miércoles, 22 de septiembre de 2021

Recuerdos

 Ahora mismo somos otra Pompeya. Un mini volcán ha bastado para sepultarnos aún más en la distracción desolada de los problemas reales –el volcán es uno más–, bajo esa lluvia de ceniza tóxica del sensacionalismo disfrazado de valiente directo del plató trasladado al punto G de la tragedia. 

Y es que si hay algo que los políticos y (sus) medios utilizan para simular salvarnos de lo que haga falta, incluida la información, son las catástrofes. Y el precio es la vida, el tiempo. Es lo que cuesta todo entretenimiento, la vida hecha espectáculo: la sensación de saborearla mientras la pierdes. 

Y ante un imprevisto corte o las dudas a futuro, lo primero de lo que echamos mano es de lo vivido, como si no lo lleváramos encima, o, mejor, de sus fetiches, esos recuerdos, fotos, objetos, cosas, que necesitamos como pruebas, testigos de cargo de nosotros mismos y nuestro paso por este mundo, al final tan dudoso y etéreo, que mejor cosificado en forma de recuerdo entre los recuerdos que seremos. 

Es, en caricatura, como esa gente que va a comerse un arroz y lo primero que hace es echarle la foto con el móvil para enviárselo a los suyos, que ya no son los allegados, sino los del chafardeo permanente en abierto, esos otros Carpantas que parecen no haberse comido un pollo en siete años, y que seguro se ha dado también entre los damnificados de La Palma que, como todos, no sabrían que vivían bajo el volcán, el de la vida. 

Y entonces llegan los vulcanólogos, los políticos, esos emprendedores sociales, pues no es gente que vaya solo a lo suyo, sino a lo de su familia, sus cuñados, sobrinos, amiguetes, cómplices, novias, perros, además de su dentista, y nos sacan de la quema, de esa lava ruinosa de lo cotidiano, y nos elevan sobre las miserias, solidarizándose con nuestra pérdida, pues todos hemos perdido algo en el volcán; sus víctimas, todo; el público, la perspectiva; los políticos, lastre. 

Es igual. Cada cuatro años se les extiende su licencia, como a la acuchilladora esa, libre de locura por un certificado de sanidad. Y hale. Con la esperanza, esa maldita trampa, de que el volcán no estalle. Y vaya si estalla.

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