domingo, 12 de abril de 2020

Ficciones y contradicciones. Contribución a la crítica de la ecología política (para un planeta más justo, naturalmente). Post-it 25


Memorias de una cobaya. Archivo de Índex, nº 3.209.987. Descatalogado.

Fue el año pasado; me inyectaron una nueva variedad de receptor de serotonina, no sé si el 4-b o el 4-14. El caso es que me puse en siete kilos.
Estaba tan monstruosa que la grasa cloacal me ocluía hasta no poder poner. Sufrí varias embolias y por poco la palmo, hasta sobrevenirme una inhibición de la ovulación, y por ahí me libré. Por ahí y porque, como estaba tan horrible, no quisieron sacrificarme, dejándome por imposible como experimento, que fue lo peor pues, de resultas, cogí lo de la vista, eso que dicen protoepilepsia transitoria deferente. Pero eso fue pan con leche, comparado. ¿No me ve usted las calvas y las magulladuras? Fueron unos meses negros. Si no es por la dieta de lágrima no me repongo. Abstinencia depresiva estricta. Me quedé que no servía ni para echar mi enjundia en escabeche. –A veces no somos más que eso, una simple experiencia ajena-. 
En aquel tiempo llegué a comer excrementos de conejo, tal era mi apetito. Cuando se encendían las luces de puesta extra nocturna, el hambre me disolvía el miedo y, al ser verano y vivir los conejos bajo el porche de aperos, me colocaba bajo las jaulas, quietecita, para recoger las cagarrutas recién escapadas de sus culos, o de la boca, porque se las recomen para recuperar así todo el valor nutritivo que les queda, cosa que hacen de noche, por pudor, como son tan mírameynometoques... Lo hacen. Al principio yo también pensé que era nauseabundo, pero lo cierto es que mantienen ese sabor rosáceo de la alfalfa en ensalada con brécol y zanahoria y, también, todo hay que decirlo, ese tufo boticario del gránulo. Por lo demás era aceptable para un caso perdido como yo. Pero ya pasó. Le aseguro que ahora ya no me como nada de noche, ¡ja, ja!

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