viernes, 20 de abril de 2018

Fachas


Mañana será otra jornada de guerra. Todos los partidos de fútbol lo son. Y ante el Rey desfilarán los últimos hallazgos bélicos, igual que Trump, que promete arreglar el mundo en dos patadas –con Boris Johnson, duelo de tupés amarillos, y la Merkel haciendo de Pilatos–, prueba sus cohetes (y antes Rusia sus aviones) en ese Guernica de hoy pero sin un Picasso que es Siria. Aunque el duelo aquí será de lazos gualdas y gritos antiespaña contra los insultos a Piqué. Otra guerra amarillenta. 
El fútbol se acabó como deporte cuando dejó de ser un armisticio de la guerra, de armi o armas y stitium, o paradas, para ser la guerra misma. Y un espectáculo, con la muerte como estimulante de fondo, que aparece cuando la virilidad y la bravata por sustitución reflejan la impotencia colectiva de una ciudadanía ninguneada, irrelevante, que acude con morbo a ese cementerio de la energía humana que es un estadio como museo de la muerte, a ver destripar al enemigo prefabricado, precocinado, pues los rivales, como cualquier otro alimento, del alma o la carne, se elaboran hoy de artificio, con palabras, con signos. Son icónicos, como los insultos, tan alimenticios e identificativos, no de quien los recibe sino de quien los dice, con su tribu. 
Así, llamar facha a alguien concierne más al emisor que al receptor. El medio es el mensaje real. Por ejemplo, a mí la última vez fue por empeñarme en hacer unos gazpachos en vez de un arroz con conejo. De joven, sin embargo, trataban de insultarme tildándome de anarco, incluso rojo, ese colmo. Y antes de eso, los más educativos (e inútiles) azacán, belitre o parejo. En fin, uno es la síntesis de todos los improperios recibidos. 
El insulto te conforma como realidad impropia, pues solo busca la verosimilitud para la galería –lo real suele ser más inverosímil (así el arte)–, como la irreal política, donde todos son fachas. Y los últimos son los peores. Así, me han empezado a llamar viejo, incluso abuelo, que es como el insulto final. Después de eso creo que solo queda una realidad lapidaria, la difusa de la moribundia. En otras palabras, creo que estoy maduro para el fútbol.  

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