Las madres de antes no iban a la Feria. Por aquel entonces, la fiesta aún no era obligatoria, sino más bien la parte de alboroque a pagar como contrapartida del haz y sustancia ferial que era el intercambio, que una vez satisfecho con dinero y enseres contagiaba su esencia mercantil al resto de los materiales con cuya liquidez el hombre saliva fluidos, vino, llanto, y se dirige hacia la felicidad redondeando con este envés de la moneda el óbolo perfecto para trasponer sin temor la frontera del solaz, algo que las mujeres, quizás con buen criterio, buscaban de puertas para adentro, considerando demasiado extramuros los gozos que con demasiadas sombras se servían fuera, en el patio de Monipodio en que la vida alegre se iba abriendo paso entre la desdicha.
De resultas de esa bifurcación del vivir, pocos de más de cincuenta
podrán recordar momentos o sensaciones feriales asociados a la presencia de la
madre. Una abuela, todo lo más una tía joven y soltera o alguna prima no tan
joven, pero aún más soltera. Una ausencia que llegaría a definir la educación
ferial sentimental de las generaciones talludas, siendo compensado ese peso
específico, y por defecto, con un exceso de presencia varonil en su engendro.
La iniciación a la Feria tiene para esas generaciones un origen
masculino. El circo, los coches de choque, la noria, la primera navaja o el
garrote, la muñeca feriada, el aro, la nube de azúcar, los caballitos, la
paloma, el caquirucho de chufas, todo era a iniciativa del padre, que se
estiraba por un día, o de un tío pillado al alimón, o el obligado y no por ello
minusvalorado abuelo. Era la Feria de la testosterona, de la que la mujer de
familia había sido retirada cautelarmente, porque la fiesta entonces suponía
transgresión, y sólo a algunos grupos de mujeres se les consentía sacar los
pies del tiesto para superar circunstancialmente, que no suprimir, el
interdicto puesto a la alegría. Había pues que joderse.
Sin ánimo de batallitas, en la ferias que yo conocí de niño –y
conocí algunas, pues pasé mi infancia en los ejidos–, había tal cantidad de
huérfanas, enlutadas eternas y viudas, con marido o sin él, por metro cuadrado,
tal monjigamia, que, aparte las gitanas de mandil y buenaventura, las que aún
venían con el esposo emblusonado en los carros entoldados inclinados de varas
entre el fielato y los Jardinillos, a la sombra de los olmos junto a “Los
enanitos”, donde se hacían su caldo de patatas y hasta el pisto, las madres
digamos asequibles al recuerdo eran feriantas de pueblo y visita única, una
pequeñez al lado de las mujeres de las clases emergentes que desde la Belle
Époque, y según la permisividad de los armisticios sociales, asumida ya esa
condición de gratuidad fatua de la Feria, venían ejerciendo a través de
círculos y sociedades (mayoritariamente masculinas) su simple derecho a estar
ahí (no tanto a ser), y aun así constituían una inmensa minoría, bien ilustrada
por los fotógrafos costumbristas, en la que las madres, salvo alguna de alegre
distinción, brillaban por su ausencia.
A la Feria le faltaba para ser popular eso que un sociólogo de
aluvión podría denominar las mujeres de su casa. Y eso lo consiguió el
consumocio. Conforme pasaban los 60 y las moscas y la mugre de la Cuerda y su
planta de complementos de atalajes y chamarilería, el sitial del trato y la
martingala fue cediendo a una renovada reinterpretación del espacio social
ampliado de la fiesta, al que las mujeres fueron entrándole incorporándose al
nuevo teatro mundi en virtud, tanto de la decadente necesidad del simulacro
casero y la ficción familiar –pues con la familia celular no se daban ya
aquellos llenos apoteósicos de otros tiempos–, como de la representación externa
o de calle que precisaba, con la ampliación del ocio y la tramoya, de un
partener estable en la obra que a partir de ahí iba a ser un éxito son(ñ)ado,
que podríamos haber titulado, emulando un éxito de época, Con faldas y a la Feria, al que se iban a presentar, primero como
figurantes, para finalmente quedarse con el papel principal, accediendo al Ferial
con su olor de multitud de mujeres de toda edad y condición, como hasta ahí
sucedía con los hombres, sustituyendo finalmente a todas las actrices de baldaquino
de familia bien que hasta ahí las habían precedido.
Esa percepción hecha creencia de que los albaceteños hemos venido
a este mundo solo para ir a la Feria, y que de no existir la ciudad, con sólo
celebrarse aquélla, ella y sus habitantes brotarían por generación espontánea,
como de hecho así parece cada año, hasta el punto de resurgir cada septiembre,
al soplo de los primeros ábregos, como Venus de entre las olas de la calima,
señalada por el divino índice del disfrute, dispuesta a levantarse del sepulcro
veraniego para elevar a rango de ley el mito de la resurrección, esa Feria
resurrecta creo que nace de esa implicación masiva de las madres debidamente
despojadas de sus hechuras oscuras, del burka puesto a su jardín por el tinte
Iberia, arrimando ascua a esa dotación de sentido de la vida asignado del 7 al
17, pudiéndose decir por una vez que si éramos pocos al fin la abuela había
parido, y que, del mismo modo que el cristianismo fue inventado para captar
borrachos, la Feria, repensada para congregarlos, ya tenía en el fregado a sus
nodrizas naturales.
Lo cual era un alivio. Por fin había llegado el siglo XX. Pero
también un fastidio, porque, impregnados por esa sensación de estar ya en casa,
de ser individuos de ese siglo, como creo lo somos irremediablemente los de
esas generaciones sin una guía ferial materna, cuando íbamos a un baile a
reventar, y escudriñábamos entre la masa de tersas terlenkas a nuestras
edípicas testigos de cargo de lo que aún pensábamos mundanas fechorías, nos
preguntábamos qué demonios hacían allí aquellas viejas, con la juventud, oyendo
una versión de estraperlo del Jumping
jack flash. Era muy simple: habían salido a la calle, acudido al rabo de la
Sartén sencillamente a vernos envejecer mientras ellas reverdecían. Y hasta
ahora.
Por eso, desde que la Feria se hizo de todos y nos empeñamos en
parcelarla, segregarla, sectorizarla o como diablos se diga, en públicos bien
definidos para que estemos en ella juntos pero no revueltos, no es para que a
los jóvenes no se les pegue la vejez, sino al revés, para que a ese público que
históricamente es casi un recién llegado al ferial no se le pegue la mucha
ancianidad de un público joven más viejo que Matusalén en esto de la fiesta, y
que casi no vale ya ni para tacos de escopeta, pues, como decía Wilde,
envejecer no es nada: lo terrible es seguir sintiéndose joven, que ahora es una
obligación. Mientras ellas, con sus sesenta y cinco por lo menos, tan telendas.
Y menos mal que sólo son diez días. Si no, aún dejarían más en evidencia que,
en cuestiones feriales, la savia tardía vale al menos lo mismo que la de
primavera.
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