jueves, 14 de septiembre de 2017

Identidad


No hay que irse muy largo, o lejos, como se dice por ahí, para que, al preguntarte de dónde eres, y decirle que de aquí, lo primero que te responde, alborozado, cuando no melancólico, es “ah, la Feria”, para, a continuación situarte en Alicante, Murcia o Valencia. Así que lo de nuestra ubicación es una guerra perdida, y la pertinacia consistorial de los embajadores para mapear la ciudad, innecesaria. 
En todo caso lo contrario: señalar la Feria en Albacete, que es donde ocurre y muy poca gente, incluso la que viene, sabe, bien por razones etílicas, no irles el gps o ser hijos de la Logse. Aunque eso iría contra su verdadero espíritu, que consiste precisamente en una reunión abierta de carácter cósmico en medio de la nada, o llanura, como respuesta atávica de la grey que es la diáspora universal de desheredados de los dioses, y no como respuesta a un pregón, sino de la llamada interior que por las fechas en que todo se acaba –llámese verano– renueva sus votos por la penúltima búsqueda de la felicidad de la temporada. 
De todo lo cual la Feria se ha establecido como meta ideal, y sin importar mucho donde éste o de donde se proceda, su celebración se convierte en la identidad misma de todos. Y el origen, el orgullo identitario, la raza, incluso, lo exclusivo y excluyente, eso que tanto se lleva del pedigrí, con más valor cuantas por más generaciones sea, lo de la pertenencia, se queda en nada frente al nomadismo de la vida vista como una deriva errante y el lugar de tu asiento como un asidero temporal al que agarrarse para coger aire, que es lo que resucita en cuanto que aparece septiembre. 
Y es como una tormenta de anomia; el orgullo de no ser de ningún sitio, salvo de un espacio y durante un tiempo nimio, ese centro del mundo de diez días, y los otros 355 solo el limbo preparatorio de esa decena de oro que da vida. La fiesta como la única certeza, ocurra donde ocurra, y oídos incluso sus disidentes más esnobs que la huyen a la que se consideran un algo de clase media, o de los que les repele su parada colosal bakalaera de botellón, vaso y tente tieso, su amenaza de disolución genética y su suplantación por la litrona como paradigma quizás de nosotros y de la vida misma. 
Un tiempo y un lugar donde nada es paisaje y todo es paisanaje, el del mundo y la puta calle, y por no caber, no cabe ni el Estatuto de los Trabajadores. Donde no somos nadie, gracias a Dios.

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