miércoles, 5 de febrero de 2020

El traidorzuelo, o viva la clase obrera (y campesina)


Tomás Algarra, alias Garrapata, nació en un cuco de pastor y murió en Benidorm el día que el equipo olímpico alcanzaba su tercera medalla de plata, tras un avatar quizá más complicado que la simpleza que él quería para su tumba como epitafio: obrero.
 Pérez, el marmolista, sabedor de que ya no había hombres a secas, ni hombrecetes, ni siquiera piedras de mechero, sino solamente profesionales, le instó a ser más explícito, abundando en la materia de su oficio: “¿cómo obrero? Alguna especialidad habrá que poner, ¿no?”. Y el Algarra, empeñado: “¡Nada, nada, obrero!”. “¡Pero coño, obrero”, insistió Pérez, “pon lo que sea, albañil, molinero, pastor, matarife de las SS...! –Pérez gustaba de bromear con esas cosas de la Historia, para darle trajín–. Y el Algarra, determinado: “¡He dicho obrero, de la clase obrera, y hemos terminado!  Sin cualificar, como debe ser...” Y con una de sus sentencias lo dejó zanjado: ”Si supieras bien el significado de esa palabra, no ponías tanta pega”. Y Pérez, que en 52 años de marmolista no había leído  más que lápidas, contestó no se sabe si de coña: “Claro, como tú has sido tipista, bien podrás...”


Tomás Algarra había mudado bien chico de provincia, pasando algo de gana, de comer mayormente, a moco tendido y sin muchos alpargates. Lo normal. Alternó el abecedario con las 28 cabras que le tocaron en suerte dirigir, como presagio de lo que sería su estrella, y la adolescencia y la República le pillaron a dúo haciendo de vientre tras un majano limítrofe entre las tierras de su amo y las del vecino. Se limpió el ojal con una piedra con una rabia higiénica y social y tomó la decisión de eludir la adolescencia y unirse a la República, yéndose de ayudante de un tío suyo que era molinero.
Metido en harina, aquello tomó otro color, y un día, creyendo entrar en un mitin de Lerroux, se metió de cabeza en un baile y se enteró de lo que era el agarrado, tras lo cuál pidió la excedencia en la praxis política, si bien ésta, bien fuera por estar predestinado, bien por estar empadronado, no le olvidó a él y en cuanto empezó el tomate, lo llamaron a filas.
 Al ser hombre de recursos, se las dio de impresor, por ver de quedarse en retaguardia, sin saber que las guerras modernas eran psicológicas y de lo que se trataba era de bombardear al enemigo también con octavillas. Y se pasó la fiesta en una trinchera de primera línea como cajista de segunda con una Minerva manual, temiendo que la plancha de impresión, que solía torcerse de su recorrido, le pillara los huevos en cualquier instante.
Tras el trauma maquinista, cogido prisionero huyendo con un alijo de cuartillas de papel biblia suave, para canjeo y por si le apretaba el recto, que era lo más seguro, fue acusado por un tribunal vencedor bajo el epígrafe de “traición a la nación con alevosía y conocimiento intelectual y espiritual de los hechos imputados; traición sublime por emanar del pensamiento mismo, que debe ser compañero del alma, la cual ha infectado, y de cuya entraña misma aflora la onerosa traición. Traición en suma visceral al alma de España”.
Él trató de achacarlo todo a un desarreglo digestivo, acudiendo a los socorridos nervios. Pero no hubo lugar y se chupó unos cuantos años de forzado en una cantera de pizarra. Más piedra.
Ya libre, que es un decir, se arrebujó en familiares y conocidos para capear las últimas bofetadas del hambre de posguerra, y en sus finales, los play out, que decía con muy mala baba su hijo más moderno, echó a trabajar de peón caminero cerca de una aldea que hay yendo para El Campillo del Hambre y que representaba el lujo de poder variar la dieta con collejas primaverales de cuneta y champiñones silvestres del otoño.
Ya marcado por la piedra, por aquel tiempo tomó nupcias con una lavandera rezagada de casorio y antes pronto que tarde y sin cautela, fue creando un tropel de huérfanos de la abundancia, por mucho que él se empeñara en decir que estaba constituyendo una célula.
