lunes, 23 de abril de 2018

R.I.P

En este país no nos dejan matarnos a gusto. Yo no sé qué se han creído. Antes del Estado del bienestar, uno disponía de un abanico de posibilidades de diñarla prácticamente infinito. Era el paraíso. A la mínima, te pillabas un contagio, un navajazo o una indigestión (los menos), y te mudabas de barrio como si tal cosa. Y
de tumores, para qué decir. Libres iban, los tíos, en medio de la indiferencia general, zanjados con aquello de haber cogido “una cosa mala”. En cambio ahora, con tanto protocolo, higiene social y normas de salud, matarse como Dios manda se ha convertido en un trabajazo tal, que, a veces por pura gandulería, renuncias, y no te queda más remedio que seguir viviendo.
Muchas veces se dice que a los gobiernos lo único que les importa es recaudar. Pero estamos equivocados. La prueba son las leyes antitabaco, que suelen lograr objetivos muy dispares, y el primero, alargar la vida de la gente, para que aporte muchos años a las arcas. Pero eso sólo es una tapadera, pues de paso, se potencia a las multinacionales farmacéuticas (y a las tabaqueras, ya puestos, con otras subvenciones), a los psicólogos, que no dan abasto, y ya veremos si también a los abogados laboralistas, por el conflicto previsible con el viejo precepto de “en todos los trabajos se fuma”; por no hablar de la prueba de fuego que el asunto supone para los CDR, nuestros particulares comités de defensa de la revolución (ahora República), formados por todo tipo de acusicas que andan revitalizando el fácil arte de la delación, cogiendo una práctica que para futuras empresas será de lo más útil.
No obstante, la cosa tiene algunos inconvenientes –no todo iban a ser ventajas–, como por ejemplo la promoción (o como mejor dirían ellos, dinamización) que de los bares se sigue haciendo, supongo que sin querer, como lugares de libertad suprema, y ahora no sólo para hombres, donde refugiarse lejos de la familia, el municipio y el sindicato, tan odiados (los bares) por cualquier gobierno por ser la gatera utilizada de siempre para evadirse del control del poder, a base de reconstituyentes, compañía y anticuerpos para la resistencia, lo que las autoridades siempre llamaron vicio, conjura y sedición, causa de aquella Ley Seca famosa y que ya inspira también, visto lo visto, la antialcohol en la que estamos, siquiera de mentirijillas –aunque ahí sí que lo tienen crudo, por la cantidad de enganchados al líquido elemento que hay en todos los partidos–; y todo, para reducirnos a un modelo de vida que nos garantice una esperanza de ídem que pueda mantenerlos en el chollo al menos otro millón de años.
Naturalmente, todas estas bagatelas inquisidoras se resumen en una innombrable: prohibido suicidarse. Antes de dar la pringue, podría añadirse, ya que son muchos los ancianos que se “dejan morir” en residencias, asilos, etc, y que pasan por muertos naturales. Eso está estudiado. Pero antes de esas edades, llamémosle lógicas, todo un sistema vive movilizado permanentemente para salvaguardar la existencia de los nuevos súbditos, en este caso del Presupuesto Nacional, que es el nuevo soberano al que debemos nuestras vidas en forma del deber contractual de mantenernos a buen recaudo de la muerte, que venimos obligados a respetar y mantener por el bien común, que es el menos común de todos los bienes.
Esta manía de no dejar suicidarse a la gente siempre fue recurrente –aunque ni la Biblia hable de ello como artículo de casuística–  y en lo que es la civilización occidental, tan sólo durante un decenio de la Revolución Francesa, el que va desde la implantación de una preceptiva neorromana en la estética del comportamiento, hasta el neocinismo aportado por la instauración del Imperio, o sea el nuevo Estado, el suicidio se constituye en artículo moral y hasta de espíritu revolucionario –la Ilustración establecía que, por encima de todo, la virtud oprimida no debía ser privada del derecho de morir–, así como en símbolo de la capacidad subjetiva de construirse en un mundo formado por individuos.
De forma que, en ese resquicio en que el soberano deja de ser el propietario que te permite vivir y te hace morir, y hasta que el Estado se erija en el acreedor de tus obligaciones alícuotas para dejar morir aunque no deje vivir, el suicidio es mirado si no con aplauso, con ojuda permisividad, entre otras cosas porque la gente no iba ejecutándose por la calle, ni se daban aún los motivos que lo podían justificar en cualquier sujeto digno: un crack bursátil, la programación televisiva o los langostinos navideños, o cualquier otra circunstancia atenuante.
Aún así, hasta en las filas de los ilustrados los había que lo censuraban. El abate Prevost lo despreciaba por ser una manifestación propia de ingleses, víctimas de un clima que les producía fallos de filtración en el fluido nervioso, de una extendida soltería, del uso del carbón, el buey medio hecho y su excesiva indulgencia en el intercurso sexual (a buen seguro mayor que la del abate). No resultando raro que la flor del suicidio como salida airosa de este mundo fuera flor de un día, o medido en tiempo histórico, de diez años. Y que, acabada su dudosa polinización, dio paso a este Estado protector que se ha ido instalando y nos quiere tanto, que de uno de nosotros haría diez… contribuyentes, y que, en palabras de Foucault, hace, te fuerza, te obliga, te impone la vida, pero no acaba de dejarte morir.
Esta situación, en el fondo es un absurdo, porque se reafirma la vida a costa de negar la propia muerte, pretendiendo reforzar unos derechos con la requisa de otros, que a la postre no deben estar en contradicción, pero que sigue siendo el gran despropósito (y por tanto asignatura pendiente) de la sociedades occidentales. Por eso resulta más que dudoso pensar que cualquier gobierno sobreprotector que tanto nos ceba para el matadero, por progre que sea, acabe regulando lo contrario: la eutanasia (que en puridad resulta mucho más barata que el tabaco a la hora de quitarse de en medio). Pero también hay que pensar que son los gobiernos más contradictorios los que hacen las mayores genialidades. Y últimamente todos lo son, por estar en minoría, y a cada cual más socialdemócrata y buenita  y a la primera de cambio, o a cambio de dejarles un poco más en el sillón aceptan enseguida pulpo como animal de compañía. Todo es cuestión de dar ideas, y de oportunidad. Y todo se andará. 

Mientras eso sucede, tendremos que aviarnos con chapuzas y mucho cutrerío. Todo lo cual supone, no sólo mucho tiempo, porque a ver quién se mata a la primera con el chivas, el rubio o a base de hacer el francés –revolucionario por supuesto–. Es que además, todo eso es un sacacuartos que, no por menos placentero, me sospecho que, al precio que va, se va a quedar para los ricos. O sea que, como siempre, sólo ellos podrán suicidarse. Mientras que los pobres sólo podremos morirnos, y gracias. Claro, que otro gallo nos cantaría si hiciéramos la revolución. Como ellos. Y no son humos.

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