jueves, 12 de marzo de 2020

Nuevos ico(ñ)os


Hay que distinguir entre mujer como concepto y mujeres como género. O al menos eso me dijo una vez una feminista de respeto y algo de vuelta.
Una chorrada para el común del personal pero que, puestos a llevar las cosas a lo trascendente, no lo es tanto, como lo demuestra el batido de siglas, matices y subrayados aflorado tras la eclosión del feminismo como último gran producto del hipermercado social, y de ahí la efervescencia del bicarbonato del nuevo recambio utópico, con toda su retrónica de dimes, diretes y puntualizaciones, cuando no confrontación, guerra y toque a rebato, con su cháchara pertinente de acusaciones y contraacusaciones de manidas palabras trasladadas de la política de toda la vida al nuevo campo de exterminio, como son sectario, sesgado o mercachifle, en la utilización, casi siempre legítima, de la causa de la mujer, que se supone que además es persona, dicho esto sin recochineo, e independientemente de que con ello se induzca (o no) la consideración de que las mujeres (en plural) ya eran mucho antes de Buñuel un simple objeto del deseo, y si nos remontamos algo más ni siquiera objeto y, en el mejor de los casos, sólo deseo.
Quiero decir con este batiburrillo más o menos subconsciente, que las mujeres lo que han tenido es que ir ajustándose a percibirse, buscarse y representarse según los modelos que para ello ha habido por épocas. (Y la de ahora lo es de desenfreno, en el buen sentido, si es que lo hay). O sea, como todo el mundo, sólo que con la obligación de identificarse según prismas que en la distancia se les acusa de machistas. 
Aunque en esta reconceptualización haya mucho de que hablar y quién nos dice, por ejemplo, que la imagen icónica y referencial de la Virgen, que tanto les ayudó en su identidad allí donde esa representación simbólica abundaba en contacto con unos trazos reales –por mucho que lo nieguen y ahora haya pancartas poniendo en su boca que en estos momentos también ella abortaría–, y que ha desembocado en una imagen de sí que ve ya como impropia la virginal y sin embargo materna requerida en otro tiempo y que se quiere modificar para hacerse respetar en la nueva, para lo cual toda tradición (y cultura) es un obstáculo.
Las mujeres que están en contra de este tipo de enclaves identitarios, no es que se equivoquen, es que deberían tener cuidado con rechazarlos sin tener en cuenta que ellas son un objeto histórico de la publicidad que las ha conceptualizado por un sistema de signos doble, simbólico y real, icónico y diferido, denotativo y connotativo, dentro de la más completa ortodoxia del procedimiento lingüístico descrito por Roland Barthes para lo publicitario y al que tanto se deben (y deben) tanto la mujer concepto como las mujeres género, ahora a la greña y en preguerra civil.
Matrimonio este, mujer y publicidad, muy mal avenido para lo bueno y para lo malo, pero que ha venido a constituir su corpus de conocimiento a través de su cuerpo mismo. Y ya tenemos otra, porque si hay un caballo de batalla con el que el feminismo pretenda establecerse por su cuenta, ese es el somático, no muy bien aceptado como fetiche en su conceptualización a través de la sexualidad, maternidad, etc y que las lleva a su gran dilema  sociológico actual definido por Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo de que ”el hogar público no sólo debe satisfacer las necesidades públicas en el sentido convencional, sino que también debe, ineludiblemente, convertirse en el campo para la realización de los deseos privados y grupales”. Pero ¿cómo?
Al cuerpo le llueven bofetadas porque dicen deforma la imagen femenina restringiéndola a lo anatómico, forense también de lo espiritual, que coloca a la mujer en otra edad media de su destino, como si otro San Agustín lo hubiera rediseñado en pretaporter y por la publicidad como conceptualizador espúrio, creador de imagen y de la realidad misma y referencia de los procesos de naturalización, también de la mujer.
Y negarse la utilización de unas tetas, por muy de leche que sean, no conduce sino a negar, además de la evidencia sexual genérica, la forma de recreación de una cultura que, exhibicionista y todo y forjada a través del cuerpo, es el útero hoy donde se cuece cada cual, y mal está el tajo si no se tiene más recambio que un sectarismo aprendido del sufrido que no declara por ejemplo tan execrable como el uso de los caracteres sexuales el que en la misma propaganda se hace de la ternura, inocencia, y virginidad del niño del entrepecho o de la mismísima maternidad.
La misma lógica parcial, interesada y productiva que ha hecho de las tetas material comercializable es la que ha creado en positivo la carnaza de lechal de la infancia. Y sin embargo, ahí está, y con el beneplácito femenino, cuando muchos hubiéramos preferido que fuera el niño el que desapareciera –por proteger su imagen más que nada, también, podríamos decir–.
No estaríamos en consecuencia, más histéricos postfreudianos que quien sustituye la historia por la neura en vez de aplicar, con las mejoras pertinentes, el viejo dicho de a lo hecho, pecho. El/la que lo tenga, naturalmente.

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