jueves, 10 de junio de 2021

Perros parabólicos

 Los concejales de urbanismo de hoy se lo andan poniendo a huevo últimamente a los filósofos (o teólogos, que también nos sirve) para que diluciden de una vez por todas, ya que lo que es en la Biblia no viene, si el perro es animal o cosa, si pertenece a la Naturaleza o a la Sociedad o, mejor aún y para darle con todo lo gordo del pensamiento fuerte, si es un ser. 

Y es que aquí lo que se está ventilando, sépanlo los doctores, también en esta página, es el “ser perro”, algo que desde los tiempos de Agustín de Ipona, no había aflorado a las conciencias con tal intensidad, habiéndose recogido su mensaje de La Ciudad de Dios como para incluir en estas del demonio a los canes cuadrúpedos como ciudadanos, puesto que de eso se trata al querer atarlos corto, por mal que piensen la mayor parte de sus denostadores presentes o futuros, los cuales, casi todos han tenido, tienen o, a la marcha que llevamos, tendremos perro. 

Lo cual es lógico nos ciegue para ver que la correa larga es el equivalente en ese ser que a algunos les sale como un muñón familiar no acabado de legitimarse en el Registro Civil (aunque lo primero que se le ponga es nombre), es el equivalente del trabajo, la educación, la declaración de la renta y la tele, de sus dueños; un cacho de cinta que les da carta de naturaleza social y garantía de vida. 

Así es que, cuando oigo voces como un esquizoide reclamar que el bozal deberían llevarlo los propietarios, no estoy de acuerdo, pues éstos ya lo tienen en el domador/a de turno, la desinformación o las miserias cotidianas, que los perros no tienen. Que es por lo que pienso que estos ciudadanos que tanto papel juegan si bien carezcan del higiénico, aunque lo pidan a ladrigritos, comparados con el resto son de primera. Y así lo prefiero, bien pensado, si tiene que haber alguien de esa categoría. 

Y que es por lo que calculo que no les pondrán el bozo y rebajarlos al nivel del resto, puesto que el poder siempre ha necesitado de intermediarios entre él y los que conforman la polis, que no son precisamente los polis, que solo achuchan, sino a ellos que son a los que nos azuzan para que nos hagamos una idea de lo que podemos llegar a ser: ciudadanos ladradores libres hasta donde la correa alcance, de hacer nuestras necesidades en la calle, aunque esta sea de alquiler, y que ya se sabe que es del que dice que es suya, cuales son por ejemplo pasear, departir, relacionarnos y deleitarnos en la presencia de los demás haciendo de nuestra vida un ágora. De perros, pero ágora, de la cual andamos caninos. 

Luego no ha lugar el exordio contra una decisión iluminado que al fin ha comprende la función última del urbanismo, aunque sea canino, y, dejándose de proyectos, delineaciones, replanteos, planes, remodelaciones, retranqueos y demás zarandajas que sólo sirven para que un camello se quede a las puertas del cielo viendo como un rico entra por el ojo de una aguja, va directamente al grano, al deber ser, como un kantiano más, a la urbanidad como sentido vital del hormigón armado, y desarticulando de una vez por todas el lema de cualquier sociedad de progreso, “ladran, luego construimos” (si bien “ladran, luego destruimos” tampoco esté mal), lo sustituye por el de “ladran, luego tenemos perro”. Y no tiene bozo. Ele. Para que, como un alter ego en plan parabólica, no tenga dificultad en avisarnos con sus ladridos de las ondas dispersas por el cosmos que nos lleven a la verdadera conciencia de nuestro ser y nos dirija hacia la felicidad entre tanto barullo de mensajes. Para lo cual necesitamos de su presencia inexcusable. 

Además, ¿es que no necesitamos de un ejemplo para que no se nos olvide seguir ladrando para que otros puedan decir aquello de “ladran, luego cabalgamos”? Pues eso. Lo malo es que ni son Quijotes ya ni se lo dicen a ningún Sancho, que a estas alturas debe andar ya entre los ladradores, y sin dientes. !Vida de perros, chorra!


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