lunes, 13 de mayo de 2019

El renegado


Érase un hombre distinto a usted o yo, pues era honrado, y una tarde en que hacía de vientre, pensó lo que pensó e hizo la maleta.
Al ser una persona con conciencia, lo estaba pasando mal como si le hubieran metido una gata en amor en el bolsillo, y no podía determinar con la meridiana claridad de un cielo de mistral en qué radicaban ni la avaricia de tanto mal ni los impedimentos que enzarzaban y hacían inútil el instrumento de su cirugía.
Con esta zozobra, harto ya de la chorrilera de situaciones límite a que se veía sometido por el decurso de la vida –un sábado de hipermercado, por ejemplo–, y no queriendo desaparecer del todo y perderse el final del maremagnum con bichos bíblicos y serpientes de línea que esperaba a su raza, decidió que lo mejor era ausentarse y orar para una mejor entrada en vigor del Pentateuco en la tierra. Y haciendo caso omiso de la máxima de Erasmo, por antiguo, de no te desnudes si no hay necesidad, cogió el portante y se fue a un monte perdido y sin ningún interés industrial, safarístico, ni tan siquiera sexual por lo pelado, y se instaló en una cueva.
Pero si creyó plantar sus reales por la cara, sin santo y seña ni fianza alguna, iba listo. Y no es que tuviera que registrar el aposento ni darse de alta en el impuesto de radicación, no. Sus hipotecas iban a ser mayores ya que, a poco de estar en el cobijo a lo suyo, meditar en paz coadyuvado por el aire montuno que le asaeteaba como un Sansebas postindustrial, pasaron por allí unos de un centro excursionista y enseguida quisieron hablar con él, que si él sí era ecologista, que qué bien se lo había montado, que cómo se le había ocurrido aquella idea tan guachi y que eso era lo que todo andarín que se preciase tenía que hacer, ser naturista e ir en pelota por entre los majuelos, y que si necesitaba alguna galleta calorífica o algo de dietética naturópata, no tenía más que decirlo.
Y él les dijo que lo que necesitaba era paz y solitud. Y como eran gentes aplicadas y comprensivas, se fueron. No sin antes tomar buena nota del hito en su cartografía de campo, bautizado ya con alegre arqueología como Covacha del Ermitaño, quedando por consiguiente integrado en los mapas de rutas para senderistas como enclave recién descubierto. Y lo jodieron, porque a partir de ahí ya no pudo, con tanta gente pendiente de sus partes, para comparar más que nada, seguir llegando a las conclusiones que necesitaba para sí y los demás, como que la Historia es una mata que no ha echado y así, y pensó que lo mejor era huir más allá. Y al recordar a los primeros padres de la Iglesia, cuando lo era de verdad y disponía de una plantilla con un par, se fue al desierto.

Aquello sí que era vida. Algo seco, pero ¿quién necesitaba del elemento acuoso, síndrome femenino y tan distorsionante?, cuando él mismo se había quitado de fumar –de hecho ahí empezó todo– por haberse convertido en cosa de mujeres. Nada, nada, mejor la compañía de los chacales que el continuo arreo del pío-pío de la parroquia de los pies fríos. Y allí estaba tan campante, tan bien que, a los dos días ya había llegado a otra conclusión: lo mejor de la infancia es que aún no te han presentado a Freud. Y contento de sus aportaciones a la sabiduría cósmica, proseguía encallecido en la larga carrera hacia el olvido
Pero el olvido no depende de quien lo desea sino antes bien de sus acreedores. Y haylos que expiden hasta factura. En definidas cuentas, que el hombre, que había sustituido por leches vegetales el protector solar abandonado junto a su pasado en su cuarto de aseo, que por más exitoso, a más de solazante que fuera, al ir a darse  betún de cardo en las aletas de la nariz distinguió en el horizonte conspicuo del desierto un remolino que achacó rápidamente a un prodigio o algo así, todo lo más a un espejismo enviado para comprobar que aún no estaba gilipollas. Pero sabiendo él que la policía no es tonta, se volvió canturreando lo de "billetes, billetes verdes, pero qué bonitos son...", asombrado con sofoco y susto de sí, tanto de la patente rémora que arrastraba del mundo civilizado como de su aún ramplona puesta al día como eremita, y cesó en su  flauteo, en penitencia por el agravio infligido a su anacoretismo, y entonces ya oyó el ruido, como si el castigo calentara motores en la lejanía. Y menudo castigo...
