En National Geographic hay un anuncio que empieza muy bucólico y termina con un tétrico “todos los años las mulas y los burros producen más muertes que los accidentes aéreos”, en lo que parece una especie de aviso de que, por mucho que en ese canal vivan de los animalicos, no pretenden caer a su nivel intelectual.
Otra cosa es que tantos años de propaganda ecológica de diseño hayan acabado arrastrojando de tal modo al personal, que hace dudar si la ecuanimidad es ya otro bichejo en extinción.Y es que el declive de los recursos no sólo es el motor de la adaptación de las especies –aunque el hombre (y lo mujer no veas) es el único animal que ha demostrado adaptarse aún peor a la abundancia–; la escasez no sólo aguza el ingenio, también nubla las cabecicas, porque sobre todo es la madre de la ruindad. Los ejemplos están a ojos vistas en cualquier tiempo y lugar, pero es ahora, con esto del agua, cuando el inventario de mezquindades da para una tesis, llamando la atención una de ellas, no por peor que otras, ya que no pasaría de (interesante) anecdotario de despropósitos como ha suscitado, si no fuese por la significación social y psicológica de su trasfondo. Se trata de esa propuesta de los ecologistas de que no se riegue, que en nuestro entorno es casi como decir que no se cultive.
El
órdago de estos radicales libres, por decir algo, se ha hecho en todo momento
desde una lógica economicista que cuando menos despierta la sonrisa, por
tratarse de gente supuestamente contraria al beneficio y la plusvalía, por
supuesto sostenibles. Pero es que lo del otro bando es de carcajada, pues si
bien empezaron contestando en el mismo plan, calculando las hectáreas que
podrían regarse sólo con el despilfarro de agua que se hace en las ciudades,
han acabado rizando el rizo hasta autoproponerse como una especie en extinción
en sí mismos, la de los campesinos, a la que hay que proteger y cuidar
regándola. Eso, además de postularse como los primeros ecologistas, lo que
recuerda a esos cazadores que dicen que nada más matan a las perdices cojas o
enfermas, como si las llevasen a un veterinario y sólo cuando éste certifica su
estado terminal, les pegan cuatro tiros. Tapar las vergüenzas de la propia
desnudez mental lleva a contaminar el aire con la bruma de la estulticia. Y es
que todo va escaseando ya. Pero hay más.
Estas dos posturas, que parecen absurdamente contradictorias, no lo son tanto. El ecologismo, que por cierto recibió un gran impulso definitivo en la Alemania nazi, como parte de un complejo ideológico de vuelta al paganismo, la búsqueda nihilista del perdido Dios en las raíces de las esencias de lo telúrico y las frutas del bosque, y la nueva comunión tribal con la Naturaleza, no ha dejado de constituir de hecho una punta de lanza, contradictoria, en esa vieja guerra incesante contra el campo, para acabar con él como episodio primitivo para terminar de reelaborarlo a partir de la sofisticación del Estado de multinacional, como un universo maqueado, con sus matitas, sus animalicos escogidos y su falso primitivismo recurrente. En el fondo, otra segregación y rechazo de ese estorbo repleto de personas rupestres y apestosas para una sociedad cuya función consiste ahora en comportarse según una vida estilizada.
Eso explica que los agricultores, que de tan pocos parecen los buenos, puedan aparecer, en orden a un legítimo supervivencialismo sostenible, como finos objetores victimistas del desarrollismo más vil. Y los ecologistas –parecidos en su empeño a esos huelguistas que van contra el público y no contra sus empresas– se muestren como fervorosos intervencionistas económicos, una posición disparatada pero menos si pensamos en la herencia recibida del batiburrillo histórico, que va de la revolución pendiente hasta la revolución permanente, o la permanente de la revolución, o la revolución con permanente, que en otros ámbitos pasó a llamarse revolución cultural, la apertura de las cien famosas flores y las cien escuelas, y que insufla a no pocos seguidores de esa patraña dialéctica de lo renovable o reciclable, que el postcapitalismo ya ha hecho suya sin reservas, o mejor dicho, con las pertinentes reservas, pero de campesinos, como aborígenes de lujo mantenidos por el solo motivo de ese conservacionismo caprichoso que anima a las sociedades ultrarricas.
Lo
más grave es que todo ese ruido de sables, o de legonas, o de chirucas, no hace
sino apagar los auténticos efectos con que nos amenaza la escasez y que bien
pronto tomarán el mismo derrotero que las del petróleo, cuya trayectoria
alguien debería tomar como ejemplo a estudiar, tanto en lo malo – acumulación
de stocks, especulación galopante, tarifas de expolio, guerras por controlar la
producción, mercados negros, desarrollo desquiciado–, como en lo bueno:
desarrollo de recursos alternativos, racionalización de los mercados, inversión
en investigación, mejora de los consumos. En definitiva, buscar la manera de
producir agua (por síntesis, por lluvia artificial, desalinización) y ponerla
en el mercado con suficientes garantías de acceso. Y pronto antes que tarde.
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