martes, 7 de abril de 2020

Los zanguangos


A Marcelino le molaba el fa de trompeta de Love and Happiness, de John Cougar. Pero también le gustaban las criadillas de cochino, y opinaba que papearse un plato de “Fábrica de cerdos” al jerez, a ritmo de rock recio era sencillamente soberano, qué huevos. Un atiborre que le ponía el coco en movimiento para soñar con un tal San Servando que, según dicen, tenía unos cojones que lo llevaban dos bueyes e iban sudando. Aunque mover mover, lo único eran los pies, y no para marcarse una tijera; todo lo más para buscar el camino del Tejas. Si le hubiera gustado el café expreso habría ido al Julandrón y, de paso, mirado de empujar con la María. Pero pasando de marías, aquella tarde encarriló directamente en pos de medio pollo de perico para rematar la faena del día, sin pensar en lo que su cuerpo se perdía por no gustarle el cafelati. Pero todos sabían que era gandul hasta para yacer y de hecho toda su quinta lo había excusado con el mote parejo de  “Cagacojones”, por lo de que de lo que se come...


 El gentilicio le venía por línea directa de sus múltiples performances. Exclusivas Torralba, o Torralba S.A., en otros tiempos miembro secular y de honor de la muy lúgubre Orden del Paso del Pendón, que sólo salía de madrugada en Jueves Santo, de la que había asimilado su recogimiento para el cuerpo y una sagaz racanería de sacristía para su conducta, que dispensaba sin medida a sus semejantes y no tanto, siempre en busca de horizontes para su abigarrado panorama.

El Tejas no era un bar, aunque había gente que no las tenía todas consigo. Era el proveedor de polvo y era pecoso. No mucho. Sólo lo suficiente para ser tenido como de raza blanca. Una indefinición ésta de leche manchada que le hacía parecer mulato de finés y sueca. Y eso en su biotipo.

Algo así como pelierrático y pajizo, el resto de su cabeza pintaba plumón de pollo de Vitigudino en coronilla, sin saberse si es que le iba a nacer o pelechaba. Y con las zancas flacas sin llenar el pantalón de soplón de fogón, daba el pego de ser casi alto, y a sus treinta y seis se las daba de que nadie le hubiera tocado la cara jamás. Y era normal. Pero él ni sospechaba que alguien se atreviera a soltarle una hostia a quien sólo aguantaría media. El acto hubiera sido calificado de homicidio en segundo grado, aunque fuera in humanitas defensae.
Lo de Tejas era reciente. Tanto, que no merecía la pena ni acordarse. Lo que de verdad importaba era el apodo que casi había logrado erradicarse y que con tantos merecimientos se ganara en los tiempos de la vietnamita, cuando era Armando López Cancabañán. Por razones caritativas que se desconocen, a este próspero cantamañanas de la transición “quiencoñosvá”, “sancagarán”, “cuidaoquevá”, etc, se le hizo la benefacción de trastocarle lo de Cantamaitines, que le evitaba la improrrogable cacofonía con su segundo apellido, por lo de Cantamatíns para darle un aire, no sólo de menos clerecía, sino también más internacional, decían los malpensados, para ir avisando en un lenguaje más europeo, al resto del continente, de su lentos pero seguros ascenso y amenaza. Por aquello de que la revolución, entonces, se exportaba. Pero, contra pronóstico, nunca viajó cien metros más allá de su territorio, al que se podía acceder de una forma increíblemente segura y directa, pues, sin malgasto de orina por su parte, no en vano disponía de otras glándulas, podía uno llegarse hasta él por el solo olor de su epidermis, que nadie creía –en su escuchimizamiento– pudiera exudar tal cantidad de sustancias apelativas por lo desagradables. Si Moisés lo hubiera conocido, lo habría añadido como octava plaga.

Este zorrillo de los callejones se encontraba apostado contra una tapia construida con puertas de derribos engarzadas unas con otras de forma tan precaria que, viéndole las panzas que hacía, apreciábase la diversidad de calidades, habiéndolas roídas por la pesadumbre de la historia, otras incólumes entre marrones o verde ova decaídos; o pintadas de forma majadera de color madera, y todas se inclinaban vencidas como armas de ejército perdedor pareciendo rendir pleitesía con sus jirones de sapeli y vetas avirutadas de sintético a aquel marqués de tapial.