Como aquello llegó a un punto en que no daba más de sí, le tomó la palabra al Plan de Estabilización y se metió a albañil. Veinte años después, el hijo de marras, que había logrado echar coche caro, cada vez que oía aquello de que había que movilizar a las masas, le espetaba que más masas que había movilizado él en la pastera, nadie iba ya a menear, y que era para que le hubieran dado la medalla del espíritu revolucionario por ello.
El mucho cachondeo irreverente lo fue menoscabando de sus hijos. Por desideologizados. Aunque no de su mujer, que mantenía intacta su destreza como lavandera. Y empezó a vivir su vida: sus chatos, sus chascarrillos, sus historietas en las bodeguillas donde se daban cita los vencidos.
Mediados los setenta, tras veinte años de fríos y con las grietas de las manos llenas de yeso, decidió aportar algo a los tiempos que se avecinaban, pues ya se ha dicho que tenía una especie de luz de gálibo en el magín, y empezó a dar la barrila a los destajistas que iban de subcontratistas en las obras ganando el triple que él. Y como éstos creían también ser buenos obreros, no le hacían el feo de dejarlo con la palabra en la mella. Hábil proselitismo que si no le procuró buenos fichajes para la causa, al menos sí dio lugar a que aquéllos que les calentaba la oreja se hicieran autónomos y aceleraran su distancia socioeconómica respecto de él, con lo cual podía decirse que, en efecto, su verborrea fue una herramienta de progreso.
Debido a esto, otros, quizás al ver el ascenso de los que le prestaron oídos una vez, no rechazaban sus argumentos de inmediato, sobre todo si los pillaba descuidados y con la frasca empezada. Y cuando la cosa comenzó a templarse otra vez, algunos incluso picaron y consiguió apuntarlos, oralmente al menos, a lo suyo, aún por determinar pero que, vinazas aparte, un líder de opinión como él sabía explotar para infundir en la feligresía se le preinscribiera, y más cuando en la tele los antes inasequibles al desaliento aconsejaban apuntarse en lo que fuera.
Cuando llegó el momento, avalado por los tres trabajadores que había conseguido enrolar en su tripulación, y respaldado por miles de horas de barra, fue aupado a un comité donde lo único que había que hacer era eso mismo, y elevar el gesto a su máxima expresión de héroe para llamar la atención de los retoños de la época. Y ya de paso, aprovechó para jubilarse, pues presidir lo que se dice presidir parecía improcedente hacerlo con polvo de cemento incrustado en las uñas en un mundo dominado definitivamente por la imagen.
Y mal que le vino... Un abogado de aquellos le sacó una jubilación muy por encima de sus años cotizados y, ya en ruta, Tomás Algarra alias Garrapata, que siempre aireó la génesis de su apodo en su determinación juvenil de ser una auténtica tenaza en los cojones de los patronos, aunque la causa real fuera que de niño iba enganchado siempre a las piernas de una hermana mayor suplicándole que lo tomara en brazos, mira por donde se pasó toda la tercera edad como gran superviviente pata negra de la época heroica, tratando de enlazar con la del pan de molde.
Durante sus últimos años aún se sacó una quinta velocidad y dejó caer por entre los arrebolados recién llegados que iba a abandonar las medias tintas y poner en solfa sus memorias que iba a decir todo lo que tenía que decir a las nuevas generaciones. Una especie de testamento bíblico con recetas del abuelo para los tiempos del microondas que se habían instalado alrededor de su ideología. Y se puso manos a la obra, ya sin paleta catalana ni ladrillo del 12.
Bajo el auspicio y patrocinio editorial de una institución de su cuerda a la que le iba la zambra, a la que dio coba durante años, y con aquella obra misteriosa que no acababa de salir y sobre la que todos le preguntaban ansiosos, por su alardeo de que lo estaba escribiendo todo. Pero sin dar un miserable avance. Sonreía y decía: “Ya verás, ya... Oye tú te acuerdas de cuando...”, y cambiaba de conversación para proseguir con la intriga y el suspense. Así, hasta que en aquel viaje sufragado por su sindicato, el autocar que hacía periódicamente su itinerario por la Costa Blanca con el nombre de “Estrella del Marx” no volvió con él.
En su tumba acabaron poniendo “Pensionista de la S.S.” Y todo lo dicho aquí es porque nunca salió en las crónicas, y porque, como dijo el otro, para encontrar un héroe es imprescindible la oscuridad.

