lunes, 13 de julio de 2020

El descastao (2ª parte): el nudo


En su búsqueda de autoestima, Manuel se había propasado considerable, deleitosamente. Instruido, preguntábase en sus ratos de confusa melancolía interclasista qué podía hacer el país por él, ya que él ya había hecho bastante por el país borrándose mal que bien sus pelajes adehesados. Estaba claro que no entendía el mensaje de la nueva frontera de los sesenta. Y lo peor era que había absorbido lo subliminal de su cultura de acogida y pretendía créditos, casa con jardín, autobús escolar y otros infundios de película, mientras sus primos iban a ver las de la caballería, Juan Vaine y demás, como tenía que ser. Y así, preso en la trampa integrista de su nueva cultura, también llamada por los recalcitrantes, penetración asistida, lo que más llegó a ambicionar, no sin cierto encoñe, fue un lavaplatos. Y él solo se publicó y se volcó cubas de mal nombre sobre sí, desatando la cuestión de para qué querría un gitano un lavaplatos.
–¿No tiene bastante con ducharse to’s los días, que nos está buscando una fama que no nos van a mirar ni a la cara?
–Probecico, si es que ha salío tarumba.
Aquello era un esnobismo de aquí te espero, Manué. Algo que, si ya en otros ambientes no se entendía muy bien cómo podían salir hijos, ni siquiera hijas, con aquel ansia de agua, dado que la higiene es un asunto de difusión preferente familiar, y hacía dudar sobre la legitimidad filial de sus aficionados, ¿qué decir de aquel ítem?
Otra cosa era, por ejemplo, el Ramón, Piru por más señas, que se veía obligado a fregar lunas, escaparates y eso, y tenía que tener un contacto. Y a mucho meter, el Mojao que, por circunstancias, estaba por horas de jardinero con unos señoritos. ¡Pero el Manolo...!
Con razón su jefe, el día que fue a buscarlo toda la recua de primos y gitanitos para irse a una comunión, después del pitorreo de éstos –que si "Curro, menúo traje de luces t’has echao. ¿Y la espá, dónde la llevas? Osú, si llevas más botones que la chaquetiya el Inclusero!” “¿Pero y la taleguilla, primo, y la taleguilla, que se te ve desmejorao? Lo que has cambiao, primo, lo que has cambiao”–, el de la chepa, como un insulto doble, con un rictus entre la nausea y la sorna,  comentó por encima del hombro, del suyo, como era natural:
–Desde luego, cualquier parecido con tu familia es pura coincidencia.
Eso lo dejó flojo toda la celebración, dio pie a nuevas rencillas y resquemores que lo llevaban por la senda de la guerra con el mundo, y se notó extraño y solo, lejos de donde venía y no menos de adonde se dirigían sus desvelos. Y dos días después de esa fortuita visión de su desolación, comenzó a lavar la vajilla. La de su casa, eh.
                                              Inalterable es mi amor,
                                              roca furtiva,
                                              parasol de arpillera
                                             y nebulosa cautiva.

