, mientras más de un testigo esbozaba una sonrisa lacónica sobre los premios y castigos del destino.
En adelante, en la debacle final en sustitución de la lucha, lo que se impondría sería eso: las tertulias pringosas de sonrisas irónicas. Los tertulianos iban (íbamos) a ser los rezagados o los inconformistas, o los insatisfechos, pero también los oportunistas, los colgados, los perdidos, los lebreles, los quítate-tú-para-ponerme–yo, los aventureros de doble filo, los callejeros. 
Una fauna con la que, gracias al año sabático del socialismo conseguido con mi empleo, me volvía a sentir tan embriagado que en cuanto cogí un poco de vidilla volví a las andadas (la cabra tira al monte) y casi se me olvida que seguía estando a sueldo del nuevo servicio de orden de la historia, dando así pie a más suspicacias. Y a más complicaciones.


Un pasado inconexo

La compañía recobrada de los viejos colegas (y sus nuevas rastras) me había devuelto a la diletancia farsante y contemplativa y a tomarme la vida como un reportaje de hechos, oscilando en su diapasón del dilema entre mirar por mí u olvidarme de mí mismo, saliéndome la praxis intermedia no muy consistente pero sí resultona entre el puñado de neófitos que estaba saliendo del huevo, que, muy comprensivos, me respetaban infantilmente por haber conseguido colocar a buen precio al enemigo una mercancía tocada: yo mismo. Y eso era todo un valor en una peña todavía tarada por la sociología juvenil de pares, y en mantillas pese a la paternidad de algunos,  y por tanto necesitada de sazón.
Sin demasiada claridad por mi parte para resolver esta situación gelatinosa, creí regresar dos años al futuro cuando nuestro centro, de reunión y de otras cosas era el hogar del Beibi, que iba por delante, tan sorpassista él, aunque de los ojos de su compañera se pudiera deducir un sentimiento de estar quizá “demasiado lejos del hogar y demasiado cerca de los amigos” (y más aún del vecino), probando como estaba en sacar algo en claro del desbarajuste, trasiego, y revoltaza inherentes al compañero, y de su indispensable colla, tan tanáticos para la intimidad. 
Cualidad, o vicio, éste, que hacía del lugar la sede ideal de concentración de toda la pléyade de dislocados, desperdigada por la buscavida, la mili y la puta reforma, y ahora reencontrados en sus sobremesas de café o de té, meriendas y remeriendas, mezclando estimulantes con relajantes, risas y política, y el culo con las témporas, aun sabiendo que según para qué cosas yo ya no servía.
Lo había comprobado en la mili, donde teníamos un quinto del Puerto de la Cruz de origen marroquí, el buen Muhatar, que en cuanto llegó a la compañía se incorporó de ayudante del capo jefe, el sargento mayor, un chulo de mierda encargado de los negocios sucios tanto de la compañía como del cuartel, entre otros enviar muy sospechosamente de vacaciones cada dos por tres a nuestro Muhatar a su pueblo para que les trajera el costo, el whisky y otros coloniales que mantenían cebada a oficiales y jefes la vena del gusto cogido a las sustancias en el Sahara, de donde procedía la mayoría de la oficialidad de aquel putiferio.
Mitin en Las 500 en 1981, cuando los socialistas empezaban a 
salvarnos (en el centro, aunque no se aprecie, José Bono, 
y a su derecha, Salvador, valga la redundancia, y a la
de éste, y sin querer ser capcioso, Jesús Alemán).
Confiado en su papel, nuestro morito no se andaba con demasiados tapujos a la hora de consumir las muestras, y un día nos reunió a los más allegados bajo una litera y nos dio a probar las tortitas frescas de cáñamo que en su cultura era como compartir la butifarra, las estepeñas o el gofio.
El manjar no me llamó demasiado la atención pareciéndome insustancial. Bastante más que los mantecados o las de Astorga, donde estaba encerrado el amigo Pena, hecho polvo, pues se había tomado en serio (no sabía tomarse nada a broma) lo de la democratización de la mili, con plantes, mítines e incitaciones a la rebelión, y lo habían enchironado, primero en el calabozo, desde el que me mandaba sus cartas negras, tachadas por la censura, en las que me arengaba y me advertía, siempre tan paternal, de que tuviera cuidado –¡yo; no él!–.
Después lo llevaron a un castillo (las cárceles militares) seis o siete meses antes de juzgarlo, para abrir boca (que si era para eso no lo necesitaba), y ahí le perdí la pista hasta mucho después de volver yo de mis propios baños de Argel.
Concha, que era la enlace de las gestiones que por vía sociomarital se hacían para convencer –terrible misión– a los militares de que a pesar de todo no era peligroso (que los peligrosos eran ellos, aunque eso no se les decía), nos mantenía al tanto de su peripecia resumida siempre con aquel resobado “esta semana sale”. 
Y fue una gran alegría la semana que regresó dando besos a diestra y siniestra (sobre todo a ésta), aparentando que no había pasado nada. Y se había mamado cuarto y mitad de mili más que yo y encastillado, el colega.
Pero mire si había pasado. Podíamos notarlo en nuestras puestas en escena en la leonera de Beibi/Inma S.A, o Inmabeibi, que tanto montaría, supongo. Los plazos del tiempo empezaban a vencer, haciéndonos llegar tarde, ya digo, a ciertas cosas. A la victoria, por ejemplo. O al amor libre, yo (en todo caso libra, que es lo mío, que viene después del virgo), un buen paliativo no obstante de la penuria sociopolítica para jóvenes recién emancipados.
Y esta es, por la misma época, otra instantánea callejera, 
pues pese a tanta salvación, aún había gente que quería más, 
aunque fuese lo mínimo. (Manifestación de la Asamblea de 
Parados, con Pena al frente –a la derecha con barba).
Se mascaba ya la necesidad de pasar página, por mucho que la maltrecha, depauperada y extrauterina célula que cabía por supuesto en un coche celular, pareciera en expansión en su nuevo avatar ligado al Movimiento Comunista, cáliz del que yo había pasado, pues la mili y sus secuelas no me habían roto el espinazo de mi juventud para volver donde solía. 
Eso lo tenía claro: volver nunca. Aunque mi mono de roce humano era rehén de aquellos con los que todavía tenía muchos más lazos familiares (deshilachados los propios) que con la secta venal de afiliación.
Y allí permanecía, alimentando de gorra las emociones, tirando de parodia histórica y estirando la goma de una sociedad de iguales en derribo, antes de demarrar con mi penúltimo desclasamiento para incorporarme a mi unidad de destino (¿en lo universal?) de la nueva casta dominante, entre charla, risas, humo, jerséis de cremallera y lo que quedaba de un rock and roll para el cual me había descubierto, repito, demasiado viejo. 
Aunque también demasiado joven para morir a manos de la socialdemocracia. Lo cual hacía de aquéllas sobremesas las últimas cenas que yo deseaba no acabasen nunca, alargándolas hasta la melancolía cuando la pareja anfitriona se trasladó adonde acabaría sus días el autor de los del varón, que no cabeza de familia, el verdadero Navarrusco, como preludio de un desenlace que iba a precipitarse por problemas de geometría: triangulares, cuadrangulares y otros paralelepípedos, y en lo que no vamos a entrar por ser el que suscribe, más bien de letras.


Un inciso ecológico

Al principio del invierno anterior, cuando nos curábamos las penas en té con miel y otros cáusticos, el primero que disfrutase tras su periplo carcelario, me llevé al Pena al huerto, de mataero. ¿No quería acción? Pues la iba a tener.
Se lo tenía merecido por haber abrazado ya la causa ecologista y tener que parecer no hacerle ascos a nada. Pero fue tan traumatizante para él, y desconcertante para mí, que jamás volvimos sobre el asunto. Y conste que lo traigo, obviando esta vez a propósito lo más personal, por lo que de aclaratorio, aunque crudo, puede ser para lo que me lleva.
Escuetamente. Como cualquiera perteneciente a las clases medias bajas estrictamente urbanas, de casa barata y coliflor, él tenía mitificada hasta el surrealismo la cosa campesina, estando tan confundido por lo que trascendía de esa realidad, que, como cualquier hijo del alquitrán, jamás llegaría a comprender los entresijos telúricos de las relaciones sociales del agro, su mentalidad deforme y la ideología sincrética y absolutamente inaprehensible para casi nadie no procedente del medio.
 El Pena, por los suelos, como líder de la Asamblea de Parados, 
        causa que, nada más llegar los 80', le iba a servir
     

Ecología y tradición, 
qué difícil fusión
No era mi casa paterna sitio de muchos convidados a mataeros, a pesar de esa fuerte tradición solsticial de ofrendar los frutos de la tierra (y de las gorrineras), quizá por ser ya muchos de familia, que a pesar de no estar completa, entre unos y otros, como dice la jotilla, iba un carro lleno.
Algunos ya habían oído hablar de mi acompañante, y no bien, y a la recíproca. Pero el estar en el País Vasco la otra parte potencial de la posible controversia, y al ir allí a ayudar y meternos en el tajo sin más preámbulos, no era cosa de parar en mientes, y según llegamos echamos mano al primer cerdo, o mejor dicho el gancho a la quijada para arrastrarlo fuera de la pocilga, entre el tremendo gruñicio rabioso y espumarrajeante, agarrándolo por donde se podía para subirlo a la mesa, donde una vez afianzado en firme y amarrada la pata trasera a la de la mesa, le dimos el paseo; vamos, que empezó a barbotar sangre al lebrillo.
El Pena, que aún no se había estrenado, tanto porque en ésas, las muchas manos son muy asorratantes y despistadoras, como por permanecer inmóvil y absorto ante la brutal novedad, perdido en un translation, que podía pasar desapercibida para el resto, pero no para mí, que lo observaba de rabillo según caía la sangre al cuenco y alguien le daba vueltas remangada, para que no hiciera madeja, aunque el desmadejamiento parecía hacer más efecto en él que en el humeante líquido, en una rotación que ya aguardaba la sangre del siguiente ejemplar, lo que se dice sacarlo y ponerlo en la picota entre una lucha denodada por ambas partes por la supervivencia, y poco más. Y ahí se rajó.
Víctimas de uno de los últimos mataeros de mi casa paterna.
Dos asesinatos seguidos era lo máximo que podía soportar, y pasado el chamuscado con gasolina y el raspado de la tástana de piel del primer bicho, y mientras ya sacábamos al tercero –la mitad posiblemente de los que ese día iban a morir sin saludar–, le noté desencajado, con un nudo más abajo del garganchón. Y empezó a hacer mutis por el foro, notándolo angustiado mientras salía afuera. Y lo dejé en paz. Me dio no sé qué.
Al rato, cuando reapareció convulso y con la expresión desdibujada de un boquerón, declarando que había estado vomitando, terminé de conocerle, pues si hasta ahí ya sabía que iba de duro sin serlo, comprendí que lo suyo era un puro voluntarismo verbalizante a partir del cual trataba de superar lo incomprensible o difícilmente abordable.
La tendencia política de recrío a la que se había adherido era una de esas pruebas con obstáculos. Él las saltaba hablando, o actuando frenéticamente, o ambas cosas. Las palabras para él eran una simple apoyatura, un discurso con el que asfaltar un discurrir pedregoso, al que muchos dejaron de prestar atención, por lo caliente, arrollador, excesivo o incoherente, todo eso fundido en él inseparablemente, sin comprender que su hablar no era expresión sino una voluntad maltrecha, y cuando se te dirigía exultante, te estaba haciendo partícipe de sus deseos más que de sus pensamientos.
Pancarta en la sacristía de la catedral, refugio de una movida
         de la Asamblea de Parados, a la que sirvió de asilo unos días. 
Él fue la única persona que he conocido que se atuviera al arquetipo, no del fanático, sino de aquel que, puesta su fe en cuarentena por la iconoclaxia, el rosigamiento de sus frágiles cimientos y la desmoralización comecocos de gente como yo, que nos ganábamos a pulso, no sólo cierta devoción narcótica por nuestro (poco) conocimiento, sino también el odio por descabalgar a cualquiera de la burra, se agarra a la acción como elixir que vuelva inmarcesible su buen paso de recluta por esta vida, arramblando lo que se oponga a su huida hacia adelante, con tal de no volver adonde no quedan sino los pecios de las naves quemadas nada más llegar a esta puta vida.
Fue a partir de descubrir esa inseguridad vital que yo creo que le acompañaría de por vida, como es lógico pensar de cualquiera que salga de la sima de la juventud en su incesante avance hacia la muerte, que me empezó a guardar el bulto, creo que por temer que aquella eclosión de lo que él consideraba terribles déficits le reportase de mi naturaleza burlona y un tanto cruel una temible vicisitud de cara a su imagen ya en boga de gran futurible. Otra de sus muchas equivocaciones, pues nada de esto ha salido de mí hasta aquí. Pero las amenazas pueden a veces más sobre los comportamientos que los mismos hechos, y supongo que eso fue el elemento decisivo que distorsionaría las hasta entonces volátiles relaciones entre nosotros, que en lo sucesivo, y con los diversos desencuentros políticos (según él) o vitales, según todos los indicios, se aguadianarían definitivamente. 


Quien pierde, gana

Y el caso es que ya habíamos pasado antes por eso, cuando los pistoleros psiquiatras del PTE se lanzaron sobre nuestra carne joven tomándola por carroña, y enseguida iniciaron su desarticulación aislando al elemento conflictivo y para ellos más dudoso (yo), y reconduciendo al más activo y ejemplar (El Pena) sacándolo de la trinchera-chistera  para utilizarlo como bomba fragmentaria y ejemplarizante contra la troupe.
Una imagen, hacía poco desaparecida (la de los 
          tratantes de ganado de La Cuerda). 
        Que por algunos avatares parecía seguir presente.
Y mientras duró la jugada, desde el periodo preelectoral del 77 al final de año, cuando desaparecimos tragados por la mili y otras miasmas, la cizaña sembrada hizo sus efectos en forma de su alerta contra mí que nunca lograría sortear. Y eso pese a que la realidad misma sería la encargada de demostrar que si tal cosa podía estar justificada, la manipulación de nuestras relaciones por la parejita de marras era de juzgado de guardia y querella.
En poco tiempo, y sirviéndose de los más dúctiles, nos habían dividido y logrado subírsenos a coscoletas, imponer sus criterios, sus métodos y hasta su propia parroquia de acólitos, los alfonsitos, curras o qijanos, o gente de la farfolla profesional que, como ellos mismos, no acababan de obtener sitio de butaca en la izquierda de oro y, no conformes con ser cola de león optaban al título de cabeza de ratón, y mediante el óbolo de su aportación monetaria o en especie, podían asistir así, en vivo y en directo, por un cómodo precio, como invitados particulares VIP, al divertidísimo show loco de la insurgencia juvenil.
En base a ese programa de querencias y malqueridos se montó una hidra que al modelo “pecero” incorporaba el añadido del recebo: los estudiantes, las mujeres, los marginados, o los autónomos, sobre la base de una irreductible alianza obrera y campesina, muy en el tono de un maoísmo mecanicista a la española verdaderamente de psiquiatra.
Imagen del 77, tan simbólica como parece: los famosos 
percheros de navajas de la estación de Albacete. 
Venía mucho  bacalao que cortar.
Por eso ellos estaban al frente, y si no llegamos a pegarnos el gran hostión, nos hubiera costado prematuramente la juventud y la amistad, tal era la insidia, los tejemanejes, la inquina rezumante, el hincapié y la doble baraja, la extorsión de las voluntades en formación muchas de ellas.
Todo, amortiguado por una actividad febril e inmeditada por llegar a una industria política (la revolucionaria) en pleno desmantelamiento, o, en su defecto, a un campo totalmente simbólico y verdaderamente incógnito para todos (del que lo más aproximado era yo), a través de una juventud desmanotada, y unos viejos combatientes que con su prestigio se suponía iban a arrastrar a los rezagados (y no a la tumba, que era lo normal), cuando no a las obreras del textil, por ejemplo, de las que tanto se hablaba, aunque nunca conocí a ninguno que se echase a una costurera de novia.
 Una descarga continua de adrenalina sobre cerebros de plastilina que a los que tratábamos de reposar el juego y repensar lo que estábamos haciendo, nos colocaba en el alero como tara de la gran marcha y cabeza de turco de las iras de los que lo estaban dando todo metidos de lleno en el partido, como se decía entonces y que ahora, no sé si gracias al cielo, es sólo terminología futbolística.
Basten esos aperos para imaginar lo incordial y neurótica de la situación anímica en que estábamos enfangados. Para más INRI, yo era secretario de finanzas, o sea el encargado de recortar, economizar, cobrar cuotas, perseguir morosos, llorar como un avaro, exprimir sangrías, forzar derramas, declararme pobre de solemnidad, insolvente total: el sacristán, o diácono de economías, un oficio en el que me había revelado implacable desde nuestros principios por libre, en lo de mantener una liquidez de calcetín difícil de explicar, que debió ser lo que los invasores consideraron para mantenerme en el puesto (totalmente odioso), pero con la precaución de colocarme a rueda, de comisaria, a la tirana consorte. 
Con lo cual se aseguraban el funcionamiento sin la pejiguera de tener que currárselo. Y todo en ese plan. Aunque lo de los cuartos era lo que iba a poner a prueba mi idiocia en una de esas lecciones que sólo la tontuna de la juventud es capaz de dar, por supuesto pagando.
Como cabía esperar en una organización en la estacada tras un fracaso electoral que no fue ni sonado, y que habían dejado a nuestro erario lo que se dice frito, entre otras inventivas recurrimos a la originalidad de vender lotería, pero ligada a un número. Y vendimos para aburrir. Bueno, vendieron, porque a mí, que siempre me ha dado repelús comprarla (mi repulsión por el azar es paralela a mi adicción por el vértigo), venderla es que me sublevaba, y la poca que conseguí colocar me la sacaron prácticamente de los bolsillos.
De modo que, como nadie me controlaba las ventas, sino yo a los demás, guardé celosamente más de 750 papeletas que no vendía ni a la de tres, con la esperanza de que, al irme a la mili el día de reyes, que me echaran un galgo y me denunciaran por irresponsabilidad política al coronel del CIR. Y con las mías, el doble o más del resto de malos vendedores, juntando en total miles de papeletas, más de cien mil pesetas del año 77 en lotería, que sólo controlaba yo. Y tocó. 12 pelas por peseta. Encontrándome en las manos un kilo y cuarto potencial de romeros de torres.
Para martirio de tentaciones –o por lo menos ensoñaciones del fumador de celtas cortos–, yo llevaba las cuentas tan al dedillo que, entre meterme en una adulteración (que, bien mirado, no hubiera sido tan difícil); lo azaroso; los efectos secundarios de una operación así, estando de por medio todo mi clan; y que no se podía cobrar la morterada antes de incorporarme a filas (cárcel que no dejaba de ser una liberación), y sobre todo que era gilipollas, apenas si me lo planteé como una fantasía improbable, el sueño woodyalleniano de un pobre, y no tuve más remedio que dejárselo a la comisaria jefe (lo cual fue como apartar de mí un cáliz demasiado intragable), y que conmigo tenía firma reconocida en la cuenta bancaria, y que sería, según dijeron (¿), la que cobraría aquel retaleo que jamás nadie fiscalizó, cuya versión más caritativa es la de que fue a parar a las muchas deudas que se arrastraban antes de meter la excavadora en el proyecto aquel de revolución.
Y, visto lo visto con estos ojicos de ahora que se ha de comer el fuego eterno de la incineradora, y comprobado el género humano por diez mil millonésima vez, y teniendo en cuenta lo descalabrado y caliente de la desbandada (y la ignorancia interna sobre nuestros propios asuntos cuyo conocimiento para todos excepto para la cúspide era estanco, aunque no fumasen), me permito esa sombra de una duda que todavía hoy mantengo al respecto, aunque ninguna sobre mi propia estupidez, que, revelada como algo tan consustancial a mi persona, me persuadió de que en lo sucesivo, o tenía buen cuidado con ella o sucumbiría sin remedio a su desolación.
Por desgracia, cuando pensé en ello, mientras leía en alguna de las cartas que me llegaban sobre lo contento que estaba todo el mundo con cobrar unas miles de pesetas, yo estaba ya enchiquerado haciendo la instrucción entre un aroma de eucalipto y asco. Solo que antes de llegar a esa conclusión ya había cometido el último error que cambiaría más de un año de mi vida, que si entonces pensé que para mal, al final cambié de parecer, porque como en tantas cosas en esta vida lo malo se convierte en bueno y el que pierde, gana.



Runrún se fue pal norte. Canción

He de aclarar que la mayoría de mis llamémosles deslices desde que tuve que tomar decisiones, no se deben propiamente ni a la ignorancia propia ni al engaño de los demás. Ni siquiera al autoengaño, esa mecánica por la que las personas consumimos la ilusión en cómodos plazos. No. Ya he dicho que tiendo al riesgo y al vértigo y, para mí, lo cómodo no es sinónimo de enriquecimiento existencial, y ante una situación de disyuntiva, sobre todo si es problemática, y no digamos si implica algún peligro, no puedo aguantarme la curiosidad de saber lo que me perdería si no eligiera la alternativa más imprudente, inclinándome, salvo excepciones, por lo peliagudo, aun temiendo de antemano lo que va a pasar. De modo que soy hombre avisado pero también necio, terco, cerrado y convicto de eso que dicen la llamada del abismo.
No pude pues, echarle la culpa a nadie de que, en el primer mes de campamento, en un control rutinario, como quien no quiere la cosa, en un cuestionario en el que preguntaban si pertenecías a algún partido, yo pusiera que al PTE.
Sin pretender entrar en batallitas propias del periodo militar, diré que lo que se preveía un interludio de mis actividades, acabaría moldeándome, espetándome como una sardina con su alienación y capilarizando en mí los elementos que me faltaban para distinguir con claridad la teoría de la práctica, los pájaros de la realidad, sus conexiones y la capacidad de obrar medianamente sin renunciar a nada ni tirar la vida a la basura. Eso que se decía hacerte un hombre. Pues eso.
Se lo habían montado bien para que picásemos. Tú llegabas a aquel empinado paraíso de eucaliptos plagado de rezagados que habíamos renunciado a creer que la mili desaparecería, y veías circular libros y periódicos tabú, y tertulias, y reuniones, y enseguida te planteabas si la democracia no estaría llegando al ejército. Y encima te lo decían, para convencernos, y a ellos mismos.
Ése debería haber sido el primer síntoma en que fijarme, como prototípico de las falsas conversiones. La mosca del cebo. La intoxicación para ser más pasto todavía de un poder incansable en formular tipos de dominio, y que utilizaba incluso a los mandos, que adoptaban una pose indiferente, “apolítica”. Y como de todos modos, el SIM (Servicio de Información Militar) dispondría al dedillo de todo mi historial, y una vez encerrado…, y como aún no conocía el viejo aserto incontestable de “el que dice la verdad se queda sin ella”, pues piqué. Aunque no pasó nada… de momento.
Seleccionado para hacer los cursos de cabo, no por estar en cuarto de periodismo, que era más bien para degradarme, aunque más era difícil, sino por ser yo maestro, lo que entonces comportaba automáticamente esa graduación, los meses pasaron sin más dilación que la dilación misma de dilatarse en algo que no servía para nada.
Un día, el capitán, un murciano militar vocacional hecho para la acción más que para aquella soldadesca inapetente, evitando paternalismos innecesarios ni otros daños colaterales de la cadena de mando, aparentando pasar casualmente por mi lado, con gesto estoico, me dijo con burocráticas palabras: ”Belmonte, ha causado usted baja en el curso de cabo”. Estaba más claro que el caldo del asilo: mis botas de Segarra empezaban a oler a caca de perro.
Así llegamos a la jura de bandera y todos andábamos en ascuas sobre los cuarteles de destino, o de su ratificación, en mi caso, uno de infantería en Orense. Y salió la lista oficial. Y lo que me barruntaba desde que declarase mi filiación política (cosa que para entonces ya dudaba yo mismo) se produjo, y en efecto, el Regimiento Mérida 44 de El Ferrol, el temible, había sustituido por arte de magia a lo previsto.
Pensé en una equivocación, como cuando diagnostican cáncer. Pero yo sabía que no. El único error había sido el mío. Y los errores no prescriben. Y no pregunté. No hay cosa más bonita que saber sin preguntar. Y que no había forma de escaparse de la respuesta.
El reducto ferrolano resudaba un tufillo penitenciario, no tanto por dar cabida a una mixtura de lo mejorcico de la milicia que no habíamos sido precisamente agraciados con aquella cita en las letrinas de la gloriosa infantería, sino por su calidad de ex batallón disciplinario, y ser en sí mismo una fosa séptica para esconder lo más pútrido, inadaptado e irrecuperable de la oficialidad patibularia, o en el mejor de los casos un purgatorio para que los que aún tenían esperanzas lejanas de salvación hicieran méritos para el ascenso. 
En consecuencia, y como enseguida las cartas saltaban a la mesa y el trato era abiertamente de “nosotros sabemos quiénes sois vosotros y viceversa, así que vamos a llevarnos bien”, la atmósfera era la típica de dónde hay confianza da asco, odiosa de casi cordial y transversal, entre unos vigilantes sin afán correccional y unos sujetos a buen recaudo sin ganas de reforma, en un acuerdo tácito de convivir una temporada sin sacar demasiado los pies del tiesto, dentro de una mezcla de prevención, respeto y curiosidad mutuas que cada banda practicaba en razón de creer estar ante un colectivo peculiar por lo especial de sus componentes, entre cuyos ambos lados podían contarse todas las categorías previstas por los códigos civil y penal, desde ladrones, drogadictos, borrachos, pendencieros, sirleros, maoístas, camellos, chorizos, psicópatas, renegados, patriotas, masocas, proxenetas…, a nacionalistas vulgares, sodomitas, terroristas, desertores, inocentes en espera de juicio, maricones, pistoleros, militantes de izquierda, delatores, confidentes profesionales, lameculos para parar un tren, farsantes políticos, impotentes sociales y mozos de cuerda floja que entre una golfería general, macarronería y cierta insolencia reinante rayana en lo chulesco, te acababan relajando sin llegar a desprevenirte, por ser muy difícil caer más bajo en el catálogo social, con la comodidad de que nadie tenía que recurrir a esa impostura de aparentar con rigideces y sobrado ademán el estar en un sitio de falso postín, donde la marcialidad, sin estar evacuada, dormitaba su vigilia con súbitos pero muy pasajeros estertores como recordatorios, pues lo castrense, aunque era la excusa para tenernos allí, se notaba que no era la razón principal, si es que la razón es adjunta de la sinrazón.
El dichoso cuartel Mérida no sé cuántos...
De manera que, aunque la disciplina no era laxa, sí se practicaba constantemente un escapismo por las muchas válvulas y costurones con que la corrosión de lo estrictamente militar había aligerado la presión que los ingredientes del puchero daban a la olla, y, fuera por la transmisión de las formas imperantes en la Legión o en los Regulares, importadas por la oficialidad, que comportaban cierta permisividad en el desahogo e irreverencia formal (por ejemplo, dejaban llevar barba, despechugarse, la estética hosca del regular, etc), siempre en orden cerrado, eso sí, a cambio de un cumplimiento del deber y un valor que se nos suponía más todavía que al resto de la soldadesca por el mero hecho de estar a las órdenes de esa élite beligerante; o ya fuese por la idiosincrasia punitivo-genética del lugar venido a menos y muy aguado (con sus ramalazos súbitos de castigo sin venir a cuento del carcelerismo irredento); o porque no sabían qué hacer exactamente con la variopinta patata heterodoxa tan de su época en un sitio tan fuera de ella, la verdad es que sorprendía el grado de desfachatez reinante, acostumbrados tal vez todos a la idea de “si ya me han metido aquí, ¿qué más pueden hacerme?”.
Aunque podían. Pero tampoco estaban por la labor, precisamente porque esa obscenidad mugrosa en las relaciones, que indicaba un conocimiento curricular personalizado y morboso propio de panóptico, sosegaba y daba la franqueza que confería cierta libertad penitenciaria a ambas partes, liberadas del engolamiento y la cortesía fraudulenta, que, al no existir, erradicaban así cualquier supuesta honorabilidad en las relaciones, que discurrían por planos y reglas de juego semi abiertas y consensuadas, lo cual evitaba el tener que infringirlas y consecuentemente, el posible rebrote de más inclemencias o castigos, siendo el cinismo el orín en el que todo el mundo acababa moviéndose de forma natural, excepto precisamente las manzanas menos tocadas por la norma de la casa para proveerse de frikis, que estaban allí simplemente para cubrir el cupo y dotar al edificio de un aspecto limpio de sospecha, y que, metidos en el percal, terminaban también por malearse aceptando el pozo de mierda como suyo.
Aunque costaba. Yo, hasta que no empecé a salir de aquel oprobio y a cotejarlo con el resto de la vida cuartelaria, no me di cuenta, cuando era palpable que lo nuestro no era normal. Y lo peor: creaba adicción. Sería el género carcelario, que engolfaba. O lo malo conocido. Lo familiar. No sabía. Hasta que a través de un madrileño compungido, delicado y poseso se me hizo inteligible.
El colega andaba siempre confundido y a punto de vomitar, asqueado por aquel cúmulo de basura que no acertaba a descifrar, limitándose a sufrir como una madre la incomprensión de su pasión a lo Jeanne d’Arc, bloqueado quizás por la impronta de su mismo apellido, España, que le impedía precisamente ver que aquello era eso, España, y no él.
Aquel grupo humano era la fabulación en germanía de la realidad del país. Pero además era la expresión más fidedigna de su juventud. Y de ambas cosas me di cuenta que no tenía ni puta idea, enfrascado como había estado con el reflejo especular de mi pequeño mundo, y ante su descubrimiento no servían un pimiento ni mis ideas, ni mi preparación, ni mi actitud, ni mi psicología, ni mis modales.
Y tengo que decir que fue difícil meterme en el ajo para absorber sus esencias y reinsertarme en un mundo que, siendo el mío, evidentemente no era el que yo creía. De ahí lo de acudir al tópico de la mili como encrucijada, de fábrica de lucidez capaz de hacer presentir otra vida a la que reconducir la mía. 
Así, lo que al llegar creí punto y seguido, se convirtió en un punto y aparte e incluso en otro libro. Por eso el citarla en esta reseña política: por revelarme esa otra patria, relativa, dudosa, vana, hipotecada, ilusa, prostituida que, si no merecía el escarnio o la desatención, tampoco merecía el sacrificio de Isaac.
Y durante un año, toda mi actividad política se redujo a contemplar el descarnado espectáculo de los muros de esa patria mía construidos con aquellos jóvenes adobes que entre ateridos y descreídos aguardaban la oportunidad de pegarle una buena dentellada a la vida y nada más. Y al cabo, como todo se pega y como Ortega ya había dicho que los jóvenes, más que a los padres, se parecen a su época, yo pensaba lo mismo que ellos, pues si una de las grandes virtudes, lecciones o mandatos militares consistía en mimetizarse con el paisaje, entonces, ¿porqué no hacerlo también con su paisanaje?

Nota: Los videos que acompañan el relato, ilustran aquello que me perdí (o no) durante el año 1978 (no así los de la tele, que casi era obligatoria ya en los cuarteles). El de la Pantoja pertenece a su actuación en un capítulo del gran éxito esa temporada, Curro Jiménez,  mucho tiempo antes de ir a parar a la cárcel, por asociación con bandoleros, esta vez sí, en la vida real.  


Mis sucesos de Yeste

La primera vez que volví del norte apenas me detuve en barajar las cartas marcadas de mi puta suerte. Y me supo raro.
Pasado ese síndrome cuyo mono es la vida misma, el viajar de pasado en pasado, no acababa de tomarle el pulso (tal vez no querido) a la situación. 
Y la situación era que, tras las elecciones, la organización había recibido adhesiones y apoyos que sobre el papel la presentaban como una fuerza en alza a tener en cuenta. Dos de nuestros dirigentes habían logrado incluso montárselo en las Cortes. Y mucho que me alegraba. Sólo que la realidad era muy otra (como la mía): de parón, tras la movida electoral.  
Y lejos de ir todo sobre ruedas, se parecía más a eso que en la bolsa llaman rebote del gato muerto, esos últimos coletazos de todo animal moribundo que parece ir a ponerse de pie antes de pegar el crujido.
Mi capacidad de percepción era imprecisa. Yo creía regresar desde el pasado hacia el futuro, sin darme cuenta de que lo que anhelaba revivir era un 77 que había dejado de existir por mucho que añorase su frenética campaña, surrealista hasta lo sublime de enterarte, por ejemplo, de que te habían metido de suplente como candidato, creo que al Senado, por Ciudad Real; o malograrte como mitinero para toda la vida, descubriéndote a ti mismo como, ya lo he dicho, una víctima crónica del vértigo.
La cosa fue que, viendo la afluencia y el interés que suscitaba el partido, se planteó, cómo no, uno de esos rituales que tanto excitaban en la izquierda, y arquitrabe tanto de su cohesión interna como de enganchar con el exterior, cual era el de tener mitineros. Un partido rojo sin mitineros propios, de la cantera, era como una comunión sin chocolate de las de antes, salvadas sean las distancias (menos de las que se piensan).
Ulpiano,  a la derecha, en 2006, en un acto de homenaje al 
          Instituto Bachiller Sabuco, del que entonces era director.
Los jefes sacaban la cuestión sin parar, exhortando, jaleando a lanzarse todos al ruedo, para ver de qué maletilla se podía hacer carrera como orador o al menos de telonero. Y qué mejor capea o tentadero del habla que una campaña electoral.
Casi ninguno de nosotros, ni por edad ni por ambiente ni por educación, estaba preparado. Nos venía grande.
Se ha estudiado muy poco este asunto de la penuria oratoria de la primera transición, y cómo nos pilló a todos a por uvas (y aún iría la cosa a menos a partir de ahí), cuando, sin embargo, mucha gente, desconocida para la política, iba a las reuniones, de masas o no, precisamente a oír hablar. 
Y haciendo de la necesidad virtud, los más lanzados, desinhibidos o francamente desbocados, se arrojaban a probar fortuna, viéndose entonces, y oyéndose, las mayores bazofias salidas de boca de humano, auténticas ejecuciones públicas del arte de Cicerón, que aún nos echaron más para atrás a los que abrigábamos serias dudas sobre nuestra capacidad, no ya declamatoria sino meramente oral. Aunque, conforme entrábamos en calor, alguno sí se destapó, y con un poco más de cuartelillo, hasta habría escalado posiciones.
Era el caso de Ulpiano Sevilla, que se reveló más ducho en esa liza que la mayoría, quizá practicada en los tiempos en que con sigilo enseñaba por entre el sobaquillo el pico de un impreso y preguntaba misterioso “¿quieres un M.O.R? (Mundo Obrero Rojo)”. Y como descollante, se le citaba en las faenas más primorosas, una de las cuales se habían reservado para sí nuestra parejita de mayorales, nada más hacer la programación de campaña, a pesar de que las dotes demosténicas les eran más furtivas que a un cazador de junio.
Yeste, precioso lugar, cuyos sucesos en los años 30 hizo 
            célebres Goytisolo en la transición.
La cita era en Yeste, lugar mítico por excelencia donde el partido tenía una ocasión improrrogable para mojar ante sus muchos jornaleros del monte y del olivo, sus parados, su atraso, su memorial de agravios y sucesos y toda la retahíla enardeciente. Si el maoísmo no triunfaba allí no sé dónde iba a triunfar. 
Y quiso el infortunio que yo, que ya me había escabullido en varias ocasiones de las listas de soflamas o me había caído de ellas por otras circunstancias, fui apuntado en ésta sin poder decir “me paece”, por aquello (y esto es lo más grave) de que yo era de familia del campo.
Era pues, un viaje estelar. Un bolo de altura al que, para completar el cartel de gente de pueblo, supongo yo, metieron en el ajo, una vez vistas sus probabilidades, a Ulpi (que aunque señorito, también era de pueblo). Lo cual, a decir verdad, me tranquilizó una barbaridad, no en vano yo había hecho un pinito como ayudante suyo en algún bolo rural cuando el sindicato de maestros, y me daba buenas sensaciones. Y allá que salimos con el Renault 12 ranchera el mariachi completo a por ellos.
Pero conforme me iba mentalizando para la ocasión, al entrar en las primeras curvas, el cuerpo digirió tan mal lo que le venía, que se puso a arrojarse fuera de sí como un surtidor, en medio de las angustias de la muerte, se podría pensar que a causa quizá de la compaña, pero no, pues hasta en moto había llegado a marearme en esa ruta.
Típico paisaje de la ruta elegida.
Total, que cuando ya no había nada más que devolverle a la naturaleza, me echaron en la trasera sobre una cama de carteles, pegatinas, periódicos y demás género negro sobre el que me rulaba de acá para allá en cada una de las incontables curvas, atendiendo con lastimeros maullidos a las atenciones de interés que se me prodigaban, y para cuando llegamos cercanos al anochecer, yo estaba para que me echasen las mulillas. De modo que me apartaron de entre los otros despojos para coger algunos de ellos para el acto, y allí me quedé adormilado, aprovechando que parecía que habíamos tocado tierra firme y el mundo al fin se había parado.
En mi siguiente visita durante el verano de hierro manchego, nuestro papel de aceleradores de la transición se había diluido, y ya imperaban el desperdigamiento y la inactividad. Y en navidades, el partido, prácticamente ya no existía y hasta nuestro matrimonio tan lacaniano y bienhechor había volado, o estaba a medio largarse a poner el huevo en otro bancal, en medio de la más estricta apatía del desconcierto general.
Así, difuminado en la distancia, fue como aquel sueño de juventud emprendido con la enfermedad del dictador daba mismamente sus boqueadas lejos de mí, en una agonía vivida de forma epistolar en la que todas las cartas daban el pescado tan por vendido que no se hablaba ni de la raspa, dando lugar a un final gris, a un crepúsculo sin pena ni gloria en su tránsito al otro mundo de una forma sutil. Un fundido en negro, pero negro sin el más mínimo ritual; una muerte sin entierro nada traumática del primer amor en la nada extendida que para mí era aquella tumba de quince meses en el limbo, en espera de un tren. El que fuese.    



Ante la duda…

Dos años y pico después de dar de mano en aquel paseo por el caqui y la lluvia, que me esperaba a la vuelta del otoño, y vuelto a la celeste cuna de la amistad ensanchada a carcajadas, pasada ya la enfermedad infantil de la revolución pendiente, y maduradas las distintas voces agrestes de cada instrumento en su materia, veía otra vez posible la orquesta en plan sinfónico.
El prototipo de esta alegría del timbre reencontrado era El Pena, que siempre lo estuvo deseando, con su especial madera añadida de mártir. Y de padre.
Ahora ya no paseaba a hombros aquel hijo adoptivo que fuera Sergio Bleda. Más bien parecía habernos adoptado a todos. Como Angelina Jolie, pero con barba. Haciendo comidas y dándote la barrila si no te las comías, ofreciéndose con verdadera fe salvífica monjil a todas las causas igual que otros se dan a todos los demonios (si no es lo mismo).
Eran los preliminares de su larga campaña de sentar muchos pobres a una mesa, que sería la Asamblea de parados, aquel proyecto de remedo de la última cena (quizás) pero a lo bestia (y finalmente a costa del erario público), que en aquel invierno de los tiempos de obligada convergencia tenía en jaque al ayuntamiento, que por cierto era el que menos culpa tenía, pero como trofeo o muñeco al que tirar no tenía precio, y a mí me daba un cuartelillo para lo mío (a cambio de mi trato de favor, como estaba mandado), para hacer de abogado del diablo delante de la displicente y edílica mirada de los munícipes barandas, que capeaban la movida más mosqueados que una mona.
No recuerdo bien si cuando aquella especie de pronunciamiento de pobres, iba o venía de su contrato como ejecutor de pollos (peor hubiera sido sexador) en una empresa quasi familiar, que a mí, cuando me lo dijeron, me llenó de estupor pensando en lo del mataero. El ser humano es así: nada. Debió de ser su peor bajada a los infiernos desde el día en que se fumó un cigarro.
Tiempo después, en una ocasión que lo encontré accesible le pregunté sobre la corta experiencia y no fue capaz de decir nada coherente, limitándose a poner una cara tal de desolación y asco, trazas de ansiedad infinita en una mirada suplicante por apartar de sí aquella imagen, que no quise insistir. 
Aunque cierto jugo, al menos oral, sí que sacó de ésa y otras experiencias laborales hacedoras de superioridad, como la construcción y otros gremios penosos, valga la redundancia, que le permitieron el lujo de decirle a su principal allegado aquella frase que quedaría grabada en letras de bronce, de “vas a entregar los huesos intactos a Dios”, que hasta ahora se ha cumplido como una profecía nostradamusiana.
A la Asamblea de Parados había podido acceder gentil y legítimamente por su quinta y no de matute, como era costumbre en los desclasados, gracias al paro en premio a su abandono del oficio de verdugo avícola. Y comparado con esto, era todo un solaz, pasándoselo en grande con aquel circo en el que hacía de maestro de ceremonias, funambulista en la cuerda floja, que era lo suyo, titiritero y trapecista en las alturas de las grúas, payaso con o sin saxo, domador de fascistas famélicos, malabarista de pelotas y contorsionista inflexible, que con el tiempo, sin duda le serviría para entrar como bombero del sistema, en el doble sentido (otros entran de sargentos con mucho menos), hay quien dice como premio, y algún malaje integral que como adelanto de derechos de compra, aunque en realidad fue una conquista arrebatada a pulso a los que habían tomado el relevo en la redistribución de la riqueza, en esta ocasión dudosa por tratarse de trabajo, y parecía como si tuviera que agradecerlo tanto a éstos como a los propios componentes de aquella asamblea en la que poco menos que le acusaron de apoyarse para encaramarse, cuando no era sino el aglutinante que removía a la prensa de sus poltronas para que dieran aire a aquella parada de los monstruos por derecho.
Mientras quien más quien menos de los que componían aquel compost social de baja estofa obtenía algo en la pedrea de la lotería de la queja y el follón, a él se le cuestionaba y escamoteaba. Era la historia de nuestra vida: la discriminación a causa del borrón que representábamos para una democracia que había que hacer presentable: o eterno arrepentimiento o desaparición.
Primer folleto turístico municipal en serio (1981) de 
Albacete. Se cubría el expediente mientras se estaba
      en el plato y en las tajadas, tocando muchos palillos,
            o lo que otros llamaban confundir el culo con las témporas.
Lo único que los vividores metidos a bienhechores con dinero público que sobrenadaban en aquella movida de chichinabo parecían ofrecer a los ilusos apartaos toritos nevaos (que lo mismo daban coces que tiraban bocaos), restos del izquierdismo extinto como él, era el desbroce de minas por delante, para que ellos pudieran pasar ya sin peligro con su séquito en coche oficial. Eran así de espléndidos. Y mis primos, dudosos entre pillarles el pan debajo, y felizmente atrapados en la reflotación de un renovado compromiso social en el que se creían imprescindibles, emprendieron ahí el gran debate que sólo una década después les llevaría al consenso. Es decir, a unos a la tumba y a otros al cementerio.
Desde el principio y durante bastante tiempo, yo asistiría a eso como invitado de piedra, testigo mudo, espectador o en calidad de simple corresponsal amigo; todo lo más manijero de ocasión. Y ellos, tan dichosos de tenerme si no dentro, cerca, como si nada hubiera pasado, como si los dos años de PSOE hubieran sido un purgatorio, ‘¡pobrecico!’ (cuando nada más lejos), sin arregostarse todavía de mis largas cambiadas.
No escarmentaban, pese a haberles dado nones dos años antes en la merendola de hermandad y enganche organizada en el río, sin dejarme bautizar por inmersión y dejándoles bastante claro que los viejos tiempos se habían esfumado y el contrato social yo lo veía de otro tipo, y que no estaba en mis planes hacer un bis, un paripé, una versión de mí mismo, o una segunda parte, que, según Marx, Hegel y el dicho popular, no eran buenas (excepto El Padrino II), sacándolos de su error con un par de argumentos de trapisonda.
Después de lo del río, que ya he dicho no recogería mi sangre, mi postura sería la de andar por el filo, entre dos aguas, o por la linde, tratando de no hacer sufrir para que la llama, la auténtica, la de la ligazón en la afinidad, no se extinguiese, y de mantener la afinidad con la peña, dando una de cal y otra de arena. 
Aunque lo peor es que ellos creían todavía que yo era un buen elemento. Y esa confianza en mí, basada en una equivocación que ha sido muy común, a mí me avergonzaba, incitándome, creo, a dar algo a cambio. Y me pasé diez años dando explicaciones.
Entonces todo había que explicarlo. Dado que no podíamos cambiar el mundo, lo explicábamos… mientras cambiábamos nosotros mismos.
La dialéctica de los hechos se solía confundir con la verborrea de la sinhueso. Y uno, que siempre ha sido lo más opuesto a un periodista de hechos, tratando de argumentar lo más exhaustivamente posible sobre lo que no tiene ni puta idea, lo único que podía hacer era cuestionar (disentir, siempre) la teoría sobre la que se asentaba aquel reagrupamiento bajo el paraguas calado del nuevo partido de unas fuerzas demasiado jóvenes para abandonar, y que consistía, dicho sea con pijoterismo, en la verificación y galvanización del nuevo elemento subjetivo de la revolución formado por los nuevos parias del postcapitalismo: jóvenes, mujeres, marginados y lumpen (los inmigrantes aún no habían llegado).
Aquello era demasiado para mí, y conforme iba tomando forma la idea, les decía algo así como que si es que aspiraban a ser otros Luis Bonaparte (el inventor del quintacolumnismo, no el de la prensa, sino el otro) a la española.
Ellos se reían. Pero no les sentaba bien. Quizá porque cada vez estaba más a la vista. Y también por eso dejé de restregárselo tanto.
Una cosa era disentir y otra dejar de dar apoyo desde los 
          medios disponibles a los 'nuestros', aunque ya se empezase 
        a no distinguir quiénes eran.
Con este panorama desde el puente la otra opción a elegir estaba más que cantada. Y hete aquí que, dos años después, en un nuevo giro de tuerca, me veía promocionando (potenciar, se empezaba a decir en un lenguaje contaminado por la ficción épico-democrática) en mi labor propagandística municipal, a un colectivo de la más rancia, amorfa y mosqueante estirpe cual era la Asamblea de Parados, a cuyo batiburrillo se sumaban en ocasiones señaladas (para ir a Simago a comprar sin pagar, por ejemplo) algunas de sus mujeres, niños y otros agregados más o menos espurios entre los que cabía contar artistas, chuloputas (o putas sin chulo), minusválidos y otros santiamenes, siendo una pena que no hubiera habido entonces algún negro para poner la guinda a aquel pastelazo.
La cosa era que yo veía perfectamente compatible con mi cometido en el consistorio apoyar aquel petardeo y sacarlo en los papeles y en las ondas. Toda una incongruencia que, con el tiempo, el irónico acontecer iba a tornasolar de coherencia paladina. Y descacharrante, pues aquello precisamente que un día yo llegué a ver como gran castaña de progresismo delirante, resulta que con el cambio de siglo, el post-postsocialismo lo iba a adoptar veinticinco años después como discurso electoralista y hasta ideológico, y de cara a la galería se iba a erigir en paladín de esas minorías, incluso las más marginales; y a la recíproca, los patentadores del invento, los antaño ultra beligerantes de esa socialdemocracia de calidoscopio la aceptarían como madrina de su botadura para chapotear en el sinuoso piélago de la demagogia y compraventa políticas de la postdemocracia. El azar es un mago que produce sus propias carcajadas.
Por otra parte, y dado que mis insufribles y renegones patronos me habían desahuciado de antemano, aquellos últimos meses de ayuntamiento no quedaba más remedio que pasarlo bien. 
De modo que me relajé y eché a soltar los perros del cinismo cautelar, convirtiendo mi labor en una rutina a la que ya tenía tomada la medida, y a lo que sin duda colaboraba la inhibición, algunas semanas casi absoluta, de los políticos, ante mi trabajo, pues habíamos llegado a ese pacto samugo de entente cordiale (pero poco), mientras no les tocase mucho los cojones ni ellos insistieran en darme disciplina inglesa sin yo pedirlo, volviendo así a lo que era el verdadero espíritu de mi contrato, el de un autónomo que trabaja, a la americana, “para” el consistorio, y punto.
Y es que ya no había ganas ni de discutir, visto lo que dábamos de sí. Sólo arrancar cada cual sus hojas del calendario y a otra cosa. Que esa era otra; el tiempo empezaba a escasear, y con la primavera encima y el marrón de las oposiciones, no daba la teta para más. Y eso que pintaba bien (el evangelio según San Maxi). Algo de lo que recelar más que de un cielo azul eléctrico, pues ¿por qué la mesnada de la Dipu iba a ser tan distinta de su vecina de al lado?


Max: enfoques y desenfoques

Si Maxi, con su hoja de servicios, no las tenía todas consigo de que no le guindaran el bocata de la Dipu, qué decir de mí. Y su táctica para que no me viniera abajo en una de mis rumias malagüeristas ciclotímicas era meterme caña. Con lo que conseguía todo menos alentarme. 
Porque si con eso le daba el pego a tantos, a mí me ponía todavía más a cavilar. Eran muchos años de gimnasia juntos. Lo cual no significa que lo conociera del todo (¿quién puede?). Ya lo había dejado claro con su adelantamiento por la derecha a toda la basca de la noche a la mañana.
Desde entonces yo tenía activada una luz de precaución constante (y cierta admiración, a qué engañarnos) ante su recién descorchado sorpassismo vital. Y él, para desmontar cavilaciones, solía dibujarme con sus bien afilados pinceles el cuadro de ventajas, el horizonte de plácida y verde campiña que se abría con aquellos nuevos capos enrachados en gastar en fichajes. 
Solo que por esas fechas a mí aún me iba más el bodegón. Y ya digo que su apertura en plan Capablanca me había puesto en guardia. Pero, conociendo mis muchas flaquezas, en un año me tenía a su merced y renovado mi contrito social como su compañero de viaje, esta vez con él a los mandos. Y no es queja. Yo siempre he sabido reconocer a quien va por delante.
Maxi emergiendo de las sombras.
En efecto. Mientras los demás mirábamos un reciclaje de trapillo que ponernos para ir hibernando en el nuevo clima, él había tocado pelo y mudado ya al prêt a porter, demostrando ser el más largo de la cuadrilla. 
Y sabiéndolo, estaba dispuesto a surfear en la ola como señuelo para el ex grupo de iguales que, con lo depredatorio como religión inconfesable, en el fondo, no nos engañemos, veían su salida por la banda toda una proeza, un trofeo de caza mayor. Un buen comienzo y no un vergonzoso final.
 Por supuesto, para curarse en salud, le dijeron de todo. La típica mezcla de rabia y envidia por haberse anticipado. Pero en cuanto pudieron aducir en su favor una mínima buena disposición y ganas de ayudar (si adoptada o sincera, si estudiada o espontánea, allá cada cual), enseguida obtuvo el place por tender puentes (como buen pontonero) entre los nuevos ungidos y los airados olvidados, y la consideración de eslabón perdido entre pródigos y bienhablados,  como fontanero postmoderno de palacio del rebautizado Paseo de la Libertad. 
Rotos y descosidos, lubricación de cadenas de transmisión entre facciones, beligerantes o no, limado de asperezas con opositores, esgrima con funcionarios o periodistas y enjuagues diversos para los que se requería ubicuidad y destreza, todo ese apretado programa que suponía entonces ser secretario particular de la toma de un palacio de invierno de provincias (para vencer) eran facetas de su oficio, recién inaugurado de la democracia, y, si no indemne, iba sobreviviendo, que era mucho. Y se crecía. 
La colgada peña despeñada (y despenada) estaba estupefacta y deslumbrada. Y él, como buen concesionario del poder, aunque fuese de alquiler, se venía arriba y jugaba para ver hasta dónde llegaba con él y su saber como esencia inherente del mismo, alzándose en lo que canta un gallo como el pivot que el parvulario necesitaba de referente en su deriva. Y mientras él corría por la calle principal, echaba liebres de prueba en otras para experimentar.  Por ejemplo, la célebre cooperativa de artes gráficas.

Huyendo de la quema
Era nuestro sueño chico, un viejo proyecto engordado para su puesta en marcha con parte de la peña para llegar a siete, el número cabalístico exigido por la ley, y que nos iba a proporcionar las ayudas y apoyos necesarios para comenzar una aventura laboral como base de la periodística, que era el sueño grande.
Maxi, a mi izquierda, seis años antes en un pueblo de la ruta La Sierra en Moto, con unos niños
       que curiosean, mientras fuman, en aquellos extraterrestres que aún éramos los de ciudad.
Así estaba el patio.

Estando a la faena, algo no casó y, una vez en Chinchilla para firmar ante notario la constitución de la empresa, resultó que no había ni el menor asomo de apoyos, ayudas ni compromisos oficiales que él, en plan aquí estoy yo, poco menos que había apalabrado. Y empezó a olerme a cuerno quemado. Al repasar la repalandoria del sumario, mis dudas crecieron hasta casi convencerme de que aquello era otro hueso, un entremés más lanzado para entretenimiento de la quijada tiesa. El típico ejercicio de estilo de quien hace prácticas de pirotecnia política.

Pero la inversión emocional era ya tan grande que, convencido de ser (yo) un revientaverbenas, me costaba creer que todo aquello fuera el embarque de Capitán Araña que parecía. Aunque lo era.  Todo un castillo de naipes cuyo derrumbe él mismo no había sabido parar antes de producir una merdé del calibre de la montada: darnos cuerda hasta meter el cuezo y llevarnos directos como cretinos hacia la estacada más ridícula, quise entender que bloqueado por no poder responder a las expectativas generadas desde su suficiencia vital (entonces muy subida de tono), dejando rodar la ful llevado por su natural huida de todo lo que fuese contrario al estupendismo cultivado como táctica, su aversión al riesgo y su necesidad de garantías y ventajas de éxito antes de apuntarse a algo, y aparecer solo cuando tenía algún triunfo para mostrar. Un buen sistema, pero que aún no tenía depurado. Así es que, menos mal que no pasamos al notario. Aunque más tonto fui yo, pues encima, me mosqueé.
Claro, éramos colegas, y días después fui a su casa y le dije algo así como que aquella era la típica situación que me daba ganas de liarme a hostias. Él calló, esquivó el enfrentamiento, quitó hierro al asunto y, pegando un carpetazo despectivo, me salió por peteneras de amigo cómplice privilegiado, que era su táctica de reserva para camelarme, con el conque de que aquella mierda de cooperativa acariciada desde antes de la jodida democracia, era un agua pasada que no movía molinos nuevos. Y me dribló. 
Y lo peor era que el muy jodido seguía llevando razón. (Aunque su comportamiento debería haberme alertado de que los tiempos, los de fuera y los nuestros, estaban cambiando, y me hubiera ahorrado más de un disgusto). Y refunfuñando, por toda reacción me quedé esperando su siguiente regate de trilero, que no se hizo esperar. Tenía la iniciativa, y yo, por mucho que no la viera clara, no tenía otra mejor. Y además, el nuevo envite era todavía más de relumbrón. Y sabía que era algo que yo no podía rechazar.



Albacete, siete días, una noche

Esta vez la liebre era de más calado: una revista nueva que ya se estaba fraguando y que se llamaría Albacete 7 días, hecha que ni pintada para nosotros, en especial para mí. Un proyecto independiente que, generosa y desinteresadamente, iba a tener, esta vez sí, todo el apoyo nada político sino institucional –a partir de la Dipu, y ya veríamos si también del Ayun (qué risa me da recordarlo)–, en la cual era un pecado no colaborar.¿Cómo? Siendo yo mismo uno de sus artífices (¡). Y, de nuevo, piqué.
De haberme conocido Antonio Vega, yo estaría ahora cobrando derechos por Me dejaba llevar, por aquella mi puñetera inclinación, esa que promueve la gran estafa de la camaradería. Aunque la verdad es que no tenía mucho que hacer, y, como buena gallinácea, tenía mucha inmundicia donde picotear. 
Y me lié la manta a la cabeza para lo que sería mi especial puente aéreo entre mi despegue como radical libre y mi aterrizaje en el socialismo. Bien es verdad que algo más avisado por los escaldes, y buscando desde el primer momento el gato que de seguro había encerrado. Y no tardaría en estar al cabo de la calle.
José Antonio Domingo (3º, de pie, dcha., junto a Rosa Villada), en el homenaje de 
gente de los medios al fotógrafo  Antonio Sáez, en los primeros años 80. Jesús Moreno

es el primero por la izquierda, acuclillado.

