martes, 30 de enero de 2018

La hortelana esquiva


Dicen que Melania se echó a llorar al ver que lo de su Donald era irremediable; vamos, que ganaba.
Y es que, como se supo, no quería mudarse a la Casa Blanca bajo ningún concepto –y menos en concepto de 1ª Dama, que suena a gran pendón universal–. Que ella no quería, y no quería, como la de Martes y Trece, y ya está. 
Y no porque supiese que lo suyo allí no iba a ser cosa de una noche en Casablanca. Ni por la aprensión a lo saturación de virus y bacterias de un lugar con tal trasiego de residentes desde hace dos siglos, fantasmas incluidos, que hasta los ácaros se las sabrán todas. O por la soledad, sin una mala vecina (aunque las hay buenas) con la que echarse a la calle a cascar tras pasar la mola y dejar las camas hechas, aunque sea para consolarse de chismes como el de Stormy (Tormentosa) Daniels, la suripanta, la macatrunqui de somatén, sunfaribén, sunfaridón, melitonimén sonpén (*), que trincó 130.000$ de vellón por callar que lo único que el infiel Trump se pidió, al recuperarse con ella de su abstinencia con Melania mientras se recuperaba de parir al hijo, fue lo normal. 
O porque estuviera hecha a su supermegaplanta de residencia, de gusto hiriente pero propia al menos, y no querer estar de alquilina, que se dice aquí, tan comprensible en una inmigrante, con lo que les gustan las hipotecas, incluidas las conyugales. 
No. Lo que de verdad horripilaba a Melania era algo mucho peor, atroz: tener que llevar el huerto de la Casa Blanca, que allí es para la superhembras (como aquí, no nos engañemos). Como Michelle, que ahora estará la pobre quejumbrosa diciendo lo que la copla: "Desde que se fue mi Pepe (Obama, se entiende), el huerto no se ha regao". Dicho sea sin segundas.
De esta guisa y apremiada por la tesitura, véase a Melanie rodeada de niños (nótese que negros la mayoría) a ver si los puede engatusar y con la juguesca le caven la parcela, ya puestos.
Pero claro, esta es otra cosa. Y es que, tírate toda la vida cuidándote, de afeites y acicales para romper romper como Barbie toda la pana que puedas, y al final, cuando estás en lo más alto del top, entregar tus huesos a la azada (o al escabullo, que tampoco está mal) y sacrificar tu palmito en un brindis de rímel al sol. 
Y mientras tanto, el tío, o sea el repeinao, el maromo oficial de la casa, rajando por ahí y con una salud , al menos lingual, que se sale –claro, como que no cava–, según el médico militar que le ha hecho la ITV, que solo le ha faltado decir que se le pone como el cerrojo de un penal. El poder, que tiende a la megalomanía. Y las consortes, a la depresión; como todo el que cava; que cabe (en su tumba, que es lo que cava). 
Y así puestos, como ni ella ha salío hortelana, y a él se le enredaría el pelo en las bajocas, así está el huerto: perdío. O igual plantan algo esta menguante. Aunque me temo que ellos sean más de segar.

(*) Estribillo de la obra El joven Telémaco de José Rogel Soriano, que un coro de bellas y seductoras interpretaba en dicha pieza, joya de los referidos "bufos madrileños", y cuyo cantable macarrónico sonaba así: «Suripanta la suripanta, macatrunqui de somatén, sunfáriben sunfaridon, melitónimen sonpén».

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