martes, 6 de abril de 2021

Alicia en el país de las criadillas

 Cuando Alicia Roca llegó a su Juicio Final, aquello estaba hecho unos zorros. Un bedel joven con un pendiente, sacado de la lectura de Suetonio, le abrió la puerta y le franqueó el paso aburrido de vulgaridad.

– ¡Pasa, pasa, Alicia, estás en tu casa, sin miedo, que esto nos lo mamamos en un santiamén!

La mujer que así la recibía, lustre de alabastro y belleza pálida de sedal, saltó sabaneando su túnica vainilla desde una de las diminutas sillas de la estancia infantil y se plantó ante ella abrazándola y soltándole dos besos, sin dejar de hablar:

– ¡Qué monada de chica! Déjame que te vea... Hum, buena alimentación ahora allá abajo, y no como en mis tiempos. Una pena lo tuyo, pero ya verás que aquí tampoco se está tan mal. Nos lo vamos a montar teta...¡ y tú, humo!

El ordenanza masticó algo, asqueó la boca y masculló, “Mujeres... Estamos apañados. Ah, si yo volviera a morir...”. Y se fue.

– Mira, éste es Gabriel, mi segundo –se volvió para presentarle a uno algo huevazos en el que Alicia casi ni se fijó, tomando nota en cambio del moño trenzado trampeado con redecilla de percal azur de María–. No sabes la potra que tienes. Si llegas a venir hace unos siglos, la habías cagado, tía, porque yo aquí sola toreando con todo el equipo machuno, ya me contarás. Menos mal que pudimos rescatar a éste del ostracismo y meterlo de ayudante. Le dicen de todo, pero él pasa –proseguía jovial, llena de savia, causando pasmo en la recién llegada–. Pero niña, mueve, que estos nos la meten en cuanto nos descuidemos. Bueno, éste no, éste es de confianza. Aunque no creas que tenemos tantos, el Roque, el Sebas y pare usted... Pero nos vamos haciendo con un buen plantel de apoyo con los que van llegando, sobre todo mujeres. Los tenemos bien puestos, no creas. Bueno, y en tu caso, se van a enterar. Si ellos quieren ejemplificar, nosotras, no veas...

– ¿Nosotras?

Inquirió ya algo embarazoso San Gabriel, por alusiones y vocabulario.

– Bueno, es un decir. No te mosquees. Y tú estate al loro, querida. Haz un poquitín de martirio, pero sin histrionismo, y el resto me lo dejas a mí, que el Perico este hoy se entera...

– ¡Pero María...!

- Es que me tiene... ¡Es un cáustico...! Ya lo verás.

– Querrás decir casuístico...

– ¡Quiero decir lo que me salga de...! Bueno, vamos a dejarlo. Y tú hazme caso, que éste, muy buena persona pero los cromosomas son los cromosomas. Una cosa que en el cielo..., pero ya ves tú, aquí, también. Nosotras, a lo nuestro, porque lo que te han hecho, eso no tiene nombre. Y en último caso, podemos recurrir, que ya sabes lo tontos que son ellos con eso de que una madre siempre es una madre...

La interrumpió una breve llamada  a la puerta. Dio un suave codazo al bazo de Alicia y le hizo un gesto de “ojo”. Y un viejo robusto, casi cuadrado, algo cárnico, mediano, entrecano y barbudo y con fraudulenta pinta cansada, pasó como sin controlar, masajeándose el estómago, con un palillo en la boca y una queja de acidez en su cara. Siguió de frente, subió a la tarima con un gruñido y se sentó a la mesa sin hacer puñetero caso de los presentes.

La inquieta Alicia agravó el ánimo, pero María le hizo señas de que ni caso, entreteniendo el nervio en el habitáculo, lleno de mapas, dibujos y trabajos de plastilina, y aquellos atlas del aparato urinario colgados de la pared. María le cuchicheó:

– Fíjate, lleva un fideo en la barba.

San Pedro floreaba los papeles de la mesa, fregándose los escozores del buche queriendo hacer emerger la rescoldina entre amagos de agrior, levantó agreste las cejas y, después de mirar arisco a María, se dirigió a Gabriel:

– ¿Bicarbonato?

San Gabriel añadió tensión a su torpeza natural, demudado ante la petición imposible de satisfacer, bien que hubiera querido, y se disculpó por ello, siendo repudiado de mirada por su jefa. Pero él llevaba su marcha, pues el escalafón de la eternidad era casi imposible de remover si no es así. Un carraspeo rebajó la tensión. Y después el formalismo:

– Póngase en pie la acusada.


La abogada, dispuesta como iba a soltar toda la bombería, respondió con toda su soflama judeocristiana:

– La acusada se encuentra ya levantada. Si su señoría prefiere que levite, no tiene más que decirlo.

San Pedro, al percatarse del gambazo y del plan en que venía la vista, conociéndola, hurañeó la pose y adquirió una ofendida suficiencia:

– Se ruega guardar un tono verbal acorde con la vista y lugar.

