Uno de los rasgos de la postmodernidad más mohosa se vuelve corpóreo de tanto en tanto cuando artistas, intelectuales o simples faranduleros optan por significarse socialmente apuntándose a causas que, por encima de ideologías, el ideario colectivo cataloga como de estricto neutro humanismo, o blancas. Así, el hambre, la paz, la infancia, la ecología, la cultura. De esta manera tan sutil como es el respaldo del talento que no se vende (quizá por falta de compradores), causas tan inocentes como las mentadas pasan a engrosar la recámara de la interminable lista de las ideologías con las que se libra esta eterna guerra, demostrando una vez más que no hay nadie apolítico, ni infantil ni pacífico, ni ecológico ni culto, y sí que alguien tiene que ejercer en cada momento de cuidador del homo candor, que es el que tiene que creer para vivir.
Naturalmente, entre los que a eso se dedican, los hay que van de
extras o como simples relleno del reparto, como los hay profesionales. Puede
distinguírseles por su trayectoria, su vuelo y sus garras, y así como los hay
palomos, también los hay halcones, pero en general, e independientemente de sus
méritos, todos suelen acudir a la táctica de la factura para conseguir su
propósito, aunque sean pocos los que,
pidiendo crédito en base a que in illo tempore anduvieron sublevadillos,
consigan con sus antecedentes algo sólido o jugoso, no ya para sí, sino para su
prédica y sus ideales, pues son de un filántropo que hiere, y se consideran
ofendidos, y con razón, cuando se les recuerda que es gracias a su función de
tropas auxiliares que obtienen la vianda y la gualdrapa, tanto si son privilegiados
de pecunio o posición, como simples escritores, teatreros, músicos, pintores,
cuentacuentos o probos burócratas culturales en busca de un legítimo plato de
erario, sea en forma de sopa, caña, línea, bingo o bolo de provincias.
Esta movida cínicopatética eterna que toca la melodía de hoy y de
siempre, lejos de apuntar, como podría presumirse, un reflorecimiento de la
inteligencia como contrapunto legítimo de desarticulación de las trampas del
poder, o siquiera como un apunte crítico y sostenible (que tanto les gusta), de
más allá de una coyuntura, sólo
confirma, con la inconsistencia de sus planteamientos, la diletancia de su
práctica, el adocenamiento de sus practicantes y el pesebrismo que caracteriza
sus pasos, que ese ápice “cultural”
indica más afán de sufragio que servicio.
Se comprende que el régimen actual no dé para mucho y no inspire suficientemente a los poetas. Es lógico. La amenaza del maligno siempre reaviva las neuronas. Baste recordar a los muchos que se lanzaron a las páginas de los periódicos, a las exposiciones, los recitales, las conferencias o simplemente a la calle, a subvertir un orden amenazado por otras gentes contrarias a un régimen que ahí descubrieron como propio, y que una vez restablecido, dejó de vérseles el pelo… porque estaban haciendo cola.
Y es que por mucho euro que se
introduzca, el peseterismo seguirá siendo la gran ideología prevalente en la
cultureta del profundo vientre provinciano (cuna por cierto del feroz
nacionalismo), donde tanto aspirante se fragua baboso en la batalla de ser
nombrado proveedor de palacio, pues el pan es a las penas del espíritu lo que
la tapa dura a la encuadernación. Y de hecho, y haciendo un inserto, una de las
aspiraciones más risibles por ejemplo de muchos escritores es la de ganarse el
pan oficial con el lomo, pero no el propio, sino con el del libro que le hayan
subvencionado, pues es cosa visible que un escritor, a más lomo –del solomillo
ni hablemos– de sus libros, más escritor.
Larra, el Cervantes del periodismo que, como éste, al piafarla
como autor teatral, se pasó a novelar lo del día –¿por qué los muros de este
puto oficio han de fabricarse con la frustración y los desechos de tienta de
las musas, una constante hoy día superlativa?–, levantó la veda sobre una
realidad que todavía hoy, y yo diría que más que nunca, aún resulta paralela
nuestra: un régimen caciquil en una sociedad andorguista, autocomplaciente,
envidiosa y linchadora de sus descartes. Él hablaba entonces de los ‘vizcaínos’
para ejemplificar a los obtusos radicales conservadores que se agarraban a los
valores caducos y brutales para no dejar enderezarse democráticamente una nave
en la cupiesen todos. Como hablaba de los ‘casados pronto y mal’ como los
señoritos imberbes sin mayores bienes raíces, ni materiales ni culturales, que
los del árbol que les cobijaba.
Hoy, cuando hay que celebrar de nuevo, porque así lo han establecido las convenciones y poco más, el día del libro, de la lectura, del Ingenioso y otras vainas, da que pensar si aquellos ‘vizcaínos’ de Larra no serán nuestros obtusos radicales de pega de toda laya, los nuevos bienpensantes por conveniencia, y si ya a pie de calle, los ‘casados pronto y mal’ no seguirán siendo esos eternos aspirantes a ilustres oficiales, prebostes, vates y pontífices de todas las artes y ningún oficio que forman el rimero de palacio. Son muchas las similitudes de esa constante.
Pero sería
injusto no ver también las diferencias, pues contra lo que ocurría antaño, lo
que ahora se precisa para obtener la subvención es un certificado de radical,
una hazaña protestaria, la firma de un manifiesto, hacer bulto en un público,
salir en una foto tras la pancarta, en definitiva un pedigrí amañado lo
suficientemente subversivo. Sin ese sello políticamente correcto, te echan los
perros, o sea a ellos, como suplemento alimentario. Para que engorden. Y no
falla: cuanto más gordos están estos morciguillos, más famélica anda la prole
del espíritu. Será por dinero. O por subvertir.
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