La cosa no era la pintada, por supuesto, sino una apuesta personalísima de tres elementos rebotados de La Voz de Albacete: Sebastián Moreno, vedette del periodismo de la vieja escuela de barra, acera y taxi, Jesús Moreno, el fotógrafo del diario, el máximo exponente en cierto sentido del periodismo gráfico local de entonces y yo diría que del siglo, y a los que todo el mundo creía hermanos o primos al menos, y cuya única similitud, como explicaba graciosamente Jesús, con su claro aje andaluz, era que “ézte eh de Fére y yo de Heré”; y el tercero y no en discordia, José Antonio Domingo, que ya estaba tardando en aparecer, como todo lo bueno, que a pesar de su capacidad y talentos varios tantas veces contrastados posteriormente, había estado limpiando los mocos al periódico como corrector y otras faenas de sentina, desde que se volviera del foro dejándose varias asignaturas de la carrera colgadas, harto del fiasco madrileño y los desayunos aguados de la residencia de la Benemérita, colocándose de chico para todo hasta empezar con el más audaz reporterismo combinado. Esa era lo troika a la aventura de nuevas hambres.
A cambio de servir de plataforma para forzar un cambio de status quo en la balanza mediática y movilizar sinergias a favor de los socialistas, habían negociado (es un decir) con los nuevos interlocutores válidos, o validos, como MaxiJuan Francisco aún no era ni el asomo de la tormenta absolutista que devendría, aunque ya rentabilizaba los truenos– unos apoyos logísticos (la luz verde) que nunca llegarían.
Don Ginés Picazo Carboneras.
En contrapartida, los muy generosos les habían impuesto como director una de aquellas momias (sólo en lo físico) que el PSOE se apresuró a desvendar, no sé si añadiendo con ello más prestigio del que les quitarían. Se llamaba Ginés Picazo y era un viejo periodista represaliado del franquismo, que había vuelto a pasar sus últimos días entre las honras que pudiera procurarse previas a las fúnebres.
Estaba hecho polvo, llevaba sin ejercer desde siempre y estaba claro que iba de prestado, sin meter mojada más allá de lo justo, muy en su sitio, que era la figuración retórica y digna y comedida, eso sí, sin contraprestación líquida que supiéramos. 
Nunca un partido ha pagado tan poco a todos los que vinieron a abonar con sus huesos de última hora un terreno que luego sería tan productivo para otros. Aunque, todo sea dicho, los que estaban al pie del cañón (a los que no tardé en unir mi propia calamidad) tampoco veían gran cosa de color. Yo mismo, en los dos meses que probé suerte en el intento, no vi ni un duro.
Pero no sería el poco color del presente sino el del futuro lo que me haría presentar mi renuncia, por decirlo así, ya que aquello era el chocho de la Bernarda.
 Sin dirección, o peor, encubierta en la figura dominante pero equívoca de un Sebastián distante y desdeñoso, indiferente o esquivo con los considerados ayudantes; un JAD (así empezó a firmar) de natural samugo, taciturno y proclive por demás a lo tácito y el otorgamiento sobreentendido; y un Jesús hecho a tomar la vida no al día, sino al segundo, sin plantearse nada y de un coleguismo a prueba de bombas tan encomiable como improductivo, a los siete u ocho números desaparecí de la pista, viendo que allí no me haría sitio ni en años. Y además trasnochando.
Sebastián Moreno, primero por la izquierda, entre 
         periodistas y colaboradores de prensa de la época.
Yo, que con tal de dormir como Dios manda, había elegido acabar mis estudios de oyente en la facultad aunque fuera pegando en la cabina de un camión más cornadas nocturnas que un toro lunero, no concebía el pasarme las noches de los domingos, que era cuando se hacía el semanario, hecho un cabrón a pijo sacado hasta las tantas en la bonita imprenta de Fuentes, la más yeyé (y facha) de la ciudad, para acabar la reseña (pues no llegaba a crónica) deportiva, que medio me inventaba con los resultados que a eso de cerca de las doce nos pasaba Juan Ángel Fernández, que hacía también su meritoriaje en la SER; terminar de cuadrar otras informaciones y acabar de confeccionarlo en la Olivetti de componer, hasta verlo editado y casi impreso. Aunque, para controlar, había gente para dar y vender, porque un domingo sí y otro también se pasaba por allí Juan de Dios, u Ortega o cualquier otro aficionado al olor a tinta y copyproof.
El dichoso Jarukelski, capo del tardo comunismo polaco.
Venían a darnos ánimos… y a ver si seguíamos portándonos bien. A cambio, nos traían noticias frescas (aunque todos pensábamos que mejor hubiera sido unos boquerones en vinagre), que, si bien tenían la deferencia de revelarnos, nos pedían tratásemos con tiento, como que Pepe Bono se había visto envuelto en un entuerto de consideración en Varsovia, adonde había viajado esas navidades con un grupo del terruño apuntados todos a los periplos esos con que el Congreso (de cuya Mesa era secretario Bono) ya tenía entonces a gala invitar a costa del contribuyente, y el Gran Líder Fraternal en ciernes la satisfacción de poner a disposición de sus paisanos, para ir afilando el morro.
Al parecer, había tenido que intervenir como homo calitas en un sórdido incidente en el que uno de los expedicionarios, el artista Quijano (hoy desvirgado de la -u), había resultado detenido y avergajado por las entonces nada contemplativas fuerzas de seguridad del general Jaruzelski, al parecer por una gamberrada. Y otra que se apuntaba el Gran Líder. Nada. Una pequeña hazaña para tirarse el verso moviendo algunos hilos y sacar del calabozo al artista, quedando como un héroe.
La pregunta subsiguiente era –y fue–: ¿por qué un avezado lanzaliebres como Juan de Dios, les tiraba a los sabuesos aquella carnaza como si fuera una peladilla en vez de silenciarla? 
El increíble Bono,  primero a
la izquierda (?), como oficial, claro, unos años antes.
La respuesta, a la vista de lo poco que se pudo escarbar bajo la mucha tierra echada al asunto, no podía ser sino que, siendo lo más probable que el asunto acabara saliendo a la luz, él se marcaba una media verónica–exclusiva más falsa que un billete de un euro, aprovechando para darle bombo a su number one, en un gesto que además nos demostraba que podíamos confiar en él/ellos.
Naturalmente, después de apalancarse el mayor de los silencios, solucionado el incidente de forma rauda por canales insondables, aforados o clasificados de los de hoy por ti mañana por mí, tales como el consulado, el mismo Congreso y alguna otra oficina gubernamental, tan recalcitrantes todas al descorche informativo relativo a uno de la curia. Una única versión, la del nuevo quijote sacando a su sancho de las mazmorras polacas, que por supuesto, contó con la más absoluta omertá de las posibles bocazas que formaron la cohorte del viaje, cuya estanqueidad todavía permanece virgen.
Pero si no hubo nada reseñable en aquel desliz con vodka de patata de por medio, sí quedó para la historia, por mor de las medias verdades, el “bulo” verosímil engordado por el morbo de que el mismísimo Gran Líder Fraternal fuera de alguna manera parte interesada personal del incidente.
Y apenas un año después, debajo de Tejero.
Pero nadie cantó, oye. Y la hipótesis no pudo contrastarse. Es algo que aún me impresiona. Había quien esperaba que su novia de guardia entonces, Milagros Morales, una historia mantenida al nivel de un glamuroso si es no es inefable e inédito, acabase cantando descargándose de algo, en un rapto de despecho tras su rosario de la aurora allá en la lejana loma de la Universidad Menéndez Pelayo donde el futurible, en un adelanto del morro que ya prometía, se le había cambiado de caballo a media carrera, acabando la pareja en triángulo con el añadido de su futura esposa.
Pero ni media –y no quiero pensar que algo tuvieran que ver con ello, además de la lealtad, claro, ciertos privilegios (si pueden ser llamados así los carguicos públicos) con los que tanto ella como su hermano fueron obsequiados por el partido)–. Y otro tanto pasó con las gargantas de los demás, algunas muy amigas entonces pero que se revelaron para mi sorpresa ingenua de entonces más amigas y leales al nuevo prócer, y que resultaron ser tan profundas como para no salir palabra sobre el asunto, ni indicios.
Sebastián Moreno, al fondo a la izquierda, en una imposición 
de medallas del Pte. de la Diputación, Gómez Picazo.
Sonaba tan poco el río que daba en reinar a más de un corazón chismoso que algo había, devanándonos la sesera por añadir algo de amarillismo al ya de por sí papel hueso de nuestras cuitas. Aunque eso sí, una cosa quedaba clara para los restos: el estilo de Juan de Dios para las filtraciones, que iba a ser leyenda urbana.
Y otra cosa. Que como aquello del A-7días no iba ni para adelante ni para atrás, de ninguna de las maneras, porque los supuestos padrinos, mucha boquilla, pero ni para pipas, cuando a los dos meses no había visto ni una peseta ni un rayito de luz en el nebuloso horizonte, tomando prestada, por razones familiares, la seguidilla “tú preñada y yo en la cárcel…”, de papel, se entiende, y teniendo a la vista cuatro meses (aquellos que Juande quería que me enclaustrara, el muy cachondo) para terminar unos estudios no por menos denostados ya listos para el descabello, pensé lo que pensé y con gran dolor los dejé a solas con la revista, cuya singladura sería grosero por mi parte relatar, más allá de este a modo de introito, estando por ahí como están (excepto Jesús Moreno) sus protagonistas verdaderos, cuyo recuerdo sabrán emborronar mejor que yo.





El biplaza

Durante el año y medio que siguió, y sobre todo tras mi (esperada) decepción de mi paso por el Ayuntamiento, me ratifiqué en lo que ya había aprendido en la mili y no quería admitir: aquí no vale ser más listo, o habilidoso o tener más estudios o más huevos que los demás. El rasero declara a todos escoria, y una vez te dejan con las vergüenzas al aire, lo que funciona es la oferta y la demanda. Y hay que adaptarse o morir. Si piden un cornudo, tú, con un par de astas que ni un ciervo; y si un lindo don diego, ahí estás, emperifollado como para una boda, aunque asustes al diablo de feo y contrahecho; y si reclaman eruditos, entonces, aunque fueres analfabeto, te presentas como el Espasa, el monosabio compendio de los siete de Roma. El caso es cumplir el requisito y nunca postularse antes de saber qué es lo que cojones buscan esos cabrones.
Contrariamente a los inquilinos de la Casa Consistorial, allá en la Dipu parecían estar en mejor disposición para con los aspirantes a colaborar (aunque fuese por un módico precio) en lo que iba a ser el nuevo régimen y pronto acabaría siendo matadero de sueños, ideales y demás. Y quizá por tratarse de una institución más distinguida e indirecta, enseguida habían adoptado ese estilo propio del guante blanco de no pegar la puñalada los políticos directamente, de forma que necesitaban esbirros, soldados, sargentos y oficiales como mano de obra de la demolición del espíritu del cambio. Y técnicos para crear la nueva ilusión. Muchos técnicos.
Grueso socialista de la 1ª corporación municipal democrática.
Es un signo inevitable, lo técnicos: en cuanto entran por la puerta, la esperanza  del cambio (para bien) sale por la ventana. Y allí estaba yo, otro más, para defenestrar lo que hiciera falta, empezando por mí mismo.
No pretendo decir que lo llevase en cartera. Ni siquiera en esbozo. 
Yo no estaba a disgusto con mi papel en el Ayuntamiento, me llevaba bien con muchos y me sentía agradecido y con ganas de agradar y apencar. Pero bien soliviantado por el desaire inmutable de mis “compañeros” munícipes, la convocatoria de aquellas plazas de Técnico de Publicaciones justo al lado, acabó produciendo en mí la penúltima y más perversa (e irrisoria) conjunción de sentimientos encontrados, mezcla de aborrecimiento y alegría, y en ellos el de ese extraño resentimiento tan cercano a la rabia de verse ‘culpables’ de que, en su obsesión por deshacerse de mí, yo pudiese lograr como desenlace otro puesto, según ellos, mejor. Y alguno estaba que se tiraba de los pelos. Y eso que aún no habían sido ni las oposiciones. Pero suele pasar. Y de remiso, incluso retrechero con el caldo, acabé presentándome voluntario, tan contento, a por las tazas que hicieran falta. Se llama necesidad.
 
Juego para dos, y el perro
A los munícipes, y otros, que se la cogían con papel de fumar les hubiera mitigado mucho su pesar el saber que el puesto tenía más novios, que aún no le habían puesto nombre ni mucho menos, y que además, yo me presentaba bastante acuciado, y ya se sabe lo que se dice, jugador por necesidad, perdedor por obligación. 
Así es que, si me marchaba era, primero lleno de incertidumbre, y con tanta pesadumbre como mucho descanso, consciente de ir derecho a un segundo plato, con ese sentimiento entreguista del casorio por interés con un amor de circunstancias, y sospechando que lo elegido te dará todo tipo de insatisfacciones para siempre, algo que en el fondo nunca (te) perdonas, por obligado, por mucho que todos piensen que has de agradecerlo de por vida (y otros que hiciste la jugada de tu ídem).
Un enrevesamiento, como se ve, digno de reseña especial, que iba a alimentar un desaliento donde lo personal, lo laboral y lo social se entremezclaban sin salida, y que maduraría en el desencuentro definitivo primero con los socialistas, y al final de aquellos difíciles años señalados vividos en clave de facilidad, con los restos de mi quinta, agotado ya en mí todo deseo de actividad política, sustituido por la pirólisis del hastío permanente.
El procedimiento técnico, por así decir, de llegar a consumar aquel torticero golpe de mano de busca de la vida/ruina para siempre partió de su protagonista principal, Maxi, que ya había vendido allí donde y a quienes debía que él era su hombre. Pero como los conocía y no les fiaba ni los palominos, les colocó un dos por uno, o sea dos tazas, un dos plazas, para asegurarse una, presentándoles la otra como una copia de seguridad, y a mí como la mía de verdad. Lo que se llama una buena jugada, pero sobre el papel.

Siempre hay un tren que tomar
Eso, a políticos y fauna adjunta los puso en el disparadero, listos para abrir la caja de Pandora, el maniobrismo de puñalada trapera y el chalaneo más artero que pueden suponerse en una carrera de quítate tú para ponerme yo.
Estación anterior a la actual de Albacete. 
A todo esto, yo, sin pintar nada, bien ocupado con mi propia guerra en la casa de al lado, desde cuya barrera veía cómo se empezaba a jugar al pinto, pinto, gorgorito, con la dichosa y a todas luces redundante plaza que, por eso precisamente, su copia (o sea, a la que yo podía aspira) podía ser vendida al mejor postor casi como un bien mostrenco, y a todo esto sin poder involucrarme lo más mínimo para no levantar todavía más resabios en contra. Ya estábamos como siempre.
Luego, había esos otros aspirantes nada despreciables a los que el poder había dado esperanzas y carrete, como el protegido de marras del diputado comunista instructor de metidas de todo tipo, que para mayor comodidad de su apadrinado pegó el cambiazo a última hora del temario de artes gráficas por otro de literatura más apropiado, y que luego, cuando no se presentó siquiera, las malas lenguas dijeron que sus donosas posibilidades se habían acabado antes incluso de la convocatoria, disque por no tener en realidad el título universitario requerido. Para habernos matao. 
Y ahí acabó su futura carrera funcionarial, si bien luego la emprendiese como laboral sin necesidad de prueba alguna, en el Cultural Albacete. Maldita meritocracia, con sus fiascos, que tanto dais que hacer a las musas con tales farsas mundanas.
Otro novio de la cosa (éste titulado) era Nicasio Sanchís, de nuestra propia escuela de Cambio-de-marcha-aprovechando-el-cambio, cuyas esperanzas de esponsorio y jamancia de las perdices de palacio le venían de la inclinación que, a su modo personal de hueseador hartizo falsamente incauto, parecía suscitar entre los cortejados, que le correspondían con un lógico buen trato como periodista de Radio Juventud. 
Y dado que los pescozones mediáticos eran entonces pan del día, los patrones se dejaron poner velas confirmándolo como otro desamparado con derechos, otro de aquellos hijastros especiales con dientes que el socialismo empezaba a recoger de la calle con la displicencia a cargo de la cual exigirían luego tanta pleitesía.
Poemario de Nicasio Sanchís, editado
muchos años después... por la
Diputación Provincial.
Él se veía con designios (lo que ahora se dice nominado), víctima de los rumores instructores del desasosiego que en tales bretes se desatan con grave perjuicio para la claridad.
De mi experiencia con la bestia (y de ahí una de mis ventajas), yo sabía que hay que huir de este tipo de acaramelados del poder como el gato del agua fría, por devenir fatales para el programa, pues suelen llevar al desavisado, a causa de su pura necesidad, a una impepinable pérdida de pie de la realidad.
Un año atrás habíamos estado juntos en aquel otro “proyecto cangrejera” o de futuro, o por si acaso, de la agencia de noticias Castilla-Mancha Press, que quedó en nada y que yo había dado de alta como propietario en la oficina de patentes, con él como director figurante. 
Quiero decir que había unos ciertos lazos. Y que te descabalguen los amiguetes, duele. De donde su rebote a toro pasado, y su amarga (y humana) queja de un trato de favor (cierto, pues se nos acabó franqueando el paso) que él quería para sí, y la pérdida de una piel del oso que aún no era suya.
Yo, en cambio, sabía que las hostias las tenía adjudicadas desde mi mero aspirantazgo, como supuesto coautor de aquel plato de nouvelle cousine, guisado en realidad por el amigo Juan Palomo como final de travesía hacia la solvencia. Y lo tenía asumido. 
Sabía que iba de porra en el tinglado. Y si salía, bien. Y si no, pues buen viaje. Y de rejoneo, el justo. Aunque, dicho esto, nada era descartable, salvo una cosa: cualquiera que meta en un saco a unos cuantos gatos pescateros (para divertimento del dueño, como era el caso), éstos podrán hacerse pedazos pero jamás morderán la mano que los menea.
Recepción de invitados del Cultural de Albacete, en la Diputación.
El chef, comprendiendo mi poco entusiasmo por la movida, ponía especial énfasis en presentarla como conjunta (aunque quien de verdad se la jugaba era él). 
Y, para la historia, quedaría como copiloto. No importa que fuera sin mandos, o fuera un socio a veces consultivo, otras artístico, o un ayuda de cámara especial. Y como mi gratificación por capear aquella res (pública) tocada en suerte, seguro que me compensaba, y mucho, por hacerme cargo de las muchas guijas que no le cabían al chef en su propio gorro, perdoné el beso por el coscorrón, aceptando fehacientemente mi papel en el menú, por la cuenta que me traía.

El biscúter apañado
Aunque nuestra interdependencia estaba clara, yo, dada mi situación trémula y entredicha, era el que delegaba. Lo cual, en la recta final, se reveló abstruso e incierto, consistiendo el trato de favor de los políticos en dejar a los aspirantes disputarnos a cara de perro aquel puesto secundario, también para ellos, con la típica suficiencia y la indulgencia ante las putaditas que en tales casos se suceden, de “tranquilo, no te preocupes”, esa excusatio non petita, acusatio manifiesta que tanto huele siempre a sudario de buenas intenciones y emplasto para moribundos, y que reavivaba más mis oscuros designios de relegación perpetua y mis deseos de que no me quisieran tanto.
Así, hasta la tercera y última prueba, en que, a la vista de cómo me había currado la segunda plaza, o vete tú a saber, el Presidente (que ya apuntaba maneras de lo que iba a dar de sí en el empoderamiento) tomó en persona las riendas del tribunal, lo que indicaba que lo tenía claro, daba por buena la clasificación, y demostrando que no quería sorpresas ni virajes enojosos de última hora, debió darla prácticamente por definitiva, a la vista de lo que fue la prueba restante bajo su autoridad, que la ejercía: un mero trámite y una auténtica mamonada sin paliativos.
Y así fui refrendado como compañero de viaje. Así que nunca supe si podía haberme tirado el mejor folio de mi vida, para el que me había preparado, viendo el percal, y demostrar así mi competencia –cosas de ilusos– o, por el contrario, si aún con eso, ni la Macarena me habría librado de cualquier barrabasada propia de estas lides.
Lo que sí quedó nítido fue que, cuando se trata del poder, y cuando ya te crees que vas a tocar pelo por ti mismo, éste te siega la hierba y te dice: “No eres tú el que entras, sino yo el que te deja pasar”. Y ya estás otra vez entrampado. Porque la vida tiene un precio. Aunque yo no sabía que la cosa, de pago aplazado, sólo en intereses, me iba a salir por un pico (pero sin pala, menos mal).


 La oficina siniestra

El trienio rosa o cómo pasar de titular al banquillo en tres lecciones

Lección primera: como sacar los pies del tiesto

La nueva situación tenía su aje, pero también su intríngulis.
Decir que el primer trienio en la nueva casa fue la hostia sería injusto para un itinerario en el que me dediqué a ir de órdago en órdago, de flor en flor y de truño en truño. Alternando, que se dice. Me lo podía permitir. Hacer trampas y, encima, quedar bien. Aunque mucho más fácil era poder quedar mal con todos. Pero me la refanfinflaba.
Yo me había subido al carro (menos teta de monja de lo supuesto) de motu propio pero al volapié. Y conociendo a mi socio como si lo hubiera parido (todos los amigos son una parida de uno), ya sabía que prosperidad y problemas tienen el mismo prefijo.
El primero en darme en el asa y advertírmelo había sido Juan de la Encarnación, estando yo recogiendo los bártulos para largarme al nuevo puesto que tenía allí. Al enterarse del resultado de la oposición, con la mejor intención del consejo amargo de la experiencia, me soltó entre enojadp y aliviado por lo mío, la lapidaria pero lúcida frase de que se alegraba pero: “Aquéllo no es para ti”.
Cómo lo sabía. Pero, ¿y qué lo era? ¿Acaso el nido purulento  sofocante que dejaba atrás? Y con un tal vez descreído, me fui. Bueno, lo que tarda en pasar un mes de trámite lleno de indiferencia y adiós muy buenas, mitad y mitad por ambas partes. A la francesa, para no verles sus últimas caras desanchadas. A veces se necesita un final generoso para consigo mismo.
Dos años separaban la época de la buscavidas y las tentativas 
         de mi nueva y privilegiada situación. (En la imagen, con 
       Uriel y su hijo Guillermo, en la vieja fundición de Marset.)
De momento, el episodio de luz de gas y vigilancia cautelar llegaba a su fin. La liberación había llegado. Y yo no distinguía si mis libertadores eran políticos o colegas. To er mundo era güeno. Yo era el ingrato que nunca existió. Y mentira lo de que enseguida se me olvidó la tabla echada al náufrago.
El balance hasta ahí consistía en unos años pródigos. Tanto, que mi comportamiento, un tanto alucinado por el deslumbrón de la libertad, ja, ja, tesoro de dioses y no apta para criados, y el descaro del desenjaule y mi propia desfachatez, empezaba a rayar en corte de mangas pasado de rosca.
En la nueva coyuntura de amplias alianzas, compañeros de viaje, izquierda común y revoltaza imperante desde el 23-F, con el miedo atizando la necesidad de pegar los culos, y ser poca toda ayuda, mis nuevos padres padrone eran de lo más comprensivo con nuestras salidas de tono y veleidades radicales propias de los nuevos enfants terribles que éramos, oficialmente casi; atribuyéndolas, siempre que fuera posible, más a una enfermedad infantil propia de niñatos porculeros envalentonados con la mejora.
Recuperado para la izquierda de la cantera, por así decir, verde, guerrillera, apiolada y a dos velas, empecé a despuntar en el seno de aquella otra de acogida, herrumbrosa, casi prostática, aprovechando su anuencia para con mi carácter transgresor, encandilado al mejor estilo de hermandad siniestra. 
Y aunque desde otra perspectiva, y hasta con otras ropas y suficiencia, con la explosiva insatisfacción esteticista que daba el haber metido la cabeza, me puse a recuperar el sentido perdido de una política hecha ahora con otros mimbres, no en vano habían llegado los ochenta y con ellos la cultur(et)a, y yo tenía por ahí asignaturas pendientes que (a)probar. La diletancia, heredera de la militancia.
Los patronos facilitaban las cosas haciéndonos un feo tras otro, y collejón tras collejón, y eso allanaba el camino para echarse al monte, resabiarse y triscar en cualquier pasto. A cimarronear. Y nada más incorporarnos a las filas administrativas, y cobrar (yo) el primer mes completo, el de septiembre, ya teníamos puesto el primer contencioso a la casa. No hay como empezar bien. Por discriminación, agravio comparativo, incumplimiento de bases y su puta madre. Que los poníamos guapos, vaya. Y primer mosqueo, claro.
A mí en especial el empleo fijo parecía quitarme años de encima, para volver a la agonía abierta de la primera juventud, a mis particulares locos años veinte que fueron los setenta. Y a mezclar, tras la prudencia de la precaria incertidumbre, vitalidad y política, performance y subversión. ¡Qué demonios. Podía permitírmelo! Como fichaje a prueba de un equipo puntero aspirante a todo y joven promesa, bien podía.
El estar en todo lo mío en aquel enorme séptimo cielo, sin que de él me pudieran sacar más que a palos, me ocultaba el hecho de que la social-policía empezase a pensar que quizá me estuviera pasando tres aldeas al evaluar erróneamente que los laureles de atrezo conquistados en mi nuevo lugar al sol me iban a dar de sí tanto para vacilar como para las lentejas.
Socialistas albacetenses de la primera hora. en el centro,
palabra en boca, Manuel Vergara.
Pero embriagado con tan halagüeño panorama solo para mis ojicos, libre por fin de las ataduras y la basura del subdesarrollo, y mutada la filfa política en oro en barras, mi disposición se inclinaba a disfrutar de su regalo.
¿Cómo renunciar a aquel panal recién pensaba que conquistado con mis propias manos? ¿Cómo cortar el sedal precisamente cuando acabábamos de hacernos propietarios en comandita de un cuarto escalera del firmamento laboral, por mucho que estuviera condenado al pro indiviso y pese a no querer reconocerlo; cuando empezábamos por fin a saborear el alegre néctar de los sueños en plena juventud? 
Veintisiete años y una plaza de técnico superior del staff (así figuraba en aquella mierdecilla de reforma administrativa aviada por un Vergara obnubilado por trasladar a la administración cierto espíritu de empresa, esa inútil, arrogante e ilusa que en los socialistas duró lo que empezaron a usar la Visa Oro ). Y con la que caía fuera. Ahí es nada. A ver quién no pica.
La alegría es una trampa mortal para los pobres. Una droga que te enerva con tal mezcla de vértigo y sopor, y te deja inerme ante el gran depredador, la vida. Y yo me la tomé en serio, la alegría. Al fin y al cabo, era la primera vez que podía permitírmela, a lo grande, sin trabas, sin culpa. Es lo que tiene no estar acostumbrado. Que te emborrachas, te llenas de balón, y lo que era un penalti infalible se va a tomar por culo. El retratito de un porvenir que era incapaz de ver.



El último cuplé

Una de aquellas tardes de andorreo me dejé caer por la sede socialista a saludar, pues lejos del tópico amasado después, la relación de Pedro Coca con el Ayun era principalmente a través de algún munícipe amigo, rayando en divorcio con alejamiento la real con los núcleos duros de esas instituciones.
En mi caso, tras haberme alfileteado, sin acritud pero sin embozo, como un desertor comprensible, y aparte de los jijijajás y la baba caída de la cuota femenina del establecimiento con cualquier cosa en Jané (en el que yo llevaba a mi hijo de paseo), noté que un estúpido velo se había corrido entre quienes andábamos optando por distintos caminos difícilmente enlazables más adelante. 
Imagen de la sede socialista anterior a la actual.
Sería mi penúltima visita, hasta meses después, cuando, a petición del mismo Eugenio, que me llamó de buena mañana recién ingresado yo en la Diputación para que les echara una mano en las fotografías de los candidatos de las elecciones generales.
Las fotos eran para la cartelería electoral y yo pensé que mi labor era de asesoramiento. Pero lo que pasaba era que Eugenio, entre el marasmo desorganizativo, el cutrerío, la falta de seriedad general, las prisas de la central en tener los negativos y toda la pesca, no acababa de encontrar la forma ni el momento de terminar con aquel incordio. Y sobre todo, según descubrí in situ por su bailoteo característico y las vueltecicas que le daba al bigote cuando te metía un pufo, que no tenía fotógrafo, el muy mamón, y había dispuesto, menos mal, una cámara réflex con varios carretes a elegir, y un lienzo blanco en una pared, para, en cuanto fuéramos cayendo en la trampa tanto candidatos como artista, ponernos frente a frente en el improvisado fotomatón (de aquí te pillo y aquí te fotomato), y hala, a poner caras y a disparar.
Fue un pitorreo, la verdad. Con decir que yo era el experto, baste y sobre. Él hacía de publicista conocedor, Mari Carmen asesoraba en detalles y estilo (el resto de la cla entraba, se descojonaba y se iba sin aplaudir), y los aspirantes a posar que pudimos enganchar ese día, al ver la enorme seriedad con que compensábamos nuestros magros conocimientos de imagen, increíblemente nos hacían caso y se prestaron a la perfección a la juguesca, mientras Eugenio nos tranquilizaba a todos diciendo que era sólo una prueba, para que se fueran rodando y que luego, cuando viniera el fotógrafo profesional, estuvieran ya más fogueados que una modelo. Pero, y una leche.
Virginio S. Barberán, en esa época.
Yo salí de allí en cuanto pude. Sin esperarme, por si se les ocurría pagarme, jajá. Y, ya digo, no he vuelto. Pero a los quince días, cuando vi por la calle los carteles de los tres candidatos fotografiados por mí (de los que solo recuerdo a Virginio S. Barberán), por poco me da algo, de acordarme de las promesas de Eugenio diciéndoles que no se preocuparan, que iban a quedar bien. Y no quedaron mal, tampoco.
Esa fue mi aportación electoral al cambio del 82, y la última al PSOE, quedándome sin saber quién había sido el fotógrafo del resto de los candidatos que se veían colgados (aunque tal vez los colgados debiéramos de haber sido otros). Que sería el fotógrafo de repuesto, supongo. Y lo mismo le pagaron y todo.

El culture club, el vehículo polivalente que pinchó
Desde principios de los ochenta todo pasaba por la pose cultural. Era como el médium de integración de los mundos, del más allá y el más acá. Tú podías ser todo lo izquierdista que quisieras, pero si no estabas al loro, te devaluabas al instante. Y si no estabas ligado a una revista, a un grupo de vanguardia, si no copeabas, frecuentabas los ambientes neo y ponías buen careto a las imbecilidades con que siempre los listos han conquistado el corazón (y otros miembros del montón) de la juventud; si no adoptabas un estilo apto para integrarte en la renovada sociedad de ideología magacín, no quedaba claro que eras un neorrevolucionario reciclado de pro.
Procesión de la época ante el Gobierno Militar. 
          Desfila La Dolorosa
Había que montar revistas rompedoras, emisoras de radio, grupos de nueva ola, hacer manifiestos, movidas, performances, ponerse al día en los ropajes de transmisión de la novedad, no aburrir, y adaptarse, si querías seguir en la brecha de salvar el mundo. Era la puta cultura. Y si Lenin levanta la cabeza nos fusila a todos.
No importaba que sesenta años antes se hubiera comprobado ya que cultura no hay más que una, y la proletaria la encontré en la calle. La clase obrera, y no digamos las masas, por no hablar del batiburrillo progre, que era lo que empezaba a mandar, eran incapaces de generar otra cultura que no fuera la burguesa, o sus residuos por delegación, lo underground, la basura directamente, y así.
Eso había quedado claro en la vieja trifulca entre trostkistas y los anteriores nuevaoleros (bastante más honestos que nosotros) que creyeron poder operar la verdadera transformación desde el recién alcanzado nuevo sistema social, a través del futurismo, vanguardismo a ultranza, mecanicismo y otros ismos, produciendo entre otros cadáveres los suyos propios. 
Porque si eres absolutamente consecuente con la ideología, lo mejor que puedes hacer contra la cultura predominante es pegarle fuego, simplemente. Aculturizarte. Lo que hicieron los jemeres rojos en Cambodia, que al no tener gaseosa a mano, experimentaron directamente con la gente. 
Otra cosa es la aculturización propia de occidente, donde se recrea la cultura a base de subcultura que retroalimenta otros nuevos detritus de los cuales surge otra reciclada, y así hasta el infinito, el feedback entre lo sublime y la mierda, y venga girar degradándose como un sol sin fecha de caducidad.
Ismael Belmonte, quizá el poeta
        popular más representativo de la época, 
          o al menos uno de los que le ponía 
        las pilas (vendía las Tximist)
         a la cultura oficial de entonces.
Y eso era la nuestro, la rueda de mala fortuna de siempre a la que, a falta de otro entuerto mejor que desfacer, nos apuntamos para volver a dar la nota, reactivarnos como vanguardia, aperrear a las masas y entresacar la banderita de la subversión, oral, anal, lo que hiciera falta, ya que, al parecer, teníamos un público para aclamarnos excitado. 
Y algunos, por el hecho de estar mejor colocados en la parrilla de salida y con mejor infraestructura, éramos vistos como hermanos mayores, si no como unos putos padres nuevos ricos de la peña. Y si además teníamos todavía las criadillas prietas, ¿cómo dejarlas de exprimir?
Todo concordaba, pues, para participar en aquella penúltima vuelta de tuerca: sólo faltaba el local. Y eso fue lo que, de inmediato, íbamos a aportar al desarrapado núcleo activo reconstruido de los setenta, convirtiendo nuestro chiringuito de la Dipu en la sede refugio y casinillo, casa de citas y sobre todo casa de ejercicios del resucitado engendro políticonoplástico segunda época: la lúdica. Para habernos matado.  