Y se ve que con el amago de empoderamiento, le salió el eructo. San Gabriel acudió presto a felicitarlo por ello: 

– Que aproveche. 

A lo que, con cierta insatisfacción gasógena, el juez le cortó, hosco:

– ¿Usted también, Gabi? Y yo que le tenía por reformado...

– Con la venía, su señoría, nada de veladas amenazas de represalia esta vez. Cada uno en su sitio.

– ¿Y Dios en el de todos? Que él nos pille confesados.

Siguió el juez con sorna por el posible tráfico de influencias mariano. Pero ésta no se dejó intimidar:

– Pues eso mismo. Y si no, haber sido hembra. 

El juez se encendió como una lechuga de mayo, pero tuvo que apagarse solo y, con la hora a cuestas, pasó a la cuestión:

– En primer lugar quiero pedir disculpas a la acusada por realizar este juicio en una escuela. Pero, como ya sabe la defensa –ésta hizo un gesto burlón antimachista–, la Audiencia Celestial está en obras este verano, por lo que provisionalmente ocupamos estas instalaciones, que espero la acusada no encuentre demasiado inconfortables, pues es nuestro deseo que hasta que no se demuestre la culpabilidad, ningún alma pase demasiado calor...

– ¡Protesto, procedimiento insidioso!

– Ruego se calme la defensa. Yo sólo estaba presentando excusas –podía advertirse cierto tono de recontra del juez–. Además, usted se ha quejado multitud de veces de la falta de aire acondicionado...

– Natural. Y que conste que no se ha puesto ni uno provisional debido a la cistitis de su señoría. Por cierto, ¿cómo está hoy?

El juez se removió en el asiento con iracundia para la risueña eterna paridora de claridades y farfulló con prisa:

– Pasemos a los hechos. ¿Parece bien que vaya leyendo los antecedentes que obran en el memorándum de Atestados e Informes Divinos?

María suspiró. Miró con paciencia a Gabriel, que le hizo un gesto de blanda complicidad, y asintió con la cabeza, presionando con su mano el brazo de Alicia, apabullada por la gravedad de su situación.

– “Alicia Roca, treinta y dos –el juez curioseó sobre ella para comprobar ciertos extremos, por encima de las pestañas–, sus labores...

– ¡Protesto! Eso es tendencioso y sexista. Discriminatorio y por tanto inductor a dictamen. 

San Pedro la miró avieso. Pero no tuvo más remedio que arriar.

– Se admite. ¿Puedo seguir?... ¿ya?... ”casada siete años con José Rodríguez, de conducta intachable...

– Perdón, señoría, pero, ¿quién?...

San Pedro hizo un silencio inexpresivo y después aclaró triunfante:

– La acusada, naturalmente. ¿Le parece bien? –La otra amainó, contrariada, y él siguió con una sonrisa–: Admitida a trámite a las 21,27 h. de ayer, después de colisionar frontalmente con un árbol –aquello suscitó su interés-, ¿en una carretera comarcal? ¿hace mucho que tenía usted el carné?

– ¡Protesto!

– ¡No se admite! Se trata de una simple pregunta del sumario.

– ¡Ya! ¡Será del restario!

San Gabriel, más moderado y más procurador, pidió tímidamente a María algo de calma. El juez prosiguió:

– La acusada declaró que el accidente se debió a un despiste y no a excitación alguna. Al parecer, según dice aquí, iba oyendo a Leonard Cohen, y se la pegó, ¿no es cierto?

Ruborosa, casi avergonzada, Alicia bajó la cabeza. San Pedro, comprensivo, puso bailongos los ojillos y abandonó los papeles:

– Recuerdo yo que según se bajaba para Jericó, en la posada de Los  Cinamomos creo que era –ensoñaba, divulgando su mirada inerte; la Virgen empinó la suya voraz al techo falto de una mano de pintura, de brazos cruzados–..., había unas hetairas, que cantaban lo de...

– ¡Con la venia!, eso es colateral con lo que aquí se juzga. Y no imparcial, por tanto. Además de senil.

Estalló aún entera, apenas contenida. Su señoría, contuso, volvió al texto, entre un áspero balbuceo de “muriendo y aprendiendo, qué muermo de tía”, instantáneamente contestado:

– ¿Cómo dice su señoría?

– No, nada. Que prosigo. Según los informes aportados por Informes y Atestados Celestiales, todo comenzó ayer, Día de la Madre, en la casa de ambos, mientras se preparaban para asistir a la casa de la suegra.

– Señoría, por favor, ¿la suegra de quién? Es que los de Informes se las traen...

Pidió la defensa, algo irritada ya y un poco lívida por la tensión.

– La suegra de él, por supuesto. ¿Es que hay algún otro tipo de suegra? –mordaz– Claro, como la defensa nunca llegó a disfrutar de ese estado...

