lunes, 24 de febrero de 2020

Mira que siempre igual


Una mañana de otoño, un coche tulipán rojo con adelantos se detuvo en el arcén de una autovía. Al momento, como si fuera una planta voraz con conocimiento, arrepentida de su ingesta peluda, regurgitó un perro que echó a trotar por el asfalto.

Una mujer a tono con él, peluda gracias a la piel de otros animales, salió con su pelliza de reflejos rojainos tras las mechas despeinadas estilo peluquería canina de su séter y se abalanzó a sus carantoñas con grititos de “¡Redish, Redish!” que mostraban sin disimulo un gozo irreprochable y un cierto dominio del inglés. Hacían una buenas migas que ya hubieran querido muchos de una misma especie.
Los últimos vencejos volaban en el iris tendido de aquella falsa primavera junto a los apeados que ruborizaban a los somormujos, ahuyentados hacia los aladiernos como huéspedes de un festín no deseado.
En estas, una totovía retardada, de brújula con alzheimer, les revoloteó pidiendo norte desde el cosmos ingrávido.
Redish, incauto, emprendió con ella una juguesca a zarpazos de instinto cinegético, hasta cruzar la mediana, olvidando la orden de regreso de su ama enrabietada por la peripecia. Llegó al murete, se abalanzó sobre la totovía, ésta se elevó, él se empinó en la tapieja, tan atento a su vuelo como descreído de las advertencias de la madrastra, y saltó.
Los niños de los coches de la operación salida, boquiabiertos de alarma, gritaron desde las ventanillas, y gracias a este proteccionismo de folletín, los conductores lo driblaron indultándole una pena capital más que anunciada a bocinazos.
Con este peaje, el enchotado en los aviones femeninos a base de pan de molde, con su belleza intacta gracias a la influencia de los dibujos animados y entre improperios, frenazos y zigzags y con la totovía como señuelo, cruzó el chato río de muñones de chapa, se desentendió de la cólera de su dueña y se internó tras un vallado de baladre con un fundido en verde digno de un filme ecologista.
La mujer, a los diez minutos de otear posesa, voló hacia el primer cambio de sentido y quince kilómetros después se hallaba enfrente donde mismo a la busca de su bien entre los sotillos y las ralas arboledas de los michelines de la ciudad fugitiva. Y horas más tarde de huera búsqueda, volvía al coche por una amarga vereda, se acodaba sobre el volante y lloraba un llanto manso…


Desorientado por la engañosa nitidez de una naturaleza amañada, Redish, criado en la viscosa soltería de lo doméstico, con mucho porte y un carácter adocenado de lamechotos, accedió por una senda setera a una línea elevada del terreno desde la cual divisó su nuevo ecosistema.
Mecido por el ábrego junto a los penachos del carrizo que sobresalía de una hendidura, descendió hasta ellos por entre retoños de avena loca sin ningún futuro, hacia un lecho de agua turbia. Como la naturaleza levanta los apetitos, la olió, pero su carácter adocenado le reprimió el lengüeteo. La vieja papelera se había tomado sus laxantes y había nutrido el canal con sus purines de lavadora y un olor desconocido para un perro habituado al agua descalcificada.
Tomó cauce abajo y menudeó en las grutas toperas, entre rodanos amontonados por el viento contra cajas de pescado y enmarañadas bolsas serigrafiadas, alguna silla de anea desvencijada y otros encantos novedosos, como las escarbaduras infantiles en el limo en busca de lombrices, quedándose extasiado e inerme cuando una experta rata corrió a esconderse intuitiva frente al desmañe de cualquier inexperto, que en efecto fue a zapar precisamente en la boca de la madriguera de la inquilina. Pero al minuto desistía, por su inconstancia de malcriado, siguió la creciente hediondez del agua contra su fino olfato pescatero, y cuando ésta se hizo insoportable para cualquier ciudadano de a pie, dio con un colector que como un culo aliviaba el vientre de la ciudad.
Se subió a su coxis. Venteó los parrales en arcos abandonados, el vetusto transformador y las huertecicas de coles y tablares de alfalfa para los conejos bajo las construcciones ilegales de un cubismo insolente desde donde ladraban congéneres no reconocidos por él como tales. Y en aquel momento, estirado sobre el canal y sus márgenes manchados de malvas y zarzas repobladoras de las oquedades de restos de tubo de hormigón de canalizaciones desmanteladas, se sintió independiente sin saber de quién. Bostezó y se volvió. Y la vio.