Lenocinio en el Patio de Monipodio

Cuando digo que nos adjudicaron algo así como unas oficinas, miento. Lo único que había previsto para nuestro cometido palaciego era la partida salarial, que no es poco. En lo demás nos tuvimos que buscar la vida en plan pirata. Lo nuestro, afortunadamente. 
Y caímos sobre lo que pudimos como Drake y Barbarroja, asaltando por el método de patada a la puerta el desván que el interventor tenía para retirar trastos y papelorios (que antes de percatarse su dueño ya se había llevado un trapero), con dos habitaciones adjuntas con más mierda que cera bendita, frías, desconchadas. Una cuadra que rellenamos con mobiliario de distinta estofa del que estaban retirando del Hospital de San Julián, en derribo, que les sacamos a las monjitas un día en que desembarcamos por allí con una furgoneta tomada de extranjis en los talleres. Y punto.
Todo, ante la mirada estupefacta pero ya prevenida de las autoridades ante nuestro estilo a matacaballo, levantador de no poca admiración en el reducto lumpen que aún residía (y seguiría residiendo) de los tegumentos cerebrales de más de un capo de capi. Y que si llegamos a esperar a que se nos tratara como a probos funcionarios, aún estaríamos aguardando la fase de “puesta en funcionamiento”. No en vano la opinión al respecto del mandamás y aún más de otros sobrados, era “vosotros lo habéis querido, que nosotros no os llamamos; ahora apañaros”. 
Y eso hacíamos. La típica prueba de fuego, el rito de iniciación para entrar en la tribu. Los políticos tienen esas cosas. Y los socialistas, más. Pero si había alumnos aventajados, capaces de hacer lo uno y su contrario, esos éramos nosotros. Así es que, ya podían irse preparando.
Viejo hospital de San Julián, en imagen de sus inicios.
Una vez instalados en el cuchitril y montado el tenderete, pronto empezaron a llegar las embajadas de la calle, a rendir algo de honores por el palo dado y a pillar algo del botín, como alboroque, cuando no a cuenta de la declaración de su fervor. Así. De la manera más natural.
Y como vieran que, pese a todo, no se nos había subido aún a la cabeza nada salvo cierta miseria ambiental, se les quitó la miaja susto que podía recrecerles el prejuicio, y se fueron asentando, donde podían, porque apenas si había donde, yendo y viniendo y tomando posiciones en el fortín.
Si su apego de sagato por nosotros por separado ya era notable, como tándem éramos vistos como la gran esperanza marrón (y no glacé precisamente) de un mundillo disperso; de una diáspora de pincho de tortilla y botellín; el catalizador que buscaban para relanzar el nuevo modelo que venía de la mano de los tiempos, por los vericuetos sinuosos del espléndido abigarramiento confuso típico de la democracia, que desembocaría en el aluvión social (marginados, lumpen, feminismo, minorías, etc, en una palabra: quintacolumnismo), pero que necesitaba del empujoncito de los mecanismos de la cultura de masas, y una mínima epistemología para que diera el pego. Y eso, evidentemente nos venía que ni al pelo.
Y al mismo vernos como quien dice, ladera arriba, nos adjudicaron el papel estimulante de nuevos príncipitos exuperyzantes de la roña, lo cual aceptamos encantados, empezando a jugar, en plan burgués, a las dos bandas de la socialdemocracia: la oficialista o rica, de oficina de ocho a tres, la señora, por un lado; y la segregada, querindonga o a dos velas, a ratos perdidos, por otro. Nos íbamos organizando.
Lejos del amo y del mulo nos sentíamos al fin seguros en el bohío. Estábamos, sobre todo yo, como suele decirse, como los pájaros de la vega. Y los que arribaban a resguardarse al cobertizo, ni te cuento. Así que enseguida se reveló como chambao para albergue de sintechos y demás. El cante, pues, era mayúsculo.
No se piense que sólo acudían los primos de la peña. No. Allí se aliviaban los mal vistos, los asediados o simplemente esquivos con el oropel, como la Fefa aquella, la asistente social que se largó a Nicaragua a hacer la revolución como voluntaria, con un par; o puros fuguistas, como Pura, la sucesora de Maxi en la secretaría particular en la Presidencia, que de vez en cuando se bajaba al llano a chafardear y airearse del embotado ambiente de las alturas con el de las cochiqueras. Por citar algún caso ilustrativo, pues aquello se empezaba a llenar de raros, empezando por nosotros.
Cándido da Costa, recientemente
Ni qué decir tiene que la puta calle era el lugar de procedencia preferido de nuestros asiduos. Así Germán Cantero, el colega hellinero marido de la suplente de Maxi en el gabinete de Presidencia Pura, que entonces se dedicaba a regar panizos en Hellín y a dirigir el exitoso voleibol del lugar, y 
que después se haría cargo del gabinete de prensa de Murcia.
Y es que los colegas solían pasarse entonces por la leonera: un día venía Dacosta, o Avendaño, o Manuel Cerdán, condiscípulo nuestro también en la facultad, que llevaba no sé qué títere de investigación por aquí para Diario 16 (entonces aún no se habían escindido en El Mundo), y recaló por allí ni se sabe cómo; y Nicasio a menudo; o don José Carpio, profesor de geografía de medio pelo al que habíamos conocido en unas jornadas madrileñas sobre el videotexto de Telefónica, que Vergara nos encargó para ver si la Dipu le podía sacar algo el jugo a la cosa, quedándonosla como experiencia piloto.
Tratantes de La Cuerda, cien años atrás.
Este pavo, que hacía carantoñas a Juan de Dios y su círculo (en el que evidentemente nos cuadraba), necesitando apoyos en el Palacio para el cargo que perseguía –presidente de la Caja, nada menos–, cuando venía a Albacete se apoyancaba en nuestro aliviadero, supongo que recetado por sus mentores, y allí largaba, hurgaba, guiscaba, esperaba y entretenía el colmillo (puesto que alguna vez hasta lo invitamos a desayunar), sirviéndose de aquella magnífica cabullera excavada en pleno corazón de la city, como de un portaviones para desembarcar, merodear, otear y cubrirse a continuación. 
Hasta que a Juan Francisco se le hincharon los huevos (ya los tenía soliviantados con Vergara, cuanto ni más con un avalado suyo). Y un día nos llamó.
Nosotros subimos tan contentos, qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del señor. Y allí, sin más preámbulo, nos recitó lo que él entendía que se llevaba a efecto allá abajo (de lo más concordante con la realidad, la verdad), para, a continuación y con estas palabras, advertirnos, tronando, en un gesto que ya le era muy propio: “¡Y como me entere yo que volvéis a meter a ese cabrón en vuestro despacho (yo no sabía que teníamos un despacho), bajo y os echo a la calle de una patada en los cojones!”. Así mismo.
Hay que decir que el pájaro volvió. Aunque se ve que se olió la chamusquina y lo hizo con más comedimiento, hasta desaparecer, por encontrar, al fin, un refugio mejor que el nuestro, que era lo que iba buscando y que al final encontró, su Cajita. Y oye, mano de santo, pues desde entonces, a mí al menos ni me conocía ni me saludaba. Y eso que me ahorré en desayunos. 
Así es que, en la distancia, he de alabarle el gusto a mi aspirante a pateador y, aunque no cumpliera su amenaza, decir que hubiera sido justa. Lo que pasa es que cada uno arrima el ascua a su sardina, y así como renegaba lo suyo de ciertas visitas, otras las alentaba.
Era el caso de Chicho Bleda o Marrón, dos de sus socios más valiosos en la denodada pugna establecida durante el segundo y definitorio mandato socialista (conmigo fuera ya, aunque tratado de involucrar por unos y otros). Chicho Bleda, por afinidad, compadreo, coleguismo y por obtener en las cabañas cierto apoyo logístico para su asalto al palacio. Y Marrón, por pura y muy digna manía conspiratoria, por exceso de tiempo libre, y por malmeter con quien se dejase, antes de irse, también, como director general de algo en el primer gobierno del PSOE.


Lección segunda: La mezcla implosiva

Podría pensarse que la madriguera era un apeadero, el cuarto trastero (como había sido, literalmente, de toda la basura del Interventor), la trasera donde todo el mundo se sentía más libre para gorrinear; esa caballeriza donde hozar con algarabía que se visita antes de salir a lomos de un destino más áureo.
Sin embargo, en realidad  era un puro escondite para la vena fugitiva de un variopinto zoo sin más ambición que un poco de escaqueo solariego, o, mejor aún, a la sombra, a juzgar más por los ordenanzas porreros, oficinistas marujas aburridas, archiveras con afán documental, lechuguinos con rescoldín en las meninges, chupatintas morbosos, técnicos de cultura apurados, solteronas salidas, auxiliares siquiátricos sin pe y tocados, gestores acosados, burócratas inocuos, tontos tormentosos, agropecuarios sin tormenta o sin cosecha, todos emocionados de estar, no como ante un escaparate sino dentro mismo de él, observando lo que para ellos era toda una sensación, pues para eso éramos la pareja de moda.
La nuestra era la capillita nada eclesial sino más bien irreverente y de muy mala nota, a la que iban a deslumbrarse para liberarse de su peso, como a una casa de putas de confianza, con dos maestros de ceremonias. Un oficio, milagrero, de germanía y picaresca, que por ejercerlo de tiempo atrás, hacíamos natural, y fácil de llevar para los que les resultaba novedoso y peculiar en la administración. Aunque en realidad estaba a medio camino entre un elefante en una cacharrería y una parida en toda regla, como se iba a demostrar.
Bartolomé Beltrán, entrevistado (supongo) 
por Cándido Da Costa.
Nuestra parafernalia, truculenta y antes nunca vista, realmente llegaba a despertar el hormigueo en los bajos de la muy vetusta res pública. 
Juro que había gente de la casa que, no creyéndolo, iban solamente a comprobar que lo contado era verdad, bajando alucinados a la barraca a ver a los monstruitos o sus visitas, excitados ante el espectáculo desenfadado, cáustico, naif, obligatoriamente underground y a veces lumpen fuera de madre que se cocía entre aparatos raros, equipos de diseño, sonido, fotografía, videos, música a toda hostia, videotexto novedosísimo, la IBM de bola, el invento anterior al McWrite, carteles impúdicos e imágenes ofensivas por las paredes –aún recuerdo a Bartolomé Beltrán, viejo franquista encargado de la oficina de Patrimonio, amenazarme con sacar la pistola como viera otra vez aquella foto vejatoria de la Cruz de los Caídos, que la vería–. 
Y todo ello en los bajos de la vieja casa de servicio provincial. Lo que se dice un auténtico efecto llamada para cotillas. Y entiendo que en aquel contexto bienpensante que aún era (y aún lo sería más) la casa, y con el garito lleno siempre de curiosos, frikis y buscones, se nos tratase también como otra atracción cualquiera.
Prudencio López, hace unos años.
Una jornada cualquiera podías abrir boca con un Pepe Ramírez (Jefe de los Bomberos) contándote pletórico cómo esa noche había estado haciendo guardia con un Henry de cazar búfalos montado para disparar a unos sospechosos de piromanía que le traían frito en algún monte perdido de la sierra, y a continuación, tener que tragarte toda una película en tono mayor de Prudencio López Fuster (el encargado de lo agronómico) sobre los enjuagues y jugadas de Dios y el César (o sea Juan de Dios y Pepe Bono) que él, de ninguna manera, estaba dispuesto a pasarles, y los iba a poner a parir en el Comité Federal, condición de privilegio que disfrutó muchos años y de la que se sirvió a placer.
Aurelio Petrel, un clásico del Instituto de Estudios
          Albacetenses, a la derecha de J.A. Escribano, 
diputado de Cultura.
A renglón seguido llegaba algún sabio del IEA para ponerse a criticar cómo dejaban meterse a tanto facha en su santuario, o cómo los minusvaloraban o relegaban a labores de ayudantía cultural, “y no es envidia, eh”, mientras tomaban buena nota de nuestras novedades, que miraban por encima del hombro y no sé si del hombre. 
Y a la hora del desayuno concentrarnos donde los abuelos (los jubilados de la Caja, nuestro particular club social de Cheyenne) con gente de la gresca y la gentualla, para darle vueltas a la próxima movida antimilitarista, o antisistema a la que estábamos siempre apuntados como guest stars, y en correspondencia veníamos obligados a colaborar dando alguna pincelada entre risas, para enterarnos, al volver, de que nos había estado buscando Juande para que fuéramos a verlo en su pisito franco (que en nuestro despacho no quería comprometernos, pues sabía cómo estaba la cosa) donde tenía amagado a Antonio Yébenes entre proyectos hasta que saltase la liebre del Cultural.
Nota: Aparte de verlo desde tiempo inmemorial jugar al baloncesto en la cancha frente a Escolapios y luego entrenar a equipos de chicas, cuando íbamos a verlas desde la Escuela Normal (en algunos tiempos muertos nos dedicábamos a eso, sin desdeñar a las voleibolistas de la Enseñanza), creo que hablé con Antonio Yébenes por primera vez un día en el vestíbulo del viejo ayuntamiento, cuando me contó la historia de sus experiencias educativas recién llegado de Navarra, habiéndole echado el ojo, para hacer algo similar a lo que vendía –esa impresión repetida me dio–, a Salesianos, luego rebautizado Giner de los Ríos, santón de la mitología progresista, pero tan desconocido en esos años, o en estos otros, que nuestra auxiliar administrativa, tan condorosa, en los anuncios para periódicos que hacíamos para publicitar la reconversión misma de la cosa, ponía “Ginés de los Ríos”. Pues bajo tal advocación la Diputación quiso restablecer en tono de parodia la Institución Libre de Enseñanza, librando a aquel colegio de la misma, con Residencia de Estudiantes (infantiles) y todo, y que acabaría siendo todo un fiasco, una cagada fenomenal. Y no sé el papel concreto que jugó Antonio en tal reconversión.
Antonio Yébenes, a la izquierda, en una foto del clan de Carmina Belmonte e hijas.

En cualquier caso eso fue antes de que le saliera al paso lo del Cultural Albacete. Si bien, y para abrir boca, y con la excusa de su buena relación con Jesús Alemán, otro de su quinta, en varios sentidos, Juan de Dios se lo había encasquetado a éste, a cargo del presupuesto municipal, durante su primer mandato como concejal de urbanismo de la democracia, para que le llevara los papeles del Plan de Urbanismo (y compartir así la información privilegiada de que disponía el PCE), favor al que el grupo socialista no pudo negar a Juan de Dios por las buenas composturas con la renombrada familia política del incorporado, clan que a su vez y desde la entrada del extremeño en Albacete, la aventura de ADA (o el ardor) y otras vainas, había sido uno de sus puntales y con el cual la deuda parecía inacabable, pues una vez terminado ese Plan, pasó a aquella oficina un tanto siniestra a que hago referencia más arriba, como todas las que montaba Juan, en un piso un tanto franco, con perdón, de otro conocido socialista, en la parte sur de Villacerrada, donde se fraguaba no sólo el futuro sino, y según las malas lenguas, también cierto presente más perentorio, nocturno y leonino.
Pues allí era donde nos llevó aquel día con sigilo Juande para allegarnos sus flamantes NGPA (nuevos grandes proyectos albaceteños), en los que mi tocayo ya había tomado posiciones, todos los cuales quedaron arrumbados en el momento en que uno de ellos cuajó, el Cultural Albacete, y todos pasaron (pasamos) a otra página de la historia, para vernos de diferente modo y más bien de soslayo en otras posteriores en las que Yébenes siempre se comportaría de manera educada y bastante más dilecta que la mayoría del elenco, prueba de que algo se le había pegado de la mezcla de encaje de bolillos, coordinación mercadotécnica y diplomacia provinciana característicos de su clan de acogida, sin cuyo ejercicio a pulso (y una buena salmodia repetitiva de divulgación en el entorno) no pueden amarrarse reputaciones ni mantenerse los reclinatorios acólitos de la buena fama.
Y Juan nos contaba que ahora sí, que ahora tenía lo definitivo para catapultar Albacete hacia la almena más alta del futuro, que contaba con nosotros (por supuesto), que Pepe ya estaba al tanto (mire que sí) y que era cosa hecha.
Y nosotros que cojonudo, otra finta y a tomar por culo, de vuelta al garito, para encontrarnos con El Pena y su lastimera diatriba universal, que no sabía si irse con la novia, pero renegando de que no iba a tener hijos, él no, impartiendo alguna amarga lección magistral y gratuita sobre temas familiares o sexuales, o culturales a nuestra auxiliar, que por supuesto le entraba por una oreja y le salía por el sobaco, empentando entonces con nosotros con los puntos oscuros de la dedicación a la revolución pendiente de los intelectuales (léase escupiendo con desdén), tocando todos los palos divinos y humanos de que se acordaba desde la semana anterior, haciendo un alto para que atendiéramos de estraperlo a algún diputado despistado que por equivocación venía a llevarse algo para su pueblo (o para él); cuando no alguno contrario a la cuerda del Presidente que iba a llorar directamente su rechazo y desamor, despotricando sobre las nefastas alianzas que nos iban a traer la ruina a todos y mostrarnos así su solidaridad y ayuda (¿) para capear la ventisca que a nosotros, a buen seguro, nos estaría causando un sufrimiento infinito.
El Pena, en una movida ante el Gobierno Civil ya avanzados
          los 80', antes de meterse a bombero municipal.
Y al ver de reojo al Pena, su cara de asombro mal disimulado, el descojone era sólo parejo a oírle su último comentario, más frito que una torrija, antes de irse de golpe, a las dos horas de su entrada, pero con unas prisas tremendas de repente, tantas como las nuestras ya por comer, pues era de los que daban hambre, después de librarnos, a última hora, del desorientado artista o similar de turno, que no había podido ir antes, por causa del horario (del nuestro, supongo), con sus últimas propuestas, buscando un visto bueno, en vez del cual solía obtener algún calentamiento de cabeza.
Y así todos los días. La gente pasaba a que metiéramos mojada en su tema, cosa que a no pocos les gustaba, que les guiscaran, por el simple deporte de descubrir nuevos brujos que les calentaran el hato. La gente es así. Y claro, eran unas mañanitas descomunales. Y parecido por las tardes, en las que, no más libres pero sí algo más relajado, si era posible, se seguía perfilando aquel nunca acabar del ramoneo social, en otros escenarios evasivos y no menos importantes del cachondeo, que era lo importante; poco, pero que durase: piscinas, bares (estábamos en plena década), la puta calle, que yo no sé cómo pude criar dos hijos, si es que lo hice.


El ab in testato se va aclarando

Es verdad que aquello que yo había pensado poder hacer, de ejercer en plan mariconada diletante, sin demasiada convicción ni compromiso, en un plano estrictamente profesional, aunque fuera descafeinado y con reparos, iba a ser que no. Pero la causa había que buscarla en la confusión, ambigüedad e inconcreción del papel adjudicado, que no me iba pero nada. Y la raíz, en la amalgama laboral, política, personal y hasta lúdica que me rodeaba como el ámbar al mosquito, y que iba a ser la espoleta de una reacción callada y sorda pero en cadena.
El episodio detonante, que quizá habría que guardar bajo siete llaves por ser de lo más tópico y cutre, es de lo más obligatorio de contar, por ser lo más obsceno, pero también lo más elocuente.
Podría estar aquí narrando tontunas psicológicas, de traumas, autoestima, frustraciones y otras zarandajas, y los porqués íntimos o viscerales de las propensiones de cada uno a hacer lo que hace, o le dejan, y explicar de dónde vienen, o van, si de la herencia familiar o por adquisición, o la hostia en verso, y tratar de deslindar y contrapesar lo bueno que lleva hacia lo malo y viceversa, y tratar de deshacer ese nudo gordiano de las cosas, y siempre sería, incluso en el mejor de los casos, una inútil elucubración difamatoria de la realidad. Cuando la explicación puede complicarse, lo mejor es una buena viñeta. Y punto. Y a eso vamos.
Expansión Norte (Parque Lineal), a principios de los 80'.
Nada más acomodarnos (es un decir) en nuestros puestos, enseguida se vio, como era de esperar, que, por mucho que todo se camuflase bajo una actuación conjunta de lo más guay, lo hablado era una cosa y otra lo que Maxi y yo teníamos en mente respecto al chiringuito. O mejor dicho, su plan, porque yo no tenía ninguno claro.
Y claro, si bien empezamos a tantear y a tocar muchos palillos, al aire de la música de arriba, desde el principio él lo encarriló por lo que él mejor conocía, el trabajo pre imprenta, un campo entonces auxiliar pero que con el tiempo se iba a constituir en las artes gráficas mismas. Eso se llama visión. Y aprovechando su experiencia, su conocimiento de la casa y otras ventajas no menos oportunas, como mi propia indefinición, lanzó el chiringuito por esa vía. Y yo, a por uvas.
Pasado un tiempo prudencial, encarrilado el asunto, con la excusa de andar puteados en el sueldo, propuso echar mano del plus que allí estaba, pudriéndose, de la jefatura del departamento, aún sin adjudicar. Y repartírnoslo. Otro abordaje cuyo único requisito era quedarnos uno de los dos con el puesto; nada, un simple trámite, una cosa simbólica y tal y tal. Y yo dije: ya está. Bumm. Aquí está el tinto que venden a la vuelta. El pan como hermanos pero la carrera como gitanos. El pago debido al hoy por ti del ayer, convertible en el mañana (presente) por mí, a satisfacer a la primogenitura. Lo de siempre.

El principio del fin del paraíso pro indiviso
No digo que no fuera ni esperado ni chocante. Pero la prueba de que yo entonces estaba bastante suspendido en el guindo es que lo entendía: la antigüedad del postulante, su protagonismo en la producción de la película, y todo eso de los derechos (por cierto lo mejor para andar torcido sin notarse). 
Esa es la explicación moral, podíamos decir. La educativa, las lacras de haberme criado en un ambiente patriarcal. Las psicológicas probables serían otra puta mierda, casi seguro. Y la de la calle bien pudiera haber sido pura y simplemente que yo era gilipollas.
El caso es que, ya fuese por su ascendencia sobre mí, mi autoestima baja, complejo de pobre, que quien cobra descansa y el que paga, más (aunque no se sepa bien lo que se debe), y como a mí esas guerras me superaban, viendo que aquello se podía convertir en el gran coñazo, y queriendo despachar cuanto antes el marrón (agridulce entonces), lo pensé, pero poco, y trasegué.
Para hacerse una idea de mi desahogo hay que decir que el trámite era realmente denigrante. El aliento en la nuca de tragar con tomar por saco de forma voluntaria.
En aquel entonces no había concursos administrativos; estábamos en el interregno entre la vieja legislación franquista y la nueva, y a los políticos ni se les ocurría tomar una medida así unilateralmente. Para colmo, el funcionario que debía proponerlo, era interino y poco o nada vinculante. 
La única vía era pues, que uno de los dos pidiera el nombramiento del otro, o sea renunciara en favor de otro a sus posibles derechos. Y, para decirlo rapidito, al decidir dejar alegremente el timón del catamarán a quien yo consideraba mi acreedor, hice algo que yo no me podía permitir, aunque aún no lo supiera. No por mi carrera, mi dignidad o cualquier otra tontuna por el estilo, sino porque eso es algo que yo en el fondo no admito, lo llevo en los genes, y luego, a la que me reboto, entonces es peor.
El Gabinete de Publicaciones, al completo, mediados los 80'.
Pero ya digo: las cartas venían así dadas, y si el colega quería jugar con la pelota puesta a su nombre y en su campo, pues muy bien. 
La palabra oposición era para mí desconocida en aquel momento de coleguismo patológico cuesta abajo y sin frenos. Y él lo sabía.
El dinero (del que no andábamos tan necesitados) no era sino el telón, o mejor dicho, el decorado tras el cual, de manera gradual e imperceptible pero implacable, unas veces en bambalinas y otras con mi anuencia, a partir de mi talante confiado y vivalapepa, se iban asentando las premisas para reformular tanto la obra como mi papel, unas veces siguiendo la adaptación impuesta por los políticos, y otras de forma tácita, incluso con mi consentimiento, aunque nunca a las claras ni por derecho. Hasta que la escena se convirtió en otra muy distinta en la que yo pintaba muy poco. Y él mucho.
Pero lo emocional todavía pesaba más, y antes ya de despuntar el 84 ya digo que yo estaba en plena mala racha personal, que reforzó mi inhibición de ese y otros asuntos. Además de que, con los desengaños yo me empupo y me aíslo, agravándolos. 
Y si añado que aún estaba (contradictoriamente) en pleno shock del ganador de la lotería (que lo era), como un pobre con una gorra nueva, y que mi principal prioridad era huir de las miserias y recuperar la juventud, el tiempo, los colegas y el espíritu perdidos, ¿qué me costaba tragar con ello, si a cambio podía estar a mi títere y pasármelo bien haciendo el cabrón en comandita? 
Al contrario: salía ganando. O así me mentía yo, en clave económica, y aquellas cuatro perras que repartíamos del plus por el cargo pillado a lo robagallinas, serían un vínculo más entre nosotros, esta vez ganancial. Cuando en realidad, las pérdidas ya habían empezado.
Mucho tiempo después, y a la vista de las enojosas consecuencias de mi decisión, pensé que había sido una de las más tontas de mi vida, ya que al menos podía haberla tomado desde un planteamiento más sincero y hablado del asunto, tanto por su parte (dado lo legítimo de sus aspiraciones), como por la mía, tampoco tan descabellada. En vez de andar con medias tintas.
Sin embargo, ahora creo que fue de las mejores cosas que jamás haya hecho. Ya digo, no hay como pagar lo que pueda deberse, y dejar propina. 
Y aunque mis posibilidades profesionales pasaran a ser nimias, fue un peaje asequible, a cambio de quedar cada uno en su lugar y las cosas más claras. Y de hecho, parafraseando (patéticamente, por supuesto) a Casablanca, fue el principio de una bonita amistad, segunda parte, esta vez no tan buena, como suelen serlo, pero sí más madura, o sea desilusionada y vigilante. 
Lo que pasa es que la cosa aún se iba a liar más, con aquella nuestra propia acostumbrada promiscuidad, nada decreciente en medio de un entorno cada vez más voraz y fagocitador.


Lección tercera: Pastelero a tus pasteles  

Mi desligamiento acelerado del campo socialista por esos años sólo era la parte visible del iceberg de todo un proceso mucho más general de desmelene por el que yo transitaba a caballo de mis propias vorágines.
Como reportero oficial, alguna que otra movida rural me 
         tocaba atestiguar. En la foto, fuerzas vivas de Yeste, durante 
       una visita del presidente de la Diputación a ese municipio.
Al año de estar en el garito, cuando la nueva corporación, la del 83, aterrizó, la ruta, y yo diría que el destino, estaban ya trazados. Las vacas gordas aún durarían, pero, como todo lo bueno, iban a pasar en un suspiro. Y antes de que pudiera metamorfosearme de cigarra en hormiga, el famoso cambio de la propaganda me pilló cagando. 
Y para cuando me quise apercibir, mi pleno ejercicio dentro de la casa iba ya para historia, mediatizado por el nuevo marco de relaciones, que se dice, tanto con la corporación, como en mi unidad de destino en lo particular. Un marco que rebasaría la obra misma.