– ¡Pro-tes-to! Eso es alevosía. Y degradante. Y si su señoría no abandona el tono sexista y rastrero, la defensa pedirá su relevo. La justicia no tiene la culpa de su gastritis ni la artritis del Tiberiades. Usted mismo.

El temblor acudió a Gabriel. Un sudor digestivo a Pedro y Alicia se veía ya haciendo de chisquero para tanto combustible. Pero el juez eterno no dijo nada, sopesó lo caldeado de la iniciativa y siguió sin rechistar:

– “Mientras se ponían de picos pardos –leo, eh–, se suscitaron cuestiones varias, como por ejemplo que la acusada no accediera a ponerse determinado sujetador: 

“– Si te crees que me voy a poner el modelo Galicia ese, vas listo. Ya sabes que me viene grande y lo compraste sólo como indirecta.

– Y yo que creía que sobre bustos no había nada escrito.

– Has visto tú muchas pelis.



– Sí, de la meto, golduin y mayer

– Asqueroso salido.

Dijo ella metiéndose en el aseo, siguiéndola él con la voz:

– ¡La fábrica de sueños, nena, un respeto. El alimento de los dioses.

– ¡Tú no alimentas de sueños más que tu bragueta!.

Él, en calzoncillos, se sintió algo agraviado: 

– Pues mira lo que te digo, que si el hombre son sus sueños, la mujer son sus fantasías, ¡y yo no necesito de eso, lo dice la ciencia el homo es erectus, por naturaleza, jejé...

– Eres la capilla sixtina del mal gusto, querido.

Se le sintió a ella, triste. Hubo un ligero impás, y no por admitir él los cargos, sino por buscar dónde acomodarse para instalar sus morteros:

– Pues bien que te gusta cuando se pone a punto de nieve.

Dijo ladino, y en seguida, la respuesta: 

– Ahora dime lo del clave bien temperado...

– Puesss, no; en estos momentos podría hablarse de una cierta sonrisa... colgante.

Dijo él sin cejo, satírico. La respuesta le vino cansada, sin muchas ganas: 

– Como quieras, los hombres siempre vais cagados de razón.

– No, que somos buena gente. O, por lo menos, imprescindible.

– Sí. Yo lo que no sé es cómo siendo los mejores podéis ser tan buenos’. 

Ahí se le notaron más estudios que a él, porque lo contuvo un instante. Pero sólo uno: 

– Cada uno es como es y yo, lo que soy, lo debo a la inquina de mis enemigos y a la envidia de mis amigos.

Dijo él distraídamente desde la cama, hurgándose entre los dedos de los pies, cuando ella salió, recrudecida su expresión de hastío al cuadrado: 

– Eres un auténtico cerdo.

Y se empezó a mirar en el espejo del armario. El sólo levantó la cabeza: 

– Pero un cerdo agridulce, espero.

Sarcástico, reprochándole su gusto por los ‘chinos. Ella le remiró la operación, asqueada, dejando caer con todo el aplomo de que fue capaz, antes de dejar la alcoba:

– Un cerdo. Sólo que con cinco uñas en los pies.

 Él quedó pensativo con una expresión fluctuando de jocosa a boba, para decirse, esta vez para sí: ’Lo que no logra el amor humano lo hace posible el odio.’ Y siguió con sus dedos.

San Pedro hizo una parada que la defensa aprovechó para meter baza:

– Bueno, está claro: una hartura de vida con sufrimiento y maltrato psicológico incluidos fuera de toda duda.

– ¿Por parte de quién? Yo hasta ahora sólo veo un matrimonio finisecular –inmutable el juez–... y muy leído, la verdad.   

– ¿Quién? Será mi cliente, porque lo que es ése, formación profesional y gracias. Un aprovechado, un chu...

Se cortó ante la mirada expectante ya engatillada de San Pedro y el pisotón propinado por San Gabriel, colorado de conocerla. El juez sonrió gratificado y se dirigió dulzón ahora a la aturdida Alicia que, para eso, se había quedado en la tierra:

– ¿La acusada mantendrá a la defensa, o prefiere una recusación?

María, ya de uñas y con un matiz siniestro en su arbolada frente, se arrancó traspellada de equidad, pero el brazo de Gabriel la sujetó y fue éste el que habló, contemporizando:

– Su señoría excusará esta intemperancia, rogando no conste en acta. No es nuestra intención naturalizar aquí los vicios terrenales.

El divino juez, mostrándose odiosamente generoso, aceptó la súplica:

– ¿Entonces, podemos continuar?

María, viéndole su sonrisita, apretó los labios y con las manos recogidas en la espalda, masculló al procurador:

– ¡Otra vez si te vamos a sacar del ostracismo!

San Pedro, duro de una oreja pero en preaviso por el murmullo, malpensando como todos los sordos, advirtió:

– Ruego que lo que se diga, sea en voz alta, para que se entere la sala.