Había sido un día de San Juan cuando el follón familiar pasó de pupa a larva, o al revés, ni se sabe. Como fuera fue que, sin llevar nadie tal nombre en la casa, este santo era celebrado por aquello de que había sido el único a cuya cofradía se le había dejado llevar el manto rojo tras la guerra. Y a la vista deslumbrante literalmente del chándal que su mujer e hijas le habían regalado el 1 de mayo, San Chándal, a Pablito, el benjamín, se le ocurrió que sería putamadre obsequiarle con un suplemento, y se presentó con un peluquín muy coqueto.
Ni qué decir tiene que el padre se sublevó, tomado por un dirigente paleto. Y el hijo respondió que no, que era acrílica y que le pegaba con su cabeza tanto en la forma como en el contenido. Lo cual fue peor para todos, pues aquél echó mano tanto del pasado como del presente y le recordó los cambios llevados a cabo en su persona, sin olvidar un repaso de los últimos resultados electorales.
Y era verdad. De hecho, había sustituido los recios pulgueros por unos eslips tipo Paul Newman con barquitos de vapor, y ante la recriminación filial de que muy delicado se había vuelto, aburguesado y prevenido de las enfermedades más proletas, el padre contestó: “Pero bueno, tú ¿por quién me tomas? ¿qué quieres, que vaya marcando paquete por los mítines? Un poco de compostura; un líder no puede ir por ahí insinuando su parte más noble”. Y el hijo, como hijo, quedaba pensativo a la vista de su expandida fisonomía, sin acertar con el problema real del asunto, si de escasez de partes o de exceso de panza. Pero siempre contestaba otra cosa: “¿Y lo del coche oficial y nosotros andando, qué?”. “Eso me lo imponen los compañeros. Da muy mala imagen eso de ir a pata a los sitios. Y que no llegas nunca”.
Pablito estaba hasta el hipotálamo, que creía ser algún órgano censurable, de toda aquella generación que en cuanto habían descubierto ser ellos también portadores de valores eternos, habían ido corriendo a mirar las páginas de la bolsa, y se le había metido que tenía que pegar un chorrazo que ni los anales iban a poder ignorar. “Date cuenta de lo que te digo, Pablín, que España se encuentra ante una nueva etapa, no lo olvides, y aún vamos a ver algo”. Y él contestaba, “¿Qué etapa, la del váter...?”. Y el padre lo miraba iracundo, resignándose despectivo y culpando de todo a la enseñanza predemocrática, mientras se anudaba la corbata: “Bah, tú no entiendes que se nos esté quedando pequeño el marco de nuestra reforma”. “Pues ya podías adoptar la libra, que es más grande”, decía, y se abría por si acaso era aplastado por el verbo paterno.
Pero es que no le llamaba ni siquiera Pablito, como los demás, no. Había pasado a ser Pablín el día que le dieron acta de militante de honor y se había dado todo el pisto de haberle puesto el dichoso nombre en honor a la causa, cuando en realidad lo había hecho un tío suyo medio cojo, que lo sacó de pila y que durante años los había surtido de recova y otras vituallas. Pero esa historia más cercana no existía en sus archivos.
Fue un día muy largo en el que, puestos a aguzar el filo cortante del porvenir,  convocó  a reunión y les anunció la siguiente cataplasma:
–Ir buscándoos la vida, que yo ya he dado de mano, y ahora os toca trabajar a vosotros.
Era lo último que se podía oír en aquella casa. Y Pablito, entre la mucha sequía y las penumbras de aquel principal del ensanche con olor a berza, y que no había visto color desde que en aquella ocasión el arco iris se torciera en su camino y se colara por los grises de su habitación ahora individual desde que su hermano se abriera de par en par, vio cómo su tiempo de potitos volaba hacia lejanas praderas, lo que le ocasionó una gran frustración, pues siempre había llevado mal que bien esa ganosería que había logrado satisfacer en los últimos años, sin que lo supieran, claro está, sus compañeros de bachillerato.
Fue la única vez que deseó que a aquel ideólogo del recorte presupuestario le saliera un orzuelo aunque fuera pequeño o le cayera encima una tástana de varias capas de carteles electorales de esas que se desprenden de cualquier pared, vencidos por el peso de su mensaje, como su progenitor había salido retratado alguna vez en la prensa dando cola con una mopa usada.
