miércoles, 7 de marzo de 2018

Feliz, feliz en tu día

Las mujeres deberían aprovechar su día internacional para enamorarse. La cosa está jodida, nunca peor dicho, pero habría que intentarlo. De todas formas, nada se pierde. Téngase en cuenta que enamorarse es una de las enfermedades más leves; en la mayor parte de los casos se cura casándose. Aunque bien sé que no está el horno para bollos, nunca peor dicho, y van dos, ni para prescripciones ni para consejos ni para piropos ni para casi nada.
En lo de los piropos, por ejemplo, el asunto está más bien fatal, casi tan mal como cuando aquella otra Sección Femenina aconsejaba, al ser piropeada la mujer, “que lo que había que contestar con la cabeza alta era: ¡Yo soy de Falange!”. La cual declaración, decía Martín Gaite, debía suponer conjuro de suficiente eficacia como para poner en fuga al osado tentador de la fortaleza femenina, cuyos cimientos iba el piropo dirigido a socavar. Y hablando de prescripciones, también se ha sabido de otros que han hecho llorar a la mujer por prescripción facultativa, bien fuera en provecho de uno o de otra, o de ambos, porque llorar en comunión debe ser como un orgasmo en toda regla (y van tres) del órgano sexual por excelencia: el cerebro.
Ahora cuando las labores propias de lo femenino superan a las de Tabacalera, siendo como es la mujer temática por antonomasia, casi todo lo grueso está demodé para el amor (bueno, es un decir), gracias a lo cual nos ahorramos cumplidos como aquel de que “las mujeres, para que no se pongan negras, como las olivas, hay que echarles caldo”. (Y van cuatro)
Tiempos de hambre, gracias al cielo preteridos, con los que se fueron (¿se fueron?) los que sólo dejaban conducir a la mujer con un permiso por escrito, y eso en casos de ablandamiento por enfermedad terminal o así. Gente refinada. Y con mucho sentido de la propiedad.
Ahora todo es más interino y el amor, por ejemplo, se lleva a rento.
No es que este tiempo sea de imposibilidad para el amor, pues es más fácil oír que nuestro amor es impasible, que lo otro. Pero en el sumario abundan las pruebas de frustración, muchas veces con origen en la confusión propia. La tremenda ansia de equiparación femenina en lo mejor (o así se entiende) no debe llevar como contrapartida que el hombre asuma lo peor de la civilización, sino eliminarlo, por contradictorio con la libertad. 
Las tareas domésticas por ejemplo. Eso no es liberación; es penitencia. De ahí que casi ninguno quiera figurar en lo de “profesión, sus labores”. Unas labores realmente de mulas, y que podrían equipararse así, sin ninguna retórica, precisamente a aquellas otras del pasado, las de la terratenencia, que se valoraban precisamente por los pares de mulas que hacían falta para labrarla. Por ejemplo: una labor (o una casa) de un par de mulas, o dos, o veinte.

Todo hace pues, que la mujer, salvo al amar, vaya para industria, dando lugar a otra vanguardia socioeconómica, la penúltima frontera (la última es lo gay), a ser utilizada para definir nuevos mercados y productos. Las quinceañeras, por ejemplo, son quienes definen si lo gay es aceptable o no. No por una proposición moral del fenómeno, sino por un mecanismo básicamente industrial por el cual las multinacionales, manipulando sus sueños de niña a mujer, desechan en su nombre los productos que no venden suficiente ilusión de polvo de estrellas masculinas (mas polvo enamorado), haciendo que los iconos gay busquen refugio en otros segmentos (aunque esté feo señalar) y se pregunten para cuándo el año internacional del tercer sexo. Cuando les llegue, sólo espero que la liberación les sirva para algo más que para ver sus mejores sueños vendidos también en los supermercados.

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