La intercesora universal volvió a las andadas, rebotada, lanzó sus palabras, “Sí, para que tú te enteres, so chismoso. Como todos los viejos”, donde San Pedro no pudiera alcanzarlas, teniendo que volver cicatero a los papeles, no sin antes amenazar de visu al Gabriel, murmurando a su vez, “faldicas...”.

– Bien..., dice aquí, ehhh, sí, que “de camino a la casa de la madre, el señor Rodríguez...

– ¡Ha!

El juez volvió a pararse, mosqueado.

– ¿Qué pasa ahora. No puede una estornudar. U qué?

Su señoría bufó con gesto vacuno y continuó mal que bien, terco:

– “...el señor Rodríguez, repito –paró, no oyó nada y siguió–, se paró en unos grandes almacenes a probar colonias...”

– Para llegar tarde, claro –la queja fue inaudible para el juez–.

– “...que la acusada no vio bien por parecerle dilatorio y rebajatorio de su estirpe. A lo que el susodicho contestó que a su madre, de ella, ya iba haciéndole falta la cosmética para no desentonar con el resto de los humanos; que hasta a la mesa camilla donde se sentaba, le habían salido patas de gallo, tal era su influencia de nefasta y antiestética; a lo que la acusada lo acusó de retorcido, malsano y cínico, diciéndole que si se había mirado él alguna vez la cara, como espejo de su culo –aquí, María le cerró el puño a Alicia, aprobando la frase–, aunque él, Don José, dijo que no era él quién debía de ocuparse de tales parpallos neolíticos, que para eso estaba la ciencia evolutiva, y que él sólo se refería a que su madre, de ella, era tan rebuscada que si eligiera de qué morirse se buscaría un cáncer capicúa y que de casta le venía la galgo, queriendo decir con esto que la acusada llevaba la misma marcha, se supone, pues entonces arremetió con su ‘puesta en escena’, palabras textuales, de que si su falta de afeites era algún anarcomaquillaje o alguna innovación progre, ella que tan adelantada era; a lo que ella puso una clara emoción de censura en sus palabras, hizo mención a la estatura del cónyuge, achacando su escasez a que cualquier alimento físico o espiritual lo había ido echando todo en maldad desde pequeñito, y que con tanta bilis, no sabía como no enfermaba de la vesícula; respondiendo él, ya en plena calle, que la acusada –a la que iban asomando arrojos y atisbos de lágrimas con el recuerdo– sí que era una auténtica vesícula, una “vesícula satánica” digna hija de la asociación de Brujas Blandas que tenían montada en su casa materna. Echando para delante, tan pancho, seguido en la distancia fútil por la medrosa y a morro prieto esposa –’joder con los de Informes Celestiales’, se le escapó a María por bajinis–, hasta el hogar de la efemérides, donde hicieron un paripé ciertamente no muy conseguido pues los considerandos en su contra iban de crecida. Así, nada más llegar, el señor Rodríguez entregó su regalo a la suegra, alborozada en principio pero con mal disimulo del embrome que suponía la colonia de after shave para pieles duras que el yerno le regalaba para su día. Pero, bueno... ya se sabe lo bien que asumen las suegras su papel con los contrarios de distinto sexo, y tragó saliva. Y la chunga siguió cuando a la cuñada de ocho años, le regaló un diu, burla recibida con estrépito y chanza entre cuñados de bragueta propias de fecha tan señalada, encadenando el cabreo del equipo femenino, más que subido ante la diversión por las explicaciones colaterales hechas por el señor Rodríguez: “lo malo de hacer el amor con una quinceañera es que después lo escribe en un diario”. A lo que su mujer tiró de improperio insujetable: ‘Algunos es que ya no están en condiciones de florear mujeres de verdad’, replicando él, goyesco: ‘She’s crazy for my bone’, en un alarde anglosajón buscado en el Diccionario Secreto del Inglés, que era el único libro por el que últimamente se había interesado. Y que fue lo que definitivamente hizo abandonar la reunión a la acusada, entre el clamor desternillado de la cuñadesca. El señor Rodríguez salió aún divertido tras ella, voceándole en la primera esquina ‘¡pero adónde vas!’. Y ella, sin volverse: ‘¡Adónde me salga del coño!’. El se paró, ofendido: “¡a tejer la calle!”, parándola en seco. se volvió de muy mala manera en lo que era ya un triste pasaje conyugal: ’¿No te vas cuando quieres tú de drogas?’. Y reemprendió la huida si cabe más ligera. De cascos y de pies. Posiblemente desquiciada...”


– Joder con los de Informes Celestiales. Parece que llevan mucho tiempo destinados en la tierra, eh.

– Bueno, relativamente, puesto que, escuche...–agregó San Pedro, algo conmovido por el caso–, aquí dice que él, por toda respuesta, amenazó a lo tonto, “si...si te cojo del culo, te ahogo”, lo que quiere decir que también se encontraba abatido por la situación. Y más por lo que sucedió luego, algo de lo que tendría que ser la acusada misma la que atestiguara, pues a los de Informes y Atestados no se les dan muy bien las pasiones de piel para adentro y yo creo que la cosa lo requiere, si la defensa tiene a bien conceder su place.