Después de aquello no podía dejar de pensar en la solución de su desmedro, volviéndole a brotar la avaricia infantil cuando la prima de su madre, emigrante en Montpellier, le trajo aquel osito de peluche que no sólo representaba una compañía en la piltra sin efusión gasógena, sino también una redondez de felpa con la que calentar su oreja durante la según el padre, larga y fría noche franquista, que él no había vivido apenas. Agarrado a sus ojos de botón, le ayudaba a solventar los precipicios que amenazan a esa edad.
Guiado por la sempiterna insolvencia y atento a los pespuntes de su madre, tijereteó el vientre del oso, preñándolo con sus tesoros, las perras gordas, las canicas, un trozo de ebonita. Luego lo cosipolleó, lo ensartó con un imperdible para acceder periódicamente a su contabilidad y así estuvo, regocijado por esta liquidez secreta, hasta descubrir que una baronesa no era lo mismo que una tortillera en fino y mandó el oso a hacer puñetas, volviendo a su estado natural de escualidez financiera. La misma que ahora nublaba su futuro.
Sin más universidad que la de Patricio Lumumba sección hispania ulterior, y harto ya de que la vida lo tratara como una madre señora, se dejó llevar por los acontecimientos y una noche entró a saco a la alcoba de su engendro, a la descubierta del botín.
Las mesillas de noche y la cómoda, dibujadas invisiblemente con rumores de polil, su Pilarica de plástico y la huella del halo de latón negro azabache, estaban pobladas de calcetines asietados, bragas de algodón, cubrecorsés sin usar, ballenas de almidonar, juegos de ajuar, polveras de falsa amatista nacaradas, cofrecillos de pasta como de ónice irisado repletos de las bisuterías rotas y perlas más falsas que un programa electoral, el rosario de guijas colgado de uno de los acantos con que se prestigiaba la luna de la cómoda, las medias cogidas, sus inverosímiles cordilleras, el frasco vacío de los perfumes, una lavativa de niño chico y el sacaleches de uno de los partos de la madre.
Nada parecía haber variado desde aquellos registros infantopoliciales suyos de buceo en su genética. Pero del libro de memorias, nada. Y en el armario, parecido. Bajo los viejos visos de percal, las enaguas bordadas en el Hogar de la Falange y la heredada pamela con pluma de pavo real, los trajes rayados y las botas retorcidas, las cajas de zapatos y aquel olor a mirlo enfermo, y debajo, los cajones con las fotos, los libros de comunión, los primeros recordatorios en color, antiguas quincallas con las que se tejía la individualidad de los componentes familiares, sandeces, buenos recuerdos de lo malo, pero de lo suyo, ni flores. ¿Y aquel cajón cerrado con llave? Maldito tragaldabas de la historia, conque aquí guardabas tu memoria...
Obligado a fijar en todo su mirada depredadora, por esos días reparó en el cuello del padre. Bajo aquel pescuezo ciertamente recobrado desde su prematura jubilación de los cuarteos del cercén de los elementos a pie de obra, su cadena sostenía a manera de cruz una llave que alguna vez refulgía sobre la camiseta de tirantes.
Mientras aguardaba el momento de hacerse con ella, le traspasaba la calentura de cascos a la madre que, ejerciendo de tal, quería morirse ante sus trifulcas: “Desde luego es que no me extraña que quieras morirte; a mí es que me pasa lo mismo”. Y la pobre se hinchaba a llorar, cesando de repente para preguntar: “Y por qué?”. Respondiendo él: ”Hombre, teniendo en cuenta que tú crees y él es ateo, es la única manera de quitárselo de encima, ¿no? Aunque no te creas que el cielo debe ser tan buen negocio...” Y la madre iniciaba calladamente otro soponcio, hasta parar de nuevo para interesarse: ”¿Y tú, por qué?”. “Imagina que uno se muere y se encuentra otra vez allí, en el cielo, con toda la familia. Eso es ya bastante causa para morirse, ¿no?”. Y la mujer ya no paraba, aplicándose el secante del pañuelo de su manga sobre las lágrimas de llovizna que retronaba.
La costurera y el gentelman, así se refería a ellos Pablito que, habiendo tomado conciencia de su necesidad, frase tomada prestada del viejo, una siesta de esas de baba de julio, mientras la cacharromanía del fregoteo de la madre palpitaba en la cocina y el parloteo del lorito de la hermana crepitaba en el cuarto de baño y los dormitorios, en el alto hecho en los seriales televisivos en señal de respeto de tan logrado rito, posó sus garras de alcaudón en la llave colgante bajo el mentón paterno. Oteó los rincones y fue hacia el objetivo. Y quizás fuera la impericia o el sudor de sus manos al comprobar lo dificultoso de descerrajar la antigualla, pero algo notó en sus manos similar a la textura de un arcano resistido a ser violado.