Flemática en medio del camino había una perra grande, deslustrada y entreverada, producto de trochas y celos, tan impura como un alma.
Una voz lejana la llamó, “¡Chili!”. Se levantó cuan larga y coleante era y enfiló por entre bancales hasta llegar a unas casas donde un hombre con las manos en los muslos le habló querencioso haciéndole tilín en el hocico.
Redish observaba atento. No había visto muchas perras en su vida. Ni perros machuchos, que hubieran dado un canino los pringados por probarle la piel cuando acompañaba a su ama a depositar el vidrio reciclable. Se sentó, disperso, y con una elegancia de salón, se rascó la oreja para ver a la perra revolcarse mimosa con las callosas caricias del hombre. Para cuando el hombre se fue, ella ya lo había venteado y acercándose a él, fue a darle la bienvenida al predio.

Aquel invierno fue tan húmedo que salió verdín en las alpargatas de los viejos.
Cuando Redish despertaba de su media vela entre la escarcha, se erguía todo lo que daba de sí sobre la cama de grama y las cortinas de espartillo de la linde sureña, y entre vahos iba a los espejos de los charcos a agraciarse con monitos de grato estilo bulevar, y poco a poco aprendió que la escarcha no era azúcar glas. Volvía y enfollonaba a Chili hasta que ésta coleaba conforme y partía hacia las granzas o los rimeros de las traseras de los bares de ruta y, si la cosa apremiaba, al río, y si se ponía seria, a las verjas de hierro hueco de las fincas a atisbar con ojos mulatos por encima de la chapa antiperros alguna pitanza, discreta como un pobre. Y siempre llevaba algo: un chasis de pollo, curruscos de pan imposible, bollería industrial pasada, morcilla rancia, un conejo con mixomatosis o un palomo abatido que había buscado la vera del cielo a la par de la orilla de la carretera. Y recogiendo, iba tirando.
Mientras Chili hacía el avío –¿quién dijo que el amor no pide pan?–, Redish la pasaba entretenido en grescas con los gatos, capricho de sus dueños, que acababan en tablas de reto y chulería cuando los mininos se cimbreaban sutiles ante él, por huevón vanidoso, tan arrogantes ellos como él cauto. Luego se incorporaba entero a su atalaya a disfrutar del cirro de aves pardas que en el cielo pasaban en cometa repetido y diurno alumbrando su nimia estupidez.
Una tarde de esas corridas por el cierzo en que las garrapatas se quedan sujetas al felpudo por temor a arrecirse, la cola de un cometa de tordos se desprendió de los cables del tendido y su estruendo mate y córvido le aceleraron su jadeo.
Aterrorizado y con la huevada protegida por el rabo, corrió a curar la polvorosa hasta las faldas de Chili al quijero donde solía hacer la rosca. El par de dos habían estado hueseando en las granzas del cornero entre el canal y la carretera, un vado donde antaño se tirara el cernido del grano, frente al reformatorio infantil. Les gustaba el chirriar de los presecillos en su tierna cadena de alimañas en flor. Chili había encontrado un trozo de salón por entre lo irreciclable de lavadoras, polietilenos y aglomerado. Redish fue a sacar tajada, puesto que él se lo merecía todo, ya y directamente, tan dispuesto para con uno de sus platos favoritos y premio de uvas a peras del por alguna buena hechura desconocida, no en vano esta magreta de sabrosura y solidez llevaba su nombre en honor de uno de los padres del materialismo, filosófico y empachante. Pero Chili no compartía ni la filosofía ni la tajada y, ¡qué carajo!, la chuya seguía en sus fauces. Bueno, corrijo: sobre el caucho raído de un neumático en que la tenía apoyada para hacerla trizas.
Él lo intentó de nuevo, indiferente a los feos femeninos, y por poco caza de verdad, con la revuelta de la parienta que con un colmillo y una lucecilla salvaje en sus ojos tranquilos advertía que lo cardaba y si no, al tiempo.
