martes, 11 de diciembre de 2018

De provectos e inocentes


Por estas fechas en que todo se hace viejo, hasta la tristeza, da que pensar si, a la vista del panorama, valdrá la pena llegar a la edad provecta. 

Uno nace y antes de que se te  caiga la tripa del ombligo ya tienes encima a un Herodes buscándote con pasquines la yugular y a otro diciendo ante el hecho ya consumado que algo habrías hecho, pues el único Inocente inocente es el Inocente muerto. 
Los mismos exégetas –que no es ningún insulto– del Nuevo Testamento dicen que los de la onomástica de hoy lo son porque pagaron sin saberlo por Jesús, que por tanto era culpable al menos de haber nacido, pero culpable. No te digo nada de los que no eran él y llevaban toda una vida pisando mierdas. Y eso entonces, que no hacían vida social y el mamoneo se limitaba a las elecciones para el Sanedrín. 
De manera que, por mucho que no queramos que nos digan de usted, no me extraña que los adolescentes llamen viejo a cualquier cosa de más de cuarenta. Aunque algunos de setenta se crean nenes. Pero la intuición de un zagal (que nunca es inocente del todo) no falla y se da cuenta que no son los años lo que más cuenta en esto de la vejez sino la capacidad de cinismo, zamarreo y capacitación para hacer el borde que se acumula con el tiempo. 
Y sin embargo esta disposición de la edad provecta para enrevesar la vida y hacerla intransitable apenas si se nota, pues suele operar sólo en el nivel familiar, generando el enredo y la discordia, eso sí con mucho cariño y siempre en defensa propia, por supuesto, que es el derecho de pernada de la patria potestas, siendo como la diaria función corporal de excretar, que no por escondida es menos real. Lo normal, vamos. 
Así que con la edad, apenas si pasamos de machacar a la familia o al portero y, a mucho tirar, a algún vecino atravesao, y, en secreto, al candidato más confiado. Pero de ahí no pasa. Luego están los que, en vez de amodestarse con la edad, han logrado acumular un ego más grande que su próstata, su menopausia, su azúcar o su impotencia, y van por esta sociedad postindustrial de barras, pasillos y oficinas saturando el entorno de pura y simple bilis, aunque ellos se crean que es arrope lo que mean. Y va a más. 
Por eso tengo un, no diría cariño, tampoco hay que pasarse, pero sí respeto creciente por el que se jubila a su edad –si es antes incluso le alabo el gusto–, se mete sus frustraciones donde le quepan y se pira a Benidorm a tirarle a todo lo que tenga dos patas y reuma. Si se piensa, eso no es nada dañino, casi inocuo diría yo, comparado con esos émulos de joven que aprovechan su tercer tiempo para volver con más fuerza a meter baza en la política, el comadreo, la representación y la guerra social en general. Los hay incluso que, ya jubilados, es cuando más vida sindical hacen. 
Y no es cuestión de que haya viejos listos y viejos tontos, como decía Sernón, aquel prócer de mi pueblo, ya de viejo, por cierto. Eso era antes de la cuarta edad. 
Uno, que ya va teniendo años –con decir que me acuerdo de cuando Tina Turner aún era negra–, se da cuenta de que aquel apotegma de Juan Rufo, “Vida larga igual a prisión luenga, retablo de duelos, soledad de amigos, vergüenza de haber vivido y temor de no vivir”, frena lo suyo a la hora de retirarse por esa bambalina de la vida que es el olvido, o de pasar una antorcha a la juventud que como se descuiden les va a quemar la mano de no soltarla. 
Yo sé que no es avaricia, ni siquiera por la vida; que lo hacen por puro magisterio, por transferirnos su experiencia, para que en su día seamos unos viejos de provecho... y de cuidado. Lo hacen, en definitiva, por amor. Sólo que no nos quieran tanto y por favor, si lo hacen, que sea sin ternurismos, que es más creíble. Pues para perder la inocencia nosotros nos bastamos y sobramos. Y más, con tan buenos maestros. Lo digo porque en el fondo, como todos los posmodernos, se creerán inocentes, que los conozco.

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