miércoles, 16 de enero de 2019

Ficciones y contradicciones. Contribución a la crítica de la ecología política (para un planeta más justo, naturalmente). Post-it 10


Hemeroteca.– 
Archivo de Índex 20167, tomo III, pgs.: 324-316

Cremilde Niyinski decidió donar su cuerpo a la ciencia tras diagnosticársele que le quedaba muy poquito estómago para aguantar esta vida después de treinta y cuatro años de impartir cursillos de repostería tradicional en un club de amas de casa, lo que indujo a la ciencia a inquirir sobre las causas médicas que explicaran tal abnegación, ya que, según se supo, las alumnas le devolvían las recetas que no salían a su gusto para que se las comiera, por no tirarlas, diciéndole que ‘ése’ era su problema.
Pues bien, el caso es que por azar y los programas de sobremesa, que eran su perdición, se enteró de que podían hacerle un xenotrasplante de molleja de avutarda, y a pesar de la amenaza cernida sobre su calidad de vida, fue y se lo pidió. 
Los médicos, mirando por ella, se lo negaron con mil excusas, a pesar de columbrar en ello un chollo investigatorio. Pero ella, que estaba ganosa, los demandó. Y ellos a ella, y se enzarzaron en tal pleito que cuando a los cinco años el juez dictó la breve pero lapidaria sentencia: “Trasplántenla”, llevaba dos meses agonizando hecha una lechuguica. 
De manera que, cuando a los dos días de operarla a las puertas de la muerte pidió trigo sarraceno integral para desayunar, los cirujanos se hicieron cruces incrédulos, pero creyendo al final haber hecho el trasplante de su vida, pues, como la molleja no admitía ciertas grasas y muy pocos glúcidos y era bastante más pequeña y lenta que un estómago mamífero, a los dos meses, la Niyinski mantenía la misma línea que al intervenirla, sólo que con mejor color de cara y los ojos avispados y el correteo de san vito característicos de su donante, además de estar “liebre de úlceras de duodeno” (según consta, literal, en los informes), “por haberlo extirpado con el bloque motor”, y dejarle sólo un solivianto en el yeyuno, que ahora hacía de compuerta y que le producía enormes tics que le hacían brincar en las digestiones. 
Y como estaba viviendo una segunda juventud y se había apuntado a lo que siempre fuera su sueño atrasado, las clases de ballet de mantenimiento de la asociación de vecinos, la profesora, al observarla, la propuso para un certamen internacional senior. Y todo muy bien.  
Salió al escenario y se lió a trotar y a dar pinganillas, revolicas y corcovos en forma tal que el público, arrobado, estalló efusivo tirándole de todo como a un torero, quizá halagándola, guiados por su nombre de pila, que pensaban de procedencia hispana. Fue así como la pobre, emocionada, tomó una ristra de chorizos culares e, inconsciente, le arreó un buen mordisco. 
La enterraron una semana después con todos los honores en el Cementerio Hospitalario del Sagrado Órgano del Clínico Universitario, donde no pudieron recuperar para otra ni siquiera la molleja de avutarda, necrotizada e incompatible para hacer nadie con ella una vida normal, y menos en danza.

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