miércoles, 3 de enero de 2018

Estar con el siglo

Al día de hoy, tan al día como creemos estar en este flamante año, estamos, como quien dice, fuera de siglo ya.
O sea que, muy al contrario de lo que el título haría suponer de andar con una menstruación centuriana ya o en su defecto una blenorragia de cuidado, lo que andamos es o fuera de cuentas o más bien amenorréicos y faltos de una ITV que nos ponga al día en cuanto a de qué desaparecer durante lo que se nos viene encima (o debajo), y que podría ser de felicidad, en razón de los ciclos esos y de que en este siglo de lo que andamos muriendo ya mayormente es de libertad, aunque muchos crean que lo hacen de éxito, que eso es un efecto y no una causa.
Prevista como tengo de agotada a la libertad como terreno recurrente de la instalación del camposanto de nuestra vida, al no vislumbrarse esa aplicación regeneratoria de Marías de que los problemas de la misma se solucionan con más de lo mismo o sea de libertad, no me cabe más que pensar que lo próximo para cagarla será de puritita felicidad.
Lo tiene todo a favor. Nos la deseamos, la exigimos casi, por la calle; el gesto agrio cae en picado en la bolsa de las actitudes; ensayistas de respeto y filósofos aún no despreciables nos hablan de lo importante de alcanzarla, y los alcaldes montan carpas nocturnas de nochevieja impulsados por un afán felicitatorio muy próximo a aquella tarjeta de “el basurero le desea felicidad”, que da no sé qué negarte a pasártelo bien, y que si fracasan es por la gran oferta de buenos deseos, que me da que ya es superior a la demanda, uno de los primeros síntomas del crack con que amenaza tamaña tontuna a que nos obliga la vida actual a ser felices.
Antes, por poco si nos obligaban a ser libres y antes de antes, el objetivo social era la bondad. Y si a la bondad se la cargó el mal, a secas, por imposibilidad de fraguar el bien en un mundo en que el barroco se enseñoreaba con su mayor creación, la muerte, a la libertad se la está cargando ya la felicidad, puesto que, como el tiempo, muchos días buenos no pueden terminar sino haciendo un mal año. Pero, ¿permite realmente el compost social actual la felicidad?
Porque se sabe que si en tiempos de la bondad había hombres como gatillos y luego, para la libertad, otros con un superyo con un par, ahora hay por todas partes hombres con el alma en secesión, desquiciados que no saben si renegar del burdel de la vida –que es algo más que una metáfora, pues según ésta se materializa cada vez hay menos casas de lenocinio visibles– o, habida cuenta de que éstas siempre están putasarriba, subir a esa planta, digamos de complementos, para mejorar –retóricamente, claro–, obligados a elevarnos sobre nuestra pobre dimensión de infelices, que es la obligación que viene a un siglo hecho con castos.
Y luego está el problema (ya empezamos) de cómo alcanzar una felicidad obligada sin necesidad de recurrir a nuestra propia mitificación.
Porque, víctimas del espejismo de nuestra juventud (a mí me sucede con los setenta y los ochenta), de vez en cuando tenemos que acudir a buscar en ella o sus rescoldos, como bajo una cama de galgos, el mendrugo de su anhelo, con el ánimo visionario de un Luther King y aquello de “hoy tengo un sueño”, y a la mañana siguiente, en efecto, tienes un sueño... que te caes.

Será pues, la contradicción del siglo: si ya estaremos bastante trasnochados para la felicidad o si será cosa de trasnochados. A mí, que me gusta como la naturaleza, pasteurizada, como sigan obligando a trasnochar, que mucho me temo, me parece que no voy a poder ser feliz. Y lo siento, porque desperdiciar así otro siglo ya tiene cojones, ya.

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