viernes, 29 de marzo de 2019

Jehová en la puta mili


Ya un día a Jehová se le hincharon las aguaeras, y con el gorro lleno de guijas, atronando el firmamento, se postuló por lo pobre diciendo “estoy hasta el mismísimo Verbo de esos militronchos”, y se dispuso a pegarle un repaso al estamento.
Pero como es un infeliz no le cupo más desocupo que hacerse visible caracterizado como uno de sus testigos, quizá en nostalgia de cuando él mismo era desvariado, vara y un tanto égloga, además de ditirámbico, o tal vez por apoyar a sus más humildes testaferros terrestres, vaya usted a saber.
Cuando fue a tallarse, como el personal era civil no quiso incomodar demasiado, pero aún así dejó su sello comentando, allí mismo, después de verificar su uno setenta, que “yo soy más Altísimo de lo que aparento, no crean”, entre misterioso, suficiente y ruborizado por no haber tenido la picardía de elegir un cuerpo humano de una quinta más moderna.
Al darle el petate, cuando lo rechazó a modo de indirecta, diciendo mosqueante que “Dios provee de todo, ¿no vuelan los pájaros y...?”, y el sargento de turno le cortó sardónico “oye, pájaro, ¿y el papel higiénico dónde lo vas a meter?”, ya vio que no cabrían sutilezas en ciertos meollos, de modo que al incorporarse a filas echó todo el forro en las parrillas y alegó: “Oiga, yo soy testigo de mí mismo, ¿vale?” , echándose para atrás pues esperaba recibir un toque de distinción de la milicia, visto lo visto en ella durante milenios, y qué menos tras una eternidad de prórrogas, no dudando, como todos los presentes allí, que lo merecía.
Pero nada. Y por respuesta obtuvo un grito omiso de “¡otro quinto!”, lo cual le hizo pensar (tontamente)  que se trataba  de un militar alcoholeta y se apiadó de él. Total, que lo rebajaron de servicio de armas y lo mandaron a Destinos, con un papel que decía “Evacuar consultas”.
Ya estaba relamiéndose la pepitilla pensando que sus insinuaciones –tampoco era cosa de descubrirse en la Tierra a la primera, con el precedente de su Hijo en el recuerdo– habían tenido éxito y lo enviaban a algún sitio a guiar y buscar la mejor vida a los incautos que allí habían caído, sorprendiéndose de que la encomienda consistiera en ‘dejar las letrinas para comer hostias benditas’, cabo primera textual, pudiendo comprobar in situ los resultados de la dieta mediterránea militar.
Así que viendo que allí no podría ayudar con plenitud a su pueblo, y aprovechando que en relación con unas revistas pornográficas, material divulgativo militar de segunda y tercera mano, se le escapara lo de “las cuestiones de la carne me son indefinidas”, lo metieron de ordenanza del bar de oficiales que es sabido no pueden ostentar camareras de mandil por aquello de la discriminación positiva, y ya se quedó con lo de ‘Jehovón’ el resto de la mili, pensando, como todos los de su género, que los centuriones andan más necesitados, por ser más perdularios aunque parte también, empero, del rebaño.
Y no iba muy descaminado, entre otras cosas porque Jehová lo sabe todo y, siendo omnisciente, no veas qué canapés y bocadicos de cabellico y tocino de cielo preparaba; todo, por sacarlos de aquel infierno de lascivia y beborreo. Y fíjate si lo tenían a piquico de rollo, que algún capitán al que aún no había podido quitar de los senderos del mal, en el desenfreno de la barra semilibre a veces se equivocaba y lo tentaba, o sea, a muy diversos piscolabis.
Pero siempre los perdonaba porque ellos no sabían quién era él y mucho menos lo que hacían en la cantina a esas horas, sin faldas y a lo loco. Hasta que un día les dieron morcilla, más que nada por fastidiarlo a él, por pura blasfemia. Y entonces, aunque le gustaba pero como iba de testigo de sí y no podía, se plantó, viendo claro entonces el enjuague en que se había ido metiendo de inservicio a la ciudadanía, y se dijo “ahora es la mía” y se declaró insumiso postjudice. Y aquello fue el escachufle.
Perdidas la pureza entre la oficialidad y la credibilidad entre la tropa, él, que había bajado a echar una mano por las libertades, acabó aburrido de tanta atención y camaradería de los opresores y tanta incomprensión y menosprecio de los oprimidos, volviéndose a su Reino meditabundo y más testigo de sí mismo que nunca, declarando: “Yo creé el mundo, no la sociedad”. Que es por lo que no se puede delegar en otros la insumisión de cada uno. O, en otra retórica, “confía en Dios y no corras”.

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