Minutos después, el ciclomotor chicharra transportaba una nueva categoría de hijo de la clase obrera, sorteador de las dificultades, buscaba al cerrajero que le proveyera de copia, para dar el palo con más calma. Pero no estaba. Y un sudor sobre otro se pegaba a su camisa hasta hallarlo por fin en unos almacenes frigoríficos donde había ido a sacar al hijo del dueño que giraba visita con familia incluida al lugar para enseñarles las posesiones muebles e inmuebles.
Pero al volver, con un balamío de cabeza con el que gestionó su incertidumbre, la hora y media estipulada de pérdida añadida de conciencia del padre había pasado y ya no estaba. Y un temblor empezó a entrarle sin salirle. Y se fue deseando no volver. Y así pasó la tarde.
La figura del padre se le personaba viendo los patos del parque donde buscó tutela a su arrepentimiento. Los camareros se le asemejaban y hasta llegó a verlo en algunos apostados empedernidos a los váteres públicos. Su cara taciturna y a ratos clara se presentaba ante sí, renegándole, dándole dos guantadas, abrazándolo, mimándolo, insultándole su hombría, mostrándose presuroso, feliz o descontento, inmóvil, abrochando en él sus propiedades, transfiriéndole improntas, como un espejo del revés, la conciencia pura de la muerte.
Se aturdía y, movido más por la rutina de la cena diaria que por un sopesamiento efectivo, volvió, resuelto a morir cebado antes que vivir ayunando. Y, con el culo prieto como entró, se sorprendió de la bronca de qué horas de venir son éstas, y punto. Algarra llevaba la desnudez de su cuello como si tal cosa y a Pablito le parecía imposible aquella desidia para con el tan bien secreteado tesoro. Tanto sufrir para acabar doliente de castigo. Se sintió ridículo hasta que a las tres de la madrugada, tras apagarse el ir y venir de pasos hacia el frigorífico, se internó en aquellas bien conocidas oscuridades y, llegándose hasta los gorgoritos del sueño paterno, puso cadena y llave junto a su oreja y salió.
Una semana más tarde, aprovechando la salida familiar a una inauguración con ágape en un pueblo de buen vino, Pablito se arrellanó en la paciencia que da el dominio indisputado y abrió el cajón. Y allí estaba el libro deseado, entre la mescolanza de medallas, diplomas, tres amadeos de plata, alguna moneda fuera de tueste, la cartilla militar y varias macanas propias de la edad.
Era una agenda de esas de ejecutivo regalada por una institución para que fuera apuntando sus previsiones que su padre habría utilizado para anotar su pasado estremecedor y tan comprometedor para todos, y que él tenía ahora en sus manos como refugio seguro de su inseguridad.
La abrió y empezó a leerlo con ojos ávidos. Donde decía “Dirección profesional”, había puesto “Sindicato del Metal”, no obstante ser del de la Construcción y no haberlo pisado desde que empezara a cobrar la pensión. Y donde decía “Vehículo”, ponía, Mercedes mod. 732, color tabaco. Matrícula AB-7560- MI”. Y en “En caso de accidente”, decía “Dar parte a la sede, no vaya a ser que me lleven a la Seguridad Social”.
Pablito se turbaba por instantes, pero aún no había terminado. En el apartado de “Cuentas corrientes” había consignado no sólo su cartilla de la caja sino una infantil de cuando su hermana era pequeña y un plazo fijo de su suegra. Confuso, el entrometido siguió porfiando con prisa y vio que en las siguientes páginas de hoteles españoles, algunos estaban subrayados y otros tachados, sonándole de algo que los tachados eran algunos en los que se había alojado. Casualmente eran todos de cuatro y cinco estrellas. Y lo mismo cabía de los restaurantes. Angustiado, empezó a pasar páginas en bruto, sin ver nada más, hasta llegar al planning. Y allí, en el mes de febrero, “No olvidar visita a La Manga. Baños de lodo incluidos”. Y en abril: “Viaje a Sevilla, organizado por compañeros andaluces”. Y así, algunas más en las que comprobar una memoria más de futuros que pretérita en la que se reflejaba el pago de un abnegado sacrificio. Pasó y pasó las hojas, de una en una, de tres en tres, por cuadernillos, pero allí no había nada.
