jueves, 9 de diciembre de 2021

Monstruos

 La relación perversa entre la luz de gas y la envidia social, esas dos normas generalizadas ya de actuación en la plena universalización de las tecnologías del yo, tanto en lo físico como en lo psíquico, más que personas ideales en una sociedad a la vez de masas y exclusivista, lo que produce son monstruos. 

Unas tecnologías del yo, mi, me, conmigo, que, por su carácter sesgado y clasista, como es obligado para resaltarse uno como individuo en sociedad, resultan alienantes. 

A nivel general, la democratización de los cuerpos como fórmula de casación del yo con el resto como marco general, o escenario, es un mero espejismo, pues la misma generalización de lo amorfo, lo heterodoxo y lo digresivo entre los aspirantes a cumplir los ideales impuestos por los cánones estético-morales, es imposible de cumplir. 

La causa es esa falta de glamour, el instrumento cultural sofisticado de esas tecnologías de definición del nuevo orden fisiopsíquico, al que solo pueden acceder unas minorías muy selectas. Lo cual conlleva de hecho la exclusión de ese plano de inserción requerido, y el complejo y rechazo de la propia disfunción social, como consecuencia, que hacen que el ostracismo derivado de ello acabe viéndose como un mal de todos aceptado como un castigo (en parte autoimpuesto) de consolación. 

Sin embargo, la necesidad de reafirmación de la política de la corrección como fundamento social de toda esa actuación, obliga a desdramatizar lo monstruoso, anormal o ilegítimo que cada uno tiene que asumir, y con lo que ha de convivir, lo cual se logra mediante una teatralización activa para manifestarlo, visible y permanente, a través precisamente de un glamour de segunda, impostado o degradado, low cost, o de franquicia, tan ambiguo como deleznable y equívoco. 

Y es a partir de ahí, de ese friquismo devaluado, como un producto más de consumo popular, inherente (y necesario) a cada uno, en un medio y unas formas que son un cruce (¿antinatura?) entre lo pseudo glam de opereta y la corrección, es como el friquismo se universaliza, se disemina y se naturaliza, siendo asumido como lo más “normal”, pasando así, de ser un mecanismo identificador de lo social, de sus estratos, de sus connotaciones o divergencias, a redefinirse como un mecanismo más bien indefinido, mimetizado, falsificado y diluido en esa confusión en que se convierte (¿pervertido?) el marco de monstruismo social construido a partir de todo ese trasiego.

Un proceso en el que las élites, que como parte operativa principal lo son al poder establecer parámetros para todo, en este caso también para lo monstruoso, lo imponen y van modulando a conveniencia como el permanentemente renovado logos social a seguir, lo último de lo último, siempre al que adherirse como falaz promesa que, una vez aceptada como la premisa moral para ser tú mismo e integrado en una instancia superior que es lo más, conforma el terreno de una renovada dominación. 

Y así es como la nueva esclavitud atomizada y personalizada del presente está servida. De nuestras propias contradicciones, pues, las penitencias venideras. O todo nos pasa por friquis.


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