lunes, 13 de julio de 2020

LA CONSIGNA


Hubo un tiempo en que el patíbulo era el ágora, el espacio público en el que la catarsis de la muerte liberaba al cuerpo social congregado de su tragedia comunitaria. Morir era una fiesta –que sigue sublimada y corrupta, draculizada, en los toros– que permitía seguir viviendo en paz. 
Pero el proceso civilizatorio, dirigido no a la represión de la muerte, que es más bien uno de sus efectos, sino de la violencia, primero para ejercerla en exclusiva los señores de la guerra, y luego para permitir la máxima explotación de los recursos, incluidos los humanos, consiguió convencer a los ciudadanos de la necesidad de mantenerla a raya y autorregular sus impulsos agresivos, y éstos, bien educados y obedientes, lo hicieron responsabilidad suya y asumieron la filosofía del cordero como la mejor, creyendo que así, la vida sería una fiesta.
Las guerras desde entonces son un chollo para los sociólogos, pues el corte que producen permiten estudiar los distintos veneros que discurren bajo la piel social y que seguirían casi imperceptibles si no fuera por esas fallas que hacen afluir las contradicciones, impotencias y frustraciones del individuo de la sociedad civilizada, reconstruido en la autorrepresión y la canalización de la agresividad que los mismos estados promueven como ideal.
Y ahora van y dicen que cierta violencia no viene mal. Y como no hay peor enfado que el resultante del autoengaño, viendo que todo eran palabras, se indigna la plebe y, como ya no conoce otra cosa, trata de presentar batalla con consignas. Se podía haber echado mano de la maldad, el odio, la envidia, la ira, el instinto criminal, todo aquello que nos hace vivir permanentemente en guerra con tal de acabar muriendo en paz, que es lo conseguido tras cientos años de civilización y que a diario se emplea con vecinos, compañeros, niños, familiares. Pero no.
No, porque esa consigna, más que un acto social es una simple afirmación y una muestra individual de desarrollo personal. De haber alcanzado, al menos en lo aparente cierta tipología de ser humano a la que se aspira. Su petición masiva es la teatralización de ese deseo. Y su letanía la secularización urbi et orbi del santo rosario. El ansia de la comunión imposible. La catarsis moderna que, previa declaración de compromiso social –que no se diga que estamos mal enseñados–, se quiere libere de la tragedia individual, la grande.

No hay comentarios:

Publicar un comentario