Se volvió. El molinillo de arena cabalgaba hacia él en volandas sobre las dunas. Esparcía a ambos lados su vertedera de polvo y sembraba el surco con el dibujo de marca de la multinacional de neumáticos que financiaba al muy centauro que, con tan poco arropo de público, al encontrarse al inesperado, frenó arrastrando la trasera describiendo un círculo alrededor del profeta. Al fin era el centro de algo. El centauro se desprendió del casco y lo miró de arriba a abajo en lo que él creyó casi una reverencia de viejo cruzado ante una alteza, diciendo:
–Coño, tío, ¿tú de qué escudería eres? ¿Cuánto tiempo llevas aquí  aparcado?
–Va para tres días. Pero no hay escudería que valga. Yo voy a cuerpo desnudo ante la eminencia del mal.
–Nos ha jodido, ya lo veo. Pero ya te lo podías haber planteado antes de hacerte la fimosis, porque tú sí que tienes la bemba colorá.
El hombre del desierto se miró y en efecto, su carne era tan roja como la que despreciara cuando se hizo vegetariano allá en la ciudad. El otro siguió tentando, aunque, gracias al cielo, sólo de palabra:
–Desde luego, esto es puta madre y no las playas nudistas. Aquí sí que dan ganas de ponerse en cueros. Lo jodido es que no hay pibas y como vamos tan mal de tiempo... Bueno, ¿y la máquina dónde la tienes?
–¿Qué máquina? ¿Por quién me tomas?
Y el otro, mirándolo raro ya, preguntó con una evidencia:
–¿Entonces, tú no estás en el Paris-Dakar?
El solitario suspiró, cerró los ojos, luego los alzó en busca de una respuesta  del simún, los abrió y los tuvo que volver a cerrar por el relumbrón de la luz tan pura y así, con el brazo estirado, tosco poseído por una cólera infinita y pintoresca, señaló para un sitio cualquiera, ahuyentando al  desaprensivo:
–¡Mira, no me jodas y no me jodas, Paris-Dakar ni Paris-Dakar. Ya veréis vosotros, ya. Anda, hazme el favorcico y tira! ¡¡Tira!!
Y el motorista, al verlo así, se bajó la cremallera del barbur multipatrocinado y le arrojó un bote de potingue:
–Toma, no te vaya a salir un melanoma en la punta del nabo. No será que no te lo digo.
Y con un mugido de su cuatro tiempos, salió delante de un reguero de arena para donde indicaba el iracundo, pensando que de alguna verdad habría tomado posesión aquel nudista, pues, como todo el mundo, no habría ido allí a estar de balde sin sacar tajada. Y que estaría bien informado.
Y el eremita, mientras se comía la crema pensativo, caviló que aquel terreno, menos apartado del trasiego de lo que él esperaba, de nuevo era el menos propicio para sus casuística. Se acordó de un viejo refrán, dispuesto a hacer saltar la banca del destino y fijó su objetivo más allá de la fin de un mundo, que no era ni mucho menos su preferido, y decidió bajar hasta lo inaccesible en extremo. Se irguió de un tirón y, complacido de sí, exclamó:
–El que de una no caga, ciento se remanga.

