miércoles, 5 de diciembre de 2018

Cinematontunas: Sam Wood, de la locura de los Marx a la suya propia


El que pasaría a la historia por dirigir Una noche en la ópera, había empezado como ayudante de De Mille, para terminar de labrarse en la Metro un estilo que primaba el lucimiento de los actores sobre todas las cosas, algo que fuera del plató acabó por ser lo contrario con actores y no actores de los que tuviera la más mínima sospecha de su rojerío.

Su deriva hacia el maniqueísmo anticomunista iba a ser tan cruda, que ya en 1944 fundó y presidió la Alianza Cinematográfica para la Preservación de los Ideales Americanos, el principal puntal hollywoodiano de colaboración con la Caza de Brujas en el cine, desde la cual ejercería de martillo de herejes mediante el acoso y exterminio del personal clasificado como tal, brillando como infatigable delator y testigo de cargo contra colegas (en el 47 ante el Comité de Actividades Antiamericanas) e instigador punitivo de sospechosos.
Pero como lo bordaba era en su faceta de inquisidor, sin importar que ello oscureciera el estreno mismo de películas suyas (aunque fuese también productor) como Por quién doblan las campanas, basada en el libro de Hemingway, del que había expurgado mucho de su contenido antifascista, justificándolo con un: "sería la misma historia de amor si fueran del otro bando”.
Se dice que lo que lo decantó hacia tal frenesí dislocado de mala leche fue la jugada que le hizo la Metro (que fue por lo que se largó de ella), al ignorarlo totalmente en su labor de dirección de escenas de Lo que el viento se llevó, como suplente de Víctor Fleming, convaleciente por enfermedad, mientras éste se llevaba al final todos los laureles.
Frenético en su paranoia, llevaba un libro de notas donde apuntaba a aquellos de la industria a los que creía subversivos, y hasta tal punto llegaba en sus disparatada embestidas, que murió de un ataque cardiaco, tras casi treinta años de carrera, a casi tres películas por año, victima de un sofoco en su lucha obsesiva contra un guionista levantisco antiguo militante de izquierdas, y ofuscado con la Columbia por no despedirlo.
Su epitafio en vida fue su propio testamento, donde dejó escrito que nadie (incluidos sus hijos, y salvo su esposa) heredase nada si no dejaba firmado su juramento de lealtad a los Estados Unidos, demostrando documental y fehacientemente que nunca en su vida había sido comunista.

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