miércoles, 11 de noviembre de 2020

Introspectiva

 El covid está resultando un virus muy nuevaolero. El cambio a que obliga la reclusión interna (e interior) nos está llevando, en plena globalización y aperturismo, a un tipo de coexistencia (y hasta convivencia) consigo mismos inédita hasta ahora. Nuestro yo, mi, me, conmigo, rodeado de realidad virtual por todas partes, sobrevive solo en su realidad brutal buscándose la vida. También en lo sexual. 

Ensimismados e introspectivos, el onanismo intelectual, político, cultural, etc, se nos apodera. Pero también el otro. Por decirlo así, vivimos una edad de plata, si no de oro, del pajillerismo. Los partidos parecen sacados del Wallapop, el mayor logro cultural es que te salga una receta de Arguiñaño y el éxito social se mide por tu capacidad de aguantar más frío que una castañera tomando café en la puta calle. 

El cúmulo de calamidades, con el estrés disparado al ser incapaces de hacer frente a las demandas externas, la ansiedad a mil por vivir amenazados por todo, y la angustia de no saber si en el futuro seguiremos siendo nosotros, ha hecho que la gente intime tanto con ella misma que, por ejemplo, muchas mujeres, en especial las de género ‘cis’, o que no son trans (como Cisjordania y Transjordania, para entendernos) hayan tomado conciencia de ese nuevo hito del feminismo new wave que es la brecha del orgasmo (respecto de los hombres, se entiende), y la desigualdad de alcoba consiguiente; si bien, para dicho entendimiento, han sido ayudadas por las empresas de artículos ‘satisfactorios’, cuyas encuestas, no se sabe si inspiradas por Tezanos o el ministerio de Igualdad, afirman que solo el 20% de las españolas que hacen el amor –ah, la eterna condición– tienen orgasmos. Lo que me hace calcular que solo un 1 o 2%, a mucho tirar, con perdón, de las compatriotas, va servida en el ítem. 

La resultante es que, a juzgar por las ventas de tales empresas, muchas (y muchos), aprovechando o no el solo/a en casa que vivimos, o la soledad acompañada, también muy de moda, se han pasado, del lado oscuro de la fuerza (o no), al tecnológico. Y no de forma clandestina –una vecina rural mía decía que su marido tenía la escopeta “clementina”–, sino a la luz y con resultados. Esto marcha.

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