Charito se quedó pavitonta. Ella, que era morena hasta en las mañanas de escarcha, fue como si le lavaran el lustre con vinagre, y a duras penas se atrevió a interponerse con criticismo entre su marido y su faena, al ser la primera en estar obligada a mantener incólume su hombría. Pero sus argumentos los desmontó Manolo, que por algo era bachiller, en un santiamén:
–Quita, quita, que tú estás ya sietemesina y a ver si la chuchica que dice la tía Fernanda que me traes se va a desgraciar. Y además, que con el friegue, me relajo. Ahora, eso sí, como te vayas de la lengua, es que te repudio, no será que no te aviso. Bah, pero si esto lo hacen los americanos y mira como mandan... –dio un pase de pecho a lo Paula con el mandil de secar–...¡ele! Y mira lo que te digo, todo lo que te pasa, te pasa por no casarse por la iglesia, tanto rito y tanta leche.
–Pero si te has hecho asnóstico de esos, Manuel.
Contestó Charito, pillándolo en renuncio.
–Es igual. Se casa uno y ya está; o para qué te crees tú que hemos  estudiao los curas y yo. Cada uno en lo suyo.
A ver qué iba a hacer ella, con la prole y preñada..., ya que él, otra cosa no, pero el crecer y multiplicaos bien que se lo sabía. Y discrepaba como un tratante con el ascensorista del hotel cuando éste decía que una buena mujer era la que tenía la regla a tiempo, opinando que la buena, buena, era la que no tenía tiempo de tenerla.
Eran cosas que a ella le hacían recapacitar sobre su propio porvenir. Un día, como el que no quiere la cosa, pilló a su Manuel con los papeles del registro civil para sus hijos, que se había empeñado en darles de alta como cualquier otro hijo de vecino, como si ellos fueran vecinos de alguien, y él le manifestó que de lo que iba detrás era de que le dieran la medalla al mérito familiar de familia supernumerosa, que según él era una de las pocas cosas en que los gitanos llevaban ventaja, y que no iba a renunciar a los puntos del Sindicato de Actividades Diversas, y que el extra –por lo del hijo– no se lo quitaba ni la Macarena. Luego, se ponía orgullosa y acababa pensando que para eso estaba y además, y no es porque estuviera él delante, pero su Manolo hacía filigranas con el sexo y a la vista estaban los resultados. Pero entre lo del registro clandestino y lo de la Iglesia, lo laboral y demás, a ella lo que sí le daba era que él estaba con el síndrome. Un síndrome de exiliado de mucho joderse que les podía costar un disgusto.
¿De cómo se enteraron los demás? Pues como siempre: el chiquillo, que lo suelta en medio de una bulería en la primera rabieta con el padre en mitad de los celos de los zapatos de baile de la hermana; la niña, que se lo confiesa a la maestra de la catequesis, que ya se sabe que es un terreno muy resbaladizo, o a la abuela materna, que eso aún lo es más, ronda rondando la verdad rueda sola y más o menos adobada a criterio de cada cual, resquebrajó la opacidad del tercer misterio y cuando el chisme, engordado por los conductos reglamentarios, fue a mayores, suscitó la crisis y produjo las novedades de rigor, como los creativos y hasta recreativos insultos que se suelen dar en estos casos:
–Manolillo es que ha salío majaricón, sus lo digo yo.
Y así se cebó la leyenda, dramática a los dos años vencidos del desliz ininterrumpido de la lavandería, que ni lo transportaba a la era kennedyana con un nuevo trato, ni lo acababa de promocionar a primera.
Fue cuando el hermano Juan lo supo. Y a los veintisiete o así –sí, eso, pues tendría veinticinco cuando empezó con la vajilla–, fue cuando lo expulsaron del mundo. Bueno, de su mitad.
                               
                               Fuertes sudores yo paso,
                               busca y rebusca.
                               Trapitos pa mi frente
                               son como azúcar.
Contaban con una vena de voz cómo el padre, compuesto en esfinge, con una dignidad estatutaria, ajeno a la culpa, tras algo que pareció meditación, aunque no se podría asegurar, chamuyó a fuego: "Que no me lo pongan delante, que no lo conozco. No le dejéis verme cuando me muera y lo desheredo de todo."
Sacó del chaleco de pana su paquete de Vencedor y se dispuso a fumar.
                                       Era la que se cayó
                                del árbol de la carcoma
                                    la ramita que quebró.
           
Fue explosivo, traumatizante. Pa verlo. La eterna vuelta a la nada hecha palabra. Y como los duelos duran tanto en esas casas, a los dos o tres días, uno de los hijos menores, que fueron los primeros a los que se les pasó, pensó en voz alta: "¿Y qué es lo que vamos a heredar?"
Y la realidad se fue readueñando del contrito familión.
Pero desde entonces, el que quería trato con el Resabío había de hacerlo sub judice y mantenerlo en corros alejados de los rescoldos flamígeros del abuelo. Lo que era un crimen.

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