domingo, 5 de agosto de 2018

El verbo y la papela

Según mi punto de vista, y si no fuera porque los programas donde fue emitida seguramente serían grabados para los restos, la literatura a gran escala más clamorosa de la postmodernidad vista como el fin de la literatura, sería la hecha en la radio en los ochenta y algunos retazos guadanescos subsecuentes.

El pero de la grabación importa porque, de ser así, perdieron irremediablemente el carácter sublime de la palabra bien dicha esfumada en el aire, tan precioso al arte literario en la era de la copistería, pues, como ya nos advirtió Benjamín, Rank Xerox sería la losa que sellaría la tumba del arte para siempre, con la inscripción, eso sí, del R.I.P. en tóner deleznable, pues la posteridad debe ser eso, un mero rubor de sucio hollín en las mejillas, que los ojos del tiempo y su presbicia vuelven oro para tratar de emborronar la tajante exactitud de la muerte.
Vana idiotez por otra parte, pues sabemos que ésta no existe desde el preciso momento en que se puso en marcha la promisión de eternidad sucedánea para todos, allegada con técnicas como la clonación, la masterización y la holística tridimensional, que haciendo ciertas las palabras del pensador, han dejado obsoleta la necesidad de permanencia del hombre a través de su obra, al conseguir que sea él mismo el que subsista, copia a copia y remasterización tras remasterización. Siempre, claro está, que cada nueva tecnología sea compatible con la inmediata anterior. Porque esa es la historia.
Cuando Fukuyama avisó del fin de la historia seguramente hablaba de ésta concebida como un rimero de tecnologías caducadas como exegetas de la misma, a la espera de un Fahrenheit o juicio final on line de muchas megas, comportándose mientras con ese carácter cíclico de lo dejà vu con efectos especiales, tal y como suele desde hace décadas, a la manera de parodia de puro reciclaje, como mandan los cánones actuales de Kyoto –rímese con escroto, moto, coto y otros–, consistentes básicamente en tratar la vida, pues eso es la historia, como algo desechable y recuperable que chupas y tiras por la ventana tal y como te viene, directamente al corral de la basura, pues cuesta más repararla que adquirir una nueva, lo que nos obliga, para mantener cierta genética de vida y cierto genuismo perentorio, a constituirnos en talleres ambulantes de clonación de todo, a rehacernos a diario en el presente como un continuo deconstruido, en constante reiniciación, formateo y configuración que nos llevan a la percepción de hacerse todo a sí mismo en el instante, empujándonos a la no revisión como norma y a no precisar de una documentación medianamente literaria del pasar, todo lo cual sedimenta lo instantáneo y lo efímero como lo más de la existencia.
Perdido pues el sentido de eternidad, y en perfecto entredicho el de posteridad, en razón del aumento de una esperanza (tecnificada) de vida envuelta en un proceso de difuminación al alza, es lógico que los periódicos se aupasen como el soporte más tangible y consolidado de la escritura… antes de pasar a mejor vida, también.
En un mundo dirigido al consumible del pasar página y el no recuerdo, del que el libro como caído en sumidero ha sido víctima egregia, el periódico tendía –tiende– a establecerse como primum inter pares del olvido y máximo parangón de la memoria, ¡por un día!, de la vida, y por ende, el último refugio literario del alma trasnochada del homo paper. Aunque ya he dicho que la gran literatura, por supuesto, y por mucho que se sepa que es grabada, es la contada, por perderse en un aire infinitesimal habitado de tímpanos, lo que confiere al hecho del habla para todos la dimensión global del cuento urbi et orbi vía micrófono.
Fuera de ese ADN, cualquier literatura de papel se amontona y amontana dilapidando su herencia genética boca-oído. Sólo el diario, ese papel que jugó otros tan importantes como estrujar la sardina, liar la mortadela o limpiarse los restos de funciones tan importantes o más que el leer, por ser enclave simultáneo de la palabra con su olvido y punto de encuentro entre lo efímero y la efeméride, hace las veces de último refugio de la trayectoria que va de lo cuneiforme al bit, actuando de matadero de palabras devueltas como carne de hemeroteca al limbo impreciso de los ecos.
A la vista pues de la desaparición del libro como inventario vital, e innecesario ya como memorando y exento de toda precisión lectora, parece tontería querer pasar a su través a una posteridad irrelevante, siendo de preguntar si no será mejor pasar a la anterioridad, más humilde y recogida, como de segunda división, que proporcionan los periódicos, el reino del ayer (y gracias), y amancebarse en su pasado imperfecto donde así como acotado, finito y deletéreo el verbo queda; como despropósito grande parece el afán de esos escritores en exceso afanados en pasar a un después más que dudoso, por la vía interpuesta de la recopilación libresca de sus artículos de prensa, como tratando de ennoblecer lo espurio, algo contra natura en un panorama de fin de lo indeleble, y lo que ello supone de desgraciarlos de esa su sustancial morbilidad, para pasar a convertirlos, mediante esa especie de bomba de cobalto de la imprenta, y una vez separados del buque nodriza, en meteoritos que, cual ladrillos sacados del contexto donde adquieren sentido, anduvieran dispersos como detritus siderales por una galaxia inexpresiva.

Mucho más congruente se me antoja quedarse a vivir en lo inane de ese paraíso de papel, entre la nada y la materia, a esperar en su ala de comunes que una visita inesperada nos deshoje devolviéndonos al aire para hacer en él una sementera momentánea con nuestros restos de tizne de pigmento. No me digan que todo eso, si un día llega, y ya como pasado, no se parecerá, un poquito, a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario