miércoles, 25 de octubre de 2017

Tiempo de agitprop

Más de un creador de agenda de hoy podría suscribir la frase de Mein Kampf: “La misión de la propaganda es la indicación a la masa de los hechos, acontecimientos, necesidades, etc, cuyo significado y cuyas enseñanzas entran en su radio de interés”. A muchos les repudiará, pero no podrán negar que la vieja prioridad dictada por el NSP a la palabra hablada sobre la escrita está más presente (añadida la tele) que nunca. Como no pasará desapercibido a otros que la inoculación de un conformismo cada vez más notorio, para poder gestionarlo en una u otra dirección, a partir de la exageración, la amenaza, la inseguridad, o la sedación, el silencio y el éxtasis, parezcan hoy más que nunca los objetivos perseguidos por esa agenda que nos señala el camino de la simpleza perfecta con su titular diario.
Y es que simplificar siempre ha dado réditos. Lo decía Goebbels: simplificar las ideas complicadas. Y escamotear pistas, y difundir lo que incite al contrario a desvelar las suyas, y hacerlo en medios que llamen poderosamente la atención. Pero también creía en la verdad como arma –en eso no le hacen justicia sus epígonos actuales–, o en considerar previamente las consecuencias propagandísticas de una acción, o en la refutación comedida y meditada de la propaganda contraria, de lo que los “constitucionales” e “indepes”  del día deberían tomar nota, con tanta de la propia como contrarrestan con sus réplicas y desmentidos.
Tampoco creía menos en la censura y la propaganda negra (si era más efectiva que la blanca) de rumores, noticias sin fuente, etc, y utilizar gente de prestigio en lo noticioso, y en la sincronización, en los momentos óptimos y en la repetición de las campañas, sin cansar (en esto ninguno le hace caso hoy), así como en el etiquetado de acontecimientos y personas con consignas y frases distintivas, fáciles y repetitivas, y a prueba contra el efecto búmeran, para suscitar así las respuestas que la gente tenía in mente, y en evitar falsas esperanzas frustrantes a la larga, con un manejo prudente de la ansiedad, huyendo tanto de la desmoralización como de la complacencia, y en desplazar los objetos de rechazo odio para otros. ¿A qué recuerda esto?
A la vista del listado, cualquiera diría que tal concepto de la propaganda como una mezcla de acción y diversión para tomar y mantenerse en el poder sigue perfectamente vigente. Y con razón. No hay más que ver la transmisión de un debate de la nación, con sus planos largos, fijos, sólo cortados con otros planos de reafirmación positiva, del Presidente, y los menos largos, movidos y zanjados con otros planos negativos de los replicantes. 
Y eso es solo una anécdota, comparado con lo de diario, que eso sí, se remoza lo suficiente con los últimos adelantos que permitan una manipulación de perfil bajo, estabilizada, digamos en diente de sierra, para utilizar el símil bolsístico, sin salirse del tiesto, gracias a esa atención permanente a esa parrilla temática de la agenda.
Cuando eso no es suficiente (por ejemplo para las elecciones u otras fases críticas o intensas, como la que vivimos, más si son reñidas), la agenda se embrutece en busca de esas puntas extra que agudicen la respuesta y el tono de las audiencias–votantes.
Hasta ahí la agenda se desarrolla en su forma descremada. A partir de ahí echará mano sin ningún pudor de todas y cada una de las enseñanzas alemanas de entreguerras –que no son otras que las recopiladas por Plejanov y los bolcheviques, sólo que añadiendo la radio– para conseguir éxitos rápidos y contundentes a base de tocarle a la audiencia la fibra de las pulsiones básicas de cualquier humano que la teoría de Paulov iba a determinar: la combativa, la alimentaria, la sexual y la maternal, después, todo hay que decirlo, de que el propio Hitler las intuyera ya y formulara su equivalente y no menos famosa conceptualización femenina de las masas.
De modo que el uso por los viejos medios de comunicación de los no menos viejos reflejos condicionados (en realidad son coetáneos) en su forma más interesada, vil y hasta criminal, es algo que ha sido y es indiferente a todas las ideologías que los han utilizado para sus fines. Y en campaña, más. Eso no cambia en absoluto. 
El votante inestable o neutral –que es quien decide y en torno al que cristalizan las campañas– y que manifiesta la inestabilidad de su conducta electoral dividiendo su voto entre diversos partidos (para las municipales a unos, para las nacionales a otros, y así), es el argumento general que todos aducen para disponer periódicamente sus baterías hacia los bulbos raquídeos de los homínidos. Y eso, con suerte, allí donde hay elecciones.
El problema viene cuando la campaña se hace permanente y nos encontramos con esta aberración de ahora en la que convergen sobre la agenda de actualidad tanto lo cotidiano como otros elementos propios de la propaganda de guerra o la del punch o golpe de mano, tanto en su lado agresivo como en el anestesiante, en ese “todo vale” que parece va imponiéndose en los medios. 
Es cuando la agenda pasa, de ser una guía del trascurrir tranquilo de las expectativas, un mapa transitable de la vida, una dulce película y una realidad de segunda mano pero aún retozona, a convertirse en un campo de minas, un radiocardiograma con más picos que el Himalaya, un tollo de película y una realidad –y esto es lo peor– que a lo mejor lo es de primera mano y con la cual no queremos contender por no asumirla como nuestra.

Vamos, que lo peor que le puede pasar a la agenda de actualidad es que reproduzca nuestra propia vida. Y por ahí va la cosa.

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