Carcoma en los palos del sombrajo
El tiro por la culata del chiringuito, logístico y de nueva planta, convertido en rebotica anarcofantasmoide de tres al cuarto, despendolada y porculera, había puesto ya a cavilar a los nuevos mayorales, necesitados de presas que colgarse al morral de su mérito. Y no había pasado un año cuando empezaron a apretar las clavijas. Íbamos mejorando.
Algo parecía no chutar por su sitio. A juzgar por lo que se divulgaba en el ambiente, no sabíamos si en aquel barco íbamos de paquetes, de grumetes para mandar a por tabaco, o como simples polizones. Cuando no monigotes de feria. Y todo lo que quisiéramos tendríamos que currárnoslo. O sea, lo normal, pero yo ni me coscaba.
El trato, distinto al distinguido a otros funcionarios del mismo jaez, o perfil, que se empezaba a decir, o ralea, si queremos, era de una suficiencia de limosna deferente que tiraba para atrás. Y lo peor: esa mentalidad recluta de “os queda mucho, nenes”, cuando lo que era la mili, ya la habíamos hecho. Y no como otros.
La cosa me sacaba de quicio. No comprendía que fuera yo particularmente, como socio minoritario, quien empezase a pagar, nada más llegar ya, como quien dice, la mitad de la quintada impuesta al mayoritario en forma de todo tipo de putadas, por los enemigos, políticos o funcionarios, que subrepticiamente o no, se había hecho en sus tres años de ascenso a lo Arturo VI, según Brecht, y que ahora tenían su oportunidad de desquitarse en agravios, reales o fingidos, sin temor ya a las represalias de la cúpula política por meterse con “uno de los nuestros”. 
Un vapuleo de patio de recreo que, por otra parte, era la típica rabotada vengativa palaciega con quien logra algo más que la media. Y yo era el pagano consorte.
Pero el estar apoquinando parte del pato que dejara a deber mi guía en su anterior raid por las altas esferas, no era óbice sino más bien un acicate para hacer aún más colla. Hay que ver lo que hace el furor de la batalla. Si no, la sintonía con los bwanas se hubiera resentido antes. Y no tal.
Todo aquel barullo empezaba a ser ya todo un lío de marionetas y de cuerdas, mucho huésped para tan pocos dedos. Y, para evitarse más quebraderos de cabeza, los mister empezaron a tensar la cuerda. Que se rompiera iba a ser solo cosa de tiempo.
 A pesar de la esperable disparidad entre su desmedido vampirismo, y la gana de cuerda larga del que suscribe, se iban llevando adelante asuntos suficientes (que dejaremos en el tintero por cansinos, fútiles y fáciles de imaginar en un periodista institucional, sinónimo de mamporrero intelectual) como para hablar de buenas vibraciones, que solo empezarían a chirriar cuando la nueva tanda de aventureros del cargo llevaba ya medio mandato.
La presidencia, cada vez más apilastrada, era el hilo conductor de todo aquel conreo todavía no fastidioso, llevado por mí más bien que mal, mitad entregado por la buena voluntad, mitad sublevado por cierta relegación. 
Y yo creo que ver nuestra cuerda cada vez más floja en su mano (escribo en plural pues entonces todavía éramos un binomio) fue lo que dio lugar a su tirón para sujetar un poco más la burra a la traba, pulsión esta muy consustancial al ejercicio del poder.
Como cumplíamos nuestro papel de servidores responsables, dando abasto a las volubles apetencias del poder  (entre otras cosas, elaboraba un resumen semanal de prensa con análisis de contenido y pautas), y le habíamos cogido el gusto a lo de ser cabeza de ratón, no obstante (al menos yo) pensaba que el gato rosa no cazaba ratones, y empecé a dedicarme más decididamente a desbarrar y pasearme a cuerpo por el filo de la navaja, sacando un poco más los pies del tiesto, para desquicie de los que ya habían empezado un marcaje más al hombre.
Ángel Galán (2º dcha.) en la toma de posesión de 
       J.A. Escribano, como delegado de Cultura, sería.
Pero la cosa todavía no tenía consecuencias en el organigrama, por estar clasificado todavía como “descarriado recuperable”, y a los desplantes ellos respondían con una condescendencia patriarcal, que si tenía algo de ejercicio de paciencia zen, a mí aún me daba más vuelos.
Como cuando, en el inicio de mi desafección, entre el despecho laboral, digámoslo, y el rechazo del omnímodo poder socialista naciente, por boca de J.A. Escribano, se me ofrecieron con “lo que haga falta”, en mi bache personal durante el 84. Tan de agradecer. 
Pero las trayectorias ya eran divergentes, y el giro de los acontecimientos había torcido ya la mía hacia una andadura más errática (a lo que claramente siempre he tendido). Y no había señal de tráfico que pudiera desviarla.

Para resumir. Con cierta dispersión manejando mi brújula, equivocado cada vez más en los terrenos a pisar, y con una situación un tanto embrollada en lo personal, a los dos años de mi ingreso en el jodido paraíso empecé a hallarme en una situación inmejorable para el desastre, una planta precoz donde las haya, y acabar tomando varios berrinches en uno, tanto por arriba como en mi entorno.  Pero yo, como era de esperar, no veía venir tormenta alguna. Y mira que tronaba.
Al contrario, la luna de miel parecía seguir interminable. Y cuanto más agujeros negros iban apareciendo, más los tapaba yo con falsas ilusiones y hacía la vista gorda a partir de actitudes o emociones (como la amistad, por ejemplo) mal gestionadas. Todo, para que me ensombrecieran mi película, empeñado en que lo que tocaba era vivir de auto homenaje en auto homenaje. Todo eso que ahora llaman un matrix. Pero que yo aún no conocía.
La rompiente de aquel polo de subdesarrollo fue un acto que para mi fue refundacional de mí mismo en una nueva época allá por el 85, el día que le devolví a mi ya definitivamente asumido jefe (como otros devuelven las cartas o el rosario de su madre) la libre disposición del dinero de su plus de jefatura, que hasta ahí nos repartíamos como un billete dividido por la mitad a modo de pacto de ladrones, que yo propuse romper al darme cuenta de que aquello, más que nudo gordiano de amistad era hernia estrangulante.



El último panfleto: El Gabardina

Para mí la denuncia del convenio de la propina mensual en pago a la connivencia fue como una manumisión. El numerito de las perras no dejaba de ser una farsa encubridora de otros déficits. Una teatralización superactuada a lo Nicholson, replicada convenientemente con una perplejidad inexpresiva a lo Mitchum. Y además, que eran suyas. Y a mí no me gusta que me paguen con las sobras completas.
Una vez comprobado que hacía tiempo que nuestro trato se había esfumado, aquella putas perras enturbiaban la visión, y, más que un cordón umbilical, eran la excusa ya tonta para permanecer atados a tantas cosas, impidiéndome viajar solo hacia ninguna parte, que, de momento, era donde iba. Y, con mucho dolor de corazón, denuncié el convenio que nos había llevado juntos hasta allí, y que nunca él debió haberme ofrecido ni yo aceptado.
Era el fin de otra etapa. Como lo había sido la de Juan de Dios en mi personal apreciación del poder a través de sus metáforas personales. Y como él, y para mí, Maxi había dejado de llevar razón. Y no era cosa de seguir con el paripé.
Como esperaba, a ambos nos sentó como un tiro. Renunciar a los treinta óbolos como símbolo de rechazo de una situación desigual para mí era toda una acusación. Y esa no es la mejor forma de hacer amigos. Ni de mantenerlos.
Por el contrario, al romper el círculo de fuego (bastante viciado, por cierto), y dar por zanjada, no solo mi compraventa, sino todo un ayer gárrulo, crédulo y pródigo (todo tan esdrújulo) centrado en lo emocional como eje de desarrollo personal. De paso que iniciaba el resto de una flor de la vida a partir del desengaño, los refritos de fracaso, decepción y escepticismo, como anticuerpos de otra idiosincrasia más propias de mí y las pocas convicciones que me quedaban. Una fiebre de autenticidad quizá snob, pero inaplazable. Él había querido preeminencia. Yo, aire. No había pues más huevos.
Todo lo demás era secundario. Las cosas habían tomado ese giro. Y punto. Gajes del oficio. Y desde luego no era una sorpresa. Nadie estaba allí para mantener ningún codo con codo con mi puta bola desatada. Como tampoco creo que la intención de nadie fuera colocarme en el disparadero que se me avecinaba.

Amistad S.L., segunda época.
Así que yo no culpé a nadie. Me reanudé en una nueva peripecia que después calificaría de nihilista con sueldo, sublimante y con reparos. Y a otra cosa. Eran los ochenta, nos creíamos los reyes del mambo, la aventura continuaba, la ilusión de lo nuevo persistía, y habíamos cumplido el mandato de Tierno: “El que no esté colocado, que se coloque”. 
Y bajo el agujereado paraguas de la falsa libertad de aquel remedo de 68 redivivo hecho como a nuestra medida, so pena de ser una parodia, por repetido, no dejaba de suponer, además de una prevaricación con la historia, toda una ilusión de vida en pleno vigor. 
Pero quemar todas las naves era de locos. Y más, viendo lo escuerza que se volvía la relación con los capos. Y a la vez que respondía a la tierra quemada con otra calcinada, para demostrar infantilmente que no me la daban, pasándome por el arco la posibilidad de redimirme y haciéndome el loco, continué toreando de estraperlo, y, para no contravenir mi irredento espíritu contradictorio, hice un cambio de agujas desde un coleguismo a lo chavo y pandillero, a aquella otra nueva ejecutoria presidida por el amiguismo más matizado, mitigado, guadianesco, llevadero y pelín marchito que da la emancipación a tiempo parcial (dado lo imposible que era la total), en ámbito de tanto roce, que si no hace el cariño, por lo menos sí el amorodio, que es más.
Y haciendo de tripas corazón, y por la compatibilidad entre el programa de crecimiento personal, hacerse un book y alimentar el ego, que en semejantes coyunturas crece como una próstata, inauguré lo que yo llamo una segunda juventud fundada en lo general de una convergencia divergente y el desencuentro como punto de encuentro, mientras en lo particular, hasta ahí tan determinante para todo, pasaba a imperar, por mor de no haber otra, un ambiente de miasma, o bomba fragmentaria recurrente, de familia rota e interés, irresoluto, tóxico, purulento, con puntas de calor y médanos de frío, y tan detestable como adictivo, que con el tiempo y las modulaciones pertinentes devendrían en una tibieza controlada cercana a la paz. Ya lo dijo Erasmo: La verdadera amistad llega cuando el silencio entre dos transcurre amenamente.


El Gabardina
Uno de los primeros números de la revista.
A caballo entre esos diversos mundos, la peña de mi quinta, sin saber de la misa la media de todos mis entresijos, lógicamente no acababa de entender mi falta de entusiasmo por un proyecto confeccionado a mi medida (por la factoría Maxi y Cia) como era la revista Gabardina, que sería el estandarte, el banderín de enganche y, aún más importante, la seña de identidad de una serie de gente muy cercana en ese momento crucial en el que no sabíamos muy bien por dónde iban los tiros, ni dónde estaban el frente ni la retaguardia, ni el culo ni las témporas, y que bien necesita y merece una más afinada reseña intrahistórica.
Desde nuestros tiempos adolescentes, previos a nuestro debut como insurgentes-polimorfos-con-inquietudes-artísticas, Maxi y yo habíamos desarrollado una especie de show caníbal para descolocar, destripar, inocular la duda cual veneno, bajar de la burra, mamar gallo a dúo y comerle la moral a cualquiera que se nos acercase con algún títere, hasta hacerle replantearse su idea, e incluso hacerle renunciar a lo bueno en favor de lo peor con nuestro pimpón desde la farsa al puro cachondeo, hasta que nos mandaban al cuerno.
Esa gimnasia mental que se requería para tal liturgia, más parecida a esos juegos naturales de melgos que a un dúo de cabaret, siempre había suscitado el interés de la peña, dejándonos hacer por irles la marcha o por aburrimiento. Pero daba resultado.
Éramos la enésima versión de Jano, las dos caras del mundo, el poli bueno y el malo, el payaso tonto y loco y el bueno y sobrio, don Quijote y Polichinela –no dije que fuera un dúo perfecto–, eso que es el equívoco inaprehensible, el original y el duplicado dudoso, el bivalente espíritu humano, que si ya resulta difícil de explicar, cuando se da en la realidad te sobrepasa por inabarcable y, o pasas de él como de la mierda, o te enajena si entras en su círculo.
Y como nos salía sola y aun con desavenencias y puñalaítas, seguíamos siendo el mejor tandem con la complicidad y la capacidad demoledora de dos saurios, que hacía exclamar a los adversarios: Uno a uno, aún, pero juntos, es imposible; desisto. Yo hacía de malo y alocado y él de bueno y sobrio, siendo capaces de enajenar a cualquiera. A pesar de todo eran grandes tiempos.
Y como seguía siendo de lo más divertido meter en esa telaraña a todo aquel que nos mosconeaba, como un peaje a pagar por el fisgoneo, siendo los más colgados o necesitados de nuestra colaboración un tanto insufrible los que más picaban, la seguíamos haciendo sin pensar, pese a la hidra que crecía imparable entre nosotros, pues lo cachondo no quita lo valiente. Pero como eso no trascendía, mi frialdad en lo del Gabardina, no se acababa de entender.
 El invento coincidió con los tiempos en que mi travesía iba ya escorada y a la deriva, nuestra relación dual ya había modulado a Payasete y Fu-chinín, y su inventor empezaba a ejercer de solista sin determinar aún si quería subirse solo o acompañado al capitel. 
Y entre que a nadie le gusta ver volar por libre al compañero de fatigas antes que uno, y yo no era una excepción, y que ya no estaba más dispuesto a chupar rueda, de molino o de bici para no sabía bien qué, preferí no involucrarme demasiado en una revista concebida como plural y asamblearia, pero de la que él había hecho un reto personal para rubricarse. 
Así que, me hice de rogar para entrar en el toro, esas pequeñas gratificaciones de las que mi orgullo herido tenía entonces una buena demanda. Lo cual ayudaba a dar carrete y mantener la intriga.
Aun así, goloso de la mierda como buena mosca cojonera, aún metía más mojada de lo querido, como pasante privilegiado, siempre en medio cual jueves en la misma cocina donde se cocía. 
Y así, sin querer y sin un papel claro, rabisalseaba el plato como cocinero de ocasión, fijo (discontinuo) más que habitual, aunque por primera vez sin coprotagonizar el menú, y sin acabar de integrarme plenamente, quizá por el carácter de repesca o de segundo plato que como me veía, por razones de prurito, cierta aprensión a los tríos y esa mezcla de respeto y odio bien entendido de los artistas para con los quince minutos de gloria del resto de los aspirantes.
 Una gloria que sería difamatoria decir estaba sólo cimentada en la propaganda, la imagen y el autobombo, bien estirado durante años entre la peña, pero también, pues ningún río suena sin llevar también agua, en el buen hacer, ciertas virtudes cartesianas y una indeclinable capacidad para asumir cualquier iniciativa ventajosa. Y eso es mucho. Y no iba a ser yo, un individualista recalcitrante, quien jodiera el lucimiento del nuevo Áyax ante su público, asumiendo que unos momentos son para sonarse los mocos y otros para sorberlos, y si, como dijo Calderón, afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar, también dijo Víctor Hugo que si algo hay más poderoso que todos los ejércitos del mundo es una idea cuyo momento ha llegado. Y era evidente que la hora del Gabardina y sus sastres había llegado. Sólo quedaba achantarse y aplaudir.
Aparte de mi aportación como cocinicas de ocasión –otro más de los muchos que pusieron su miaja de sí en uno de los últimos alardes en dar el golpe a toda costa–, mis entregas mientras chutó la cosa fueron lo suficientemente escasas como para confirmar mi carrera ya iniciada de defraudador profesional.
Es más. Si aquello llegó a funcionar fue por mi ausencia, o inasiduidad, como se quiera, demostrada positiva, contra la opinión errónea casi general de pensar en mí como su cofactotum, que fue una de las excusas para su cierre, la de mi falta de empeño en la empresa, lo cual no era cierto, aunque resultase adulatorio de mi capacidad para escribir en cualquier sitio sin cobrar y mi idiotez archidemostrada de rebozarme hasta las cejas en los proyectos más farragosos. Si no es que no era directamente mentira.
El Gabardina, aparte de ocasión para que aquella nueva vieja guardia (prejubilada) echase la penúltima antes de pasar definitivamente por la vicaría de la integración o el vertedero, ante todo era un ejercicio de estilo (desplegado, aspiraba, olía a cartel o a mantel) muy entroncado con la movida y alguna de sus covachas de moda.
Miguel Barnés, el otro gran creador material de la revista. 
         O al menos visual, que es de lo que a fin de cuentas se trataba.
Concebido para el lucimiento personal y presentación de credenciales de sus progenitores, no dejaba de ser también un buen broche del pasado, dado su soporte de regusto camp y concepción retro. 
Y al no durar más que su novedad y faltarle esa condición o voluntad más bien de perdurabilidad, se agotó pronto en sí mismo y en su propia estética pura y dura de espíritu de la reclamación que tenía. 
Y cuando todos acabamos de colgar cual Luteros en sus portadas (todo él lo era) nuestras tesis de protesta, y quienes tiraban del carro no tuvieron nada más que demostrar, se fue decolorando y se acabó.
Sin embargo, su fugacidad tuvo la virtud de iluminar por un momento con la intensidad propia de lo hecho con pródiga honestidad, las sombras en las que todavía nos movíamos, para vernos nuestras caras reales (y algún culo) y los posibles derroteros a tomar que asomaban más allá del claro de luna a que por un instante dio lugar su vista y no vista diafanidad.
Yo diría incluso, que algunos vieron hasta más de la cuenta, más deslumbrados por su propio resplandor (y alguna dosis extra) que por otra cosa. Aunque, por lo común, se admitiera que algo pues seguía siendo posible, no sabíamos qué, tras el comienzo previsible de la socialdemocracia, y había que seguir intentándolo por las vías que los tiempos dejaban entrever.
Y de esa necesidad todavía no ahíta, iba a surgir, como una continuación, esta vez en las ondas, la virtud de Radio Karakol, último gran avatar quasi épico de la última gran tribu animadora del cotarro social y político de la ciudad.


Conclusión: No cagues donde comas 
He de confesar que toda esta vidriosa situación en parte inducida por mí, que tanta farragosidad movediza me generaría, no me venía del todo mal en forma de una autonomía, que buscaba, para ir haciéndome cargo de mí mismo, aún por concretar. Y que digamos era el queso de mi propia trampa.
Yo atravesaba por esa medrosa etapa divagante que me mantenía disperso y más fuera que dentro del partido (del otro ya me había largado), hasta no saber si el huevo de mi desvío era antes que la gallina del cambio de orientación del picadero, o al revés.  
Y me pasaba aquello que decía Séneca, que a los que corren en un laberinto, su misma velocidad los confunde. Y no me decidía, con un pie arriba, y otro abajo y la mente en ningún sitio, tratando de mantener una equidistancia abstrusa para evitar salpicaduras, dilatando el tiempo en mariconadas imposibles, que ni los barandas, ni mi jefe ahora (que pasaba ampliamente del enfoque), ni yo mismo a veces, desganado y nada seducido por aquella ful, nos acomodábamos a semejante fiasco.
Básicamente, yo quería que me quisieran y a la vez que me dejasen tranquilo para hacer de las mías. Sin caer en que me las veía con políticos. Y claro, lo tenía crudo.
Los políticos suelen confundir en sus colaboradores la lealtad con la servidumbre, cuando no con la fidelidad perruna. Y una cosa era aceptar el precio de la manumisión, una hipoteca que a veces sobrevive al amo, y otra muy distinta la imposibilidad de su alzamiento, que a veces, así, sin más escapatoria, por mis cojones, quiere imponerse de por vida. Y por ahí sí que no pasaba, pues eso era precisamente lo que me había rebelado siempre, y por lo que había llegado hasta allí. Y no había quemado bastantes naves ya y rosigado suficientes dogales para caer en manos de otros amos.
Andrés, tal vez hacia el 1980, con José S. Serna, "Sernón",
          mentor de las letras locales, del que heredaría la revista Feria.
Como suele suceder, y como uno es su propia droga, el ansia de autorrealización narcisista fue a más. 
Entonces, los patronos, ignorantes o indiferentes al mar de fondo, y aspirando a obtener una renta de un servicio tan novedoso como incierto pero del que ya habían dado bastantes adelantos, empezaron a exigir su legítima en forma de rentas, y a cambiar la manga ancha y cuerda larga que yo tironeaba desafiante, un tanto temerario, por el ramal endurecido para traer al deslindado que aún creían suyo al redil, y reclamaron, por ejemplo, que cubriéramos, como nos saliera pero ya, sus necesidades al alza en prensa y comunicación.
Como esas funciones ya he dicho era yo quien las llevaba aleatoria cuando no chapuceramente, el órdago me puso en la encrucijada de plegar velas para volver con las orejas gachas a las andadas como pringado, a comer de la mano de los nuevos señoritos a calzón bajado. Una dependencia más que laboral que no quería ni aunque me lo mandase un doctor. Lo cual significaba renunciar a otros horizontes que yo me había figurado mejores para mí.
Y si no tragaba, quedaba abandonado a mi suerte de ir definitivamente a remolque de mi ya compañero y sin embargo amigo, por un derrotero redefinido cada vez más a su imagen y semejanza. O sea, o morir o perder la vida. O mierda o bicicleta.
Aunque todavía me quedaba otra: quedarme en vía muerta. Que fue lo que hice. Entre unas cosas y otras, unidas como las olas del mar, que dice la copla, sin rubricar el nuevo régimen ni tragar con sus nuevos parámetros, ni caer de nuevo bajo la férula señorial (lo que en realidad daba igual, pues eran dos caras de lo mismo), como es lógico opté por la peor para mí: mandar a hacer leches a los arreadores, fueran amigos, peces gordos o mediopensionistas, y quedarme a la deriva.
Y bajarse de la burra quería decir quedar de a pie, desubicado y en el banquillo, en capilla, en la reserva. De antílope para cocodrilos o de pellejo empleable como punching para entrenamiento de políticos mindundis. Que fue lo que pasó.




A cada cual su Némesis

    
Cuando el mariachi mediático local emergente, el formado por Andrés Gómez Flores (y familia), Juan Ángel Fernández y acólitos como Begoña Vidal et alter, logró su emisora de Anteña 3 en la capital, yo fui uno de los que más se alegraron. Lo juro. No hay como la abundancia de carroña para pasar inadvertido en la pradera. La canallesca con hambre es de lo más omnívoro. Y mis carnes morenas eran más apetitosas de lo que yo me creía. Sus mordiscos, precisamente, en el pasado me había servido de comprobación.
El ínclito locutor, en su verdadero jugo, y bien abrigado, aunque él mismo sea de abrigo 
        (el único con bufanda, a la que tanto ha sido aficionado) junto a una buena representación
         de rockeros y otros, que aparecen en su libro El Tesoro de Lodares.

Y eso que mi trato con alguno de sus miembros estrella, que desde la FM de Radio Albacete parecía hasta cordial, y rayaba la simpatía el día que acompañé a Juan Francisco a grabar un programa de bienvenida y bendiciones. Entre ellos, como siempre, todo fueron plácemes y parabienes. 
Juan Francisco era ya el pastel más revoloteado de dípteros de la nueva repostería política, por presupuesto, ansia de mecenazgo y clientelismo hasta la megalomanía en forma de coleccionismo de nuevos y bien mandados ejemplares para sus caballerizas. Y todo aspirante a saborear la tarta debía de libarle los fluidos de sus ósculos si quería obtener los de su erario.
Pero los cumplidos con que sería obsequiado en la ocasión no acabarían ahí, pues entre lo que yo creí mamoneo típico por estos y otros menesterosos del agasajo podía ya entreverse la debilidad del presidente por este tipo de culto a la personalidad ya desde su reelección (y de la que un servidor no era muy practicante).
De haberlo entrefilado no me habría sorprendido nada que el famoso locutor, casi homónimo suyo, pocos meses después, antes de acabar de empezar yo a ejercer, mal que bien, a trancas y barrancas y de modo muy poco entusiasta, hay que decir, como encargado mediático de la casa provincial, fuese contratado para hacerse cargo definitivamente del asunto, más alguna otra encomienda mía, por no mentar la cámara de fotos que sin ningún reparo pidió prestada al departamento hasta tener presupuesto propio, y que jamás devolvió.
Claro, yo debía de haber tenido en cuenta –además del hambre de la época, la filosofía empezada a ser triunfal de aquí vale todo, quítate tú para ponerme yo y el buitreo como ideología– que Martín Ferrand, patrono de la cadena, mandase a la calle a todo el mariachi de la noche a la mañana y sin ninguna contemplación, por un asunto oscuro nunca aclarado que daría lugar a todo tipo de rumores (pufos incluidos), aunque todo apuntase finalmente y en general a la incompetencia administrativa de la que fueron responsabilizados en comandita, tal y como habían llegado. Que es como se fueron, también. Solo que al salir volando, aquel pájaro me cayó encima.
Manuel Martín Ferramd, un histórico del 
periodismo, iempre con algo en la manga 
(aunque aquí parezca que lo lleva en otro sitio, 
que también). Escribió un libro que tituló  
Golfos, gafes y Gorrones. Si sabría él.
Aquello era un punto y aparte, y me dejó aún más descolocado en el partido. Prácticamente fuera. Tanto y sin vuelta de hoja que el jefe del área de producción, un ingeniero despistado que decía haber ejercido en Alemania, y que perdió su oposición por incluir en las pruebas, él, un examen de idiomas, a elegir entre el inglés, el alemán o el ruso, y no saber ninguno de los tres, creía que yo era el auxiliar del departamento.
Sin ahondar en el carácter de la intromisión o como se quiera llamar, por  haberlo propiciado con mi indolencia de pensar (como aún lo pienso) que en ningún sitio se debe reservar el derecho de admisión, sí he de manifestar que, por decirlo con una frase muy del terruño, aquello era lo que iba delante del nublo, a juzgar por cómo éste se iba a echar encima después.
Pero ya he dicho que durante esa época yo estaba en otras cosas, y entre pitos y flautas, mis perspectivas no pasaban por tal puerta. Aún no me daba cuenta de que Hipócrates llevaba razón, y que la vida, sí, es breve, y la ocasión fugaz, pero también que el arte es largo, vacilante la experiencia y el juicio difícil.
Antes de percatarme de mi situación real, como era que la sombra de mis propias dudas me deslumbraba enfocándome a la vez directamente como un asunto (y menor, lo cual era una decepción para mi ego) a resolver, porque nadie estaba allí para perder el tiempo conmigo, excepto yo al parecer.
Y así es como quedé definitivamente relegado a residuo laboral, al ostracismo fruto de aquel desencuentro de trinchera que me suscitaba la falsa superioridad moral atesorada contra aquellos hermanos mayores que habían vendido su primogenitura por un plato de lentejas, sin darme cuenta de que los que las repartían eran ellos. Una mala percepción la tiene cualquiera.
Y aunque me iba a pesar, porque uno también tiene su corazoncito, me ciscaba en ello con muy buen criterio, pues para poca salud, una buena tuberculosis. Así que, definitivamente apartado por mi cuenta en un tercer y saludable plano –y porque no había más– seguí al pie de la letra el viejo apotegma de que, al que se margina lo marginan, y al que lo excluyen, más.
Una situación que, por turbia e infecta que fuera, seguía evolucionando, vertiginosa, para dejarme enfangado en una dinámica bloqueante, sin poder seguir renegociando mi deuda o el perdón de mis pecados, ambas cosas pagaderas a prontopago, tocateja y con intereses de usura, pillado en el medio, sin alternativas y con perspectivas decrecientes, en la que podía plantarme en la jubilación hecho un perrete de aguas. (Y tenía treinta tacos). 


La mata que no echó: Deudas y reproches

Mi entrada (y corta carrera) en el Psoe había sido tan previsible que ni siquiera fue noticia entre mis allegados; todo lo más, un chisme. Simplemente estaba macoco y no hubo campanada sino todo un proceso de destilación. Un acto irremediable. Tan comprensible como una puta mierda. 
Y esa precisamente fue la imagen que mi mudanza transmitió, y tan unánime el consenso de que se trataba de una mera supervivencia, que creo que fue lo que me situó desde el principio en la parte contratante como un activo dudoso en permanente cuarentena, haciendo presagiar el mal final de lo que había sido entrada con mal pie, y que nada más empezar ya estaba casi deseando. Lo que no me esperaba era que, tras el bienio experimental, se hablase de traición.
Podría ponerme digno y empinado y decir que yo no, que
Años después, en la Diputación, conmigo ya en ella, otros 
         socialistas (Hernández Moltó, en primera fila) en una toma 
       de posesión presidencial.
más bien soy alguien que echó toda la carne en el asador y al quemarse buscó el ungüento sosegante y encontró que éste estaba lleno de contraindicaciones escozosas y punzantes. O que fueron los profesionales del poder los que, discurso en mano, me asesinaron el candor, y una vez hastiado, se apartó del camino en vez de renovar su compromiso con las nuevas víctimas de los hijos de puta, que son reflorescentes y conspicuos.
Pero el hecho es que, descolocado en todo el proceso, que curiosamente era de colocación, pasé a una colateralidad desde la cual empecé a poner zancadillas a lo Charlot, bastante neurótico quizás por derivarse del malestar conmigo mismo por ver adónde había llegado, y naturalmente que desde una posición bastante más cómoda que la del inicio que, para mayor cabreo, mis cabreadores me habían proporcionado y sobre los cuales, algo desquiciado, me revolvía con la excusa (cierta, eso es verdad) de haberse convertido en el nuevo enemigo a batir. De modo que, lejos de derribar a esos hijos de Belcebú, eso los exacerbó contra mí, y ahora con la saña del poderoso.
Se podría decir que era como si buscase el castigo por una culpa mal digerida. También que fue la desazón o mi vehemencia despotricante e irreverente frente al nuevo oprobio lo que generó esa penosa percepción mía de desertor blasfemo. Algo que pintase un cuadro más propio o complaciente de mí que el de traidor.
También podría estar aquí justificándome en una larga sentada hasta sangrar mi culo por las llagas. 
Pero solo diré que es muy fácil hablar de traición pero dificilísimo llevarla a cabo de verdad. Lo primero lo hacen con gusto los idiotas. Para lo segundo tienen que darse unas precisas circunstancias y ser un fuera de serie. Alguien especial. Casi un genio. Y yo no lo era. ¡Un traidor de provincias! Hay que joderse. Debería venir en el Larousse, entonces. Así es que dejémoslo en un proyecto de defraudador. Un desairado inconformista poco ambicioso. Un algo de insurrecto si queréis, que concitó la insidia. Un catalizador de precarias inquinas pueblerinas. Una mierdecica atrayente para moscas del vinagre. Lo que queráis. Pero por favor, nada de acusaciones serias, eh.
Lo más delirante es que, los que más énfasis pusieron en la guinda de ser yo un advenedizo, popularizando la especie de mi poca fe y mi mucha necesidad, algo obvio que nunca desmentí, eran los más sañudos en decir luego: “¿veis como llevábamos razón?”. 
Era la neurosis a la carta, pues si desde el principio fue vox populi mi motivación interesada (¿cuál no lo es? Y además, no iba a ser ideológica, no te jode), ¿no era lo más coherente el enfriamiento tras conseguir meterla en caliente? Y que, de ser así, en todo caso la traición era contra mi grupo de procedencia y no contra mi tribu adoptiva. Sarcasmos de la vida.
Manifestación vecinal durante la crisis de principios 
        de los 80'. La vieja crisis de siempre, la que nunca se fue.
Empeñados así en tomar como desfalco lo que en realidad era un trueque (no me puedo creer que anduviesen desilusionados por no haber acabado de cuajar en la secta), fui publicado llamando a la desconfianza y el cierre de puertas, algo que sin duda llegó a funcionar como castigo cuando convirtieron la finca en un régimen. Pero había más.  
Esperaban que mi propio entorno de procedencia se uniera en las represalias, que es el último y veraz objetivo donde lo punitivo se certifica y alcanza la dimensión exterminante del grupo sobre el individuo disonante. Y en esto, sinceramente pienso que fracasaron.
No entendieron algo fundamental, y es que en tales grupos, la carencia de expectativas convierten un paso hacia fuera en un alejamiento pero también en un salto adelante, incluso en un ascenso (merecido si el interfecto se lo ha currado), no siendo muy penalizable. 
Si además el grupo de destino demuestra cierto rechazo, eso es tomado como la prueba de hostilidad contra todo lo que el sujeto desgajado representa, lo cual puede reforzar de hecho los lazos de apoyo contra quienes presentan así sus credenciales de enemigos, haciendo muy difícil un total desclasamiento, manteniendo por otra parte viva una posible futura reinserción. Y a pesar de parecer depender el choque de las distintas perspectivas, lo cierto es que de quien más dependía era de mí.