Víctima del autorreproche de parecer un vulgar turista, con tanto fracaso, el fugitivo de las tarjetas de plástico se encontraba ahora como en un seno de temperancia, pues había bajado a los abismos abisales, a una sima que dicen que hay por ahí, gastándose una pasta que pensaba definitiva. Y allí que estaba tan requetebién, con un batiscafo de extranjis que, con toda discreción, le había suministrado la agencia de viajes Esopo y Martinelli, qué remedio. Y aunque ningún sueño sale barato, sólo la intensa fealdad de los animales circundantes le rodeaba, valido sólo de sus lucecitas tintineantes como espuelas de mar, para aprender que los feos saben ser agradecidos si te tomas la molestia de tratarlos como personas, de modo que les perdonaba las muecas con que lo silueteaban pues de sobra sabía que eran ciegos y su mundo era una esquina de agua y, qué caray, allá arriba, donde la cara era el espejo del culo, encima se autocomplacían con espejos, muchos espejos y él, como profeta en busca de un alivio para el bochorno que el trato con sus congéneres le había acarreado, tenía que estar por encima, bueno, por debajo, de todo aquello. Y así, a base de profundizar, creyó al fin haber hallado el karma.
Allí no irían los intelectuales orgánicos, los que se tocan la huevada, a contarle la relación entre el sexo y las corbatas; ni las feministas a recordarle que ser misógino y comunista –¿o era consumista?– no podía ser congruente; ni tendría que hacerles el amor sólo para demostrarles que él era mucho más hombre que ellas. Nanay: Eso se había acabado ahora que se había tomado el filtro del discernimiento y razonaba con la intensidad que da el claroscuro de un vano de luz. Y con esas buenas vibraciones, funcionando ya en plenitud de sí, con la longitud de onda más próxima cuánticamente a la verdad, él, que hete aquí había sido toda la vida un fajador nato, y no sólo por nacer herniado, se encontraba dispuesto a apurar la magia de la lucidez de aquellas preclaras oscuridades del núcleo fundacional de la vida.
Lo peor era la humedad, que ya empezaba a notar en las cervicales, de enrollado que estaba consigo mismo, pues se había hecho un ovillo como una pupa fértil, en posición fetal, que es como más se aprende y para trascenderse, lo cual era malo para la columna. Empezó a temerse una hernia discal. Pero como no pensaba salir... ¡Oh, qué  gran medicina! Ya iba dándole, ya.
Y allí estaba, aguantando el aire como un tenor coplero, dirimiendo consigo mismo inspirado en el paisaje y su influencia sobre las almas, sobre lo bonito y lo atún..., cuando llamaron a la puerta. Bueno, a escotilla de aquel útero proyectado como vía hacia el saber.
En un principio creyó que era una trompada de algún pez cabezabuque del terreno, pero al atender a su insistencia y con aquel sonsonete pretendidamente simpático que lleva el que algo quiere en son de paz, que es lo peor, lo pensó: “¿pero es que habrán llegado hasta aquí?”. Como intuitivo y seguro perdedor de la ruleta rusa de la vida que era, miró por si acaso por la claraboya, palabra que siempre le dio risa, y en efecto, allí estaba el inmersionista presurizado, tras cuya visera creyó ver una sonrisa ladina. "Otro que viene a huesear”, se dijo por de pronto. Luego rectificó:”¿Y si fuera un vecino, un igual que, con el perejil, busca la unidad? Un cualquiera no se arriesga a morir como un batracio para venir a vender Biblias”. Y le abrió sus  compuertas.