María lo miró desconfiada, recelando alguna otra argucia, tratando de penetrar con su lúcida mirada en sus pretensiones, sin conseguirlo.

– ¿Tenemos hora, procurador?

Preguntó mientras tanto el Juez Eterno a Gabriel, que ya iba a contestar. Pero la jefa lo detuvo, de boquilla:

– Al enemigo, ni la hora –y luego, en alto–: De acuerdo, pero sin extorsiones ni presión. A la menor intentona, pedimos aplazamiento con informe a quién su señoría ya sabe.

Y San Pedro, que estaba hasta la caspa de tanto nepotismo celestial y tanto cohecho familiar, accedió malhumorado.

– Que avance la acusada.

Ésta inició el movimiento, no sin antes recibir los consejos propios de entrenadora de rugby de la defensa:

– Tú tranquila, que esto nos lo merendamos. Los vamos a hacer trizas. Y a ese, ni caso, que aquí el que pinta es mi chiquillo. Esto es para quedar bien. Y ya sabes: dignidad, frente alta. Y despejada. Si se puede.

Acomplejada, claro, y sin saber muy bien su cometido, con aquel pesar de las almas mancilladas pero arrepentidas, Alicia pasó a declarar.

– Cuestión previa, ya sabe la defensa, ¿usted creía en Dios?

– ¡Pero bueno, aún estamos con ese rollo! Con esa cara no va a creer...

– Que conteste la acusada.

– Pues, bien, osea, el caso es que parece evidente, la tierra, ya sabe usted, la gente no cree, a pesar de...y es que con lo que se está viendo...

– Lo ve la defensa –se tiró para atrás, más que ufano, San Pedro–, todos los que vienen, lo mismo: no creen en Dios ni de coña. Esto no tiene arreglo. Y luego dicen que manga ancha.

– ¿Pero y cómo le va a echar su señoría la culpa a la chiquilla, después de lo que ha pasado? Ni aún viéndolo creería. Me pasa hasta a mí.

– ¡Bah! –Hizo el Juez un gesto supremo de tedio– Vamos a lo nuestro: ¿adonde se dirigió usted tras dejar plantado a su legítimo?

– A un pub donde solíamos ir. Pero no había ambiente, si es eso a lo que se refiere.

– ¿Entonces?

– Bueno, estaba uno que trabajaba allí, y que acababa de plegar.

– ¿De camarero?

- Bueno, para ser más exactos, trabajaba de joven. Ya sabe usted cómo está el curro allá abajo. Y eso que ya tiene espolones.

– ¿De los que nos imaginamos?

– Eso se lo imaginará usted, su señoría, que lleva aquí la tira y está echando cohombro, no te digo. ¿Cómo es posible tratar así a un alma en pena, a un inocente enamorado corazón castigado?

– De acuerdo, de acuerdo, se admite. Pero recuerde la defensa que también ha sido mujer...

– ¿Cómo que he sido?

– Perdón, que es. Y recuerde que el corazón no es el único órgano unimuscular relacionado con el amor. Prosiga la declaración. Y a ver si la procuraduría procede como debe y modera, no vayamos a enredarla.

Terminó, haciendo un ademán noble, cortés, de cesión de paso a Alicia, sobre cuyas pecas se cernía ya el desencanto de la verdad improrrogable:

– Era uno que había querido en otros tiempos..., ya sabe.

– Tirarle los tejos.

– Algo así. En cierta ocasión me dijo que estaba enamorado de mí como un cerdo. Pero a una, aunque no le hacía ojo, al vernos, allí solos, nos enrrollamos, que si un martini bombay, que si... en fin, yo estaba hecha polvo, salimos a bailar y con la modorra, pues eso...

– Un buitre, señoría. Un buitre. ¿No recuerda usted a los fariseos? Pues parecido. Con otra retórica, si me apura usted.

- Ya lo creo. Pero este era un fariseo de pub, donde la retórica es de otro tipo y va por delante. Pero dejemos a la acusada...

Bonachón y comprensivo, el hombre. Alicia se fió:

– La cosa es que yo no me daba cuenta de la situación y cuando quise hacerlo, lo tenía tan pegado que notaba..., lo normal.

– Hombre, eso es lo normal –cándido y algo traspuesto a esa hora, el Buen Pedro–. ¿Y ya está?

– Bueno, comprenda usted que lo normal de mi parte...

– ¿Usted también? ¿Entonces qué es lo anormal aquí?

– ¡Pero es que ve usted que estaba cautiva; seducida, la pobre!

– Sí, pero aquí figura que hizo algo con la mano –golpeó con el índice el memorandum, San Pedro, furioso por la tomadura de pelo–, ¿se puede saber lo que hizo usted, hija?