Bubeó agachadizo un metro atrás y observó con envidia la merma del condumio en espera de un menú que con las sobras disponibles dejadas por ella no le llegaba ni a sus ansias. ¿Ese era el pago a su compaña de lujo? Pero, ¿a qué venía aquel esquinazo?  ¿Acaso no la tenía contenta con su donosura o no eran suficientes sus talentos y mundología para su desconchada filiación? Que no anduviese muy fino en la defensa del territorio no quitaba para tenerla loca por su hueso, como ella misma le había manifestado con la ampliación de la temporada de arrumacos en que la dormitera y luz de enero, cuando toma la sombra el perro, lo llevaba en rueda con el paso de los jilgueros hacia un amancebamiento de conveniencia o un concubinato de pernada.
Le había dado el día y ahora, al no encontrarla en el quijero, la recordó enfrascada en extraños preparativos entre las rajas de hormigón escombrado con azarosas formas y cavernas. Pero aprovechó que el sureño traía con él el hedor metánico de una granja de cerdos y el único perro al que le molestaban ciertas pestilencias se pasó al quijero norte del canal y allí se amagó.
Al despertar no vio a la malamada y supuso que la hallaría detrás de comida. A sus horas, le entró hambre. Venteó en lo alto y cruzó el canal hasta el reducto. Su cabecica le proyectó el momento en que ella se lo llevó al huerto de rábanos por un roto de malla del quicio de poniente donde, tan pronto furtiva como desafiante, pendenciera o tiquismiquis, con la cola sobre el anca o a media vela, voluble o pegajosa, ahora huidiza y al segundo blanda como el rocío del ángelus, temblorosa o implorante lo extraviaba en el laberinto etiológico.
Él, hecho a la norma civilizatoria y el trato codificado de alcoba, la dejaba hacer sin fuste, en una parada nupcial de puro error de cálculo que sólo la humedad de abril adelantada en los enclaves de la hembra corrigió poniendo las cosas a su sitio. Aunque no sin esfuerzo, pues él, cuando se vio en las condiciones que como perro mujeriego tenía como caseras, poniendo a prueba su enseñanza fuera de lugar, trató de tumbarla con lametones de maestría industrial en lugares jamás soñados por una perra, que se revolvía defendiéndose contra el acoso frontal, obstinada en mostrar siempre su grupa, con un forcejeo de ambos en círculo, él por aprisionarla y ella por no caer, que liaron en redondo tal destrocina de forrajeras como si el ímpetu hubiera sido el del apareo de jabalís. Macho y hembra, por supuesto.
En uno de los intentos de agarrada, entre tanto apuro y zarzaneo, el séter se cogió de antebrazos a la riñonera de la híbrida y más grande hembra, y las partes esquivas al fin vinieron al pelo, como era de suyo. Siendo así que los rábanos, cuya carne rojiza sobresalía dos dedos por encima del caballón, quedaron listos para su cosecha y un perro faldero se estrenó con su raza mientras que con el traqueteo creía ver a las lechugas cobrar vida en el huerto.
Al meter el hocico en el covacho prefabricado, el hueco se llenó de un rugido inequívoco que se repitió cavernoso y lo disuadió a quedarse por allí hasta el desenlace, a comerse su hambre mientras tanto. Al rato, al repretarla, fue peor, pues sus ojos de natural laxos, poseían la clara determinación de la muerte, y a su lado unos destellos diminutos y frágiles de voz, que todavía le preocuparon más, hasta ahuyentarlo.
Desvalido en solitario al hallazgo del difícil rastreo de la vida, lo encontró, ya de noche, en unas cabezas de melva que robó a unos gatos y casi le llevan un ojo, de la cara.
 El día posterior fue peor, como suele suceder. En vez de desayuno, no encontró sino saña y dientes. La hasta entonces más imponente que temida disponía como añadido a su afrenta de unos pequeños bultos que disfrutaban  a su antojo de su tendido de pezones. Lo que agravó su estado de fatuidad y discolez. Y el de sus carnes, que se evaporaban inversamente a como engordaban los retoños.
A dos velas, lo que empezara con el salón principiaba a esclarecerle las costillas. Y cada vez que su curiosidad lo llevaba a la gruta, la guardiana de aquellas bolas satinadas causantes de su magritud, le bramaba, a él, como a un extraño.
De modo que, cuando los diversos proveedores de comida de Chili que ponían en entredicho el de quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro, le clarearon la camada hasta sólo tres cachorros, Redish puso otra cara. Incluso se intuyó padre, al ver a uno de los supervivientes mostrar las maneras absoludisolutas y distantes de los elegidos para la gloria canina. Pero, entre su distanciamiento, sus celos y su miedo a las mandíbulas maternas, no se atrevió a ejercer. Y así, desidentificado con su progenie, se fue quedando famélico pero bonito.
