sábado, 2 de septiembre de 2017

El arroz

Hace tiempo que al encontrarme con alguien, lo primero en preguntarme no es por mi salud, que sería lo suyo, pues todos estamos fatal, sino, primero (y con cierta esperanza), que si estoy de vacaciones, y al decir que no, y aumentado el recelo, que si me he jubilado, y de seguido, sin darme tiempo a responder, y ya con ansiedad, si ya tengo nietos. 
Así, como si fuera un virus todavía activo difícil de erradicar, como si de un ébola calvo se tratase, que entiendo puede suscitar cierta preocupación, pero no el alarmismo que observo luego, una vez salta a la cara, porque alguien como yo pueda reproducirse y tener descendencia, una alerta que aunque no deje de ser infundada, la verdad, la veo exagerada. 
¿Abuelo llevando a hombros, todavía, a su nieto?
Además de inútil, porque si lo primero, lo de quitarme de en medio, está en mi mano, de lo segundo, las correrías de mis genes, ya me guardaré, pues yo, por mucho que me achuchen con que se me está pasando el arroz, que si no voy a disfrutar de esas alimañas a las que se les quiere más que a los hijos, y tal y tal, jamais de la vie se me ocurrirá incitar a nadie, y menos a gente parecida a mí, par que traigan al mundo a un futuro votante. Y más con lo del “nosotras decidimos”. 
Porque a un tío lo puedes mediatizar, incluso a palos, para que compre algo por ahí o se agencie un ovario de alquiler, y no pasa nada. Solucionado. Pero tú le pides a una tía un hijo, aunque sea suyo (y aunque en realidad luego sea para ti), y es que te ponen a parir. Claro, hasta que se les mete a ellas en la cabeza –que ahí es donde se gestan esas cosas–. Y entonces ya no hay quién. 
Y es que las mujeres son muy influenciables, y claro, se quedan preñadas. Es pura presión social (bueno, y pélvica, si se recurre al procedimiento natural). Y sugestionadas como están por todo lo que ven y oyen en los cibercafés, las playas o en las gimnasios, acaban echando de menos incluso lo que nunca han tenido, ese absurdo muy de la época y llevado al ridículo máximo por tantos y tantos hombres (tenía que ser) en edad de merecer, nietos, se supone, que se sienten culpables de no ser abuelos, pequeños patriarcas aunque sea de nieto único. 
A pique de darles un trauma. Que es lo que tiene el entorno, y su hostigamiento para emparejar, casar –“eres bonita y no te has casao, alguna falta te han encontrao”, dice la copla– y amadrantar a la mujer… y a sus progenitores. Para realizarse, dicen, aunque a veces sea más para paliar la frustración paterna, cuyo cómplice y gran ayuda no es la psiquiatría, como cabría pensar, sino la traición biológica femenina, esa que en un momento dado toca a maternidad como quien toca a generala, o a zafarrancho de matriz, y te jode, o viceversa. 
Porque la maternidad es otra técnica de autoconstrucción como individuos normalizados, que, como el sexo y otras, quizá habría que desmontar, aprender a que no nos pre ni ocupe ni mucho menos nos enajene, y sobre todo a verlas como algo contingente y no depender de ellas –y menos esa neurosis de tener mono por algo que solo es un deseo–. 
La putada es que, con el sexo el tiempo se torna un aliado para aprender a pasar de él y reírte, y con lo del arroz es simplemente su peor enemigo, pudiéndote hacer llorar hasta agriarlo. Y por ende a quienes, aunque ya sean mayorcitos (o quizás por ello) sus mernguantes expectativas consistan en apostar casi exclusivamente a ello. 
Decidir pues, ser un arroz pasado y tan felices, como hacen ya prácticamente un tercio de mujeres, no es fácil. Pero es su opción. Y, con lo que está cayendo, no diría yo que la peor. Y a los padres, sintiéndolo mucho, que los zurzan.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario