domingo, 1 de noviembre de 2020

La gran insumisión

 La muerte, realidad preexistente del jardín de los sueños, entró por la ventana su fragancia de copla, “dáme veneno; si me quieres, dámelo”, y acurrucándose en la almohada, al reclamo de la perdiz nival de la esperanza derrotada, tocó a Juan la sien y fue bastante. 

Juan era insumiso de la vida, por condenado a ella, uno de esos conjurados con la razón a cuenta del dolor de los muñecos rotos, empeñados en abastionarse contra las sociedades represoras de confort, ocio y hartazgo, que había asimilado lo que una raza de estetas y filósofos adujera de la vida como imposición desde que la muerte perdiera su caché.

Los demócratas de la ontología pretendieron que la muerte era el contrario de la existencia, la otra cara de la misma moneda, cuando la una es sencillamente el último recodo de la otra y sucede en vida, siendo funerales y demás sucesos, obligatoriamente postmortem, o lo que en la dialéctica epicurea se decía de que la muerte no existía mientras vivíamos, ni después porque ya estabamos muertos, y que Goethe fusiló (poéticamente, claro) con aquel epitafio suyo en hipérbole de “todo lo que nace merece perecer”.

Nuestra visión un tanto romántica de nosotros mismos no nos deja ver que, al contrario de lo que se afirma, nadie nos ha dado la vida, nada de un regalo que agradecer por bien nacidos, sino que si estamos aquí es, por emplear una metáfora, por huevos o, como más elegantemente diría Ferrater, “lo único que tiene el hombre es el vivir”, siendo el único derecho posible el de la vida.


Pero esto también es discutible al ser el derecho una decantación del desarrollo histórico siempre producto de un otorgamiento y eso que se habla de los derechos conquistados ser sencillamente una mentira piadosa para hacer frente con la fantasía a la incapacidad para enfrentarnos con éxito a quien nos los presta, siempre por razones bastante más bajiestóficas que las empleadas en la retórica, como son que el poder deja de perseguir la vida, de matar a su antojo y disponer de los cuerpos –las almas se dejan al poder celestial–, de la vida y la muerte cuando el desarrollo económico sencillamente exige una cantidad mayor y sostenida de población que produzca. Su estandarte es posible verlo en los cambios en las formas de ejecución y la desaparición de las torturas y suplicios, cosa que en Europa sucede en torno al 1840, y también en España, por cédula real de nada menos que el mortífero Fernando VII. 

El mismo sentimiento de inutilidad anterior que predisponía a la aceptación e incluso justificación de la plena disponibilidad de las vidas por parte del poder, será con el tiempo, cuando se adquiera conciencia de utilidad, el que conforme el derecho a la vida –a trabajar, diría yo– como inalienable. 

Por purito interés, el poder secular se apunta a la Pastoral Cristiana como máximo valedor de vidas y, con los altibajos de quien tiene que ejercer también su siega, cobra la mayor animadversión por la muerte, en un cambio de chaqueta tendente a dejar morir y hacer vivir. Un sistema con el desarrollo material como fin, el progreso como ideario y el individualismo como vehículo, que refrendamos cada vez que manifestamos los derechos sobre la vida. 

Un sistema congruente que, en lucha con la muerte como contraria a ello en un mundo positivista, la ha apartado del mismo y presentado como de otra galaxia y sin sentido, instaurando unas fábricas, los hospitales, donde, como las leproserías del precapitalismo, un cuerpo de gente tecnologizado en extraer de los procesos del morir una pragmática de vida, la manipulan, facturan y expenden a los particulares para que carguen con su excremento para que el poder, presto a las catástrofes, incansable ante las enfermedades, inasequible al aborto, obtenga el monopolio de la lucha contra la muerte como amenaza, desentendiéndose cuando al final aparece, tras obtener el beneficio correspondiente. 

En la sociedad de masas de hoy choca que a pesar de lo dicho, la pena de muerte se cumpla a rajatabla sin clemencia posible, que los poderes terrenales promuevan guerras cruentísimas muchas veces civiles o que el monopolio de la violencia siga estando en sus manos. 

Pero no hay tal contradicción en honor a la verdad, sino pruebas a favor, puesto que la aplicación de la pena de muerte no es sino la obligación manifiesta y apesadumbrada del poder de cumplir el contrato social suscrito con los demás e impuesto de la prestación de su autoridad legitimada en una mayoría alimentada por una ideología social que lo insufla,  llevado a cabo mediante la violencia de un monopolio por encargo, del que el resto de la sociedad ha abjurado en virtud del rechazo que su mismo concepto provoca, cuanto ni más su uso, reservado al ente impersonal del Estado, para que la muerte así producida sea neutra y diluida. 

La vergüenza manifestada en el secreto y las formas de ejecución de la última pena en los corredores de la muerte y su mismo significado de muerte social (muerte antes de la muerte) que para los moribundos y enfermos mortales de los hospitales, atestigua la nula inclinación de la autoridad por llevarla a cabo si no fuera por ese mandato. 


Y en cuanto a las guerras, éstas son trasladadas por las argucias del racismo de Estado a un plano de percepción en que acaban por aparecer como contra terceros, externas. Incluso las caseras son contra los otros y no domésticas, una defensa contra los demás, viejos vecinos que de repente se vuelven alienígenas.   

La ejecución directa ya no existe en occidente. Menos mal. La muerte con expolio, metódica y utilitaria ha producido millones de carteras de piel humana. Los campos de exterminio son la gran metáfora de la muerte actual, factorizada, callada y en circuito cerrado, el final mediocre de la utilización de las vidas en positivo. 

Para lo negativo existe el recurso administrativo,  como aquel “yo cumplía órdenes” de los guardias de los campos. Inhumación de las pruebas y tramitación burocrática de hoy se corresponden. Si la vida incumbe a todos por positiva, la muerte es de cada uno, por negativa. 

De manera que, al reivindicar el derecho sobre la muerte, o estamos pidiendo en realidad el derecho sobre nuestro último trago de vida, o cometiendo la incongruencia de pedir algo que ya tenemos, defendiendo algo de lo que el poder es el primer defensor, si bien nos lo otorga más como un deber que como un derecho, o el imposible de pedirlo a quien se encuentra hipotecado con el veto a sí mismo por su defensa a que se obliga de la vida, cedida a rento a quien la detenta, sin poder conceder el derecho a suprimirla porque de ello depende su entidad, abocado a ser como el perro del hortelano, que ni hace ni deja morir. 

De ahí que la gran insumisión de tirarse al monte a romper ese universo de constricciones y viejas trampas de relaciones de la existencia y apropiarse de su última manifestación, quizá juegue a favor del juego del poder liberándolo de lo que está en contra y considera autoejecución clandestina, pero a la larga, morir cuándo y cómo uno quiera quizá sea el primer paso de materializar la muerte, desnegativizarla, cosa que tal vez no se consiga si no es desmaterializando, despositivizando la vida. 

Algo que quizá suene a idealismo trasnochado o religión sin más allá, pero que refleja en su propuesta de acción la necesidad de empezar a vivir cómo y cuándo uno le dé la gana, que es en el fondo lo que significa el derecho a morir dignamente. O dicho de otro modo, hoy por ti, Juan, y mañana tal vez por todos.


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