Pablito se levantó como un mimbre y mirando desquiciado a la lámpara de bujías atulipanadas del techo, con gesto estreñido, exclamó: “¡La madre que lo parió. Menuda égloga proletaria se ha montado el viejo!”
Cerró de golpetazo la agenda, la devolvió a su nido de urraca y salió hasta caer pesadamente en el sillón preferido de su padre. ¿Pero cómo era capaz alguien de tal fiasco? ¿Cómo había podido hacerle aquello?, a él, que iba a vender la mayor burra de la historia local a la prensa contraria. Una operación mascada y llave en mano. Ni a él se le hubiera ocurrido algo así. ¿Ni a él? Repensó. Dudó. Y ya no dudó. Y una sonrisa maligna se pintó en su rostro pajarero enarcado por las orejetas del sillón. Y puso manos a la obra.
Durante siete meses fue llenando cuadernos de caligrafía de dos rayas, amañando una letrilla casi estilográfica en la más pura imitación analfabeta, que tampoco le costara tanto, y entre los chascarrillos conocidos, cuatro chismes familiares y otros cuentos de perifolla y con unas cuantas visitas a la biblioteca, donde se extasió asombrado de que las enciclopedias llevaran un relleno dentro y no como en su casa que eran huecas, enhebró una sarta de incoherencias que arrojaba un peso periodístico en oro igual al de un montón de verdades objetivas.
Descubriendo que la historia del padre era tan cierta como la otra y como la suya misma, que todo era cuestión de arqueología, articulaciones y credibilidad, de que todo valía, su padre incluso como tal y él como hijo, vio que tenía madera. Y como tenía madera, tragaron. Y la bola rodó por entregas, salpicando al mundanal ruedo político y social con su batiburrillo trufado como mona de pascua, que era lo que a cualquier periódico le hacía ojico.
Tomás Algarra, ahora don Tomás, justificó la cosa como un robo de su diario la semana aquella en que estuvieron tomando las aguas en Archena, sumando un bulo a otro bulo, como Pablito ya tenía pensado que haría. Pero él sabía lo que se hacía y justificaba así las condolencias, las glosas, los insultos y la contraofensiva con palmadita lisonjera de viejos y nuevos antifascistas, con aquel aire compungido y sieso de las derrotas antes de la victoria, sabiendo que si decía “ea, pues vamos tirando”, muchos le desearían peor suerte todavía, por no decir el “mia si reventaras de una vez” que tenían en la punta de la lengua. 
A Pablín le extrañó la serenidad con que llevaba el siniestro y lo poco que parecía dudar de la integridad de los componentes familiares. ¿O es que, entregado a la mentira, había acabado creyéndose lo del hurto? Podía ser demasiado, pero su comportamiento era como si sí. Mientras tanto cuadernillo tras cuadernillo, el infundio iba cayendo como una losa de papel sobre las mentes sin fisuras de los lectores de periódicos. Y Pablito, profano en inventos, se extrañaba de lo bien que se apalanca el infundio, tanto como se empalaga la verdad. Todo, mientras cobraba sus honorarios.
Pero lo más extraño era que, cuando se reunían a la mesa, creía ver casi el contento, cómo una sombra de orgullo acudir al semblante paterno cada vez que éste le pedía la panera o la redoma para echarse un tiento de vino, ahora ya a sus años con gaseosa. Y mientras el chorrito le caía desde arriba entre la mella de sus perdidos premolares, le miraba avieso, socarrón y satisfecho, cucando un ojo, como el que ve a su raza difundida, seguro antes de la muerte de que sus genes seguirán dando guerra. Lo cual lo promulgaba ante el mundo, no sin inquietud.
Y así fue como Pablito Algarra sacó de aquel fiascazo un verdadero oficio además de la pingüe ganancia de la vida que hoy se gana, corregida y ampliada, en dignísima continuación de la de su padre, escribiendo los discursos a los dirigentes y dando consejos prácticos e ilustrados en una revista de entretenimiento de masas, sobre las relaciones paterno filiales, cosa que aprendió el día en que hizo un butrón en su conciencia y forzó el corazón de un secreter. Y cuando conduce su Mercedes tabaco modelo 732, matrícula AB-7560-MI, nunca olvida evocar un guiño de concertación con el mundo de su padre, que a esas horas imagina echándose un vasete.

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