Una vez dentro, el hombre se despojó del perol y el hospitalario se volvió piedra pues delante de sí, el mismísimo comandante Cousteau, sonriente y bienhechor como pocos sumergidos, se le figuró, dejándolo sumido en una confusa sensación entre honrosa por la visita y embarazada por la ingerencia, y habida cuenta que no llevaba nada encima. Pero el otro enseguida comenzó su toletole de que la sal y el mar eran lo mejor para la piel y el organismo y que si no, ahí estaba él que, sin necesidad de tomar baños de cieno en el Mar Menor, no sé cuántos años tenía. Después, se metió la mano por entre el traje de rana y sacó dos videos, metiéndoselos por los ojos, con que si eran de sus últimos viajes en los mares del coral, y que si se los compraba, le regalaba no sólo el primer fascículo de la enciclopedia marina de su nombre, sino, y también, por ser él y haberlo encontrado en una calleja del fondo del océano, con dos cojones, le hacía el obsequio especial:
–¡Este frasco de colonia para hombre en el que hemos resumido en  nuestros laboratorios de París las fragancias eternas de la mar salada!
–¿No será con olor a anchoa?
Preguntó, más que nada por civismo, angustiado ya por lo fatal que estaba del fátum, según veía. Y el otro, la verdad, no le sentó ni pizca de bien, por aquello de “encima que me he hecho el viajecito, qué poco gentil de su  parte”.
–Bueno, ¿y cómo se llama el mejunje?
Se interesó para quitar bronce al asalto y para que el otro viera que era tan importante como en la tele, a lo que éste, con palabras que resbalaron por la anieblada cavidad, le espetó con un acento de Avignon la marca del cosmético:
–Mer d'homme...
Y ahí se acabó la calma del anfitrión, pues no sabía idiomas y todo se le hacía malsonante. Pilló y expulsó de mala manera al intruso que, en su lengua, se las hacía de la decepción hospitalaria de no haber sido tratado como un Vip, como era preceptivo por su estatus, sin apenas tiempo para ponerse la gorlita y guardarse los videos, que allí no dejó nada.
Apesadumbrado, el cazarrespuestas, concluyó que no es lo mismo seguir el camino recto que camino del recto, y a ver qué hacía él ahora, visto como estaba que era imposibIe un retiro con garantía de calidad para perseverar vivo. ¿El pase per nocta definitivo? Pero como había venido al mundo a vender cara la pelleja, pensó: "¡Qué diantre, si hay que morir, pensemos! "
Le quedaba el aire, buscar refugio en el ozono. Pero ve tú y dile a los profesionales de la estratosfera que se estén quietos y no den más por saco. Para vivir allá necesitaba un guardia de tráfico. Por no mentar el frío. Y lo peor: no estaba dispuesto, una vez renegado de los desodorantes en esprai, a soportar todos los gases, mierda en polvo, radiaciones y demás morralla pestilente  emitida hacia la corona terrestre.
Un recurso intermedio y tercera vía eran las cimas montañosas. Entre los neveros, el medio ambiente era otra cosa, pero decían que aquello estaba perdido de latas a medio vaciar, pizzas y en fin, comida legañosa de distintas nacionalidades. Y él toda la vida había sido un pancicas repleto de preñeces y sabía que no iba a poder resistir la tentación de ponerse a apurar las latas de callos o de pulpitos en salsa americana que se iba a encontrar, y caería malo. Y si invocaba a todos aquellos alpinistas domingueros, borrachos al pie de las laderas antes de emprender la subida a algún pico, es que no podía, no podía.
Y la selva, para qué hablar. Aquello sí que era la cagada. Hasta los jaguares llevaban abrigos de piel artificial. Y se te gastaba la tela del bolsillo de tanto meterte la mano para pagar autenticidades de serie, lo genuino más en serie del mundo. Quiá.
Él necesitaba, pero ya, un lugar donde no fuera sino un trozo vegetal, anodino y fútil, en cuyo entorno indiferente se permitiera relamerse sus digresiones sobre el género humano, al que consideraba un género de punto. Y no se le ocurrió otra cosa que volver. Para irse, volver.
Y veinte años después...