Este tapial, historia del umbral y umbral de la posthistoria, mosaico decadente de tendencias, era denominado por sus asiduos como La Trapera, no por su promiscuo entretejido sino más bien por el trapichero paño al cabo de la calle allí vendido.

Los nostálgicos de días más eximios y con más amor por la resonancia ambiental también la denominaban la de las Tres Culturas, sexo, droga y rocanrol. El Tejas pertenecía a la segunda y como no era ni medio tonto y crepitaba en lo decrépito como rana en movedizo, se medio apoltronaba sobre una puerta de haya color pirita que hacía un mirador con rejilla en el centro a la altura de su cabeza que servía de marco enrejado para sus orejillas y pelillo de rata almizclera, haciéndole una que ni pintada jaula y oficina que muchos hubieran querido quedara sólo en lo primero.

En esa pose medio tirada de sofá en vertical, con una pierna desmadejada sobre la tabla que le servía de gabinete, recibió al bigardo Marcelo cuando se personó, dado que era de confianza, con un aspaviento en su cara de aveztruz tiñoso y sus manos en los bolsillos de su cazadora vaquera, sin salir a saludar al viejo amigo, que Marcelino agradeció en su fuero interno, pasando con su locuacidad de breviario a tirarle unas puyas:

–Te veo derrengado. ¿Es que has empezado a tomar de tu propia mercancía?

Cantamatíns, reserva espiritual de lo hediondo, cobró una tambaleante vertical, y con un sonrojo desnatado y con la forma tan suya de hablar quedo, a medio camino entre la excusa –obvia en él–, el forzado tartajeo, el deslizamiento inacabado de las palabras y las coletillas que engrosaban el cincuenta por ciento de su verbo, le expuso:

– Queee..., Marce, que hoy –movía una ceja para un lado como si tuviera a media nómina de estupas tras la tapia– ..., que no, eh, ¿me entiendes?

– Mátate.

A Cagacojones le gustaba, hosco y con desprecio, curtir a tiras las formas sensibleras del Tejas, por ser un engendro de buena cuna.

Esta especial lucha de clases de un principio había derivado en una dura competencia en lucha por la vida que había terminado por acercarlos físicamente y, si el aceite de medio grado escurría de toda la cabeza de Marce hasta las guías de su bigote mestizo, a la de Canta, resudante de mugre, no le faltaba más que una señal de tráfico que advirtiera: precaución, terreno deslizante.

De pronto, Marcelino pan y pringue, sin dejar de taladrarlo con la mirada, sacó la derecha del plumífero. El blanco percebe dio un respingo. En la mano del otro apareció un cigarro, estilo indio cabreado, y divertido con el puro canguelo, tan serio en su papel de asustaespantapájaros, dijo con sorna:

–Te falta un hervor.

Y lentamente fue sacando la izquierda de más abajo, como una ladilla de sus cojones, enseñó una chinica como un piojo, con lástima por ser la última; la metió en el extremo del pito con la uña meñique, dejada larga para estos menesteres y otros de igual zafra, a la manera de una navaja suiza de suyo natural y ungulada, se lo puso en la boca y mirando al centro del Tejas, pidió:

–Lumbre.

El Tejas siempre reaccionaba cinco segundos después, como esas retransmisiones peligrosas de televisión. Bien se podía decir que actuaba en diferido. Se lió en una serie de movimientos como de arte marcial contra él mismo, a punto de hacerse daño, carraspeante lastimero mientras repasaba sus escondrijos: “...tenía... a ver...”. Y sacaba un navajita de llavero, “pues... yo, ya”, un librico de papel de arroz, o un moquero con más cuadernillos que una cebolla, veintitrés pesetas en calderilla, ”...joder...je...je”, un billete de autobús del mes pasado, un casete, un reloj de propaganda sin correa, y lo iba amontonando en una mano mientras con la otra se contorsionaba intentando buscar con frenesí. Esto, unido al ronroneo y la queja incesante de sonrisa indecisa, le hacía parecer haber cogido un sarnazo o que se le había metido un cortachuchas por las costillas. O es que trataba de darse la vuelta a sí mismo como un faquir loco.

Todo un esfuerzo dilapidado, pues ya Torralba le había pegado al pito, lo miraba con detestez y le echaba la primera bocanada de humo, haciéndole sentir en su papila el pastoso olor melífero de la mierda de segunda que Marce se instiló apurando de un golpe de aspiración la punta del pito de medio dedo de grosor. Y por la punzante dulzura que le disolvió a oleadas la mirada, como si una piedra hubiera sido arrojada al centro del estanque de sus globos oculares, volviéndola volátil y de un engañoso remansamiento, podía darse fe del efecto de la calada.

