lunes, 16 de abril de 2018

Tecnología puta...., perdón, punta.

Hubo una vez que la gente creyó poder sustituir la religión por la ciencia. Era una forma de hacerse justicia aquí, sin tener que pasar a mejor vida.
Pero la justicia, que es la mitad de ciega que la fe, o sea tuerta, se escoró hacia donde convino y condenó en costas a los que así lo demandaban, porque eso de la justicia (como la ciencia) gratuita es un cuento. Lo que no quita para que la ciencia siga constituyendo la esperanza, un tanto escéptica, de muchos.
Ello es así porque la ciencia en nuestro mundo es tan importante o más que, que..., que el fútbol, por ejemplo. De hecho, el desciframiento del genoma humano ha renovado la esperanza de muchos de nosotros de que se descubra al fin cuál fue la causa última de que Cardeñosa fallara aquel gol cantado ante Brasil. No podemos irnos a la tumba con esa incertidumbre. Y estamos dispuestos a pagar por ello. Aunque sea en euros.
Al contrario que todos esos científicos, profesores, investigadores y aficionados en general que, una vez embanastada la espiral genética del hombre –que en este caso también incluye a la mujer, loado sea Tales de Mileto– dicen que les pasen la fórmula: “¡A mí con hielo!”, “Yo, con un chorrito de granadina”, “¡A mí con una pajita!”, como si el mundo fuera una socialdemocracia bananera, no te jode, y la comunidad científica, la corte de los milagros.
De manera que el que se haya deshuevado los sesos contando genes y el que haya puesto la pela, se la van a dar por el morro a un tragalanas de esos que aún están fotocopiando apuntes de hace veinte años para venderlos a cien euros per capita a sus alumnos, y en sus trescientas horas libres a la semana se la rasca ante el televisor. Y en su culo, un futbolín.
No digo yo que no nos vendría mal evitar, con un buen manejo del genoma, que en adelante vinieran al mundo seres como nosotros. Pero a la vista de lo que pasa con las semillas, la ingeniería genética, los satélites, los medicamentos, etc, me parece que el que quiera novedades gratis, se va a tener que ir a Internet, que es más democrático, aunque así como muy virtual, ¿no?
Eso, mientras dure, porque la Red, al contrario que en lo del genoma, es cada vez más de pago. Lo cual es una lástima, porque Internet es una auténtica frontera en todos los sentidos, una metáfora de lo infinito, que cuanto más se explora más se ensancha, un espacio difícil de acotar al que hasta ahora es bastante poner límites para su explotación y sujeción, que ha dado lugar –en el primer mundo, claro– a la universalización de un tipo de información que, por ser accesible con alta tecnología muy divulgada, la dota de un cierto tipo de libertad y democracia efectivos al margen del mercado, que ni las mismas compañías interesadas en controlarlo les interesa de momento cohartar, en aras de expandirlo aún más, consiguiendo así de hecho que determinados bienes de la cultura de masas lo sean de uso y no de cambio, o sea que sea posible disponer de ellos sin su carácter fetichista y alienante.

De manera que, salvando las distancias, la Red es como un inmenso dazibao donde cada uno puede colgar su poema o su canción. Un chollo que está en peligro con los límites que se quieren imponer últimamente, y que es lo que acaba con cualquier frontera. Por eso es por lo que su gratuidad no resulta baladí. Porque es la última gran oportunidad de disponer de nuestra propia cultura, aunque sea proterva y de masas. ¿O es que la literatura y la música no se pueden tener por la patilla? O qué pasa, ¿que sólo de ciencia e ingeniería va a vivir el hombre? 

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