 Convencido de que aquello no era vida, el día en que Chili, en una muestra de que asumía su buena cuna, le llevó un viejo número despachurrado de una revista sobre la familia, Redish se alejó diez metros estorbado e inquieto, desriñonado. Y así fue como Chili, tomada su solícita intrepidez cultural como oprobio del caro, vio clara la incompatibilidad de caracteres.
Ella no podía saber que la reacción de su compañero era debida a su memoria del día en que aquel pitbull de la casa de al lado salió como un cohete detrás de un estudiante que había discutido con su dueño en la entrada del chalé, y ya derribado en el suelo, al pobre no se le ocurrió otra cosa que poner entre su cuello y las fauces del bicho un libro que, mordido con tal ahínco, no podía el perro sacárselo de la boca ni a trompadas ni con el terremoto desatado por su atraganto, y casi se vuelve loco, encarado con el dueño que, también histérico, al final pudo quitárselo de entre los dientes, mientras lo escupía en el suelo con maldiciones: “¿El Capital?, ¡El Capital tenía que ser, mecagüensusmuertos!”. Lo que explicaba el rechazo de Redish por algunos impresos y su difícil digestión.
 Pero él también estaba ya un poco harto de los sofocones de pareja y a cada uno nuevo, se ponía a vagar descontento sin amo y sin esclavo, que lo mismo le daba, por las difusas arboledas difusas que emportaban el horizonte y, ya fuera por el renacimiento estacional, las caléndulas que lo despistaban, las abubillas remeras bajo las ramas de los chopos o el olor primerizo de algunas yedras y retamas, se dispersaba atolondrado echando de menos una totovía que le enseñara el camino de vuelta.
 Eso, por no hablar de lo que suponía como pieza cotizadísima, siempre en peligro de esclavitud, ignorante de la codicia que en caminantes y merodeadores despertaba. Gracias que un viejo vecino y enrobinado cazador, al no poderlo guardar para sí por injerencias de la cónyuge, iba diciendo que se lo habían dejado durante los fríos para que se estirara, que era un poco encogido y no regía bien con las torcazas, y cosas así, y gracias a esas y otras triquiñuelas y el horchatismo del animal, mantenía el biotipo. Pero, por imposible que parezca, ya le habían echado el ojo más de uno y más de dos. Y Chili se arrimaba lo justo a su querencia, de la que no quedaban ya sino solajes.
Un día en que rebuscaba en las cestas de basura de un merendero al que acudían caballistas y coches camperos, al pararse en los faros de uno de ellos le pareció reconocer la vieja pegatina del Club de Fabricantes de Raza que, en su honor, su dueña pusiera junto a la boca del depósito.
Reconocido en su propia ilustración, se quedó prendado de sí y tan extasiado que se sentó.
Chili empezó a darle meneos de prisa por lo cercano de su hora de lactancia. Pero el séter era una estatua. Ella le hizo la espera, ¡a ver si el señor quiere mover! y entonces se oyó aquel grito.
 “¡¡Redish!!”
Un cuerpo de mujer se les echó encima, tomó al séter entre sus brazos y empezó a besarlo, a apretujarlo y todo eso. Le levantaron la cabeza y en presencia de una timorata Chili, retirada a distancia prudencial, los presenció anonadada frotarse las narices, y cómo el séter, reconocido en la escena familiar y en los viejos olores hormonales, descongelaba su mirada enteca en el seno de aquel calor pectoral, y le tomaba de nuevo el pulso a las glándulas reaccionando  con la saliva de las suyas ante el tono de bronca percibido en el timbre de su dueña de siempre, que lo entraba ya en brazos en el vehículo, al asiento que como acompañante tenía reservado.
El coche echó marcha atrás con nervio, y al salir del estacionamiento lanzó un último respingo a la desconcertada Chili, que se apartó de milagro. Él, Redish, se revolvió en su asiento y apoyó las manos en el cristal. Y según aquel diablo rojo tomaba las de villadiego, ella creyó ver una sonrisa indefinida en su hocico, mientras se convertía, con la distancia, en una perra cada vez más insignificante en el mogollón del aparcadero. Una vez más, la verdadera clase consistía en desechar lo bueno y escoger lo superior. Jamás lo olvidaría.

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