–¿Cómo te atreves a quedarte sin existencias? Está visto que tú de camello no tienes más que la pellica.

Cantamaitines comenzó con su rezongueo asustadizo entre dientes:

– Esque..., verás, laaa...¿eh?, la semana pasaada..., y ahor.., yamentien...

– Cojonudo. Tesentiende de cojón de mico. Me he enterado de todo. Y sin traductor. Bueno, vamos al turrón. Que dónde hay que ir a por material. Y si necesitas un hombre..., aquí mismo, mi menda.

– Mmm, pue.. homb, la verdad es que habí qued con, yamentien...

Retortijeó, sacando chepa y cuello de tortuga, trefilando con las manos el aire tal y como se devana una madeja y, en su caso, aumentando el embrollo.

Marcelino emitió un dictamen aplomado de asentimiento. Sabía que en ocasiones algunos pibes, deseosos de salfumán para su raquis, acudían al Tejas como guiados por un hada madrina ahíta de malvasía –pues también las hay que pisan mierdas–, y una vez ante sus infinitas dilación, angustia, estolidez, monserga y estulticia, apoderábase de ellos tal malanga y mal fario que dimitían del tapial como si una brasa en la trasera los despavoreciera. Y como Cantamatíns iba lento de nervio, confundía este cagoneo con algún progrom en su contra y salía barrileando con ojos implorantes por la calle en busca de sus captores rogando piedad antes de su apresamiento. Que entendía Marcelino si Beethoven no tendría de modelo para su Patética a algún antepasado del camellata, no dudando en cambio en afirmar que si los maoístas habían tenido como pasadores de prensa clandestina a sujetos de tal estirpe y laña, la revolución hubiera debido de pedirle daños y perjuicios.

Y como leyéndole el pensamiento, el sinapismo –queriendo decir con ello casi de todo excepto una contracción de sinapísimo– seguía empeñado en disculparse:

– Ehem, ya sabs tú ehh, la cosa del corte, tú te acuerdas del subma..., ya sabs, el Submar...¿eh?”

– ¿Algún submaricón? –Exclamó, nada alentador Torralba, castigando–. Mira, Tejas, no tientes más las tetas a la suerte, eh. Habla claro o te meto dos eh..., ¿eh?

Lo cual que Cantamaitines se violentó huraño, quedándose a media vela de lo que iba a decir. Torralba retrocedió:

– Bueno, tío, tranquilízate, pero a ver si te aclaras, que menudo polvo...

Pero iban a ser peor los lodos.

– ¿Vamos? –Preguntó desde su cabreo de estreno, el panoli.

Y comenzó a hacer ojeos sin rumbo, en diferentes direcciones.

 Marcelino, sin saber qué camino tomar, preguntó paciente que por dónde. Sin resultado. Mientras, el Tejas le apremiaba de obra y casi palabra para que se adelantara.

– ¡Pero por dónde, cojones!

Se puso un poco fuera de sí el Marce. Luego y no sin dudar lo suyo, el Tejas se sacó dos dedos de la cazadora y señalando con la mitad de uno de ellos como si se lo fuera a comer un perro, dijo tímidamente:

– ¿Poor... ahí, eh, ...¿val...?”. 

Al fin. Pero pronto Torralba comprobó que el avance no iba ser tan fluido, pues su colega, a la mínima se quedaba atrás distraído con su zaragata, andando como un peregrino colocado, y él se revolvía como un podenco al que le han restregado un calcetín sudado, perdido en el laberinto de callejas borrosas del barrio viejo, mirando a lo alto, por si le caía alguna teja, aunque el otro era peor, actuando con él como reatero de mula impredecible, sin explicarse cómo había logrado traspasar los 36, pronosticándole no llegar entero a 39, convencido con esta compaña cuesta arriba de que todos los caminos conducirían a nada.

– Oye, ¿y... eso que antes, hum, cantabas, ya sab...eh, de los Rolling, eh? - Y comenzaba un desentonado rurrú devastador para él, un orejas exquisitas- “...Jau many...taim, mostugó...”

– Pero si eso es de Dylan. Oye, mira, no te canses. Lo tuyo es el Nino Bravo.

El Tejas lo miró galvano. Lo rebelaba que lo sacaran de su generación con tan malas artes. Eso sí que no, con la de discos que le había pasado.

