martes, 5 de septiembre de 2017

Todos morimos antes o sin guión

El gran público está cada día más de acuerdo con Benjamin, sin haber oído hablar siquiera de él (de ahí su importancia), en que el arte hace tiempo que se extinguió. Se asiste a él pero no existe. Así, nadie se atreve a dictaminar si el cine es un arte, una industria, un cachondeo, un putiferio u otra magia. Ni siquiera el autor, que tan atrevido escupió su teoría en plena edad de oro del así llamado séptimo arte, por ser precisamente éste el paradigma de su negación, al basarse en la copia. Lo que en dialéctica es la negación de la negación, o sea su afirmación. Y con lo cual se armaría tal taco (como nosotros), que más bien lo dejó, antes de que le diera un yuyu.
Pero el caso es que desde entonces existe la sensación de que es algo extinto, como el flamenco o los toros, otros grandes artes como la vida misma, convertidos ya en realidad en parodias de sí mismos, como la vida misma, que no cuadran.
A falta de otra cosa y en vista de su frágil perdurabilidad, se ha ido imponiendo lo efímero como su medida y máxima manifestación del arte, sobre todo si lo que expones es la vida misma. José Tomás lo ha expresado muy bien: el triunfo sin riesgo no es triunfo. ¿Qué arte es aquel en que no te juegas la vida aunque sea por un instante?
Es dudoso, por tanto, considerar arte una performance callejera (aunque te pueda atropellar un camión o los antidisturbios) o un montaje al uso, por heroico que sea meterse bajo estructuras y tinglados capaces de aplastar a un mamut. Si bien la cocina, ese otro arte moderno, el más efímero y que más llena, mira por donde, pueda valer, por lo arriesgado, y ser el único por el que morir antes de tiempo. Aunque no dejan de ser dudosas muestras del arte cometa, cuyo ser es la palidez de su reflejo, como esos asteroides sucedidos en el pasado cuya imagen fugaz vemos ahora.

El problema quizás esté pues, en la vida, donde ya no hay arte. Quizá por no haber ya guiones. Andamos por ella sin ellos, dando vueltas siempre al mismo argumento. De ahí el eclipse del cine, o del flamenco. Azcona, aquel soñador diurno y hombre peligroso por actuar sobre sus sueños con los ojos abiertos para hacerlos realidad, lo decía muy claro: él cogía de la vida sus historias. La vida era el negro, no él, que en todo caso era un negro de la vida. A la cual dejó huérfana de guionista, para sumarse a la huelga salvaje de guiones que, no ahora sino desde hace lustros, ilustra la vaciedad del cine, muerto, como él mismo o como el arte, antes, y cada vez más como la vida misma.

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