– Pssí... Verá, yo, al sentir, pues lo normal, es que bajara a ver y entonces vi todo viscoso y... como que se había eyaculado en sí... y salí corriendo

– ¿Tú también, hija?, o sea, quiero decir, ¿sólo él y en sí?

– ¡En sí, en sí, es que no se entera, señoría! ¡No le han dicho que estaba enamorado como un cerdo!. ¡Pues eso! ¿Pues muy bien que hiciste, Alicia, que eso ni hombre ni nada. Un tío sin aguante. Ahora, también te lo digo, que yo no lo hubiera permitido...

– ¡Por Cristo Bendito y su madre!

– ¡Aquí presente! ¿Pasa algo?, que ya estoy yo hasta las mismísimas de jueces suplentes –se desbocó, seguida del menudo forcejeo de Gabriel y su frío sudoríparo por mantenerla a baja temperatura–, que a ver si deja ya tanto viaje de supervisión y se hace cargo –gritaba para arriba, manos en las caderas, así como indirectas– ¡de-sus-funciones!, que luego bien que viene a llorarme...¡que estoy hinchada de ser madre! ¿Y a usted qué le pasa? –Pedro, viendo perdida toda compostura, esperó parapetado entre sus manos agrietadas el fin del aberrunto–. Un caso flagrante de acoso conyugal sexista y usted haciendo pregunticas falaces. ¡No le da vergüenza! Y tú, Gabriel, pelotazas, o te espabilas o te ceso, que me tienes muy harta. Si tienes que decir algo más –para Alicia también había–, lo dices y que les vayan dando; el que quiera enterarse de intimidades femeninas que le pregunte a su puta madre...


Un silencio profundo se hizo indispensable. San Gabriel y Alicia la escoltaban envarados, atrapados por el pánico y San Pedro, con consternación y gesto de aquel que ya nada espera por aguardarlo todo, dijo entre dientes: “Madre de Dios soberana...” Pero esta vez La Virgen estaba demasiado excitada para darse por aludida, fijándose en él simplemente, que extendía las manos así como diciendo “podéis ir en paz” y que ella tomó por carta blanca.

–...Venga Alicia, ahora es la tuya, anda –la agobió hasta la opresión–, dile cómo le decían a tu Pepe, anda...

– Demasia... –dudó con la cabeza inclinada–..., Demasiao Rodríguez.

– ¡Ahí lo tiene su señoría, a su “señor Rodríguez”. Y lo que pasó al volver a casa. Cuenta, cuenta. Venga, tía, enrróllate...

Alicia, insegura, antes desmoronada que aupada por el improperio, se esforzó por entre los pucheros y el secante de ojos de su bocamanga, en arrimar algo el ascua a su sardina también, más por amedrento que por justicia, cosa a la que ya no aspiraba, y más después de lo visto, pues ella siempre fue cristiana de base hasta caer en las garras de aquel reinventor de la rueda, la de tortura, claro.

– Volví...–deshizo un gallo de la garganta– hecha polvo. Esperaba algo de compasión... Estaba confundida, hecha un lío por lo de todo el día. Llevaba tal, tal...–no quería decirlo, miró a la defensa y esta le empujó–, pues, tal desmierde, eso, que me creía hasta culpable de todo. Las mujeres somos así de tontas... Así que no me extrañó que mi Pe..., bueno, él, me preguntara cualquier barbaridad...

– ¿Como por ejemplo?

 Volvió a interesarse en el caso, el Juez Infinito.

– Me preguntó, bueno... es que... me da un poco de... –se volvió a la Intercesora y ésta le dijo que no fuera pavica, que se jugaba la eternidad; se volvió al procurador, que padecía con fuste y abnegación todo lo que le echaban, por suplente–...bueno, pues me dijo “¿cómo traes el musgo genital?”.

– ¡Borde...!

– Hum...

– ...

Dijeron respectivamente la Defensa, el Juez y la Procuraduría.

– Yo no dije nada, ¿qué iba a decir ya?


– Nada. En esos momentos hay que pasar a la acción. Pero ya veo que estáis un poco gansas de ovario allá abajo. ¿Y después?

– Pues... le conté donde había estado, claro, sin decirle lo de...

– El chorreón. El del asesino que bailaba pasodobles, ¿no? Pero haz el favorcico de ser más explícita, querida, o se nos hace de día. Que este hombre –por el Juez– tendrá que irse luego a luego a dormir.

Su Señoría la miró sañudo. Lo que había que aguantar para estar en paz con la jefatura.

– Bueno, pues eso, y lo que me dijo entonces me dejó aplanada. Si es que es un facha...

– No, eso sí que no. Aquí está terminantemente prohibido hacer juicios de vivos. Y menos político-sociales. Absténgase la acusada, por favor.

– Pero es que me preguntó que si ahora los hombres los pedía a la carta, señor juez. Usted se cree, cuando él ha sido el único...

– Pues buena gana, chica.

