viernes, 10 de mayo de 2024

Ambiente veraniego (2005)

El otro día, la sección del tiempo de uno de nuestros periódicos titulaba, sin quedarle otra: “Ambiente veraniego”. El titulista, meteorólogo a palos, había llegado a la conclusión de que para qué calentarse más la cabeza, si es que es eso. Es obvio. Y la obviedad ha llegado a definir tanto a este país, que no hay que darle más vueltas. Ni reñir. Sólo riñen ya ciertos parlamentarios, y eso en puertas de las vacaciones, mediatizados por el panorama de pasarlas con la parienta u otros seres familiares igual de desconocidos. Todo lo que nos pasa está tan claro, que el que no sabe es porque no quiere enterarse. A qué más historias de incultura, desinformación y manipulación. Y es que este país, que confunde hastío con estío, vive permanentemente bajo el síndrome del verano, que además de ser una patente española, es siempre un tiempo de abandono.

El verano es cuando, queriendo ser jóvenes nos hacemos viejos. Nuestros abuelos lo sabían y no se ponían al sol, e increpaban a los atezados en exceso con cosas como “míralo, si parece un moro”, conscientes de que el astro rey es el que acelera la historia, y no el Islam, aunque éste se dé en países de lo más soleado, donde se dice que fueron inventados los espejos, por el azogue, se supone, para ver si así vislumbraban el reflejo del profeta, y al verse allí, del revés pero más feos, sin depilar, ni makearse y con un moreno agromán del copón, o sea de chilaba, decidieron quitarlo de la liturgia.

Y lo bastante que lo hicieran para adoptarlo por estos pagos, como el más asquerosamente obsequioso utensilio inventado, ideal para tomar esa falaz distancia de nosotros mismos que nos administra la belleza como una renta baja, que era desde el Pleistoceno la gran obsesión creativa (mucho más que el fuego, donde va a parar) del hombre, que ya por entonces se iba diferenciando biológicamente de la mujer, y por lo tanto iba cayendo bajo su influencia, aunque eso habría que verlo, ya que de siempre los ha habido muy remirados.

En cualquier caso el espejo es el precedente histórico sin el cual hubiera sido imposible inventar la tele –o mismamente a la madre de Blancanieves–, que no es una ventana, como se ha dicho, sino un espejo al revés, o sea la vida misma del derecho, para poner de relieve (muy bajo, eso sí) todo excepto ciertas protuberancias, que en eso seguimos tan hieráticos como una tabla del románico, que es por lo que la gente vuelve y vuelve a las mismas playas, porque la vida es una playa a la que se vuelve siempre, en busca de una belleza, no interior, que eso ya habíamos quedado era improbable aunque no imposible, sino anterior, no en el tiempo, sino de la parte de delante, ahora que las playas se miden en implantes, o  para recordar aquélla ola, con la tabla (de surf) dispuesta a ver si a Jessica le salieron estrías tras el parto. Hieratismo puro.

Y es que el tiempo, especialmente el veraniego, es un espejo deformante. Será por la calima. Luego viene la decepción. Algunos cogen el coche, y el que no consigue esclafarse a medio camino mientras hablaba con el móvil, se planta en el pueblo, allí, con la gente sana, a gozar de la francachela, de su sentido común exacerbado, de los pisos erigidos sobre casas antiguas, de ese acento sacado de los últimos programas cutres de la tele, que tan divertido resulta una o dos horas, hasta que ves que el sentido común es el grado precedente de la imbecilidad y que el pueblo se caracteriza por destruir los edificios elevados sobre él, como el idioma, un suponer, que como juan  palomo, se lo guisa, se lo come y lo excreta, y consistir su catarsis en regodearse en su miserias pasadas, que hace presente cual fantasmas para ejecutarlos y bailar con ellos al son de su horror, exorcizándolos con esa mezcla de impudicia, miedo, morbo y recochineo en danzas macabras de elogio del andrajo, secuelas de la escasez (de todo) cultivadas de tal modo, que se confunden con la humildad en la que el pasado es tratado como un difunto que es concitado para recordarle que no vuelva. Todo lo cual forja ese humor popular que puede degustarse haciendo puebling, lo mismo que los de pueblo, teniendo nostalgia de la gente, visitan la ciudad, que está llena de eso, mientras el pueblo suele estar hasta los topes de vecinos. Y no es igual.

Pero ya digo, la morriña es libre en pleno verano. Algunos incluso la tienen del 18 de julio. Por lo de la paga. Yo tuve mi primera paga del Glorioso a los diecisiete, en una fábrica de Elda donde marcaba zapatos del 42 para las mujeres de Arkansas. Desde entonces sueño que hago el amor con mujeres que se tienen de pie sin ninguna dificultad, pero yo me voy a caer en cualquier momento. Menuda ruina me busqué de por vida. Y aún tengo que dar gracias. Porque los que les tocó Misisipí, hacían hormas del 44 y desde entonces andan de terapia soñando con mandingas que les dan mogambo, sin Grace Kelly ni nada. La provincia de Alicante es que hace soñar mucho.

También, desde entonces, más o menos, me pregunto por qué los comerciales llevan traje en pleno verano. Pero un día coincidí con un psiquiatra en un merendero, en verano era, precisamente, y mientras nos quitábamos como podíamos las moscas de un forro de cabeza más duro que el cocote un cristo, y una sangría de sobras completas, que por poco nos da un cólico miserere, me dijo que no me preocupara más por ello, que era una fijación relativa al uso del condón, y que me hiciera la vasectomía. Y así, como quien hace mutis por el forro, le hice caso, y desde entonces, oye, mano de santo. Como dicen eso: después de muerto, la cebada al rabo. Veo un comercial, e igual que si viera un mecánico. Vamos, que me la sudan igualmente un proletario manual que uno intelectual. Esto, dicho así, ya sé que suena a reaccionario y burgués. Y de hecho, lo es. Pero uno va ya para viejo, porque el verano envejece, es lo que tiene, y ¿qué quieren, que cuando vea un comercial con traje me afecte y me ponga a sudar la gota gorda? Pues no estoy yo ahora fresco ni nada disfrutando de este ambiente veraniego. Eso sí, tengo ganas de que llegue agosto. No es por nada. Pero estoy seguro que, con algo más de ambiente, llegaré a ser todavía un poco más tonto. 

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