martes, 31 de octubre de 2017

Los nuevos transidos

Los epicúreos, que eran unos señores que todo el mundo cree que postulaban lo de dále a tu cuerpo alegría, Macarena, veintitantos siglos antes de servir de pachanga para saraos y convenciones demócratas, en realidad lo que afirmaban era que la muerte no existe, puesto que si estás vivo, no estás muerto, y si lo estás, ya ha pasado. Eran unos tíos. Que se sonrojarían de este hoy que niega la parca. O, por mejor decir, lo que ellos decían que no existía, el tránsito. Luego, culturas que le prestaban más oreja, como la judía, que fijaba químicamente mejor los elementos colágenos del morir, insertaron en la tradición grecocristiana la figura del transido, o sea el que se transfiere de estado, transitivamente y esenciado, y como prototipo, Cristo.
Hoy, el transido es una especie en extinción, ignorada de todos pero en especial por las instituciones que defienden a ultranza la vida para no quedarse sin la justificaciòn de la suya propia, transidas como están, en la segunda acepción de la palabra, de sedientos por transitarnos como su espacio natural que somos, y así vamos, de transido a transido y vivo porque me toca. Pero de muertos, nada. Y menos, en tránsito.
Desde los años 50, la sociedad de la salud, le endosó el muerto de los muertos, o premuertos, a su mejor mentor, la medicina, en particular la hospitalaria, para darles el tratamiento adecuado, como decía el Padrino, “una oferta que no pudieran rechazar”. Pero esta ciencia -tecnología del cuerpo, decía Foucault-, tan empecinada  en su función curativa, también ha renegado, respondona, de su menester sepulturero, haciéndose acérrima defensora de la enfermedad como rasgo de vida y no de la otra orilla, dándole la razón al filósofo y obligando a las institucioes a meterse a enterradores a la fuerza.
Así puede verse ese invento de las macroresidencias para pensionistas con diversos niveles de decrepitud en las que la muerte va por pisos, aumentando su presencia de arriba abajo, olfateando sus presas según baja las escaleras hasta donde están los de menos salud y donde se encuentran también unos habitáculos dispuestos como velatorios, muy útiles en estos recintos, como se ve con su premonición constante de lo mórbido y sospechosamente adecuados a la ubicuidad de lo funesto, tan negado fuera de ellos. Magníficos pudrideros que palian no sólo la soledad del sobreviviente de fondo sino también el olvido de su paso a ¿mejor? vida, puesto que ni los hospitales los quieren con visos de fenecimiento.

Si bien, en la Balada de Narayama, los murientes habían de subir a su propio Carmelo sin más cruz que la gavilla de su sentencia, los que logren ingresar aquí al menos, como en mi propio pueblo, tan horizontal, no tendrán que subir cuestas, que se agradece. Máxime cuando estos centros se suelen ubicar en los extrarradios donde aún quedan solares y edificios en ruinas, algunos incluso catalogados, o sea sin que nadie sepa qué hacer con ellos salvo dejarlos morir, fiel metáfora, y todo un cuadro. 
Como el de la Victoria de Samotracia y su atroz mutilación, las estatuas griegas malheridas, la catedral de Reims hecha una lástima, los cuadros de Ribera medio idos, como aquella iglesia creo que de Colonia, bombardeada y dejada echar a perder tal cual como elogio al horror, que anuncian en su permanencia así, tan deteriorados que da gozo y, como remedos de mobiliario urbano de ese parque temático que es la historia en ruinas, un monumento a la estulticia y, más aún, a la ausencia, que yo propongo así se queden, leprosos y arruinados por el cretinismo del tiempo y sus jornaleros, como un recuerdo de que somos carne de gusano (o de horno, que es más moderno), y para que sirvan de mojón, hito o baliza, señales de circulación para los penantes que dirijan sus huesos a esos residenciales sin retorno. 
Todo, menos que alguien, buscando la belleza quizás de construir sobre lo decadente un teatro lírico, como suelen pensar las altas mentes de la cultura, y derriben así toda esa poesía de la nada que sirve de Vía Apia en tránsito hacia la muerte y sus transidos, engalanada con su imagen de lo fúnebre, que es así de vital, aún, aunque no lo parezca ni queramos. Como la vida misma. Y los ignorantes, que no miren.

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