El Gulag, a la vista
Bien es verdad que en el brete, podía haber perdido por partida doble. Pero contaba con la ayuda inestimable de los acusadores, de su boca y sus obras.
No veían que mientras los currelas de la transición seguíamos más vendidos que un caquirucho de pipas, los sempiternos recién llegados a mesa puesta ya estaban rechazando los altramuces por humildes, subiéndose al carro y diciendo que la burra era un caballo y que en adelante la tartana era un club selecto porque tenía toldo.
Se habían instalado bajo baldaquino y muchos ya iban de new stablishment político con numerus clausus, no admitiendo ni un advenedizo más de los que cabían para retozar en sus verdes praderas. 
Y nada más empezar a rodar esta nueva gente maravillosa, ello excitaba el ardor guerrero de las divisiones inferiores, que acababan aplaudiendo a cualquier fichado en ellas para jugar en primera, aunque tuviera que chuparse un banquillo de tres pares de cojones. 
Era ley de vida, y a ellos parecía habérseles olvidado, nada más ascender a nuevos mandamases, que la ambición y obligación de cualquier aspirante es expropiar del título al campeón. Y más si éste es un exponente de lo que en tiempos se decía la burguesía (que en este caso no llegaba ni a pequeña).
La vieja cárcel. En ruinas, entonces. Aunque ya se levantaban
         otras por doquier. De todo tipo. Y pronto estarían llenas.
Hablar de traición, pues, era gilipollesco. Aunque casi me venía bien. Y más, cuando los que podrían haberlo hecho con más razón no se quejaban. Pero con aquella gentecilla había que tener cuidado. Ya no estábamos frente a fachetas vulgares, con los que casi todo estaba más claro. No. 
Como iban de santones reconocidos por la historia y la opinión general (y no como los anteriores), no podías dejar que te pusieran el sambenito definitivo y te crucificasen para los restos. Había que plantarles doble cara. O triple. Y eso implicaba irse derecho al GULAG. Una guerra que requería una buena reserva de pan para hacer menos las penas venideras.
 El motivo definitivo para infligírmelas ya se lo había dado, imperdonablemente por mi pare y  con toda mi desfachatez: lograr el soñado lugar en el sol.  Esa era precisamente la moto que había conseguido vender, la de un hombre, un sueldo. Algo siempre realmente cáustico y dificultoso. Y ellos comprar, que es lo que más les jodía ahora. 
Y ya metido en mi papel de malo singular que deja el aire de una duda sobre su bondad, había que aprovecharlo hasta el final, abusando un poco de las contradicciones internas de los adversarios, la falta de fluidez informativa entre ellos y la separación de las posiciones, que implicaban que lo que para unos era un desecho abominable, para otros podía ser de lo más jugoso. En definitiva, terminar el show con una buena traca. Que era en lo que estaba, en medio de no poca ingenuidad, pero con toda determinación. A lo kamikaze.


Cogiendo la onda

Si el Gabardina había sido el vehículo de un grupo más o menos amplio y transversal en varios sentidos, el monte de espumas, en palabras de Martí, o la espuma final de un largo vaso vital que tras su apuración resultó apenas nada, Radio Karakol, que iba a ser algo así como la alianza caótica de las diferentes tribus indias contra el Custer del morcillismo democrático, iba a constituir para mí la última batalla en que me (pre)despedí del mundillo contestatario rojo.
Anarcos, trostkos, peceros rebeldes, maoístas, radicales libres, follapavas, burguesetes, inconformistas esotéricos, rockeros, badanas, artistas, jipis, popis, sacabarrigas, putas, jazzies y piratas berberiscos. Todos esos salvajes de boquilla o no y alguno más, en desorganizada grey, se pusieron más o menos de acuerdo contra el fascismo renovado inherente al poder, para joder la bienpensancia, torear al gobernador, aburrir a la policía y marear con su programación al resto de la oficialidad y a sus mismos oyentes, que no la encontraban en el dial. 
La última vez en que los restos del naufragio local de un mundo ya extinto dieran testimonio de la vieja utopía antes de expirar y diluirse en la miasma postcapitalista, algo cuya dimensión sólo puede reconocerse si se estuvo allí de alguna forma.
Reunión de la Junta Democrática, la famosa plataforma para el cambio de la transición. 
Qué lejos quedaba ya.

Desde hacía dos años el nuevo poder, cada vez más omnímodo, era el socialista, en razón de haberse quedado sin oposición de la derecha, limitada ésta a colocar para el cobreteo a algunos panbenditos mientras cruzaban el desierto dándose de navajazos, lo cual había dejado a los nuevos trepas en situación de monopolio de todo el espacio, para egrupirse a horcajadas de manera abusiva sobre la burra, haciendo a pajera abierta todo aquello que ni en sueños se hubieran atrevido antes, practicando su deporte preferido de confundir en uno estado, partido y sociedad.
Favoreció que la derecha, desde siempre, llevaba un atraso escandaloso en su actualización, siendo la mayor parte de la de entonces, incluidos los viejos, un montón de niñatos malcriados que se enteraron de lo que era eso de la política el día que murió su papá; mientras hasta los más jóvenes de la izquierda llevábamos ya casi diez años tratando de cargarnos al padre, aunque fuera a disgustos.
Esa particular Iliada le cubría al Psoe el flanco derecho, y, almohadillados por el beneplácito de las masas, el izquierdo era su única fuente de flaquezas, dado que toda la harina juvenil de ese costal estaba aún en vigor, aunque ciertamente en vorágine desparramada y enjuguescada en algo tan depravado como la movida.
Pero el agua pasada, aunque vieja aún movía molinos, y como el cambio en seguida dejó en la estacada a los más feos, estos, reagrupados a caballo de las nuevas vías políticas del sindicalismo, el feminismo, el marginalismo, el antimilitarismo o el movimiento vecinal,  se constituyeron en la única, vulnerable y disgregada pero real oposición, dispuestos a infiltrarse por los huecos de la muralla que el régimen naciente iba levantando.

Ellos iban en serio     
 
Bono, ya mutado en Presidente, en una visita a Fuentealbilla.
La política por fin se había dejado de traqueteo y abigarramiento, el totum revolutum, para venir a parar, tras el periodo de convulsión, al nuevo eterno status quo: una política oficial, por consenso o por cojones, apoyada ya por toda la canalla, los medios y la mayoría de la opinión pública; y la otra, la de siempre, la de la (puta) calle, mal vista otra vez, por mucho que se la ensalzase, y que aún estaba en disposición de cambiar algo antes de que tanto maquillaje nos cambiase definitivamente a todos.
La actividad política, no obstante, y a pesar de estar hecha con casi los mismos mimbres y gente, ya no pasaba por las células, la clandestinidad, la conspiración, los cuadros y la discreción absoluta. Todo lo contrario. Era, como más ‘casual’, frente a lo fashion en que la apalancada se iba convirtiendo. Osease, adaptada a los tiempos.
Las formas imponían ahora el concepto, los encuentros en bares primaban sobre las reuniones, lo espontáneo sobre el orden del día, la expresión artística sobre la disciplina, la improvisación sobre la organización, la horizontalidad sobre la verticalidad, la risa sobre la adustez, la salida de tono sobre la tonalidad, lo abierto sobre lo cerrado, lo suelto (o en calderilla) sobre lo estreñido, la concentración (antepasado del botellón) sobre el mitin, la mirada sobre el duelo verbal, lo privado atravesaba lo público y viceversa, abiertamente; la tangencialidad y lo colateral se confundían en el análisis concreto de la situación concreta e impregnaban tesis, antítesis y síntesis de una manera heteróclita, sin mucho discernimiento dentro de una plástica de movimiento porque sí, en una mezcla de política y renacimiento pop (el polpopmodernismo; Cambodia tenía a su Pol Pot y nosotros nuestro Pol-Pop), alimentado por la sinergia disponible y el detonador de lo que te tocaba la moral, que cuando funcionaba causando alguna explosión unos la veían peligrosa y otros un fuego de artificio. Pero eso es lo que había.
Resabios de los 70', pero ya en plenos 80. Una manifestación vecinal, 
con sus antidisturbios correspondientes.

Durante los primeros tiempos socialistas, que hasta ellos creyeron ser de libertad, dichas detonaciones, ya he dicho que eran vistas displicentemente –¡Estos jóvenes…!– como un divertimento en plan traca de colores del Sargento Peeppers.
Pero cuando asumieron el papel de herederos de una estructura político administrativa fascista caciquil (que no había porqué tirar a la basura y que ampliaron con su propia aportación de añadidos sectarios, entre los cuales creían incluirme) y empezaron a disfrutar de lo lindo de los privilegios de la obediencia debida y a cortar el cupón del erario en su poder, hasta Hilario Camacho les parecía estridente. Cuanto ni más que algunos petardos se armasen debajo mismo de su arco de triunfo, en terreno sagrado institucional, aunque fueran las sotaneras.
Si además eso era llevado a cabo por sus propios patrocinados, era ya inadmisible, indecente. Aunque en esto también había clases de apadrinados. Y yo, por muy cuadro intermedio que hubiera sido, con aquellos pelos, o sea, y con mi pasotismo anarco, tenía mal el visado para una radicalización consentida.
Y eso que mi clasificación política ya no era de primer orden, sino más bien de fortuito y discontinuo fluctuante entre sectores, que iba más con los tiempos, aún no totalmente concretados ni unos ni otros, con un toque de asesor-rumiador-bocazas en plan hombre de gabinete (como mi capitán sentenció, profético, en la mili, supongo que al ver el informe del SIM) para los que estaban en posesión del título, y que iba más con mi reluctancia sarcástica; o como una especie de colaborador literario para los aspirantes, que siempre era agradecido. O así lo empezaban a entender, al menos los avisados, como siempre. O lúcidamente despistados, aunque no desorientados.
El Servicio de Prevención y Extinción de incendios,
el invento de Amando, que aún funciona.
Uno de ellos era Amando, que se había presentado para primer alcalde democrático ganapán de Molinicos con el solo aval como estudiante en la Universidad Libre de Berlín, llegando a ser uno de los primeros consejeros de Bono (y también el primero en tarifar con él, decían que por buscarle la ruina con los murcianos cerrando por su cuenta las compuertas del Trasvase), y al que había conocido en los locales que alquilaron él y su ayudante Pepe Jerez en Automecánica.
Era un buscavidas calibre 45 de los de contar y no acabar secretos y mentiras (eso ya lo hacía su colega Pepe Ramírez), y que un día, cuando nos habíamos perdido la pista entre los recovecos de la existencia, se presentó buscando socios, de aquí, de confianza, del terreno, del mismo Corleone, para un plan perfecto y por supuesto suicida, para triunfar inundando USA de vino.
Al negarse Maxi, uno de sus descubridores (y conocedores) se volvió a mí y soltó: “mejor; entonces tú, que sabes inglés”, porque necesitaba un hombre en el Medio Oeste, pero ya. Una pena que yo sólo dominara el inglés del Oeste Medio, porque lo tenía todo previsto. Así era. O será, porque no tengo noticias de su desaparición definitiva.
En ciertos círculos socialistas se le apodaba “El bulldozer”, a lo cual había hecho honor como factotum del SEPEI y otras empresas, siendo uno de aquellos tipos tremendos a lo Orson Welles de los que se quedaban, de una pasada, con la copla y con la gente, pudiendo esperar cualquier cosa de él, y no sé qué opinión se habría formado de mí en nuestros esporádicos y superficiales encuentros. ¿Y cómo seguir siquiera la corriente a alguien que, sin conocerme, se fiaba de mí? Y así fue como yo mismo frustré mi aventura americana. Y como no lo volví a ver, no sé si llevó a cabo su proyecto. Aunque llevaría a cabo cualquier otro.
Recepción oficial de Solana, ministro de cultura, 
por toda la nomenclatura en pleno poderío socialista.


La estrategia del Karakol

Cuento esto para ilustrar que en el 86 todo iba a peor. O a mejor, según se mire. Y yo, en liquidación por traspaso del negocio. Y por no querer seguir la línea aquella más complaciente de cuando no tenía nada, antes de darme cuenta ya amenazaba con ser uno de esos muertos laborales vivientes del que, o me hacía cargo, o me disculpaba, no sabía de qué, y empinaba el trasero y me ponía a cuatro patas bajo cualquier bota para pedir la readmisión.
Entre esa espada y la pared, y como ya no podía echarle la culpa a nadie, porque a la segunda estafa, la culpa no es de quien engaña sino de quien se engaña, lo que hice fue pegar la patada de Charlot, rebotarme de unas cosas y plegarme hacia dentro en otras, en una introspección deconstructiva (lo que después se llevaría mucho en la cocina de diseño). Y buscando alguna salida a mi túnel empecé a sondear la oscuridad con los primeros escritos.
Uno de esos primeros intentos de reconducir el extravío a partir de un pasado próximo fue el opúsculo La estaca de Bares, un relato surrealista con vocación underground, cruce de todos los géneros bastardos, mitad guión de cómic y libelo corto satírico, de intriga y fantasía, que sería mi primer intento de sublimar, en clave nostálgico-culturalista, los fantasmas, políticos y otros, tan reacios a disiparse, que se me habían ido acumulando.

Tano Mora, el único que sacó un oficio de aquella movida 
           de  Radio Caracol, oficiando en CMMedia.
 
Mientras profundizaba hacia mis centros, que diría un gitano, fuera, en lo que se supone que era mi esfera vital, tan descuidada, el remolino febril de una juventud recrudecida con el último reemplazo de los hermanos pequeños incorporados (Sebas, Tano, Pecholobo, José Tendero, por citar alguno), era ya el vórtice del remolino de la nueva ola rupturista que con la Movida como reanudación patética, aportaría los resortes del día para revolcar la vida pública, siendo sus nuevos zapadores con más hambre los que, todavía apoyados en lo ya recorrido, escogían el nuevo estilo de socavar los viejos cimientos donde buscarse la vida.
 Si una cosa he tenido es saber cuándo la función ha terminado. Y por mucho que los que viniéramos de atrás fuéramos los fedatarios de los nuevos rascaleches, estaba claro que a la entrega del testigo nos convertíamos también en sus tributarios. Era lo que había. Es lo que hay.
Eso, que se había visto venir durante el periodo Gabardina, ahora estaba totalmente diáfano. Y casi estoy por jurar que fue por eso, por ser otros los que ahora ponían la cara para que se la partieran, y con los que yo no me hallaba en competencia, por lo que me uní como gregario gustoso y voluntario en esa última etapa que me serviría para no desentroncarme más con una época, una gente y una forma de vida que siquiera desde sus aledaños me permitió seguir incorporado, con mis disfunciones, mis broncas, pero sin muchos cortes, a ese hilo más o menos gastado que lleva (o si no, malo) irremediablemente hasta la madurez, que, desgraciada y paradójicamente se caracteriza, como dijera Stefan Zweig, por la solidificación de las ideas sociales y políticas.
Fue así cómo, aclaradas las opciones, y aprovechando su exagerada buena predisposición hacia mí y sus deseos de incorporarme de lleno en el tajo, cosa a la que yo llevaba meses dando largas putifinas, a la vuelta de un solitario viaje a una Itaca norteña, con la excusa del inglés para tomar distancia de todo, les propuse hacer una novela radiofónica por entregas, teatralizando La estaca…, cosa que por supuesto yo tenía ya preparada desde hacía meses, con el guión completo, efectos, música, etc, para su realización. Y les encantó.   
Lo hicimos en directo entre abril y mayo, sin preparar nada, a matacaballo, bajo mi dirección y con gente que jamás había trabajado en la radio o llevaba dos días en plan piraña. Y aparte la excitación lógica de estar más perdidos que un bebé en el tren de la bruja, fue una cagada, como tantas cosas hechas en esa emisora. Pero eso era lo de menos.
Karl Radek, uno de los portas, 
        debidamente pantomimizado, 
        de la versión radiofónica de La 
         Estaca de Bares.
Hay dos o tres personas por ahí, aparte los participantes, que aún lo recuerdan. Y éste que suscribe, que nunca tuvo demasiado autoaprecio, y entonces lo tenía bajo mínimos, reencontró en su aceptación en los corrales a los que había sido devuelto, la confianza para poder ligar juego más allá de las cartas marcadas de la satrapía, teniendo además la virtud de balizar el camino que poco a poco empezaría a recorrer, despejándome con aquel respaldo entonces desinteresado por mucho que me necesitaran, la duda de si volcarme o no en recuperar las innecesarias cotas perdidas y batirme el cobre con quien fuera.
 La decisión final que exprimí de la experiencia fue que jamás volvería a inclinarme ante ningún pendejo como su jalador de marrones. Y si alguna vez se daba el caso de colaborar con alguno de ellos, como inevitablemente pasaría, que fuera negociado; o quid pro quo o a tomar por culo. Caña al mono.
Así fue como, definitivamente refrendado como atravesao, y bien puesto de dopaminas de falsa seguridad, para que no decayera, me animé a reforzar mi posición como sindicalista en ciernes de la Dipu, que llevaba escarceando desde el 85 con los ínclitos de CC.OO, otros que tal.




Al funcionario y al ladrón, perdigón

Hay que aclarar que todo el barullo formado en el primer y segundo mandatos socialistas, que tanto nos distorsionaron a tantos, apartándonos incluso de alguna carrera menestral, no era nada baladí, ni por empreñar.
Como saben los estudiosos, había motivo. Y el argumento perfecto, y fundado, para que los revoltosos siguiéramos en las barricadas era la OTAN, por no decir la NATO. Si bien lo de las barricadas en mi caso suena excesivo, pues yo seguía siendo ante todo un hombre de gabinete. Lo cual, a la vista de mi éxito en el de Publicaciones de la Dipu, no dejaba de ser irónico.


La última batalla (y penúltima derrota)

De entrada era que no...
Pero sí que supuso el último pulso contra un socialismo un tanto paternal, que a partir de ahí aparcaría su hábito consentidor, demostrando en la larga campaña una buena dosis de mala sangre con los contrarios. Y a la que vieron a alguno figurar en el manifiesto que se hizo contra el evento, tocaron a rebato, haciendo reuniones expresas para ver qué represalias podían tomarse contra ya saben quién. Y que pidiéramos perdón si queríamos seguir por el buen camino del cual ellos eran la nueva guardia caminera.
Y fue que no –Chicho Bleda si se arrepintió y con constricción volvió al redil, desdiciéndose de lo firmado–  Y así me fue, aún más a la intemperie. Porque el asunto supondría el corte definitivo, la falla de mi particular modo ideológico práctico de vivir. 
El antimilitarismo, a falta de buen pan político, se hizo buena torta con la que contender con las nuevas formas de opre/represión que venían, con la ventaja de que ése sí era un banderín de enganche “desideologizado” al que todos se apuntaban. Un chollo político que el PSOE reeditaría contra el PP quince años después con la Guerra de Irak.
...pero acabó siendo que sí.

Y ahí nos tenías a todos de nuevo dando por saco, cada uno a su bola, hasta perder de nuevo también esa batalla, como era menester, pues el referéndum de la OTAN iba a ser el Waterloo de las fuerzas de la reinstauración, ahora llamadas PSOE, el punto de inflexión para la vuelta al punto de partida, en un ocaso subversivo que, por inaceptable y por insuflar las últimas bocanadas de terca rabia rebelde, supondría el falso nexo romántico, el de la derrota, de que nos serviríamos sus dispersados elementos para, de una manera disgregada, rota, reconstruirnos a modo de farsa obstinada, como una loza restañada por las miserias de las distintas debacles sumadas, pudiendo elegir, eso sí, cada cual el derrotero que creíamos más vocacional o cómodo para no acabar de perder la compostura infligida por la costalada, más que varapalo, y recomponernos como muñecos (y conjuntamente como lo más parecido al guiñol que habíamos sido) en el taller de reparaciones de la historia cotidiana.
Por eso nos esforzábamos por creer (aunque viéramos que no) que el ambiente bullía otra vez, que seguía, sin querer ver que, o eran rescoldos o podía ser la quemazón definitiva por el fuego enemigo, ahora amigo.
Manifestación antimilitarista de la época
Y así fue que, decaído el frente principal, y reculadas las líneas hasta la misma zanja de la fosa común, la pelea sindical me pareció una buena forma de seguir en la guerra, ahora fría, que iba más con mi natural de petit comité, de salón, café y oficina, más de coco, casino y convento, y mucho más acorde con mi estilo independiente creativo-recreativo de francotirador fijo discontinuo. 
Y sobre todo menos jornalera, tajera y arrastrojada, que quedaba para los de adelante, los solteros, los encadenados, los movilizados permanentes, los pichabravas no arrecogíos todavía, y que a mí me daba fatiga sólo de pensarlo. Y no lo pensé, porque, además, ya estaba dentro del cotarro sindical de la Diputación. Error que sería el último grande en cometer.
El sindical era el otro gran frente de repliegue de la izquierda cuando se perdió la reforma. A su amparo, o al de sus aledaños (pacifismo, feminismo, emigrantes, etc), irían a parar a oleadas todos lo que no encontraban un modelo de organización propio, mucha de la fruta golpeada, dañada, fea y sin salida de la transición. Y la Administración era un foco, una mina sin explotar en esa guerra. Y una mina cada vez con más posibilidades. Y con más explosivos dentro.
Cuando ahora se acusa a los sindicatos de necrosis, entreguismo y corrupción como efecto de haberse centrado en parasitar la Administración (y el presupuesto), suele olvidarse (y esto no es ningún capote al asunto, pues considero que esa acusación se queda corta) que el primer paso hacia ese solapado pesebrista con el peor poder se da cuando la crisis de los setenta y la posterior reestructuración industrial, terminaron de dejar en la calle a la mitad del personal y al incipiente sindicalismo con una casa apenas en sus cimientos, y una estructura híbrida digámosle socialfranquista.
Como ilustración de la variopinta génesis del sindicalismo 
público, he aquí al olvidado e insigne Manolo Parra
 que iba para escultor de máscaras en escayola, y sería 
hallado tieso de buena mañana en una fuente de Madrid de 
los 80. Toda una movida para un guardia municipal con ínfulas 
artísticas y sindicales anarcoesperpéenticas, que en una 
asamblea en el antiguo cine Carretas llegó a espicharnos con 
la siguiente exaltada frase: "El hombre no es que sea un animal 
político. Lo que es es un animal  sindical." Ahí queda eso.
Y dado que el edificio laboral empezó a reconstruirse desde lo público (y con la gente, los billetes), el asalto sindical de lo público estaba cantado. Lo único, que de esa construcción sindical en la Administración, no estaban ni los planos.
Los nuevos empleados públicos entraban a oleadas, y por mucho clientelismo que hubiera en el acceso, acabarían necesitando convenios y mejoras. Era un campo virgen para pioneros. Y quien diera primero daría dos veces. 
El que se esperase a que hubiera una normativa iba listo. Así que saqué mi currículo como vendedor de bonos de CC.OO y de alumno presencial en los hitos de su larga gestación y alumbramiento, lo desempolvé y me uní al núcleo que llevaba indeciso un tiempo tratando de poner en marcha unas relaciones entre el personal del lupanar y sus mandamases, los políticos.
Naturalmente, los inefables peceros ya habían sacado asiento en el sarao, en la persona de algún trabajador psiquiátrico que, tras la exploración reivindicativa del resquicio de la antipsiquiatría (la metalocura), andaba en vía muerta esperando luz verde para enganchar el carril de lo netamente laboral, reforzado por el personal para la causa que la presencia de su diputado factotum muy antes aludido, había facilitado también en ese ámbito.
Y así fue cómo me puse a navegar al pairo con Paco Hernández, entonces una especie de consultor-negociador oficioso de la problemática, por la accesibilidad de su carácter prudentísimo y por ser el más a mano dentro mismo del corazón de la bestia, virtudes igual de apreciadas por los diosecillos de la planta noble.
Nicasio, en una performance de San Isidro en 2013, para 
rememorar el movimiento de artistas por la 
libertad de principios de los 70.
Desde el principio se dio entre nosotros esa cordialidad que surge del interés que despiertan los antípodas, y enseguida empezamos a funcionar como la extraña pareja de un par de fuerzas que movía el carro tirando cada uno en un sentido de la misma dirección, y cuando yo apretaba, él aflojaba; cuando yo corría, el aminoraba; si yo exigía, él casi imploraba; y si se me iba la lengua, él pedía excusas.
Complementos perfectos en la aptitud, nos dividíamos la faena, siendo yo el acicatador azuzante y él el cauteloso ponderador palafrenero.
Gracias a eso, y a que ninguno teníamos hipotecas apreciables con nuestras respectivas fidelidades, pudimos colaborar a que, antes de ponerse en marcha todo el ordenancismo que haría de la Administración la cueva de Aladino de los sindicatos, se legitimasen de facto basada con la negociación continua de acuerdos con los políticos de turno, quienes aun haciéndolo con el paternalismo de quien concede y da permiso para jugar al sindicalismo abierto, sabiéndose en posesión de los resortes para rescindir ese modelo de contrato social en un momento dado, la verdad es que cuando llegaron las primeras elecciones sindicales, el proceso de normalización de las relaciones laborales en la Diputación estaba consolidado, y los compromisos eran asumidos por ambas partes sin mucha digresión.
Pero ya he dicho que era un modelo consentido, que junto al sectarismo propio de los socialistas y el absolutismo de los resultados electorales, crearía el vicio del veto, la censura, la parcialidad, la exclusión y otras taras que en este campo en particular iban a ser definitivamente relevantes y onerosas para mí. 




El Juanfranquismo

Si en la relación entre dos partes una acepta y consiente la visión por parte de la otra de esa relación como tutela, también será inevitablemente incapaz de atreverse a disgustarla, acabando así por hacer de motu propio lo necesario para mantener esa situación vista como trato de favor.
Tal modus operandi pergeñado como vía para llegar a establecer un cierto tipo de democratización sindical en la Diputación, iba a ser precisamente el coste a pagar, al dar por buena esa relación de fuerzas negativa.


Toma bakassitos (los nuevos caciques de provincias)

Al ser próximo, aunque por libre, al sector radical que iba tomando cartas en el asunto sindical, especialmente de la gente del Ayuntamiento, más adelantada en la faena, yo entendía y dadas por hechas dos oposiciones: la de mis propios compañeros y la de los políticos. 
Las razones al final se fundían en una: la apuesta de los primeros por una actitud lo bastante conciliadora y dúctil, por así decirlo, que no despertase el enojo ni exacerbase el régimen broncíneo de ordeno y mando establecido en la casa con el afianzamiento de Juan Francisco Fernández (al que en petit comité llamábamos Bokassa) en el virreinato provincial, y a cuyo periodo denominaremos en adelante Juanfranquismo, por los tintes despóticos, paternalistas, dictatoriales y otros rasgos tangenciales susceptibles de dicterio. Y de los positivos, que los tendría, que se encarguen otros.
Esto quedó grabado en no pocas memorias de la transición “democrática”, que en realidad fue el paso de una tiranía a otra, y que en lo respective a un servidor y después de mi tocata y fuga tras el breve periodo de carantoñas al caballito nuevo de la cuadra, sería de hartazgo hasta los mismísimos de que tratasen de ponerme mirando para Cuenca, como se materializaría en la ulterior y definitiva fase en forma de repudio, al descubrírseme cocero (o que da coces), entre la típica persecución por la secta del que la deja a cojón pelado, y mi pregón en la fila sindical de acogida como ejemplar disidente caro de acoger. Y pronto se demostró que no necesitaban muchas amenazas.

