miércoles, 14 de agosto de 2019

Clásicos


Se dice que para que las cosas existan, hay que nombrarlas. Y que basta con no mentarlas para enterrarlas. Lo cual, pese a ser un idealismo platoniano, su camino lleva. Y aunque más bien sea al revés –primero desaparece la cosa y luego se la olvida–, el olvido, abandono y distancia vuelven antes extrañas nuestras cosas y hasta nosotros mismos. 
Y más si otras maneras de nombrar, otros lenguajes más bien ajenos sustituyen a ese nexo de unión con nuestros propios referentes. Que es lo que está pasando con nuestra cultura, y más concretamente con nuestros clásicos, sobre los cuales la última plaga que pesa es el anuncio de que sus obras sean debidamente depuradas de todo rastro de machismo, hegemonismo hetero, patriarcalismo ruin y demás vainas del día. Todo ello comprobable desde el Arcipreste a Unamuno. Solo que ese no es el asunto. 
No es la primera vez que estamos ante la “necesidad histórica” de revisar las letras para hacerlas más actuales y sostenibles culturalmente, que no sé si se referirá a quitarles páginas. Y siempre el lenguaje es el pagano. Un lenguaje, el castellano, que apenas si conoce la mitad de la población, y la otra media no practica. Y del antiguo, ni hablemos. 
Lo cual favorece a esas iniciativas que, o bien lo podan para hacerlo más accesible –por simple y pobre–, o para que no chirríe a las ideologías más de moda, como el feminismo, que sirve muy bien como excusa (¿a quién?). Y se presenta como una ventaja, cuando la modificación de esas obras, la alteración de su lenguaje y su desvirtuado no son sino formas de censura para hacerlas desaparecer y convertirlas en otras. Simple represión histórica. Y no es la primera vez. 
Sócrates o Platón, que no escribieron nada, han pasado a nosotros por filtros similares, y hoy no hay quién sepa qué dijeron en realidad estos hombres –si lo fueron, pues igual eran mujeres y hubieron de optar por esa identidad–. Y otros como Aristóteles, fueron sepultados durante siglos hasta que salieron a la luz, “debidamente tratados” por la censura de la época, tal y como ilustra Eco en El nombre de la rosa. ¿Tendrán los nuestros tanta suerte?

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