Las páginas de sucesos desaparecieron como tales de los periódicos en la Transición, por resultar inconvenientes políticamente, tanto en el sentido inglés de la palabra political, o cívico, como en el más crudo y directo significado español.
Años después, los
sucesos han vuelto, pero como por la puerta de atrás, como refrito o con la
pátina paródica y desleída de las segundas partes, adivinándose en su
tratamiento la consideración espuria que aún pesa por parte de los medios de
comunicación sobre este tipo de crónica, más que negra, gris o marrón, relegada
a los formatos más sensacionalistas de lo audiovisual o la prensa popular, en
tanto que los aspirantes a periodismo de élite lo dan camuflado entre las
páginas de sociedad y lo suficiente charcuterizados para hacerlos dignos de un
lector civilizado y desmugrido y con repelús ante una contabilidad de los
humores segregados por la sociedad últimamente.
Los sucesos surgen en una época dominada todavía por cierta violencia generalizada que una prensa llamada por los puristas ideológica trata de domesticar al tiempo que la refleja sin remedio. De esa unión de la publicidad de lo brutal, asentada sobre cierto regusto social por la crueldad, surge un uso informativo tan gráfico y apologético que, por mucha moralina en contra utilizada, sólo es comparable con la que hoy se estila con el sexo.
Trasladados de una violencia poco sutil a otra desnaturalizada, nuestra recuperación del suceso actual descafeinado parece responder a esta otra más reprimida, sublimada o desviada de hoy, diluida y confusa, y las páginas se escandalizan de la crueldad animal (sobre otros animales, se entiende), la violencia doméstica, la verbal, la televisiva, el acoso, el maltrato psicológico, la injerencia, el mero accidente o los errores médicos, entre otras manifestaciones de un estadio civilizatorio de más autocontrol en el que el clásico “todo el mundo es malo y si no, al tiempo”, ha sido sustituido por la presunción de inocencia, que no es sino la forma ambigua e hipócrita de mantenerlo todo bajo sospecha. La medicina, por ejemplo, es un caso.
De un lado se configura como fábrica de sucesos y de otro es retomada por la autoridad como fuerza represiva del mal, sirviéndole como notario del nuevo estado burocratizado del suceso. La violencia pasa a ocupar así ocultada y vociferante desde lo oscuro, el mismo lugar que históricamente tenía el sexo, la otra cara de la moneda, pues son inversamente proporcionales: a más sexualización, menos énfasis de la violencia y por tanto más pornografía de ésta, que sustituye a la del integrado sexo (“Haz el amor, no la guerra”, ¿recuerdan?). Hoy las películas X no lo son por lo sexual sino por el tomate. Por eso los crímenes sexuales son lo peor. Porque unen dos transgresiones: la ancestral, superada por estar integrada como valor de cambio en el mercado, y la del nuevo tabú.
Esto nos ha llevado a recalificar el crimen. Los anglosajones engloban en la palabra crime toda una casuística que luego apellidan según se producen: asesinato, violación, robo, secuestro. Entre nosotros, criminal tiende a ser sólo el que comete actos de sangre, o sea mata (o lo intenta) o viola. La casuística tiende a sectorizarse. Y a sectarizarse. Caso de los menores, discriminados positivamente en aras de un voluntarismo humanizador que, para mantener a ultranza la igualdad en los vivos, discrimina a las víctimas, que son devaluadas según quien los haya despachado. Así, casi toda la delincuencia resulta como mínimo entendible. Excepto el terrorismo, que resulta ininteligible, por atentar contra el mercado político, ya aceptado como bueno, y por hacerlo con una violencia desproporcionada.
A través de los medios de comunicación hemos llegado a internalizar no sólo unas reglas del juego, incluida la violencia, que, igual que esperamos (sentados) una homologación entre la plebeya y la del estado, aspiramos idiotizados a una equiparación entre la que nos muestran y la terrorista a sufrir. De ahí que el 11-M resulte aún incomprensible. A pesar de los esfuerzos gubernamentales en presentarlo, como un suceso más, desorbitado y tremebundo, El Gran Suceso, pero que, como suceso humanoide al fin, podría haberse evitado.
Estrategia ésta de “con nosotros no hubiera pasado” que, aparte de sembrar dudas sobre las fuerzas de seguridad, confirma esa tendencia (interesada) del poder a no admitir las catástrofes, para poder vencerlas y quedar por encima de dios o la naturaleza, y si no, echarle la culpa a otros humanos, que en este caso y como son de parecido corte, tampoco admiten que fuera irremediable, como empiezan a hacer las propias víctimas y muchos ciudadanos, más fatalistas, cataclísmicos y por tanto realistas y tan distantes de los políticos, que al fin y al cabo necesitan de la soberbia y la irrealidad y sembrar de sucesos nuestra vida para hacer de libertadores y así subsistir entre la angustia.
Vivimos en un régimen del
suceso de baja intensidad en el que la violencia, dosificada en muestras, sirve
para que estemos satisfechos simplemente con imaginar de la que nos están
librando cada día. No de lo que podríamos disfrutar, sino de lo que estamos
dejando de padecer. Un sistema policial, pero al revés. Un clima criminal, pero
retribuido del contento por lo inexistente. La politización misma del pago
anticipado de la tranquilidad. El absurdo padre. El mismo que puede llevar a
las páginas de sucesos a un padre por abroncar a un hijo. O a la calle a un
terrorista por acortamiento de pena. Al fin y al cabo qué es el terrorismo sino
otro (Gran) suceso para catequizarnos sobre la paz que merecemos. Incluida la
eterna.
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