«Esto no es un suicidio, señor Juez. Durante todos estos años he luchado por disolver mi ego en medio de la soledad como una gaseosa en agua blanda. No me queda individualismo ni para pegarme un tiro. Mi disolución vital y mi infecundia,  me permiten exculpar no sólo a mis vecinos sino también a aquel que fui, que también tendrá derecho allí donde se halle. La cosa es así de simple: me he extinguido entre un pasado erizado de dudas y un futuro tan fulgurante y dócil como una aurora, en un crepúsculo que ni en lontananza alberga dudas sobre mis coetáneos. Aleje pues, asechanzas, viles maquinaciones camufladas, sutiles mañas o cicutas. Y si ha de acusar por mi extinción, acháquelo a la inocua cotidianidad de este residencial de chalés pareados.
Yo buscaba la dejación más absoluta, es verdad, huir de la multitud y la agorafobia, pensarme como parte y todo, y, ¡qué gozada!, ninguno de los doscientos trece moradores del residencial, quizá espoleados por los plazos del dúplex, vigorizados por sus trabajos de ajardinamiento o enardecidos por la ingesta de etiles y octanos para sí y sus semovientes, pasaban por mi lado sin reconocerme como de su misma especie, lo cual era obvio, ya fueran a pie o preocupados por problemas del salpicadero.
Una vez dentro de mi cubil, me hice autónomo e iba por el marjal en que por inspiración tridimensional había convertido mi  jardín, en porreta, por orar más suelto, más que nada, mientras ellos se hacían hidalgos con la poda del aligustre. Y todos nos veíamos muy bien, si bien es cierto que ellos algo mejor a mí, que iba, como quien dice, en descampado. Pero jamás nos molestamos con palabra o señal cierta, ni trataron de venderme nada, pues todos eran compradores natos, y cada uno iba a lo suyo, aunque bien sé que si alguno de ellos conseguía llegar hasta sí mismo, solía renegar de lo hallado y se compraba otra personalidad como si nada. Excepto yo, que anduve firme y aguanté con la mía, que para eso es de fabricación propia. Y como si no nos viéramos.
Durante veinte años fui tan traslúcido que cuando me veían sin caniche pensaban que es que lo había olvidado en la cochera. Y ni una queja, oiga, respetuosos con las necesidades de introspección productiva de cada cual, como está mandado. Certifico que si bien todos ellos pudieran parecer sospechosos de algo, es de lo buena gente que eran.
No obstante, antes de comprar temí a los ascensores y su peligrosa promiscuidad oral sobre el tiempo, las ofertas y otros temas desagradables. Pero al ser adosados en planta baja no había peligro. De forma que toda mi estancia aquí ha sido una energización biológica interrumpida tan sólo por algún grito de crianza. Pero eso fue al principio. Ahora todo es gente que se agota en soledad, excepto los días en que se aburren en grupo y se arrojan sus silencios plausibles, alguna voz intempestiva y los domingos, salchichas, para atravesar los auriculares.
 Nadie me estorba, pues, aquende la celosía de las ventanas. Hurgo en la existencia armónica de la vida e ignoro a mis, mis..., lo que sean, pues no recuerdo su apelativo ni sus palabras. Sólo en parte las mías, con las que he conseguido a ratos ser más grácil, en ese orden vectorial que es el universo, y hasta más esbelto, lo que me ha permitido integrarme en esa dinámica fría que es la dicha, pues todos estamos en los demás y ellos en uno, por desgracia. Eso sí, no hay necesidad de revolver. El secreto es dejar hacer a las moléculas. Y, eso sí, tomar las debidas precauciones, porque no sabes nunca con quien te puedes encontrar en ese proceso de autoconstrucción.
Por todo lo cual, este eximio traidor de sí, integrado y abandonado a la vez, al perdonar a todos se perdona. Y a usted el primero, porque, como todo juez, ha de ser exonerado para ejercer la justicia. Le evito así esa carga que es su responsabilidad incompartida y pongo a su alcance este solipsismo que, como dijo el otro, es algo que no sucede todos los días y con el que espero que consiga una felicidad tan inmarcesible como la mía. Por tanto, salud y un abrazo universal. Y teleférico."

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