El sindicalismo patatero
Al no poder prohibirme sin más, pues no era una película X o similar, en cuanto vieron, en las primeras refriegas, que mi opción de pasar página de anteriores romances iba en serio, directamente incitaron mi exclusión (no era yo el único malencarado, pero sin duda sí sería el más guapo), desacreditándome como alguien no de fiar, por ser técnico superior y por tanto un desclasado nada afín al bajo rango de la familia sindical, sobreentendiéndose mi carácter manipulador (y antes trepa, claro), además de aspirante a traidor, como había demostrado con ellos, y un insulto para toda la estirpe proletaria desde Saint-Just a Besteiro. En fin, lo típico de quien tiene que vender bicicletas a precio de motos.
Silvio Arnedo, a la derecha, entregando placas de jubilación.

Pero yo tenía el tiempo hallado en mi apartheid, un desahogo ocupacional obligatorio aunque más bien dinamizador, dicho sea con pudor, lo cual me enervaba como miembro activo, y que no dudaron en aprovechar como arma arrojadiza para avergonzarme (harto difícil, pues es sabido que todo que el que tiene vergüenza, ni come ni almuerza) ante mis compañeros, con la enorme sutileza sectaria de acusarme de lo que ellos mismos querían causarme: la desidia, la ociosidad y la inhibición. ¡En una administración socialista!, ahí es nada. Para llorar de risa. Y encima era incierto.

La nueva patronal o más madera para viejas cuñas  
Pero como quien más quien menos ya había hecho la mili con ellos, la reacción a la insidia fue la pragmática no sanción. Corría el año 1986. Y apenas si habíamos podido apuntalar cuatro avances provisionales. Y nadie sobraba. Pero tampoco era cuestión de encabronar a la fiera. 
Y así, sin despreciar mi buena disponibilidad (aunque fuese desde una postura crítica) acordamos tácitamente que, por el bien de la humanidad, y sin defecto de seguir usando mi actitud coñaza y terca de ladilla para encangrenar, era mejor, de momento, quitarme del escaparate y ceder la negociación a caras mejor vistas, ya que la mía, o mis risas, o mis gestos, amenazaban con ocasionarle un rictus al diputado de personal, un elemento reconcomido por peores tiempos, cuyo discurso obrerista histórico trasnochado y demagógico hacía aguas entre un sueldo y privilegios jamás soñados, que mantendría hasta su jubilación. Digamos pues que su política de personal, al menos en propia carne, fue un éxito.
Se trataba del almanseño Silvio Arnedo, excarpintero con el que mantendría  una relación (pues habría tiempo) variable, tormentosa y ambivalente, pues en su repelús obrerista por cualquier cosa (protestona) con estudios y sin mono de trabajo, había también un componente de curiosidad, que trasladaba a nuestras taimadas peleas entre el abuelo despechado y aquel joven espécimen prófugo al que trataba de meter en vereda (en lo que a mí ya no me metía nadie), como así me tenía fichado desde el día en que, a la semana de tomar él posesión, me pilló en el infecto habitáculo calentándome los pies por el sencillo procedimiento de ponerlos encima del radiador portátil, hay que decir que bien enfundados en unas botas de serraje embadurnadas de grasa de caballo.



Quien tiene vergüenza, ni come ni almuerza

Este pequeño viejo inquisidor aún tendría tiempo suficiente para hacer célebres varias cosas, entre otras, dos frases, una de ellas fundamental como referente en cualquier negociación, la de que “las patatas le cuestan igual a los técnicos que a los operarios”, advertencia leguminosa con la que pretendía aclarar toda la epistemología sindical y social desde el socialismo utópico para acá, para que nadie se pasase ni un pelo a la hora de reivindicar. 
Y la segunda, la que acrisoló el año en que se embaldosaron los ejidos del Ferial y largaron a los Invasores a la recta final del Parque Lineal, que ni que lo hubieran hecho aposta para poder figurar en el libro de anécdotas ramplonas de la casa.
Andábamos en plena negociación del Acuerdo Marco, atascados en el ínterin de uno de esos puntos tan inanes como correosos, llenos de insalvables discutiñas, sin llegar al germen del asunto, que al final quedaba claro que era el de la honrilla de cada uno, y por lo tanto sin ninguna esperanza de encontrar ni concesiones ni retroceso en las posiciones del contrario. Concretamente era el recreo funcionarial, entonces de veinte minutos que pedíamos ampliar a treinta.

A pillarlos dormidos
El ambiente era plomizo y atascado (o sería la calefacción). Por la parte diputada, Vicente López estaba más a por uvas que de suyo, J.A. Escribano parecía tener escrita en la cara “¿qué chorra pinto yo aquí?”, y Camilo Maranchón, el máximo sostén en aquellas vicisitudes del diputado de personal, se había dormido. Directamente.
En vista de ello, tanto Paco Hernández como yo empezamos a apretar el acelerador, a hincarnos, para ver por dónde salía nuestro Silvio.
Mercadillo de Los Invasores, así llamado por 
        empezar cuando ponían aquella serie del mismo 
         título, en su ubicación original.
El maestro caracoleó un poco y después, buscando apoyos, se dirigió, sin mirarlo, a su ayudante Camilo, que obviamente no era Cienfuegos. Pero éste, nada. Y venga. Y nosotros, serios, muy en nuestro papel, observando el pampaneo.
Silvio llevaba días echándonos a la cara el sermón de la montaña de que media Diputación aprovechase los martes para estirar el tiempo del bocata de tal modo que la casa se quedaba sin gente durante media mañana (qué más quisieran ahora), siendo un espectáculo ver venir luego al personal, todo cargado de bolsas, de Los Invasores, causa de que él mismo llegase a establecer un sistema de vigilancia –clandestino y por supuesto ilegal– para fichar a los más irreductibles asiduos y asiduas a los Invas, una conducta que por impropia de un diputado (de la de los funcionarios ni hablemos) le habíamos afeado, por su falta de clase y grosería.
Ubicación  del mercadillo de marras cuando
        la anécdota (de donde termina la zona verde
       central hacia abajo, fuera de imagen)
Nuestro principal argumento era que el personal ya apenas si tomaba bocadillos, queriendo su tiempo de recreo simplemente para tomar café, o desnatados, o incluso sólo pasear por la calle, y en general para seguir sin hacer nada pero fuera de allí. Nada malo, pues.
Con éstas y otras chanzas, surrealismos y ridículos y técnicas de emplume, cada uno lo que se le ocurría, le dábamos la tabarra de no tener ya mucho sentido ni ese marcaje ni seguir dejando para otro día la ampliación del recreo, que seguro redundaría en un mejor conocimiento de lo mucho y bueno que los socialistas estaban haciendo por la ciudad. O a lo mejor es que también nos queríamos ir a los Invasores.
 
El entonces alcalde, José Jerez, por cuya culpa 
         –la reforma del solado de los ejidos del recinto 
         ferial– discutíamos sobre el absentismo laboral 
          (bueno, funcionarial) al mercadillo.


Los diputados, como es lógico, pusieron mala cara, desentonados y mosqueados por el cachondeo fuera de lo común, y viendo algo raro en la cuestión. Y Silvio, cabeceando aburrido, al fin se percató de la siesta del fauno, y entonces, algo colorado, serio, casi tétrico por la sorpresa, disimuladamente, empezó a hablar en tono algo más alto, por ver si despertaba, haciendo tiempo mientras, con circunloquios, para poder unirlo al pelotón sin sobresaltos, pues un mal despertar en ciertas condiciones puede ser traumático.
Aun así, y como no podía ser menos, el regreso al mundo, por la lógica confusión del venir en sí del sesteante, fue tan brusca, “¿Qué, qué?” –y no sería de ver frente a él a dos rojos venidos muy a menos–, que el propio Silvio, desarbolado y algo violento por tan embarazosa situación, para zanjarla y apuntarse algún tanto, aunque fuera una derrota, mirando a uno y a otros, dijo firme y con tono irremediable: “De acuerdo. Que se amplíe a media hora el tiempo del descanso del desayuno. ¡Pero que sea media hora!”.
Y pasamos a otro punto. Que ya era hora. Lo mismo era martes. Y así fue cómo se consiguió la media hora de descanso matinal en la Diputación. 


Las batallitas del 'vuelco de la Administración'

Pero habíamos quedado en que, para evitar algunos malos rollos, siempre que podían me sacaban del primer plano, quedándome así para las labores de artesa, o para la ensancha, que se llama en panadería, o de rebotica en otros gremios, pero con una discreción que me sería imposible, al hacerme cargo de la elaboración de una propuesta de catálogo de puestos de trabajo, es decir, la reorganización y puesta al día administrativa y económica de la plantilla de la casa, ahí es nada, madre de todas las propuestas y gran asignatura pendiente de todos los políticos, especialmente los socialistas, tan atrasados ellos en la aplicación de sus propias leyes.
Oficialmente, dicha propuesta era la de la parte sindical. En la práctica, todos sabíamos que iba a ser la única. ¿Y cómo es que se me dejaba a mí precisamente ese mochuelo? Fácil: yo era el único de ambos bandos que se había papeado el BOE y la normativa vigente sobre el asunto; que se había documentado al respecto y había seguido su aplicación en otras Administraciones. 
Y porque la táctica de la empresa, siempre a contrapié, era la de dilatar dando tiempo al tiempo (ese arma disolvente y macerante), y que alguien les fuera trillando la parva hasta madurar alguna otra opción canallesca que les permitiera adquirir una posición aún más preponderante para hacer lo que se les pusiera por la polla. Y mientras, si les caía algo, y gratis, pues mejor. Lo malo es que mis colegas pensaban igual.
En una semana, yo tuve un borrador completo (en realidad, lo tenía de antes), documentado y contrastado, bien personalmente con los grupos o departamentos interesados, o con sus representantes.
La Asamblea de Parados toma el salón de plenos del 
        Ayuntamiento en el 81. Al fondo, Pérez Pena. Cinco años atrás
         tan solo. Pero casi todo había cambiado ya en la práctica 
política. Y no digamos la sindical.
Como interlocutor válido de la otra parte y para hacer boca, se me asignó al entonces jefe de personal, un tal Covisa, madrileño ocupado en abandonar la interinidad a cualquier precio y que, en el completo marasmo en que se movía y conocedor sólo superficial del asunto, y atosigado por mi presión sin sosiego, mezcla de aparente competencia, irreductible maniobrismo, acoso guerrillero y una confianza sañuda propia de un cabestro en lo que llevaba entre manos, empezó a tragarse todo lo que le echaba encima, hasta que, sobrepasado, dejó de dar pie con bola, y cuando la pelota iba a rebotar dejando al aire toda la tostada sin hacer, le salió otro trabajo y se largó dejando un tiempo precioso tras de sí y a mí, intranquilo y más exaltado por el quite por madrileñas que me hacía y el marrón que allí dejaba, y que la empresa, no queriendo coger todavía en esas condiciones tal toro por los cuernos, tuvo a bien asignarme, como sustituto para este tipo de fechorías, a otro contrincante, un técnico ayudante suyo, interino, bien mandado y muy poco bragado (aunque bragazas), que se hizo cargo del mochuelo dejado en la huida.
Era mi sino: bregar con meritorios. Y en cuanto el casi recién salido de la universidad vio el mamotreto, se quedó descuadernado, con cara de pensar qué hace un chico como yo en un retrete como éste, hecho un ablandabrevas, al que no nombraré por no deshonrar más estas páginas con su servilismo canino y oral rayano en el pajillerismo
 Y así, con mucha prevención y mucha cautela contra mí, en cuestión de dos meses habíamos consensuado a partir de mi tocho (quiero decir mi propuesta) todo un documento de lo más creíble, con su place y limpiado por él mismo de toda sospecha hasta donde sabía. Lo que se dice un catálogo objetivo y según las directrices de la norma, dejando al margen los factores internos de la casa y los intríngulis personales de cada empleado, ya que, el funcionario en cuestión, por neófito, no conocía en absoluto, haciendo así de perfecta manita inocente para sacar adelante mi propósito.
El alcalde José Jerez, Tierno y "Juanfran". El socialismo
          light, glamuroso y de paseíllo había llegado. Y nosotros,
          sin saberlo y de reivindicaciones. Hay que joderse.
El embolado estaba listo para ser visto por la definitiva comisión negociadora. 
Pero el presidente de la misma, el susodicho carpintero, al intuir, por zorro viejo, el desaguisado, dado que lo bien o medianamente hecho era lo último que él quería, lo puso en cuarentena, dejando así al funcionario a la altura del betún (en realidad nunca superaría ese nivel), que la pagó conmigo como un niño engañado al que quitan el pirulí, jurando que conmigo una y na más.
Todo esto, tan divertido y halagador, personalmente me fue desastroso, pues, aunque finalmente ése sería básicamente el documento que acabaría imponiéndose como de partida, ya que la empresa era incapaz de elaborar otro, pues habían apartado de esos temas incluso al secretario general, lo primero y conditio sine qua non para proseguir fue empezar de nuevo e invalidar de un tajo, unos cuantos apartados nada del gusto de la empresa, que suponían grandes trabas para sus buenos fines alevosos, parciales y sectarios, y que, mira por donde, acabarían afectando a los elementos menos complacientes, entre otros, adivinen, qué casualidad, el autor mismo del trabajillo.
A pesar de estar todo tan claro, iba a tardar casi doce largos meses en darme cuenta de que aquel tipo de pelea era muy distinto al practicado cuando aún era un militante en la clandestinidad izquierdista o en el despacho socialista. Tanto en la célula como en la camarilla, el ámbito era restringido, acotado, las relaciones cortas y la actuación contundente.
En ambos universos las ideas, la gente, los pasos y el contrincante eran nítidos. Ahora reinaba la ambigüedad, el amplio espectro, los plazos, la guerra de desgaste, ríos que se daban la vuelta en reuniones interminables, discusiones homéricas, pasillos, dagas palaciegas, intereses cruzados, jijijajás a lágrima viva combinados con alcohol, ternura y odio rabioso encubierto. 
Una melé de nunca acabar en la que se desconocía dónde acababa lo auténtico y empezaba lo representativo, que para colmo era utilizado para generar otro campo positivo de poder junto al político, que con el tiempo iba a ser el ocupado en paralelo al espacio propiamente de los partidos, cuando estos dejaran de ser organizaciones de masas para convertirse en modelos de representación mediática.
Pues toda esa morralla era la que ya había empezado a egrupirse como fundamental, y allí estábamos, en todo su cigoto, como la guinda decorativa, pero fuera de la trinchera y a tiro de los nuevos señoritos a los que, por Dios, no se les podía ni insinuar el más mínimo desacuerdo, sopena de pecado de blasfemia, con tanto mito de salvadores como habían adquirido.
La posología que decantaba la melé, era de aplicación tópica para (o contra) personas concretas y para nadie. Y nos pasábamos el tiempo citados por lo políticamente correcto al tercio de banderillas para sufrir una tras otra las tandas de hiriente negociación, en cada una de las cuales se erosionaba un poco la posición inicial, teniendo que retroceder para recuperarse, y otra vez a volver con nuevos y disminuidos bríos, hasta que cedían en algo y resulta que era a cambio siempre de algún contrachantaje, aceptado al fin por nuestra parte.
Invariablemente, a cada vuelta que le dábamos a la dichosa propuesta de clasificación de los puestos de trabajo (y podía írsenos un mes), el precio a pagar por llegar a un preacuerdo salvamuebles para nosotros era el de dejar en la estacada, al margen, o para después, una serie de casos (adivinen, adivinen) de la manera más ignominiosa. Y comoquiera que la inquina destilada tenía una graduación que ni los más espongiarios podían tragar, por fuerza los acuerdos renqueaban, cojos del apoyo que incluso la parte más permeable al poder era remisa a conferirles.
Yo entre otros, me ocupaba de mantener candente la espera, malmetiendo en reuniones y asambleas, aprovechando mi mucho tiempo libre para menear el cotarro. Pero, con el pasar de los meses y entre la excitación y el descontrol que la incertidumbre suscitaba, y los parones, los desencuentros, y más vuelta a empezar, y más mala leche, alejaron del horizonte un acuerdo, con una indiferencia y hasta mala fe de los socialistas por el proyecto que no indicaban sino la arrogancia y prepotencia que les iba a caracterizar en adelante. O, dicho de otro modo, que la famosa racionalización y profesionalización de la administración iba a quedar en el nepotismo, cuñadismo y clientelismo de siempre. Y se nos hizo el 87.



El minirégimen asoma la cabeza…

Para terminar de machacarme y explotar mi papel de malo en la película, al cual me había aficionado, todo sea dicho, idearon la artimaña de utilizarme de rehén en un potencial acuerdo.
 Ya que había sido artífice de aquel bochinche y algunos otros gatuperios con que me barajaba, se me reclamó para desarrollarlo. Hasta ahí, bien. 
Pero a razón de que nos metíamos en harina y surgían los despropósitos típicos en una negociación tan farragosa, podía verse que lo único que querían eran las claves para darle la vuelta a la tortilla, como pronto se vio en mi propio caso, colocándome entonces en el atolladero de, si colaboraba, me iba metiendo yo mismo en el cepo, y si no, me quedaba fuera, dando la razón a unos y a otros.
Reunión, con El carpintero al frente, de (casi los 
         mismos) sindicalistas de este relato, pocos años después.
La técnica para conseguirlo, después de mucho tiempo de presenciar mis regates y maniobras para no caer de la sartén al fuego, fue la de la constante humillación, la insidia velada o explícita, y el ninguneo. Eso, en las reuniones distendidas.
Yo respondía con lo más a mano: el sarcasmo, lo cual aún caldeaba más los ánimos. Los compañeros limaban asperezas y me defendían de cara a la galería, tratando de dar una imagen monolítica como garantía para sacar algo en claro. Pero todo se demostró estéril al flaquear viendo que un acuerdo parcial era posible, aunque fuera deshilachado y con flecos.
Se sucedían las propuestas y contrapropuestas, el chalaneo y el tostoneo gratuito. Para probar los límites y minarnos la moral, al igual que en el pasado, echaron mano del extinto secretario general para que se sacara de la manga una propuesta disuasoria a la baja para que no nos subiéramos a la parra, y lanzaron su primer borrador, con sus números, en el que una serie de puestos (sí, sí, aciertan), según la novedosa operación de trilerismo e ingeniería contable, habíamos estado cobrando de más desde el principio de los tiempos, y pasábamos ¡a deberle dinero a la casa! Al fin el casino daba su cara real.
El follón empezó de nuevo, las reuniones, la bulla, el mal rollo. Solo que aquel documento, que era de sondeo, ya había calado en suficiente gente como para ser tenido en cuenta por el comité –por no decir de CC.OO que era mayoría, conmigo como independiente–.  Y la correlación de fuerzas, que se llamaba en el viejo lenguaje, cambió.
El diputado de personal lanzó su órdago definitivo y lapidario: las negociaciones podían proseguir pero era mucho mejor para todos que yo no asomara por ellas. Más claro, el caldo del asilo. Y así me fue comunicado, aunque por supuesto yo seguiría estando en ese y otros asuntos, aunque en outside, con todos diciéndome que mi opinión era esencial y que nada sin mi consentimiento. Y así, hasta trece (meneámela a ver si me crece).
En El Padrino hay una escena donde el Don le advierte a su hijo que aquel que se meta a enlace del enemigo, ese es el traidor. Y como era descarado que en este caso no había nada personal, sino que, ya lo creo, todo eran negocios, unos y otros habían hallado al fin ese punto de encuentro en el que podían seguir adelante sin percherones sino al contrario: sentados sobre las cabezas de los condenados.
Asilados del S. Vicente de Paúl en los 80'. Una imagen que por
           esas fechas que no me era tan extraña, valga la fantasía.
Durante mucho tiempo mi tarea había sido jacobinear, hacer de montañita. Era algo necesario y para ello contaba con el apoyo general, pero sólo hasta cierto punto, precisamente aquel en que me desmandase infectando los humores. 
Y ahora, ya no podían seguir en la encrucijada permanente de sostener mi posición inmutable, compleja y difícilmente comprensible a no ser que se conociera la intrahistoria, de por sí bastante peregrina. Y el duelo a cara de perro con la parte contratante era muy difícil de justificar. 
Y aunque había dado sus buenos réditos, ahora se necesitaban trotones que llevaran el carro más suave, para no dar al traste con el amanecer tan deseado, por trasnochado que fuera.  En otras palabras: me dejaban más tirado que una pava de faria.
Solo quedaba decir que lo sentían mucho y jurarme que mi sangre no sería en vano, y que defenderían mi posición como si fuera suya… antes de pedirme que por favor no diera ningún portazo al salir, y que me mantuviera acuartelado en mi reserva donde también sería muy válido y tal, cosa que yo nunca he sabido ser porque no valgo, y porque, o de caballería o nada. 
Y despotricador pero disciplinado como soy, ante tanto petardeo y caldo gordo en el que solo se me aceptaba como mondongo, comprendí que me había quemado. Me disgusté, me cagué en todo lo nacido, y retorné al estado de pupa, cosa que siempre se me ha dado bien, hasta ver si me salía algo, aunque fuera mariposeando.
Para entonces ya llevaba meses expatriado en Tetuán, que era como los exilados llamábamos a los habitáculos habilitados en las naves y locales grimosos adquiridos por los nuevos a los viejos caciques en el Paseo de la Cuba, para acantonar allí a parte de la morralla prescindible o arrumbable de la Dipu, mientras se construía el nuevo edificio. 
Un ambiente que, dicho sea de paso, era el ideal, como el de todos los extrañamientos, pues del amo y del mulo…, para rajar, intrigar, confabularse, chafardear, conspirar y en suma liberarse de hecho de ciertos yugos de palacio, a los que muchos volverían una vez alzada la pequeña pirámide con que cada sátrapa de esta tierra aspira a perpetuarse como faraón.
Imprenta Provincial en Salesianos, antes de su reubicación.
Por supuesto, no había ninguna intención de regresarnos cuando nos trasladaron a la antigua y primera sede de la Universidad Popular, a la espalda (o más bien culo) de la flamante ruina adquirida a Lodares, un lugar con recalos, cucarachas (y alguna rata), arquetas enterradas y camufladas, bajantes podridas, destilados nauseabundos, olor a letrinas de un alcantarillado ínfimo, falta de luz, absolutamente inconfortable e inseguro. Amenaza que sería palmaria pocos años después al hundirse todo un muro que clausuró durante años buena parte de la actividad. En definitiva, el paraíso soñado por cualquier perseguido.
La excusa del apartamiento era ponernos juntos bajo un mismo techo con la Imprenta Provincial, para optimizar mejor los recursos.
Esas palabras se usaban entonces cuando aún resonaban los ecos de aquel fiasco con ínfulas de la Reforma Administrativa de Manolo Vergara, disque para darle un aire empresarial a la casa, aunque el aire se lo dieron a él, por llenar la casa de genios ejecutivos contratados para aquella revolución fría o de entremés, uno de los cuales gestionó la compra de aquella ruina, y otro no menos lumbreras hizo las reformas pertinentes, cual el suelo de linóleo, para que no se vieran las manchas de los desagües demasiado someros y pestilentes; o impertinentes, como las ventanas de vidrios blindados en vez de rejas. Y antes de terminar las reformas y demostrar su aptitud para las letrinas, ya estaba castigado (el ingeniero), destituido y haciendo proyectos de alcantarillado para los pueblos. La Dipu, que es así.
Blindados en la jaula de cristal, cuando nos estábamos mudando del cuchitril provisional del Paseo de la Cuba donde permanecimos agazapados hasta bajar al bodoque remozado, vino Miguel Barnés, y al decirle lo del blindaje, no se lo creyó. 
Entonces, sin más, agarré un portacintas de aquellos plomados de más de un kilo de peso, y sin avisar lo lancé con todas mis fuerzas hacía las paredes cristalinas de mi nueva cárcel, haciéndose fosfatina. Miguel se quedó blanco y sin palabra, por mí, por la acción y por su resultado, todo tan inesperado. Sería una de las performances más impactantes a las que asistiría jamás, incluidas las suyas.


…y me sacude en toda la cresta

Con las mismas prisas que nos habían pasaporteado a pasar un frío del demonio en pleno febrero a los nichos de arriba de la antigua Automecánica, nos desaparecieron a la auxiliar que durante aquellos años había hecho el trecho con nosotros (y ella tan contenta, pues regresaba a Presidencia), ya que no acababa de asimilar ni la evolución del negociado ni la nuestra.
Juan Ángel, a su aire, y sin gafas oscuras.
En su lugar nos zamparon, no sé si con la anuencia del jefe o no, poco importa, a una vieja (es un decir) conocida auxiliar psiquiátrico (¿terapia de choque?) de muy mal asiento, cuya presencia resultaría infausta con el tiempo, a causa de que andaba a dos velas hambreando cerca de sus amiguetes políticos implorando el reingreso a algún puesto que no fuera limpiar culos de loco, tras haber fracasado en el legítimo mundo de las public relations en los mass media, como agente de publicidad (era lo suyo: ser agente, doble y hasta triple, de publicidad y de lo que fuera) en el proyecto luego integrado en la SER de Antena 3 Radio, que una tribu local de tribuletes con ínfulas de lobby le había vendido año y medio antes a Martín Ferrand para Albacete, hasta que saltó por los aires a causa de un pufo de unos cientos de miles de pesetas, según quedó la cosa extraoficialmente, aunque nunca más se supo, yéndose todos a la puta calle. Las consecuencias, como ya he contado, serían funestas para mí, y no porque desapareciera del dial mi programación favorita.
Lo que sí me pilló de sorpresa y me afectó en la medida en que fue la puntilla temporal de mi futuro laboral, fue que, en pleno bajón sindicalista, recién deportado como digo, a Tetuán, acuciado por todas mis asechanzas, me diese de sopetón con que, no sólo éramos trasladados a extramuros, nos quitaban el personal de confianza y nos metían dentro una secuaz de la banda que más ganas me tenía desde que les quitase en el 81 el chupete azucarado del chiringuito del Ayuntamiento del mismísimo morro.
Todo eso era pecata minuta comparado con lo que venía detrás de la mensajera, prueba irrefutable de que nunca hay que temer a los primeros males, que suelen ser los mejores. Y no acabados de instalarnos en el nicho provisional, recién celebradas las opróbicas Municipales 87, mi de alguna manera sustituto venal se fue, pero no tuve tiempo ni de enterarme para darme una alegría, porque, antes de que lo hiciera, ya había entrado en su puesto otro para acabar de borrar cualquier esperanza de rebrote de algo que no fuese la animosidad que el saliente había mantenido contra mí durante toda su estancia en la casa, por otra parte tan típicamente propia suele resultar en el okupa respecto del inquilino titular.
La respuesta que había estado buscando al cuestionario existencial y obtuso de mi problemática, como esas víctimas incrédulas que en vez de protegerse claman al cielo sobre el por qué les caen las bombas, al fin estaba allí. Y aunque tarde, lo vi claro. Mientras yo reñía a cara de perro por negociar algo más de dignidad para mi empleo, éste ya había sido dado por follado.
Hasta ahí me había consolado con el mal de muchos de que todo se encaminaba a meternos a todos en vereda y en el mismo costal, lo cual me concedía la posibilidad de una renovada alianza en el departamento, más fuerza y, lo más importante, una segunda oportunidad.
Nuevo error de apreciación y nueva vana ilusión. Mi ex socio, tan incapaz de enemistarse con un agresor, como capaz de andar por el hilo de una araña sin caerse y unirse a los que no podía vencer, puso a prueba sus tragaderas con aquella píldora de caballo, y la tragó con lágrimas que, de no conocerlo, cualquiera hubiera dicho de alegría, demostrando tenerlas como las de San Jorge, que todo le coge, dicho sea en paleto; y ni se inmutó.
No solo había conseguido su gran aspiración del buey de lamerse bien, cuanto más lejos del amo (del mulo, aunque cerca, estaba bastante seguro por estar bien sujeto). Y allá, extramuros, a tenderete puesto entre pobres, aún era más amo. Por mucho que le jodiera el caciquismo barato de que él también era objeto. Pero si lo achuchabas, ponía cara de póker y te salía con su sofismática del “no pasa nada” y de que los cambios siempre son para mejor. 
Ese cinismo huidizo de taparse la cabeza con las manos para que no te vean, y una negación de la realidad que se venía encima en forma de profilaxis quirúrgica del relativo fiasco que habíamos resultado ser,  para dejarnos como taller cutre de urgencias, apósitos y cambios de aceite. Un apéndice del ahora concebido a lo grande campo operativo de la imagen, el oropel y la peana, para los que ya no faltarían montones de dinero ni juramentos de fidelidad de quien se pusiera a su frente.
El ínclito, cuando entonces
En esta nueva versión del poder advenedizo que relega a los hijos díscolos para adoptar como propios a los de las segundas nupcias, versión patética de un Zeus más lampado que devorador, tuvo un papel fundamental Jesús Alemán, el buen tránsfuga, que en gloria, que una vez que se encimó sobre los muchos socialistas de la cola y se apalancó en los mandos, amparado en su leyenda urbana de buen gestor (como la del clima risueño de París, todavía indemostrada), y casi mejor pastor, se había echado a su augusto lomo la tarea de colocar generosamente a toda la parroquia de vividores y aspirantes a prebenda, regalía y sinecura, para ensanchar así bajo su cielo protector de sacristán pródigo el contubernio propio de tiempos tan ubérrimos como libres de fiscalización.
Blanco, apacible, lampiño y platereño, adelantaba el perfil prototípico del político más moderno por llegar, bajo cuya membrana de comedimiento, calma, enrolle y perfusión, habitan desarrollados el nepotismo a ultranza de amplio expectro, el personalismo radical, la animosidad selectiva, un matizado sectarismo desemocionado y la refracción a cambiar de idea (aunque sí de opinión) típica de la soberbia. Características todas, propias de la política actual, dueña de ese rasgo de psicopatía que lleva a actuar aparentando vocación sentimental, escala de valores y sensibilidad, y sólo va dirigida a expandir el mesianismo del yo, mi, me y conmigo.
Todo eso y algo más iba a entrar en vigor con la euforia social de pajera abierta y barra libre sin límites, de finales de los ochenta. Y se podía intuir ya, como digo, antes de la toma de posesión de la hornada que haría estallar la banca tras las elecciones del 87, el año en que todo se complicaría hasta casi la disolución y la anomia. 
Un buen observador, o mejor, hermeneuta, podía ver sus buenos signos en las cosas más banales. Y aunque yo no lo era, algo sí vi de raro en lo que se me quedó como más que una anécdota.
Juan F. Fernández, ya metido en harina de virrey provincial
        absoluto, en una inauguración de la Feria agrícola provincial,
       evento anual del ITAP, donde precisamente servía Chicho.
Cuando ya estábamos en el palomar de Automecánica vino a vernos Santiago Orovitg, el otro Chicho de nuestro dúo en la empresa (el trío era gitano y madrileño) a pedir orientación sobre qué hacer (estábamos en campaña electoral).
Era gracioso. 
Si había alguien en toda la vieja revoltaza políticamente glauco y refractario a mojarse, ése era él, aunque, por razones quizá espeleológicas (como cuevero declarado), ecológicas (como buen fotógrafo de matas y bestezuelas), o incluso  familiares (como guarín de una pequeña camada de buenos elementos), se había mantenido cerca del círculo de fuego recalcitrante encarnado en las personas de comunes amigos de toda la vida, los viejos jóvenes radicales, y por alguna maltrecha razón aún nos pensaba a Maxi y a mí como el dúo operativo de siempre, y con opinión de fiar, por tanto. 
De modo que, en visita más oficial que otras veces, nos preguntó qué íbamos a hacer por la presente.
¡Me lo preguntaba a mí, que me la estaban dando con queso, y sin enterarme! Lo que es la vida. 
Pero lo más indicativo era que anduviera sondeando, como otra mucha gente despistada, los designios que prefiguraran los cambios a cuya quema poder huir del barco antes del hundimiento, o pasarse definitivamente con armas y víveres a la nave que la historia tuviera reservada para dar el cerrojazo al cambio real.
Era exactamente la lectura que yo tendría que haber hecho, de estar más espabilado. Si los ocho años anteriores habían sido la primera parte del tsunami, lo que se avanzaba era la segunda parte, el reflujo que arramblaría a quien no supiera nadar entrambasaguas, o se amarrarse al mástil para no ser arrastrado al piélago. Algo para lo que había que ser algo más sutil y más experto nadador. 
Pero nada de eso iba a hacer falta. Como no hay mal que por bien no venga, el mismo régimen ya en marcha acabaría obsequiándome con el inesperado pero bastante bienhallado mutis que me resistía de aceptar.


