lunes, 19 de marzo de 2018

El otro género


Aprovechando San José (obrero, se decía cuando habían), rebautizado como día del padre para el tercio familiar, El Corte y las pastelerías, y el dicho de que cuando lo seas comerás huevos, qué menos que armar una falla para invocar el (cada vez más párvulo) subidón de primavera y, hablar, para pegarles fuego, nada de indultos, si no de ellos, sí de sus parientes, unos más ricos, otros más cercanos, como son el pene, el corazón y la lengua, los tres órganos masculinos, todos unimusculares, que a pesar de lo políticamente correcto siguen ahí, erre que erre, haciéndonos vivir y morir como género, y hasta pensar, cuando por falta de tensión suficiente, suplantan al cerebro, ese otro órgano más bien morigerado con el cual hay que estar en buenas relaciones, aunque sea tan difícil estar de acuerdo. 
Una cosa que esté bien, un convenio, pues a cierta edad no es cuestión de dilapidar alegremente y echar el resto en falsas alarmas, ni el voto ni el tejido cavernoso. Ni en elecciones ni en erecciones, que a ciertas alturas cobran igual nivel, pues ya lo decía un Ortega calvo y peinado con ensaimada, que tener una idea es como tener una erección (elección en chino), y cuando se tienen más de unas que de otras, malo. Esfuerzos, pues, los justos. Lo suyo es mantener una proporción, lo cual proporciona homeostasis a los bulbos, el raquídeo y al escrotal, tan bien comunicados ellos, pues ya se ha apuntado antes que el pensamiento fluye alternante entre ambas partes. 
Lo que un clásico llamaría tenerlos en ascensor, pero con las normas de seguridad de Otis (o Schindler, también en lista). Aunque todo eso es capital circulante. La reserva espiritual, el verdadero Fort Knox de la caballería reside en esos tres cuerpos tan enemigos de lo casto como valor supremo, elefantiasis moral del Vaticano. Porque si hay algo a respetar en nuestro cuerpo es aquello por lo que más se muere. Más que el vivir, que eso lo hace cualquiera. 
Y por ellos es por donde muere el hombre, unas veces por abajo, de la próstata, la impotencia, la sífilis, el sida; por el medio, con la artereoesclerosis, el infarto, la angina; pero no menos por arriba, por la lengua, como en el pez, al que se parece, pues esa espada bífida, hecha para el amor y la guerra, más afilada y de doble filo, tan devota de clítoris, anzuelos y palabras, con la que se mata y por la que se va uno al otro barrio, al alto, al olvido, al dique seco, al ostracismo –lengua y ostras, divina ligazón–. 
Muerte y sexo, muerte y alma, muerte y verbo. Muerte del invierno, muerte de género, cada vez más chico (como el invierno), pero aún género, aunque sea ya el otro. Tampoco pasa nada. Viva san José Obrero. Quiero decir overbo.

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