– ¿De Yes..., eh? ¿Emerson..., Leikipalm...? –recitaba como a veinticinco pelas la respuesta–, ¿los Ju..., no? Entonc..., los Cridens.

– Mira, déjalo. ¿Quieres que te ponga una de los Beatles, a ver si la aciertas?

No le hacía gracia que lo dieran por viejo, y empeñado en sacar del atolladero cultural a su memoria, otra vez se rezagó y Torralba, de que se cató, iba ya a diez pasos internado entre bodoques. Blasfemando, se sujetó en una bocacalle de tres direcciones y lo esperó venir cabezagacho, con los dedos en los labios, abstraído y sin cencerro.

– Pues... no caig... es que..., ¿pued... eee, repetir? Lo tengo en la... en la punta de...

– !En la punta del nabo! ¿Pero tú no te acuerdas de los Jam?

– ¿Yam...Yam..? –No caía. De repente, levantó la vista, se quedó ante la rosa lisiada de los vientos de la trébede donde estaban, alzó el brazo señalando en las distancia y anunció:

– Yam…, Yamos llegao. Allí es.

Y entonces y sólo entonces tomó la delantera, dejando al Marce como si se hubiera tragado un estropajo, ciscándose en todo lo nacido y por nacer, preso de la duda de si había sido aposta o le salía.

Pero no tuvo tiempo de averiguarlo, porque descendían ya la loma que les embocaba al polvoriento bulevar perdido de cartonajes desgrapados, bordeado de festones de lo que fuera césped antes de que las cabras y alguna burra atadas a los sauces llorones lo calvearan.

Los aires abrileños movían el salvado de la flores de los falsos olmos híbridos, las falsas acacias y los chopos ilegítimos que habían sido plantados por el auténtico servicio municipal de zonas verdes, creando pequeños torbellinos que jodían a Torralba tanto como aquella barriada hecha por el Ayuntamiento a los gitanos con casas bajas con corral, mientras él seguía esperando una respuesta a su petición de un apartamento social.

De inmediato, se receló que iban a visitar al Submarino, un gitano raro que tan pronto podía vérsele en las discos más in, como con un colchón del Atleti reventado de yerba para los conejos atado con un vencejo al techo del R-12, pues no tenía baca. Un arte forrajera ésta que le hacía sospechoso de andar compinchado con algún proveedor que, según el oraje y la estación, le dejaba los consumibles de su tráfico, bien fuera en los ribazos, las cunetas, las lindes u otros territorios de baja estatura, entre las collejas, los espárragos de riza o los caracoles serranos que formaban su coartada. Y si la peña consumidora –Marce entre otros– se veía impotente para comprobarlo, era entre otras cosas porque para pillarlo in situ había que levantarse temprano, de forma que el Submarino my friend tenía como arma secreta contra la delación y los moscones a sus tremendos madrugones.

Llegados al umbral de una de aquellas casas rojizas que tenía sobre el dintel de escayola la inscripción, “Jesús, el único camino”, con un pájaro grande de plástico, un tármigan o familiar, pintado en verde moco al lado con cara de chiste, la puerta se abrió como por ensalmo y una gitana madre rellenó el hueco con una sonrisa de mucha carne. Debía tener al Tejas en proceso de adopción, porque franqueó el paso sin más y gritó:

–¡Juaniyo, hijo, que bajes, que aquí te quieren no sé qué pa qué!

Y enseguida los envolvió la atmósfera inciensaria, pegajosa de santoral con que el salón había sido diseñado sin necesidad de acudir a ningún estilista. Parecían haber fundado allí una colegiata: los cuadros de Cristo, láminas, ejercicios de copia de la universidad popular, enmarcados en horribles marcos de voluta, defendían el fuerte con exorcismos en hierro forjado, cobre moldeado o repujados de estaño, que enunciaban icónicamente lo irreversible de un credo recién adquirido, en las paredes, “¿no alimenta Dios a los bestias?”, sobre la chimenea de mármol rosa; “la palabra de mi padre es sagrada”; o al subir la escalera, junto a un atizador de bronce machucho: “¿hay mayor placer que el Cielo?”.

–Nosotros es que creemos, sabe usté –se dirigió la mujer a Marce, viéndolo iconoclasta–. Hamos visto la luz de una. Y es que antes estábamos arrelumbraos de tanto meterialismo. Ay, es que mi Juan –pasó a disculpar al esperado–, como se tira hasta las tantas orando al señor por tangos, pues que me se queda sin resueyo en asoluto... pero estalcaer...

Su redondez olía a alcanfor, muy distinto al romero que emanaba de los percales, tarimones, cantareras, plateros de herraje, insignias, cojines y sillas torneadas de gitanos serios con doseles con cristos de palo, sayas de bolillo y una virgen de Fátima de yeso a medio pintar que había quedado del naufragio santero del catolicismo de antes de pasarse al evangelio a ritmo de rumba.

–A nosotros la que nos abrió munchismo los ojos fue mi prima la Nazarena, la de Hospitalé, porque es que ayí van más adelantados en tó. Con decirles a ustés que la van a hacer sacerdotina, que creo y que en eso somos los primericos, antes que los ingleses y tó. Allí van muy trempaneros. ¿Me está comprendiendo? Y vamos a ir toa la inglesia, que aquello va a ser como si cantara el paraíso terresnal... ¡pero hombre, Juan, por la Sangre purpurina de Cristo!

Se giraron. Por la escalera venía ya un luengo, algo corvo y pechiestrecho joven todo de negro, gangoso de mueve y pajolera expresión que no mudó al verlos, rascándose su pelambre de tinta de jibia a lo Camarón.

Se paró a la mitad e hizo un ademán vago de que subieran, y los invitados así lo hicieron, pero en cuanto dio por ida a la madre, se volvió como un rayo y mandó silencio.

El Tejas y Marce por poco se caen rulando. Luego observaron el vigilar de sus ojos cipayos con el morro leporino adelantado en aquella cara aviruelada apenas rayada por el vello. Hizo otro gesto y se los llevó con el culo a rastras por las paredes hasta el corral, hasta un porche motejado de aparejos, bajo una infante parra verde.

Una vez parapetados tras un carro de varas, el Submarino, con la muñeca de su mano derecha pegada a la hebilla del cinto, la abanicó en manifiesta señal de ponerse a cubierto y soltó:

– Pero por las angustias del Señor mi Dios, vosotros me querís buscar una ruinica u qué. ¡El dichoso Verbo nos ayude!

Con la típica malicia enconada del necio, el Tejas, dándose por aludido sin hacer mucho caso, con aquel don suyo de trapecio, empezó su insólito chafardeo de Pascuas a Ramos, sin éxito hasta que Torralba se lo tradujo al Submarino:

– Que si tienes pa meterse. Que es que a aquí le da vergüenza.

Rebajó la profesionalidad del Tejas.

El Submarino empezó a guiñar, sin moderar el tono:

– ¡Por Dios Cristo Redentor, que sudo sangre, es que no me veis!

 Con especial énfasis hacia los portones del corral.

El Tejas juntó los puños en el aire y empezó a mecerlos pretendiendo acompañar su trabalenguas con esta cabalgata, pero el Subma no hilaba, mirándolo con un ojo entornado y la boca torcida de pavor. Torralba S.A., consciente de su deber y doliente de su porvenir, se aburría yendo de uno a otro y exclamó:

– ¡Que si hay jaco pa fumar, joder!

Juan el Submarino entró en pánico, y antes de ponerse el dedo en la boca para frenar al escandaloso, extrañamente ronco aunque inmaterial pero inminente, se abrió paso entre el garabiteo risueño de la vida del corral. Acallados por esta presencia inane, se pasaron uno a otro el temor del silencio, hasta que éste estalló a tres pasos:

–¡Conque jaco, eh; pues vais a tener jaco!

Su reciedumbre de medio luto, con chaleco y pantalones de tratante rayados acabados en un trípode de botas camperas y un garrote de cerezo con porra hecha de un nudo de injerto, y su gorra de mojama como marco ideal para una cara calcinada en la que el descaro del tiempo había amasado una tasa de sentimientos crudos cosidos con arrugas, algo le sugirió a Marcelino que, con un toque de codo al Tejas dijo:

–Arrea, un tío con un traje del siglo veinte.

Y el aire tremendista del viejo se hizo onda expansiva y retumbó sin quitarles ojo:

–¡Juanico, anda y tira y sácate al Golondrino!

Hasta ahí, el par de dos mostrábanse más asombrados que aturdidos, con curiosidad más que temor. Pero al ver apartarse de su vera al Subma con gesto acólito, hasta un hueco negro como tragaluz que se hubiera comido la claridad del día en las paredes, y verlo allí dudar de su paso y persignarse, fue cuando al Marce le vino aquella canción de corro, “quisiera ser tan alta como la Luthwafe”, y deseó volatilizarse. Por eso no vio a Cantamatíns sonreír estulto al presentar las credenciales al padre de la criatura. Ni vio subrepticia, aparecer tras ellos a la espléndida madre con forma de botijo ibero, secarse sonriente las manos en la bata de guatelé, rellenando la salida. Los verderones trinaron en la leña... y después, un relincho como un grito de guerra lo apagó todo.

 El Submarino lo llevaba a duras penas del ramal. Batía la tierra con sus manos, caracoleando soberbio ante la parada inesperada. Arisco de viento, se empatilló dócil al ver a su domador, que dijo ensanchado:

 –¡Ale, uno de ustés, arriba con él, que van a probar lo que es un jaco!

El Tejas compuso cara de tener apreturas. Y el Marce, que aún baremaba la situación como distante, se fijó en los ojos del animal, líquidos e irónicos, poco caballunos.

–¡Ale, que ustés están hechos buenos mozos y de to hay que probar en esta vida! ¡Usted mesmo que está más cimbreño y tie tipo jinete!

Jaleaba la mujer desde atrás. El Tejas no daba abasto a mirar a todos. Se fue implorante hacia el viejo como si se hubiera confundido de caballista, pero éste levantó la garrota malas pulgas y en ese momento el potro relinchó remolineando farruco. El Tejas, en medio de los peligros, se quedó extasiado ante su alzada rampante en altísima amenaza. Pero ya el de atrás le azuzaba tentándole el culo con la punta del garrote: “¡Ale con él, valiente!”.

El jaco cesó los volatines, como esperando el pasaje adjudicado, que bubeaba boqueante y caritonto, atenazado por el jiñe, poniendo su mano como barrera ante su vena arisca. El Subma le tiró una rienda por el otro lado, pero el otro se abujaró. Entonces, un “¡o te subes o te subo!” lo echó sobre el moñete de crines colgante de su frente, quedándose helado y sin sudor. Hizo entonces la pantomima de a ver si, por no poder, obtuviera el indulto. Pero en una de sus falsas intentonas, mientras rogaba al viejo con la mirada, el hijo lo cogió del tacón y lo izó al lomo del animal y allí se quedó como un alambre pasando su mano temblorosa por la aorta del monstruo que, quieto, escarbaba la tierra.

Estaba suspirando de alivio cuando el viejo ordenó:

–¡Ale con él, Golondrino!

Y la vieja:

–¡Ahí, ahí, a pelo, como los mesmos hombres. Así se hace, corazón mío, con garbo!

Y aquello fue la fin del mundo. Cómo si hubieran tocado los clarines negros, aquel jirón del averno se pegó un chute hacia arriba y al caer creó un remolino de polvo entre corcovos, saltos de Nijinski y giros de peonza ligera de cascos, que era como si un tornado bonsai se lo hubiera apropiado. El patio enmudeció, y en un relajo, la nube hizo un claro y por entre su niebla pudo verse al Tejas preso en aquel pegaso córvido.

Torralba, que no quería mirar, no pudo creerlo. La gitana redonda hervía de gozo: “¡Ele, ele, mostruo, torero!”. Y su hombre se destartalaba congestionado: “¡Hale, Golondrino, que no se diga!”, haciendo revolotear el garrote. Y la tormenta rejuveneció.

La nube desatada confundió lo sólido con lo gaseoso de la tierra perdida como soporte. Y cuando la amanita de polvo menguó, el cuerpo de sardineta del Tejas salió expelido de ella como si aquel volcán con pezuñas no le gustara el pescado y lo barbotara.

La costalada que siguió fue como si una albarca gigante con suela de camión se estampara de plano contra el suelo pardo de cal y gallinaza y quedara tendida e inmóvil bajo el fuelleo de los hollares del jaco, un tanto despectivo.

Madre e hijo se abalanzaron sobre el caído, que estaba entre dos mundos; lo aparcaron al lado de unas gavillas de sarmientos, recostándolo en una albarda, y volvieron a sus puestos sin más trámite, pues el espectáculo debía continuar y el jefe de ceremonias anunciaba el siguiente número.

