lunes, 15 de abril de 2019

El pathos


La Semana Santa mal llamada española, puesto que es castellana, no por desteñida deja de ser la expresión más clamorosa de la relación de este país con el género negro.
Desde las Danzas Macabras a Felipe II; de Trento a la Inquisición, nuestros cielos claros derramaron tal textura de nublo, y a partir del barroco tardío el negror más acrisolado ha estado reinando por aquí hasta el punto de haber elevado a Goya como pintor más nuestro y tener como símbolo a un toro como el tizón y la debacle como honras. 
Y quizá por estar demasiado involucrados en el martirio y más decididos a vivir lo negro que a escribirlo, para lo cual hace falta distancia, fuese por lo que aquí no existió literatura negra hasta hace dos días.
Por eso, y al ser el género negro el equivalente actual a aquella novela de caballería que Cervantes dinamitó con una parodia más fuerte que la vida y big-bang de la novela moderna, algo así haría falta en ese género de géneros para revitalizar la novelística. Algo que no pienso que sea muy factible en español, pues aunque aparentemente llevemos muchas papeletas, desde los noventayochistas estamos empeñados en repudiar toda esa tradición de bilis espesa (aunque ella no acabe de abandonarnos a nosotros) y en vestirla de colorines de progreso formal, desangrando a través de esa frivolidad toda una herencia de cuajarones, y haciendo desaparecer así eso tan borrascoso y demencial llamado pathos, que es la gasolina del arte.
Es lo mismo que pasa con la Semana Santa, que de celebración palmera, judía, adusta y ácima pasó, mediante la teatralización barroca y el tremendismo posterior (y una repostería del copón), a ser la colectivización más excelsa del tormento y el éxtasis y el auto de fe más fantasmagórico y oscuro, que de niños llorábamos la primera vez a su paso de atrezzo con capuchones al más puro estilo de cadalso, de cíngulo y manola y pies ensangrentados.
Luego vinieron los caramelos, los carteles grana y oro pagados por las diputaciones, la miel sobre hojuelas del turismo, y toda esa estética se deshizo como un lifting demasiado cerca del fuego de esta modernidad que, cual Dolorosa banal y de pega, celebra una Semana Santa de casa rural. Una Pascua con putas y borrachos, porque ya no hace falta contrición ni penitencia para alcanzar el perdón, que se da por anticipado junto con los vales descuento del híper.
Una Semana Santa que aunque resulte patética, le falta la h.

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