Ser sexy hoy es, al parecer, muy importante. Hasta en política. Y no me refiero a ese plus de imagen atractiva tan buscado en un candidato -las candidatas lo tienen más crudo, pues la política actual exige una edad mínima que, desgraciadamente, las pilla casi viejas, según los estándares-, sino a esa virtud que la nueva política, especialmente la fascistoide, se arroga de añadir como estimulante, excitante, capaz de llenarte y realizarte y hacer de lo político algo más cercano a los sentidos (y al deseo) que a la razón o la sociedad.
Los nazis se emplearon a base de bien en el asunto, en la época especialmente desinhibida, iconoclasta, transgresora y nihilista de la que surgieron. Pero esta de ahora es otra cosa, en razón de los tintes más conservadores y puritanos que les confiere su ámbito de procedencia.
Así, Trump lo utiliza sin parar. Y no solo porque es viejo y se supone que corrido, y a esa edad se presume de lo que no se tiene, sino porque en USA, una sociedad hedonista sin ese viejo complejo cristiano, ser sexy es un valor positivo, casi cívico, y por tanto no opuesto a los rancios valores puritanos, sino complementario; algo que va más allá de lo sexual, que añadido a la política resulta importante. Y es por lo que las comparaciones entre esta nueva política y el fascismo, más que odiosas, son ociosas.
Y es que la izquierda aún no ha comprendido, entre otras cosas, que ya no solo se puede (y se debe) enfrentar el mundo desde la ideología y la economía. Con la revolución sexual (de la que ellos mismos se jactan), también hay que interpelarlo desde ahí, completando así el trípode vital de la clave de bóveda de la vida actual.
Algo en lo que la nueva política
lleva la delantera al apropiarse y dotar de significado a ese concepto, o a
otros que ya empieza a asociar al mismo, como es el racismo como incentivo de
disfrute, como un placer añadido para el sujeto en el capitalismo (vivido este ya
como un campo temático, y de pago), haciendo así del dominio diversión, y anulando
el orden que lleva a un caos bajo su solo control, y a la risa más estrepitosa
de todo. También de la civilización. Esa tragedia.
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