Torralba, que primero se mostró escapista, reculó hasta la pared de piedra de majano. Después quiso hacer de mago, pero la enlutada familia no se esfumó. Y luego, entre un roce humano quizá excesivo para sus aprensiones, de pescozones y trancazos, fue alzado como un monigote a la gloria de demonio que, en cuanto se vio con la tara, calentó aladares, avivó los rescoldos del fuego de su sangre moruna, y duró más su piafa que su montura, que se dejó caer como un indio de Almería. Pero no le valió:

 –¡Si será desanchaoo, el muy laudino!”.

 Y arriba otra vez, y vuelta a derrumbarse con estrépito.

–¡Hijos de la gran puta, gitanuzos!”.

Y volaban el garrote y la puntera:

–¡Como haber Dios que hoy la catas! ¡No me faltes la honra, eh, no me faltes! ¡No, si este caza! ¡Venga con él!”.

Y perdió la cuenta de sus escalos y despeñes, hasta quedar su cuerpo disipado entre harapos, sin sentir, por remolido, cómo lo llevaban con Cantamaitines, quedando unidos en el dolor y en el sentimiento.

La paz atravesó así los últimos neutrinos de la refriega y por un rato los dos radicales libres no dilucidaron si sus sensaciones eran fruto del paso de la frontera de la vida o una transfusión gratis de corticoides.

Dispersos en este estado desvaído, condensado y a cuatro patas, quedaron exentos del contacto con el entorno, hasta que el horror volvió en forma de R-12 que creyeron –no tenían arreglo– que reculaba para masacrarlos allí, como a dos impedidos. Ante su última hora, gritaron. Y, por gritar o no, fue peor, porque el coche paró, dejándoles el tubo de escape pistoneándoles los humores de la combustión en sus mismas caras, y sin poderse ladear.

Después del gaseo, el Submarino y la madre los cogieron entre avemarías y Dios es bueno, orgullosos por haber servido como vehículos de la expiación celestial, y, aleccionándolos, los pusieron a sollozar en la trasera sin asientos, junto a una hoz y unos sacos de plástico de fosfatina.

Al salir, creyeron ver a la madre sonreírles y despedirlos con un “tener cuidiao”, o así. Luego algo estalló dentro del coche y sus oídos fueron fustigados con la penúltima traca: “ay, la jaca que yo tenía que para trabajar en el contrabando”, que a lo mejor eran los cantos fúnebres de acompañamiento hasta el infierno definitivo.

Los celadores de urgencias no se creyeron mucho aquello de que se habían caído por un terraplén cogiendo lavanda para hacer centros florales el día de la madre, y mientras esperaban que el médico de guardia los dejara para el final, pues no llevaban cartilla ni qué iban a llevar si hacía quince años que los habían expulsado de la familiar de sus padres por adultos (ellos, no sus padres), asilado en una camilla, El Tejas, indesmayable, comenzó a trajinar el aire con su eterno desmanote, más ininteligible que de costumbre con el atropello:

–Quee..., dig  yo, que, ¿eh?, túyamentiend, quee si es que..., vamo, si tú no quier…, que vaya a por…, ya sab…, material, o sea, flipi a tu casa, osea....

Junto a él, Torralba, permanecía cadavérico pero al loro. El Submarino amestizó su fisonomía con aire grueso y, haciendo con su morro una hechura de menos calibre, se descubrió:

–¡Chss! Si es que no me distis lugar a diquelaros. ¡Que mi papa no quiere más jaco en la casa que el Golondrino! Y que Undivé se lo mata si ve perico en la casa. Que lo corta. Lo ensoñó el otro día. Que venía el apocalisis. Mmmuá. Os lo juro por las púas del Señor. No sabís de la que sus habís librao. Porque sabe que sois amigos míos. Si no, sus mata el bicho. Y claaro, me he tenío que pasar a la farlopa. Que eso sí que lo premite. Como es pa engañar señoritos... ¿Me estás comprendiendo? Así es que si sus hace, ya sabís dónde. A mejorarse.
Viéndolo irse, se les congeló el gesto, incrédulos de la aptitud a lo bestia para la parábola y el tropo en general del converso aleluya. 

Desde ese día, El Tejas y Torralba, el uno como minorista y el otro como consumidor, no dudan que fue esa capacidad de persuasión y el poder de conversión insuflados por el nuevo credo en el Submarino lo que les hizo cambiar… de droga. Y el Submarino, cuando hablan de ello ve indicios de fe y no pierde la esperanza de que algún día estén con él como hermanos en Cristo.

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