domingo, 12 de agosto de 2018

Y no hago más ná


Ahora, a las mujeres les ha dado por hacerse ministras de defensa. Al menos por aquí. Pero es que una de las ideas más geniales de las mujeres fue ya la de meterse en la milicia.
La cosa viene de atrás, aunque más bien lo hagan por echadas p’alante, ya que hace tiempo que se metieron en los cuerpos de seguridad del Estado, para tener más seguridad en el suyo propio y adquirir un estado más plural que el de casada o buenaesperanza. A tales cuerpos antes se les llamaba represivos y, parece que no, pero desde que están ellas, la enseñanza, la medicina y otras reprensiones  sectorizadas, ya no huelen tan mal. Como diría uno de aquellos de la patrística, la mujer es tan perversa que todo lo confunde. Y puesta a reprimir, libera. Del  complejo de Edipo, por ejemplo.
Freud, ni se imaginaba lo que podía curar una madre que currase de agente de tráfico. Sobre todo si le clavaba al hijo diez mil lúas de multa por aparcar en prohibido. Y es que la mujer, tal y como la identificaban esos antiguos, es como el agua, que todo lo disuelve. De manera que, si se me permite, voy a enunciar una ley: el número de psiquiatras decrece directa y proporcionalmente al crecimiento de los cuerpos de seguridad femeninos. Que ya hay que tener cuerpo para meterse en ellos. Pero la mujer está demostrando que ella, como el hombre, también es capaz de meterse en otros cuerpos.
Casi más que en el alma. Que es por lo que el único cuerpo represivo que se le resiste todavía es el de los curas, y, cosa rara, no han hecho fuerza en ello hasta que éstos han abandonado las faldas por el pantalón. Y es que en eso, tienen que admitirlo, tienen una fijación. Bota, chupa y pantalón es que molan un montón. Una cuestión de vestuario que las ha llevado a no optar apenas por el cuerpo de bomberos, por ejemplo, que no da para lucirse. Y con esas mangueras..., quite, quite. O esa barra por la que hay que bajar deslizándose, y que las convertiría a todas en strippers a la fuerza. Que yo creo que las disuade, y hace de la bombería el último mohícano de la iconografía masculina. Quien se lo iba a decir. Lo cual es una pena, con la de fuegos (casi tantos como encienden) que ellas serían capaces de apagar.
Otro ingenio que parece inventado para ellas es el de policía de proximidad. Después de los de barrio y los de calle, lo más cercano era esto, policías de cabecera, ahora que se han cambiado las tornas y lo mejor no es tenerlos a uno kilómetros sino en tu propia casa, una cosa que antes sólo podías permitirte casándote, quebrándoles la pata y atarlas a la cama. Y ahora, ahí están. Qué mejor que una policía de estas a mano por si te hace falta perejil, hacer la declaración de la renta o te ves precisado o lo que sea. Asistentes policiales les llamaría yo. ¿Y las de la soldadesca? Ah, amigo.
Pues las mujeres no han echado mano de las armas –quiero decir de las que no eran suyas– como respuesta a la poca que tienen ya las llamadas a los mozos, que, por otro lado, ya cantaba esa mariconada de sacar los militares a bailar siempre a los jovencitos. Que había que tener valor. El que precisamente se ponía después en la cartilla “se le supone”. Y con ellas lo tienen más crudo.
Primero, les tienen que pagar por lo que siempre hicieron gratis, soportar la carga de las guerras. Y al final, con los derechos estéticos, los rulos y la leche corporal, las guerras acabarán siendo gilarantes, y hasta beneficiosas, pues siempre acaban echando una mano, que es lo contrario de lo de los milicos, la pata. Y sobre todo con muchas fiestas de guardar, que si el Día de la madre, el de la mujer trabajadora, san Valentin, la virgen de Regla, etc. Ya se sabe que ellas se toman su tiempo. En vez de matarlo. Por eso les salen las cosas tan bien y en vez de churros hacen porras. Y en la guerra, no iba a ser menos. Todo es cuestión de ascenderlas de sargentos a generales. Y adiós a las armas. (Ojalá).

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