– Recuerde la defensa lo dicho, y la acusada lo que se dice en la tierra, que si alguien lleva un mismo traje diez años es porque la percha no cambia o es que el traje era muy bueno.

– No me salga con silogismos latinos. Vamos, no joda, que nosotros somos judeocristianos...

– Bueno, bueno, pero usted confíe en Dios y no corra...

– ¿Será una frase hecha, supongo?

– ¡Hombre... –el Juez se dio cuenta de su desliz–.

– Y claro, como me estaba poniendo el pijama, para irme a fregar los cacharros del desayuno, que aún estaba todo empantanado desde la cena, un gesto mecánico, sabe usted, pues claro, me tuve que desnudar y él al darse cuenta de que no llevaba el..., ya sabe, el sujetador ese de Galicia, que me lo había quitado en un lavabo y tirado a la papelera, de rabia...

–¿Pero no habíamos quedado en que no llegó a ponérselo?

–- Bueno, sí, pero no. La verdad es que hice como si no, pero sí. Yo quería darle ese gusto.

La expresión de María no pudo ser más elocuente ni lastimera:

– Para eso llevo yo aquí dos mil años sacrificada por vosotras...

San Pedro es que ni se atrevió a parpadear. Era una situación límite.

– Y me fui a fregar. Siempre pasaba igual. Salíamos y al volver tenía que embregarme con todo el friegue, la plancha, quitar mierda, porque el señorito lo ponía todo en medio, en fin, lo que es un hombre.

– Sí, siempre ponen en medio lo que no deben. Que me lo pregunten.

– Pues y allí estaba, encima de mí, yo con una llantina que para qué enjuagar los cacharros, y él dándome la barrila como un estropajo que ya no me acuerdo –por primera vez se extravió en su pensamiento, quizá por ver ya claramente perdido todo aquello que se correspondía con la física y química de lo humano–, y fue cuando llamaron a la puerta. Bueno, eso creo, porque mi Pe..., él, salió de improviso y al rato, cuando acabé el cacharreo, oí risas en el salón, poniéndoseme un nudo en la garganta que para qué, pero como me parecían risas de mujer y una es muy de su casa, fui a ver y los vi a los dos, la...la..., y a él en el sofá, de ligoteo, él, tan sinvergüenza, que no le hacía ascos a ningún putón, con decirle a usted que, como era medio vecina, y siempre se le quedaba mirando desplantado, un día le dije “¿Y que ibas a hacer tú con una mujer así?”, ¿Y sabe usted lo que me dijo?, ¿no, eh?, pues me dijo “¿antes o después?”, ni más ni menos. Y claro, yo, se ve que me acordaba en mis adentros, y encima va y me dice, él, ella con la risa tonta aquella, Dios me perdone –se persignó, lo que era un buen síntoma, y bien que le pareció al Juez, aunque no lo tradujera en palabras–, “por qué no te traes unas birras, que está aquí la vecina que ha venido a por perejil”. Y entonces yo dije “¿perejil?”, y perdí los estribos, mire usted, me fui para ella y la enganché del pelo, y como se levantaron, para cogerme, así a rodeabrazo, yo no sé qué hice que, yo no sé si es que mis manos parecían un molinillo, que los llené de manotazos, con tan mala suerte–aminoró la marcha–, que en una de aquellas, la, la..., bueno, que se cayó yendo a dar con el equipo musical, quedando tendida. Yo me asusté mucho y salí de allí, con el delantal puesto y todo, cogí el chambergo y las llaves del coche y me fui, supongo que histérica por el miedo y los gritos.


– ¿De quién?

– De mi marido, ¿de quién si no? Y eso fue lo que peor me sentó, pues recuerdo que me gritaba, arrodillado ante la rubia de botella, Dios me perdone, “¡la has matao, te la has cargao, psicópata, celópata”, creo que decía, ¿qué raro, no? Y después, gritaba según salía al rellano, ¡psicópata, psicópataaa, psicoputaaa! ¡¡Psicopuutaaaa!!”. Que fue lo que resonaba en mi cerebro mientras conducía....

– ¿Y qué más recuerda?

Los ojos de Alicia patinaron en la amnesia. De su sombra salió un fulgor:

– Bueno, sí. Recuerdo que la radio se puso en marcha con el cabezazo de la oxigenada y, cuando salía, creo que doña Concha cantaba aquello de “en medio de la plaza, olé, olé, teneme que me caigo, hay un torero”,... a ver, a ver  –exprimía sus recuerdos– ... ah, sí, “teneme que me caigo que me muero yo...”

Recitó, medio siguiendo la melodía, entre sollozos. Luego, rompió a llorar.

La Defensora Universal se adelantó dispuesta con la faena:

– Bueno, ¿y ahora qué? Ya me dirá usted si esto es una irredenta o no. Un caso de luna hiena, el de esta infeliz. Luna negra, como de toros. Y con cuernos. Como aquí haya un desaguisado judicial, le advierto que esto irá donde tenga que ir, no será que no se lo digo.

El Juez sopesó mirándola bruñido, hablando moderado:

– Un caso claro de Purgatorio.

– ¡¡Cómo!! ¿Su señoría se ha creído que nos va a apañar a ojo? Un caso de una vida martirizada de esa manera...

– ¿Su marido siempre le dio ese tipo de vida?

Insistía el Juez, comedido, queriendo ir más allá de los velos de la realidad. Alicia se iluminó por un momento, con lejanos sabores:

– No, eso es verdad. Cuando yo lo conocí, iba para pintor, tenía un arte para la pintura..., pintaba de bonico...

– ¿Qué tipo de pintura?

– Se inclinó inusitadamente atento el Juez, sorprendiendo al resto.

– Abstracta y así.

– ¡Lo sabía! –Se dirigió exultante el Juez a la Defensora, dando una palmada en la mesa–. He de confesarle una cosa, usted que es madre del Maestro: ¿sabe usted lo que me dijo en un aparte una vez su Hijo? Que cuando hablaba de aquello de “por sus obras los conoceréis”, ya se estaba refiriendo a los pintores modernos que vendrían. Cuánta razón llevaba. El de la barba en flor, Demasiao Rodríguez o cómo se llame el de aquí –señaló a la juzgada-, admito que no es trigo limpio. 

– De los que se merecen una sopa de letras como epitafio.

– De sobre –prorrumpió Alicia, cabizbaja–. Le gustaba de sobre...

– Bueno, pues de sobre, pero eso no quita para que el veredicto se rebaje a lo que la defensa pide.

– Mire usted, Señoría. Yo le garantizo a usted que si mi defendida ha de purgar algo es el hecho de haber aguantado voluntariamente lo que debiera estar instituido como delito. Y al Purgatorio, ni con lavativa, ¿estamos? ¿O es que se ha creído que mi cliente es rica? Al cielo, que es una pobre. Y no se hable más, que se la está usted jugando hace ya muchos añicos y ya me está tocando...

San Pedro observó calmo la situación. El cielo, después de todo, tampoco era ningún chollo. Si no, ahí estaba él. Hizo desfilar su mirada por los presentes. Aquella muchacha requería un buen trozo de sufrimiento en forma de gloria eterna, qué carajo. Y un tonto más no se iba a notar en el seno de Abraham. Cogió el martillo, golpeó la mesa y a renglón seguido se lo enfundó en el bolsillo de la túnica. Se levantó y sin mirar siquiera se dirigió como una carretilla hacia la puerta al tiempo que decía, para María mayormente:

Demasiao Rodríguez, llorando a su ex.

– Lo que nos queda que ver. Hace tan sólo mil quinientos años este alma hubiera llegado tostada y bien tostada desde una hoguera y se hubiera mamado una sobredosis de algunos siglos de fuego purificador, y ahora por poco la proponen para un cargo. Joder con las tías, ya. 

Al cerrar la puerta, la Defensa, después de hacerle con cara y puño que se jodiera, se abalanzó desgavillada sobre la interfecta:

– ¡Ja! No te lo dije: al Cielo. Otra más para la causa. Nos vamos a hacer con una organización que va a saltar yesca. Los huevos les vamos a comer. ¡Venga ese ánimo, tía! Aquí hay que echarle lo que hay que echarle. Y espérate que consiga la redención anticipada de un buen grupo de penantes que tenemos en el Purga, ahora que me las habrán enseñado bien. Esto va a ser teta de monja. ¿Pero qué te pasa? ¿No estás satisfecha? ¿Pero no ves que tenemos que estar unidas, y que ahí abajo estáis panolis perdías? ¡que las mujeres tenemos que estar coño con coño! 

– La boca, María, la boca.

Advirtió recogido y penitente, Gabriel.

– ¡Ah! A ti te voy a apañar yo, huevón, que eres un huevón. Una aquí, dando la cara, perdiendo el culo, y tú, de consenso. Y tú, alégrate de una vez; , ¿pero qué coño te pasa?

Alicia lloraba y su llanto crecido ya no era berrinche, sino barraquera torrencial. María pensó que era de los nervios, o de alegría, pero al no poder embalsarla, se preocupó. “¿Pero qué te pasa?”. Y nada. Y todo era pasarle la mano por su cobriza cabellera y hacerle mimos maternos. Y cuando ya estaban a punto de agregarse al lloro –bueno, Gabriel, es que ya moqueaba–, Alicia lo soltó y, entre suspiros como de novia y el pavo propio del pesar, pudo decir:

–Es que mi Pe..., mi Pepe, os lo juro por...,¡snif!, mi Pepe de verdad..., es 

que era demasiaooo... y... y... ¡a ver qué hago yo ahoora!

La Intercesora Universal miró hacía arriba, implorante y perdida, al tiempo que soltaba un denuesto desesperanzado:

– ¡Qué infierno, Señor, qué Infierno…!


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