jueves, 24 de marzo de 2022

Feos

Todo vuelve. Si es que se había ido. Y vuelven la guerra, el hambre, la peste, la miseria. ¿Y la izquierda? 

Desde la postguerra, las clases sociales se fueron difuminando en su percepción, y al llegar la globalización no se sabía muy bien si encuadrar a un albañil en el reino de los ricos o a un teleco en el de los pobres. 

Pero no iban los sociólogos los que aclarasen la cuestión, sino los dictadores de la estética, las modas, los estilos, lo admisible y lo que no. Y además de la manera más vicaria y simbólica posible. De modo que, una vez asegurado el papeo lo que importaba era lo que se podía aparentar. Y punto. 

Y la mona se empezó a vestir de seda. O sea, de bonito, a dárselas de pudiente y a mimetizarse, en formas y costumbres, con aquello a lo que se aspiraba, aunque su consecución solo fuese superficial, consistiendo la forma más rápida y práctica de llegar a ello en renunciar y denostar lo señalado como contrario, lo feo, declarándose su enemigo, para empezar, pero que, mira por dónde, era aquello de lo que se procedía: el campo, el tajo, la obra, la calle, la morrallita, señor, que iba a cantar Carlos Cano

Ascender en la escala social era pues dejar atrás oficios, quehaceres y dedicaciones de dudosa limpieza de sangre y nulo glamur, cuando no claramente despreciables como la agricultura, la ganadería, el encofrado o mismamente el tiradísimo, cutre y machista transporte –las bicis se dejaron de vender en los 60’ como grandes delatoras de la carencia de efectivo para alcanzar las cuatro ruedas–. 

Y todo el mundo empezó a huir de todo aquello y a ir de señorito por la vida, corriendo a abandonar el mono y queriendo ser, como fuese, un bata blanca o un auxiliar administrativo y tener limpiadora particular (además de rumba) con la excusa del horario, como demostración de haber dejado de pertenecer al menestralismo más depreciado. 

La nueva clase media había llegado. Pero como todos lo eran, o podían serlo, no importaba. Hasta que aquello pegó el trueno, y resultó que había que trabajar. Y todo el que pudo se escaqueó, porque el trabajo, si no es de manos limpias, ya no dignifica y queda para quien no tiene más remedio, y además no tiene mérito, pues hoy se valora más alimentar gatos perdidos que ser butanero. 

Alimentador de gatos callejeros –un nuevo oficio del progresismo, válido
hasta para obtener puntos para oposiciones–, en plena acción.

Así hemos llegado a un mundo que tiene dos caras hoy por hoy irreconciliables. Por un lado, el primero, lo guapo, lo guay, lo in, lo progre, lo bueno. El sistema al que todo el mundo se quiere acoger. Y por otro, el segundo, lo ful, feo, cutre, pasado, que no encaja con tanto brillo, y difícilmente puede integrarse en él pues hasta carece de las formas de representación de que el primer mundo se ha dotado para que los diversos grupos que lo forman negocien sus conflictos e igualen unas diferencias que, por ejemplo, los camioneros hoy no pueden hacer, al no estar en el juego de grupos y fuerzas, sociales o simplemente laborales, del sistema, que no los reconoce más que como anexos y hasta impropios, careciendo así de agentes sociales como sindicatos, u otras instancias –de aquí que los camioneros (y otros colectivos, cuando se da el caso) nieguen legitimidad a quienes pretenden representarles–. 

Un mundo, en paralelo al oficial y establecido como normal, al que se ve abocado todo aquel que no es absorbido por dicho sistema, convirtiéndolo así en el nuevo antisistema, al que van a parar cada vez más grupos laborales, debido a que lo laboral es precisamente lo que cada vez más se da fuera del sistema o primer mundo, que expulsa hacia el exterior todo lo que no concuerda con sus estructuras y funcionamiento normativo, ideologizado y francamente bloqueado hacia el mundo real, cada vez más marginado de la percepción y asunción del todo, pero que crece y se desarrolla evolucionando vertiginosamente fuera condicionando la vida de la sociedad. 

¿Y la izquierda? Nada. Poniendo etiquetas interesadas. Es su trabajo. Como desconoce –y ni quiere conocer, tan calentita como está como parte del sistema– esos nuevos actores, los tacha de impresentables, indeseables y enemigos. Y además, visten fatal. Con ese look. Y quejándose, mientras, de que ya no queda desnatada en las estanterías.


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