lunes, 26 de noviembre de 2018

Encanallamiento


La burocracia española, tan pionera como desapercibida para Weber en su estudio, tiene en algunos socialistas de boquilla sus más ardientes renovadores desde los tiempos de Larra,
con esta última vuelta de tuerca de su peculiar ocupación de la Administración como cargos electos que ha supuesto el advenimiento (el penúltimo) del Sanchismo, tal y como, por otra  parte, se viene haciendo desde hace décadas y que aparte de ponerlo todo perdido de políticos de falda, contrapecho o babilla todo lo más, por usar términos de charcutería más cercanos a su quehacer, les permite de paso dar vida al máximo sueño español de meterse por el morro a funcionarios –o aumentar de nivel el que lo sea–, aunque sea temporalmente. 
A pesar de su erosión por la profesionalización o por el Estado de derecho, la especial idiosincrasia administrativa española sigue su acumulación negativa de martingalas y bienes mostrencos. Y si ya en el Renacimiento su plantilla frailuna hizo lo posible por integrar lo divino y lo humano e inventó la Inquisición, perfeccionó la censura y la confesión y creó esa mezcla diabólica de arrepentimiento y contrición que es la obediencia debida, para garantizarla, cuando la política se secularizó y liberalizó, nació la cesantía. 
Los más radicales la llamaron depuración, trasladando a lo administrativo la visión organicista de la sociedad en un tiempo en que las oposiciones de los funcionarios de entonces eran más bien pocas. Una mecánica del desahucio de la función pública que ha tomado nuevos bríos en renovada farsa, incrementando con la cesantía propia de los políticos metidos a funcionarios la típica más o menos encubierta de la Administración, tan solo por haber ejercido bajo mandato del contrario, querer ser independiente o escribir cosas como ésta, sin ir más lejos. 
Lo cual no tiene mayor importancia, pues se trata de simple fascismo cotidiano ejercido desde el poder cuando éste se torna totalitario. Nada más. Son los peligros típicos de la acumulación de poder. Pero lo grave viene cuando esos/as sicarios metidos a depuradores o serial killer de empleados públicos manipulan y desvirtúan las instituciones a las que se supone deben estar subordinados, convirtiendo el sistema en un fraude por sistema, y haciendo de su capa un saco zurcido con la lezna del “aquí mando yo”, lo llenan de carnes de yugo claudicantes que han medrado a lo “Elvis la pelvis”, de una profesionalización nula, o peor, con o sin vaselina,  ejercitando con intrusismo una función que de pública sólo tiene la del cobro por servicios prestados de su prostitución y que convierte esto en lumpemburocracia de “ringondangos”, al ciudadano en timado, al militante en vergonzante y a ellos, si se hicieran un test de embarazo, en ausentes preñados hasta el pancreas de una autoindulgencia que ni en un puticlub se vio con más pachorra. Y es que, con todo respeto, cuanto más se agachan, más se les ve.

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