Vísperas sicilianas

Lo del 87 fue un palo. Noté frío. La pelea sindical, como simpatizante, si no de la causa sí del grupo humano sostén del último radicalismo político sincero, me resultaba ya de un voluntarismo sodomita.
Yo no tenía la pasta adecuada para el chalaneo naciente en ese frente, que sí, estaba siendo reforzado, pero para fabricar, también, otra nueva profesión enclave del poder venidero, y más adelante, en simbiosis con él, otra casta a sumar a las recién nacidas y renacientes. Para lo que algunos ya se estaban remangando.
Esta ola “integradora” no tardaría mucho en engullir por ejemplo, a Pena como Coordinador del Plan 600, para poner a prueba aquel desbarre de teoría postiza del marginalismo como motor subversivo, y cuyo logro más perdurable fue el mural que Barnés hizo en una fachada de las Casas de la Renfe, a la entrada del barrio, que al cabo de unos años desapareció tan diluido por los meteoros como el crédulo experimento con gaseosa que lo había levantado. 
(Nota: es de resaltar el hecho de que ninguna  contribución pública del arte de Miguel, las cuales no salieron precisamente gratis, sobreviviera más allá de unos años, bien demolidas, como la fuente de los Egidos del Ferial, o borrada como la mencionada).
La famosa teoría de imbricación en el tejido social socialista llegaba al fin a los remisos a insertarse, que ya se les veían ganas, por mucho que dijeran eso de “la puntita nada más”. Por probar, nada se perdía; lo máximo que podía perderse era todo.
El lobo posibilista hacía acto de presencia. No sé. Tal vez mi problema fue no saber pasar de algunos ascos y mantenerme unido a esa masonería generacional de hoy por ti mañana por mí que seguiría cada vez menos sin mí. O quizá es que cuando los lobos acechan, la soledad es el lobo alfa.
Familia gitana del Cerrico, en el 81. El Ayuntamiento ya había 
        comenzado su política de discriminación positiva con este 
        grupo, que sin embargo no iba a estar tan presente en la nueva 
       correlación de fuerzas  emergentes en que se iba a apoyar, o en 
      justificarse, la nueva unidad de hecho que con Zapatero se iba 
        a dar con los restos  de la vieja izquierda radical, 
      que traía de serie la teoría marginalista como 
      punto revolucionario. 
El referéndum de la OTAN había sido el clarín de retirada. Nada más verificarse la derrOtan, ya se había iniciado la vuelta a casa del karakol sublevacionista con el moco entre las piernas, dando comienzo las defecciones. 
Primero, confusión; luego, dispersión. Tan sólo un año después, las boqueadas se oían en Singapur. Faltaba nada para estar más perdida que Cagaestacas en la Audiencia.
Una de las consecuencias programáticas de la dispersión en el desierto fue el replanteamiento de su base social.
El MC, el único sector que tenía una activa presencia local, de laque me sentía gregario por razones de apego casi atávicas, ahondó particularmente en ello estableciendo la tesis de que si alguna actividad revolucionaria podía llevarse a cabo en adelante era a partir de la acción entre y con los desheredados del día: los marginados de cualquier tipo, las mujeres, los jóvenes, los inmigrantes, etc. Una teoría que sería en extremo beneficiosa para todos nosotros, como se verá, aunque yo jamás estuviese de acuerdo con ella, por ser una extrapolación idealista que rebasaba todas mis convicciones.
Limitado ya al comentario fuera de parva y a andar al hueseo y la risa sarnosa, los observaba esforzados por cumplir al dedillo la nueva preceptiva, la cual en cierto modo no les resultaba tan difícil, puesto que si para algo ha tenido facilidad la pequeña burguesía es para alzarse sobre los subproductos de clase, y allí aupados pensar que han coronado su pequeña cima. 
Una práctica que algunos, conscientes o no, habían adoptado ya incluso antes de establecerse como nueva norma progresista. Pero, por suerte o por desgracia, yo estaba vacunado contra eso, por venir de una estirpe de, ni señoritos ni pobres. Además de haberme actualizado colateralmente sin muchos altibajos.
Uno de los primeros numeros de la revista,
         en la que al final no se publicó el trabajo, 
         bajo la sempiterna excusa no explícita 
           pero evidente –nos conocíamos– 
          de falta de seriedad y espíritu
           revolucionario. Lo de siempre. 
Pero esta nueva teoría era ideal para cernícalos sociales. Y de seguido vino que se pusieran a defenderla como una madre, también contra los escépticos absolutos de ella. Y durante años, ya apuradas todas las heces de mi incierto compromiso político, si no otra cosa, seguiríamos en controversia aún sobre el asunto. 
Y algún tiempo después, les acabé demostrando lo que de ilusión tenía su frágil posición, haciéndoles como la prueba del algodón enviando a su diario oficial, la revista Viento Sur un artículo sobre la ambigua marginalidad del campesinado. 
Y en efecto, se negaron a publicarlo (luego lo haría Archipiélago) con la excusa de que era demasiado “desfachatado” en todos los sentidos. 
Esa fue la excusa amigable. Pero, vamos, que no era correcto (revolucionariamente) ni para ellos. Que al parecer y por lo visto no lo tenían claro.
Esta era la política que se iba a convertir quince años después en la escalera tendida por el poder para izarles al carro, en el momento en que, agotada su trayectoria por libre y ya trillados sus fundamentos, la socialdemocracia más abyecta recogiera del polvo su cadáver y adoptase sobre el papel y paródicamente sus enunciados y sólo eso (igualdad, minorías sexuales, inmigrantes, mujeres, niños, enfermos, marginados, eutanasios, el aborto, la subcultura, etc), para apropiarse de los posos que la agitación sobre dichos enunciados había quedado a pie de calle, convirtiendo así a sus activistas del pasado en las nuevas fámulas del socialismo revisado a la baja.
Caricatura de la época del golpe de Luis Napoleón, 
          y el inicio del cesarismo "democrático" en política, 
que tantos males traería.
Los inteletadores del experimento (aunque no sé, pues Luis Napoleón ya hizo algo así con sus quintacolumnistas en el 1848), en su alegre juguesca y con tal amplitud de espectro y tipología revolucionarios, mimaban a algunos elegidos como sus más valiosos elementos del futuro, metiéndolos, como aquel que dice, hasta la cocina, dejándoles jugar con las cosas de comer. 
Lo cual llegó a producir hasta milagros, como el ocurrido con un miembro destacado del lumpen recogido de la calle, El Peluco, el pupilo quizá más farsante y conocido de aquel entremés pseudo subversivo, que al comenzar el experimento estaba más pelón que una gallina matada a escobazos, y cuando terminó ya tocaba pelo en un puestecito apañado y de mucho sport. Aunque a costa de tomárselo por cierto a sus mentores. Y ahora, mírales: algunos de ellos calvos, y él con buena mata, que volvió a crecerle.
Cuando tuvo pillados de los huevos de la vida a quienes lo trataban con la aquiescencia empalagosa del superior que va de colega que quiere sacarte del arroyo, los puteó de lo lindo con pifias y juderías. Y eso que la tribu había visto Viridiana, y él seguro que no. Vamos, que les iba la marcha, y hasta se tiraban la machada de tener de su lado a gente como aquélla para convencer al contrario de que no era lo mejor meterse con ellos. Y así pasó.
Tan sólo dos ejemplos, para tipificar éste que puede calificarse de epítome o lo que puede esperarse de la descachuflante alianza rara de clases, entre el espíritu alternatif con pretensiones y la mera ideología de la supervivencia carroñera.
Imagen de Viridiana, con todos los pobres sentados a la mesa, en plan Última Cena. Buñuel ignoraba que en el futuro esa sería precisamente la forma de redención no solo de ellos
sino también, a su través, de las clases políticas dominantes.

Uno, cuando le robaron la moto al jefe de filas mismo, y hubo de acudir, qué remedio, al elemento citado, con supuestos contactos entre la gentualla, para localizarla y devolvérsela, al día siguiente o dos le fue entregada, estropeada y previo pago de una cuota sustancial para satisfacer a los tenedores de su pignoración. El peaje revolucionario. Toma ya.
Otro. Cuando el ínclito, harto de las legañas propias de esa asociación perversa, y supongo que listo ya para cortarla (y a lo grande), acudió a otra persona prominente del grupo para que un cuñado suyo le hiciera unas puertas nuevas para la casa. Y aún está esperando cobrarlas. Ninguna medida fue eficaz. ¿Cómo podía serlo cuando aquella última fase subversiva (y de clase, ya digo) tuvo el don de la homogeneización social, y para entonces, con tal ceremonia de confusión entre el lumpen aburguesado y la lumpen burguesía, no se podía distinguir ya a los excluidos de antes de los nuevos filántropos?
Sirva todo esto de resumen de aquel episodio, tras el cual no se puede negar que todo el mundo acabó siendo como más… igual. ¿No?  



Del Tour al Giro y tiro porque me toca

Y el lobo de la discordancia seguía creciendo, asomando mudo sus orejicas. Pero por el ya redicho mamoneo personal (que en estos casos no olvidemos es un elemento más de la fórmula del interés compuesto), lo dejé pasar. A mí me enseñaron lo de ser bien nacido y tal, y antes de quedar mal prefería poner el carro de una buena vista gorda delante de los caballos de lo evidente.
La balanza de amistad y negocios se vence siempre con la trampa de meter el meñique para alterar el equilibrio a favor de lo que manda: el poder. Luego se hablará de rivalidad, selvática o fraternal que surge entre iguales, sean hermanos, primos o parientes lejanos, revueltos en las sagradas cosas de comer. Todo eso es literatura. Es el principio de hegemonía el que prevalece.
Una vez se alcanza un grado de entropía, contradicciones incluidas, resulta fundamental fortalecer el punto de apoyo óptimo para llevarse uno cabo adelante como sea. Y si la vulnerabilidad que ello genera al principio resulta incómoda, según se afianza, acaba siendo primordial. 
Y un día, bien andado ya el segundo mandato, dejé de verme fielmente en aquella obra más de guiñol que nunca, en la que el que se llevaba los palmetazos era un servidor. (Y eso que a esas alturas yo ya tenía asimilado que a unos se les perdona (unos mocos son sonados) lo que a otros se les repudia (y otros son sorbidos).

Paños calientes
No obstante, convencido de que mi haber era nada comparado con el debe, yo lo relativizaba todo, como quien tiene encima algo insoslayable, y me dejaba envolver por la tela de araña ponzoñosa de llevar las medias a medias, postponiendo la mejor (e inexistente) solución para ese futuro sine die que nunca llega. Hasta que a la sociedad le tocó cruzar su particular Rubicón (y no le busquen rimas, por favor).
Cercano a la edad de Cristo, pues, con el desierto alrededor y listo para la siguiente cruz del Via Crucis, aunque lejos de estarlo para el cadalso, bien avanzado el 87 y con tal porvenir encima, me reenganché a una introversión con válvula de escape en el sarcasmo abusador de crítico sarnoso, consentido por los amigos como una especie de conciencia lúcida imposible, y soportado de mala gana por mis compañeros del comité como el dedo en la llaga y penitencia por sus muchos pecados, en una situación cada vez más sentida por todos como innecesaria.


Yira, yira

Si por un lado el traslado durante esa primavera a aquella calle enferma de Comandante Molina me causó la tristeza del desguace, por otro me vino muy bien instalarme en la que había sido sala de los cursos de preparación al parto de la Universidad Popular (y algo debía de haber quedado de eso en el ambiente, que se me pegaría), con una mesa y una silla junto al ventanal, una estantería, un radiocasete para oír al Camarón y un Mac de la primera generación (no me hagan mucho caso, pero creo que fuimos los primeros en usarlos en Albacete).
A falta de algo mejor que hacer, salvo alguna publicidad y gestionar el Intercambio Bibliográfico, que era la figura administrativa parida (porque parida era) entre el interventor y yo para poder distribuir legalmente –hasta que hubiera una ordenanza fiscal específica que al final tendría que hacer yo mismo años después– los fondos de los libros que íbamos editando, empecé a pasar a limpio, por puro aburrimiento, una cosa que empezó a engordar engorrinada de rayajos y tachones hasta amenazar con ser completamente inteligible, que titulé Un caso clínico, en mi propio homenaje, y siguiendo con la sublimación literaria de mi relación con la experiencia.
La sala aquella era cojonuda. Cincuenta metros lisos, pelados, en crudo, donde acabar de perderse para hallar la verdadera dimensión de cualquier ente.
Allende el pasillo, como leones de mi Cuesta de San Jerónimo particular, estaban los otros, los de la entente cordial, o sección de semicongelados, en términos de consumo, y en base a la relación de un momento, en el que ni yo tenía ganas de falsos colegas, y a ellos les venía de perlas mi estatus de reservista iconoclasta en adobo, más que de tercero en discordia.
De todas formas, la mucha madre, los posos, los lugares comunes y las complicidades son los mejores vehículos del llevarse. Y como el retiro permitía la evasión cuando no el escapismo, el encuentro y el desencuentro, los altibajos sin orden ni concierto, el disparate  se convirtió en la forma de ejecución ideal de aquella sinfonía a la fuga. 
Y como la miembra se negase, tan empoderada ella por consentida habitual,  a ser tercerona, lo tuve que ser yo. Así que pasamos directamente a ser una sitcomedy de tríos. Otro más de ese arte tan poco estudiado por los epidemiólogos que es lo oficinesco.
 
El desvío
En resumen, una vida residual, aunque en el fondo buena para buscarse otra a partir de ella, que es lo que, al menos yo, creo que hacía: sondear segundas oportunidades. Complicado en mi caso, por tenerlo que hacer a partir de una situación que requería una madurez a la que a ratos me aproximaba y a veces esquivaba, tal vez porque las condiciones de libertad vigilada del círculo del gran hermano, sin ser propiamente negativas, añadían el dolo y el conflicto a las posibilidades que encerraba en sí misma como reto a superar lo que ya era una oclusión vital en toda regla.
La Era de la Inauguración permanente (y no solo de pantanos) 
                 proseguía, ahora con otras chaquetas, 
                  y hasta con barba, como aquí JFF cortando el cintajo.
Puede decirse por tanto que tuve suerte al seguir mi intuición y dejar que el pasar me planeara hasta vislumbrarme de nuevo en algún proyecto de jugada que yo trataría de que fuera más un color que un ful, como fue pasar definitivamente al terreno de contar lo vivido más que vivir para contarlo, teniendo la precaución, eso sí, de seguir dejándome entrever como una molestia olvidable por la empresa, para no tener que aguantarme de nuevo en mi (falsa) faceta de duro, que era como me protegía en plena huida hacía mis cosas como un simple espectador, que es más mi vocación. En resumen, me iba morigerando.
Al principio de mi largo cambio de piel (decir metamorfosis sería kafkiano), salía a menudo de la cueva para seguir dando por saco a propios y extraños (había ya nuevos diputados a quienes no conocía, a los que había que vender mi buena mala fama), meterme en algún fregado y, mayormente, incordiar, quizá para no desengañar a los que de niño me habían augurado un gran porvenir en ese campo.
Para ello contaba con la colaboración inestimable del no poco empeño sociata en descartarme para los restos, reavivado de la mano de la nueva hornada de conversos que tomaron el testigo del verdugueo. 
Así Alemán, el diputado del dinero, y antes de urbanismo, otro arte adquirido por ciencia infusa, pero que le daría muy buenos dividendos, y que, como flamante nuevo experto en todo –característico de los políticos–, para dárselas de listo o quizá para aportar su granito de veneno, metió mojada en el cochambroso ajopringue de la reorganización funcionarial, con su particular número de “Cómo armar la de Dios beneficiando a los amiguetes”, arguyendo con prepotencia despectiva que como técnico medio (yo) demasiado favor me hacían clasificándome como prescindible.
Era el colmo. Y hala, ahí estaba otra vez a meter caña, coña y cuña, para aclarar que, con todos mis respetos para los referidos, mi puesto, aunque raso y arrinconado, seguía siendo de técnico superior.
Se trataba de la nueva y más sutil indumentaria de tergiversación e intoxicación denigrantes, con que el PSOE se vestía ya para avanzar a zancadas hacia la plena democracia, para machacar a los proscritos haciéndolos aparecer como privilegiados, con consignas, tramas, socavamiento de derechos, y sepultarlos así con la muerte primero administrativa (y luego ya veríamos) al que se pusiera por el medio, con tal de eliminar resistencias. 
El tercer y cuarto mandatos socialistas iban a ser en este sentido los del asentamiento definitivo del sectarismo con rostro democrático. Solo dos muestras: 1) sus famosos decretos mordaza prohibiendo informar a la prensa o a la oposición); 2) los célebres “castigos” ejemplarizantes a los funcionarios irritantes, despojándoles de sus competencias y su trabajo, destinándolos al ostracismo, el silencio y la marginación, sin más amparo que el no poder ser separados sin más del puesto, lo que no quiere decir que no lo intentaran.
Cuando esa zanja para la fosa común de las ilusiones se ensanchó un poco más a medida que la jauría aumentaba (siempre pasa igual: cuanto más fuerte el amo, más perros le siguen), un asesor, un esbirro morillero, un pointer secretario de ayuntamiento de tercera con hambre atrasada y ganas de hacer carrera en el gabinete de presidencia a costa de pulgas ajenas, ante el ansia desmedida de castigo mostrada por sus dueños sobre mi persona, llegó a proponer para liquidar el insoluble problema de mi existencia o persistencia, no sé, administrativa, amortizar mi puesto sin más. Propuesta que tal vez tuviera su algo de globo sonda, pero que de hecho se estudió durante un tiempo, hasta ver que, de momento, era inviable, dado que su acogida entre la parte contratante, o sea los sindicatos, todavía no era unánime. ¡Bien por la diversidad!
Para entonces, aquella limpieza del corral y cuadras que era el galimatías de reforma administrativa, estaba tan avanzada, manoseada y bajo una comisión de esas que garantizan la asepsia más completa con técnicos de aluvión y rienda larga, que todo lo que cabía esperar del comité era la defensiva y todo lo más un contraataque.


... y a tomar por culo

Con la improcedencia de mi presencia como sindicalista decretada y asumida, mi fase de tal estaba lista para sentencia. Y lancé la última bengala del náufrago, un arrebato teatral por el que comuniqué, por vía del registro, para darle publicidad, sondeando así las posibles empatías que podían quedarme, que a partir de (uno cualquiera de los desaguisados atentatorios de aquellos días) ya no me consideraba sujeto a la disciplina como delegado de CC.OO, declarándome, más que independiente, fuera.   
Naturalmente, era una cagada, un golpe de efecto con sesgo de berrinche para avergonzar y llamar la atención sobre lo que era ya una ful cuesta abajo. Un toque de retreta que sonaba, por mucho que lo disimulase, a canto del cisne y entrega de banderas, antes de caer definitivamente presa del cansancio y el desaliento en aquel episodio de tedio histórico tras la nueva derrota.
También se trataba de hacer mella con la queja, la infantil amenaza de un perro más ladrador que mordedor, derrengado pero vivo, dirigida al propio bando, en busca de la última de las solidaridades, esperando también transmitir al otro lado cierto barrunte de que, como tal perro escandaloso, aún podía dar un poco más la murga, siendo mejor para todos ponerme algún puente de plata para poner terreno de por medio.
 Yo me temía que no sería factible del todo, debido al irredento afán exterminador del poder, especialmente resabiado con quien anduvo en tratos con él, y que seguirían cebándose a distancia con ese morbo gástrico de lo personal, sobre todo mientras los nuevos alacranes que fustigaban al diputado de personal contra mí (aunque él no necesitara precisamente sardinas para beber de esa agua infecta) estuviesen al cargo del régimen penitenciario, para dosificarlo y alterarlo en función de mi propia elección de los castigos y sus territorios, que fue de lo poco que ya he dicho hice medio bien hasta situarme, bien apartado, exiliado de líos, personas y quimeras, para, en plena crecida, como un Noé de trapo y sin más arca ni animalicos que guardar que mis propias carencias y mi maltrecho acervo en peligro de extinción, ir conectándome a ese otro mundo, obligado ya, de la introspección, tan esporádico como eterno para mí y al que volvía como un vientre del que resucitar. Y la ocasión pintose calva con la nueva ubicación material, susceptible de concretarse también en lo mental, que diría un dialéctico.


Camino a la reserva
Era suficiente para mí. Incluso con los ojos de los perros guardianes puestos sobre mi nuca desde las garitas.
Pero tampoco había que darle más vueltas.  A mí, aquello ya no me divertía. Sí, me entretenía ver mi imagen de perro al que no hay que pisar el rabo, y también me servía de tapadera para ir a lo mío, el estudio y la escritura en plan monástico, como terapia de salida para huir de la quema. Y lo explotaba para eso, para que el clima negativo para mí no fuese a más y para aprovecharme de la mala conciencia que mi represión podía producír todavía en los síndicos.
Con los nuevos pretorianos instalados, se evaporaba la posibilidad de pegar un palo decente por su sitio al presupuesto, penúltima estación sin parada para mi tren.
Juan de la Encarnación, ambiguo aliado fiel de Silvio como carpintero y socialista, aunque fuese un denostador despechado (característica común en incluseros) de la nueva élite de mandatarios, vino y me dijo en plan mensajero (para asegurarse todos que seguía en mi sitio) que así estaba muy bien y cuanto menos saliera de la cabullera menos peligro corría porque me tenían “embanastado” (sic). 
La cosa, pues, estaba en un ten con ten de malas composturas y presión controlada, mientras me guardaba una carta en la manga como último recurso. Y cuando, acabándose ya la partida, me lo pusieron en bandeja de plata.
 Desde el principio de la larga negociación ninguno de los tres o cuatro que teníamos el punto cantamos, por lo que pudiera pasar (y pasó). Y tengo que decir que ninguno de los que se embolsaron un dinero ganso a mi costa aún no lo han agradecido ni con un café.
La jugada se llamaba Dedicación Exclusiva, concepto retributivo que Manolo Vergara se empeñó en poner a modo de argolla en las bases de convocatoria de la plaza, para tenernos bien sujetos, y que si la traigo aquí es para reflejar una vez más cómo el cepo, el candado más artero muchas veces se convierte en la llave de pequeñas libertades importantes.
Mi estrategia se basaba en aquel comodín. Y en dejar que se materializase la “normalización de la nueva catalogación de puestos de trabajo” sin que nadie se percatase de mi arma secreta, para lo cual bastó con hacer algo de ruido y polvo para disimular mientras quedaba aherrojado en la madriguera. Y cuando creyeron que aquello ya me había hecho mella dándome por vencido, saqué mi carta.
Hice mis cuentas, desconté del mercado de futuros lo que en términos laborales y retributivos, nunca desdeñables en un asalariado, entonces en plena hipoteca, me iban a costar mis atrevimientos, habida cuenta de que los verdugos tenían que dar una lección severa y lo único que podía contrarrestarla era el complejo de culpa de mis representantes. 
Barajé pues, cómo aprovechar el posible error que finalmente cometerían de no rematar la faena cuando al final llevaron a cabo su primera y última venganza, la salarial, dejándome sin caramelos, por malo. Y eso fue lo que me valió.
La humillación había sido tan grande y tan diseminados sus efectos, y cundido tanto el desconcierto, que era la imagen misma de lo irrecuperable. 
Con el gesto soliviantado y aplastado por la desolación (yo le echo un morro que no veas), entre la falsa o verdadera pena amiga de algunos que me habían acompañado hasta allí, impotentes ante la injusticia renovada, me fui a los tribunales, les saqué los cuartos por lo de la dedicación exclusiva, asegurándome así un sueldo incluso superior al de más de un bienhallado del nuevo régimen, y con la recaudación, lo bastante productiva como para soportar lo que sería mi primera prejubilación a mis treinta y cinco, emprendí el cansino derrotero del elefante hacia su cementerio, reservándome la última risa para mí después del pleito. Y he de decir que gocé sin ningún dolor de verlos cavilar.
 Por fin había conseguido algo verosímil, algo absolutamente creíble, algo más que un triste triturado inservible ni para comida para perros. Quiero decir aparte de las amistades peligrosas que conseguí mantener como observador criticista con la vieja ralea cada vez más descafeinada, a la que ya consideraba más bien vil por su entreguismo encubierto al nuevo régimen de embutidos. Y por lo que me iba en ello, jamás volví a abrazar fehacientemente causa alguna, practicando con todas una disidencia de librepensaduría propia de tienda de coloniales y ultramarinos.
La catarsis extrema que había supuesto tantas veces para mí hacer de ofrenda en el altar del sacrificio, por decirlo en términos hiperbólicos y hasta bíblicos, me había curado, limpiado de gaitas para siempre, y en adelante siempre me acercaría a su materia con tanta distancia detectivesca y escepticismo soberano como podía arromanar, desconfiando hasta del cristal de la lupa con que miraba.
Por lo demás, fue revivificante apartarme de esa liga (que con el tiempo sería hanseática) utilizada para cazar colorines incautos que es la política, esa bolsa donde si no tienes las ambiciones claras y el instinto asesino de un delantero centro, eres comida para piscívoros.
Y como si a algo le tenía tomada la medida era a mi pequeño ámbito laboral, tan familiar y agridulce, con sus buenos malos amigos y todo a mi disposición y tan cerca como una buena guerra civil argumental –por algo dijo Dostoievsky en El jugador, que “al hombre le agrada ver a su mejor amigo humillado ante él, en la humillación se basa principalmente la amistad; es una verdad vieja que conocen todos los hombres inteligentes”, ¿no?–, me refugié, como debe ser, en mi pequeño infierno a la medida, para pasar nuestros buenos malos ratos tanteándonos el flanco a base de risitas, juegos de palabras y sobreentendidos, y por supuesto en toda aquella libertad sitiada por la escoria del abandono a mi suerte, que me permitía (a falta de chicha, buena era la sopa… de letras) seguir ahondando en la niebla de la vida por la senda ya elegida, qué remedio, de pasarla por la piedra del papel, o ese papel a la piedra que es el ordenador, el bienhallado asistente, enfrascado ya en digerir aquellos quince años de búsquedas, o, si no podía, vomitarlo.
Y eso fue lo que hice. Meterme los dedos para descomerme de aquellos dos lustros entre el rojo y la nada. Y cuando alguna vomitona que sacaba a relucir desde la entraña el excremento de aquel largo pasaje grouchodantesco, que me había tocado visitar en sus tres estadios del más allá, vi que era bien calificada y festejada, vi también que al fin había hallado la forma de sublimarlo todo sin pasiones baratas como el odio o el rencor, el enfrentamiento inaplazable o la tristeza.
Y entendí que por fin podía pasar definitivamente página a una época pasada por la piedra de la política como el aglutinante, engrudo moral, guillotina y medio de expresión que creo que fue el de buena parte de una generación desde su eclosión hasta que su detritus consiguió repelernos a algunos y rebozar a otros hasta el cuello. Una época que, al margen del grupo de pertenencia en que cada uno se sienta, parece innegable que por habernos pillado con todo más o menos en su sitio, sería, más que una putada, la puta de cuyas purgaciones recordaría siempre como la vida misma.














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